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Escritos espirituales y florecillas de oración personal. Contemplaciones teologales tanto bíblicas como sobre la actualidad eclesial.
PRIMER LIBRO GRATUITO
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 52
FUNDAMENTACIÓN Y DEFENSA
DE SU MINISTERIO APOSTÓLICO (II)
Continuemos,
querido San Pablo, con la defensa del ministerio que te ha sido encomendado.
“Mas
yo, de ninguno de esos derechos he hecho uso. Y no escribo esto para que se
haga así conmigo. ¡Antes morir que...! Mi timbre de gloria ¡nadie lo eliminará!
Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber
que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio! Si lo hiciera por
propia iniciativa, ciertamente tendría derecho a una recompensa. Mas si lo hago
forzado, es una misión que se me ha confiado. Ahora bien, ¿cuál es mi
recompensa? Predicar el Evangelio entregándolo gratuitamente, renunciando al
derecho que me confiere el Evangelio.” 1 Cor 9,15-18
“Y ¡ay de mí si no
predicara el Evangelio!” ¿A quién de nosotros no se nos ha
presentado esta famosa sentencia, ya para argumentar la misión evangelizadora
de la Iglesia ya para invitarnos a vivir el carácter propio del bautismo
madurado en la confirmación?
De
hecho el Apóstol presenta esta urgente necesidad que se le impone y este deber
que tan íntimamente le incumbe como la corona que detenta celosamente: “Mi timbre de gloria ¡nadie lo eliminará!”
Y su testimonio personal asume un lenguaje extremo: “Mas si lo hago forzado, es una misión que se me ha confiado.” Se
trata de estar como forzado por una conciencia imperiosa de su llamado y por un
santo apasionamiento que da cuenta de la llama divina que le inflama en Gracia
y a la cual se entrega fielmente sin reservas.
Permítanme
los lectores que trace un paralelo con el profeta Jeremías, quien en otro
contexto, en un momento de crisis vocacional, lleno de angustia y frustración a
causa de las numerosas contradicciones y sufrimientos que le ha traído su
ministerio, también puede experimentar esta quemazón abrasadora: “Yo decía: «No volveré a recordarlo, ni
hablaré más en su Nombre.» Pero había en mi corazón algo así como fuego
ardiente, prendido en mis huesos, y aunque yo trabajaba por ahogarlo, no podía.”
Jer 20,9
San
Pablo nos deja sintetizada esta pasión vehemente que se encuentra en el centro
de su identidad apostólica con la maravillosa fórmula: “Predicar el Evangelio entregándolo gratuitamente”.
¡Pidamos
pues al Señor, roguemos insistentemente que encienda en toda la Iglesia y en
nosotros mismos este fuego para que arda inextinguible! ¿O acaso no es esto Pentecostés:
una efusión imparable y potente del Espíritu Santo en su Iglesia para desatar en
el mundo una quemazón misionera y una pasión evangelizadora que llegue a todos?
¿Y hasta que extremos del amor nos empujará?
“Efectivamente,
siendo libre de todos, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más que
pueda. Con los judíos me he hecho judío para ganar a los judíos; con los que
están bajo la Ley, como quien está bajo la Ley - aun sin estarlo - para ganar a
los que están bajo ella. Con los que están sin ley, como quien está sin ley
para ganar a los que están sin ley, no estando yo sin ley de Dios sino bajo la
ley de Cristo. Me he hecho débil con los débiles para ganar a los débiles. Me
he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos. Y todo esto lo hago por el Evangelio para ser
partícipe del mismo.” 1 Cor 9,19-23
A
veces me han llegado interpretaciones de este pasaje que enfatizan reductiva y superficialmente
la “versatilidad pastoral”, como si lo importante fuese saber adaptarse para
dialogar con el mundo, lograr ser flexible para impostarse según los cánones de
la cultura vigente y el espíritu de una época. Incluso tal vez haciendo que el
mismo Evangelio de Dios se rinda a las más extrañas contorsiones. Sin embargo
es del todo evidente que la llave de esta perícopa la hallamos en el repetido
verbo “ganar”. San Pablo hace todo cuanto hace para “ganarlos para el Evangelio”.
Afirma: “para ganar a los que más pueda”.
Y en osada expresión: “Me he hecho todo a
todos para salvar a toda costa a algunos.” Ganarlos para salvarlos y
salvarlos a toda costa. Se acerca a todos con gran disponibilidad a compartir
su situación para sacarlos de esa situación y acercarlos al Evangelio de la
Salvación en Cristo.
No
tengo dudas que la Iglesia peregrina de comienzos del siglo XXI debe sacudirse
pronto los límites que ciertas ideologías mundanas han querido imponerle.
Anunciar el Evangelio nunca es una discriminación excluyente ni un discurso de
odio, tampoco debe avergonzarse ni pedir timorata permisos porque tan solo esta
amando y amando según Dios que es el Amor. Si el Evangelio de Jesucristo señala
pecados no es una agresión sino un colirio y un cauterio. Si el Evangelio pide
conversión no es una demanda autoritaria que no comprende mi situación sino una
invitación a la sanación y a encontrar el verdadero rumbo. Debemos recordarnos
que no hay mayor Caridad que la Iglesia pueda hacerle a la humanidad que
proponerle aceptar y adherirse al Señor Jesucristo, Camino, Verdad y Vida.
Profesar la fe en Jesucristo como el único Salvador del mundo, pues no hay otro
Nombre que nos haya sido dado, no es fanatismo sino simplemente amor.
Creo
que San Pablo en el fondo nos dice algo así: ¿Amas a tu hermano? ¿Amas a la
humanidad según Dios la ama? Pues entonces intentas, por todos los medios que
sean santos, ganarlos para el Evangelio.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 51
FUNDAMENTACIÓN Y DEFENSA
DE SU MINISTERIO APOSTÓLICO (I)
Admirado
Apóstol, ¿qué te han escrito?, ¿a qué se debe tu respuesta? Sin duda te
enfrentas a tus detractores que se niegan a reconocer tu ministerio apostólico
o que no comprenden el modo en el cual lo ejerces.
“¿No
soy yo libre? ¿No soy yo apóstol? ¿Acaso no he visto yo a Jesús, Señor nuestro?
¿No son ustedes mi obra en el Señor? Si para otros no soy yo apóstol, para ustedes
sí que lo soy; pues ¡ustedes son el sello de mi apostolado en el Señor! He aquí
mi defensa contra mis acusadores.” 1 Cor 9,1-3
Tus
preguntas iniciales, de carácter retórico, intentan ganar a los oyentes en tu
favor. Insinúas las respuestas: soy libre, soy apóstol, he visto al Señor
Resucitado y ustedes son el fruto de mi predicación apostólica y mi servicio
misionero. Si yo, Pablo, no hubiese llegado a ustedes hoy no habría quizás Iglesia
en Corinto.
Pero
además parece que quienes no te reconocen te acusan de usufructuar
indebidamente del ministerio.
“¿Por
ventura no tenemos derecho a comer y beber? ¿No tenemos derecho a llevar con
nosotros una mujer cristiana, como los demás apóstoles y los hermanos del Señor
y Cefas? ¿Acaso únicamente Bernabé y yo estamos privados del derecho de no
trabajar?” 1 Cor 9,4-6
Ahora
entonces debes defender que tienes derecho al sustento por el servicio sin
reservas al anuncio del Evangelio y a la formación y desarrollo de las
comunidades cristianas.
“¿Quién
ha militado alguna vez a costa propia? ¿Quién planta una viña y no come de sus
frutos? ¿Quién apacienta un rebaño y no se alimenta de la leche del rebaño? ¿Hablo
acaso al modo humano o no lo dice también la Ley? Porque está escrito en la Ley
de Moisés: «No pondrás bozal al buey que trilla.» ¿Es que se preocupa Dios de
los bueyes? O bien, ¿no lo dice expresamente por nosotros? Por nosotros ciertamente
se escribió, pues el que ara, en esperanza debe arar; y el que trilla, con la
esperanza de recibir su parte. Si en ustedes hemos sembrado bienes
espirituales, ¡qué mucho que recojamos de ustedes bienes materiales! Si otros
tienen estos derechos ustedes, ¿no los tenemos más nosotros? Sin embargo, nunca
hemos hecho uso de estos derechos. Al contrario, todo lo soportamos para no
crear obstáculo alguno al Evangelio de Cristo.” 1 Cor 9,7-12
Es
interesante que al tiempo que reclamas tu derecho a ser auxiliado en tus
necesidades por la comunidad para poder dedicarte enteramente a la propagación
y consolidación de la fe en Cristo, como en la Iglesia se hace con el resto de
los que son reconocidos como Apóstoles del Señor, también das testimonio que
has renunciado libremente muchas veces a esta prerrogativa para que se vea con
mayor transparencia la gratuidad con la que anuncias el Evangelio.
Debo
decir, sin embargo, que en otras comunidades cristianas agradeces y hasta
solicitas su ayuda. ¿Por qué aquí en Corinto recibir auxilios materiales puede
ser un obstáculo a la labor apostólica? Aventuro mi interpretación: se trata de
una ciudad verdaderamente populosa e importante, rica en recursos y plaza
apetecible para todo predicador ambulante, ya de otras religiones, ya de
diversas escuelas filosóficas. Debían ser numerosos quienes ofrecían doctrinas
a cambio de remuneración. Como debía ser habitual acomodar el mensaje al gusto
del cliente, por así decirlo, para obtener la mejor paga. Y tú no quieres que
disminuya tu credibilidad ni que tu empeño sea asociado al afán de lucro, pues
de percibirse así tu ministerio terminaría resultando un obstáculo para que por
la fe puedan adherir a la Verdad de Cristo que no cambia, que permanece y que es
tan plena como definitiva.
“¿No
saben que los ministros del templo viven del templo? ¿Que los que sirven al altar,
del altar participan? Del mismo modo, también el Señor ha ordenado que los que
predican el Evangelio vivan del Evangelio.”
1 Cor 9,13-14
Creo
oportuno recordar que el sostenimiento del culto y de los ministros se trata de uno de los preceptos de la Iglesia.
Leemos en el Código de Derecho Canónico:
Canon 222 §1. Los
fieles cristianos están obligados a ayudar a las necesidades de la Iglesia, a
fin de que ésta disponga de lo necesario para el culto divino, para las obras
de apostolado y de caridad, y para el decoroso sustento de los ministros.
Canon 281 § 1. Los
clérigos dedicados al ministerio eclesiástico merecen una retribución
conveniente a su condición, teniendo en cuenta tanto la naturaleza del oficio
que desempeñan como las circunstancias del lugar y tiempo, de manera que puedan
proveer a sus propias necesidades y a la justa remuneración de aquellas
personas cuyo servicio necesitan.
§ 2. Se
ha de cuidar igualmente de que gocen de asistencia social, mediante la que se
provea adecuadamente a sus necesidades en caso de enfermedad, invalidez o
vejez.
Obviamente
también se exhortará a los ministros a llevar un estilo de vida acorde a un
decoroso sustento, evitando cualquier vanidad u opulencia y entregando cuanto
exceda lo necesario y haya recibido de la Providencia, al servicio de la
Iglesia y al auxilio de los pobres como cualquier otro cristiano.
Me
permito una digresión o ampliación del alcance del tema. Sin duda es un tópico
pendiente y difícil de tratar el de la evangelización de los bienes, pues del
Señor los recibimos y a su servicio los dedicamos. La mayor parte de los
cristianos católicos no aceptarían la imposición del diezmo como lo hacen otras
confesiones cristianas, aduciendo que se trata de una doctrina bíblica. Las
colectas y limosnas en la Santa Misa y por intenciones de difuntos y otras
suelen ser exiguas. Hay conciencia de que el clérigo debe vivir austeramente y
no poseer demasiados bienes personales. Así se lo exige y es fuente de
escándalo quien no se ajusta. Pero no hay tanta conciencia de que el laico,
aunque reciba sus ingresos por un trabajo remunerado o por emprendimientos
económicos personales, no queda exento de vivir de un modo mesurado, sin
vanidades ni opulencias, y abierto a ser generoso con la Iglesia y con los
pobres.
¿Qué
es verdaderamente necesario para el sustento? ¿Qué exceso puede ser
escandaloso? ¿Cuál es mi criterio de austeridad y sobriedad de vida? ¿Qué
placeres y comodidades lícitamente me permito? ¿Cuánto dedico a la limosna?
Estos interrogantes y otros quizás debieran estar más presentes en la
conciencia de todos nosotros, clérigos y laicos.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 50
EL
ÍDOLO NO ES NADA
Apóstol
Pablo, al introducir la presente sección avisábamos que responderías a
cuestiones planteadas por la comunidad en dos grandes temas: ya hemos tratado la
práctica ascética de abstinencia sexual en el matrimonio y el valor tanto de la
virginidad como de las nupcias, y ahora tocaremos suscintamente la problemática
de la ingesta de alimentos sacrificados a los ídolos. Lo haremos brevemente
pues ya hemos elaborado este dilema en los numerales 25-26 al comentar el
capítulo 14 de la carta a los Romanos, que en verdad es cronológicamente
posterior al presente texto de corintios y donde te has explayado en una serie
de criterios que constituyen un pequeño tratado sobre el ejercicio de la
caridad fraterna.
“Ahora
bien, respecto del comer lo sacrificado a los ídolos, sabemos que el ídolo no
es nada en el mundo y no hay más que un único Dios. Pues aun cuando se les dé
el nombre de dioses, bien en el cielo bien en la tierra, de forma que hay multitud
de dioses y de señores, para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre,
del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor,
Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros.” 1 Cor 8,4-6
¡Menudo
tema y tan actual se nos abre! Fortísima expresión apostólica: “El ídolo no es nada en el mundo y no hay
más que un solo Dios”. Sabemos que todo el Antiguo Testamento, sobre todo a
través de los Profetas, es una constante invectiva contra la idolatría. De
hecho era considerada como el pecado más grave y tratada analógicamente como
una prostitución, un abandono del Dios Único y Verdadero, una ruptura y
traición a la Alianza para entregarse “fornicariamente” a la seducción de los
falsos dioses que no eran sino una invención humana.
Diría
en principio que esta óptica con matices se mantuvo durante los dos primeros
milenios de la Iglesia Católica. En términos clásicos hay un solo Dios
verdadero y por tanto una sola religión verdadera. Hay una sola Revelación de
Dios plena y acabada en Jesucristo y solo en la adhesión de fe a esta comunicación
de Dios acerca de Sí mismo y del camino a recorrer por el hombre hay certeza de
Salvación.
Todos
los matices en estos dos milenios han surgido por el ejercicio de la caridad y en
pos de una convivencia pacífica. Obviamente hemos dejado de predicar y
organizar cruzadas militares y guerras santas pero no por eso hemos admitido
que las otras religiones fueran verdaderos caminos de salvación. Por iniciar un
diálogo propositivo hemos quizás facilitado el reconocimiento inicial de
aspectos comunes en torno al bien del prójimo y a valores saludables para la
vida social, lo cual no supuso dejar de anunciar a Jesucristo como el único
Salvador, Dios e Hijo de Dios, enviado por la Encarnación y propiciador de
rescate y redención por su Pascua. Así hemos podido distinguir en el diálogo inter-religioso
una evidente mayor proximidad con el Judaísmo y una mayor distancia con el
Islam. Con estas religiones tenemos al menos el punto de contacto por la fe en
un Dios único o el carácter monoteísta, ciertas Escrituras Santas y tradiciones
comunes y una tremenda e infranqueable divergencia: su no aceptación de
Jesucristo y de la Revelación del Dios Trinitario, solo por señalar lo más
crucial. La lista de discrepancias supera por mucho lo que puede ser común.
Ni
hablar del resto de las religiones de algún modo politeístas y con doctrinas
absolutamente incompatibles con la fe cristiana. La Iglesia durante casi dos
milenios ha tenido claro que verdadera caridad era proponer la conversión a
aquellos hermanos cuyas creencias eran elaboraciones humanas, incompletas y
limitadas experiencias numinosas de lo divino. Dejarlos en el error era
privarlos de la Salvación a la cual se accede por la fe en la Revelación
cristiana y la incorporación por el Bautismo a la Iglesia para participar de la
Gracia de la Redención o Justificación.
Y
hacia dentro del movimiento cristiano, que lamentablemente ha sufrido cismas,
divisiones dolorosas y rupturas de la unidad querida por el Señor, desde los
primeros siglos se ha mantenido un diálogo apologético para intentar devolver
al seno de la Madre Iglesia a aquellos creyentes que adhiriéndose a la herejía
se apartaban de la comunión o a veces por influencia de contextos políticos,
económicos y culturales habían seguido caminos de desarrollo diverso. Así
también supo discernir y valorar cuando las comunidades separadas conservaban
la auténtica sucesión apostólica, cuando su Bautismo era válido y la común
adhesión a los grandes símbolos o confesiones de fe y a cierto Magisterio
admitido en consenso. Así también en el amplio mundo del diálogo ecuménico hay
mayores acercamientos y mayores distancias en cuestiones de doctrina, de
sacramentos y de disciplina eclesiástica. Y la Iglesia Católica siempre en dos
milenios ha sostenido la intención de que sea reintegrada la unidad como nunca
ha renunciado a la confesión de que solo en la Iglesia Católica subsisten
íntegros y completos todos los medios de Salvación comunicados por su fundador,
Jesucristo.
Ya
ven pues por qué sentenciaba que “menudo tema nos traes”. No es este el momento
de entrar en análisis pero todos percibimos que la sensibilidad ha cambiado y
el discurso también, al menos desde el final del segundo milenio hasta nuestros
días. Como el debate es ya bastante público calculo que todos hemos escuchado
deslizar comentarios críticos de algunos al tratamiento del diálogo
inter-religioso y ecuménico por los documentos pertinentes del Concilio Vaticano
II, a los cuales se les adjudica utilizar algunas expresiones o fórmulas que
pueden dejar lugar a interpretaciones ambiguas; sobre todo una fuerte oposición
de algunos teólogos y entendidos al aparente viraje en la comprensión de la
libertad religiosa. Al mismo tiempo desde otra vereda soplan aires de una gran
tolerancia que a veces bordea el peligro del relativismo religioso y la fusión
sincretista. Se popularizan frases como “al fin y al cabo Dios es el mismo para
todos”, que partiendo de la verdad de un solo único Dios verdadero esconde la
realidad de que no todos lo conciben igual, ni comprenden igual el camino de
redención ni sus medios y que si ese
Dios se ha revelado no puede ser inocuo o insignificante rechazar la
comunicación del Señor. Otros parecen difundir que “todos los caminos conducen
a Dios” partiendo erróneamente de que la búsqueda que el hombre por naturaleza
hace de Dios no pueden ser ni completa ni acertada por sí misma; por lo
contrario es Dios quien busca al hombre y quien le manifiesta el Camino y le
desvela su Misterio excedente.
En
medio de estas confusiones, a veces incluso propiciadas por gestos pastorales
no del todo prudentes y en otras ocasiones corregidas por declaraciones públicas
como la “Dominus Iesus” de la que se cumplen 25 años, polémica y controvertida
en su publicación y que hoy parece imprescindible volver a estudiar.
Sin
duda una cuestión actual y vigente, de alta sensibilidad y de urgente clarificación.
Las expresiones de San Pablo resuenan aún estridentes y potentes: “Sabemos que el ídolo no es nada en el mundo
y no hay más que un único Dios. Pues aun cuando se les dé el nombre de dioses,
bien en el cielo bien en la tierra, de forma que hay multitud de dioses y de
señores, para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden
todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien
son todas las cosas y por el cual somos nosotros.”
Finalmente
arribamos al planteo sobre los alimentos.
“Mas
no todos tienen este conocimiento. Pues algunos, acostumbrados hasta ahora al
ídolo, comen la carne como sacrificada a los ídolos, y su conciencia, que es
débil, se mancha. No es ciertamente la comida lo que nos acercará a Dios. Ni
somos menos porque no comamos, ni somos más porque comamos. Pero tengan cuidado
que esa su libertad no sirva de tropiezo a los débiles. En efecto, si alguien
te ve a ti, que tienes conocimiento, sentado a la mesa en un templo de ídolos,
¿no se creerá autorizado por su conciencia, que es débil, a comer de lo
sacrificado a los ídolos? Y por tu conocimiento se pierde el débil: ¡el hermano
por quien murió Cristo! Y pecando así contra sus hermanos, hiriendo su conciencia,
que es débil, pecan contra Cristo. Por tanto, si un alimento causa escándalo a
mi hermano, nunca comeré carne para no dar escándalo a mi hermano." 1 Cor
8,7-13
No
abundaremos en el comentario, ya que ampliamente lo hemos tratado como dijimos
en Romanos 14. Quizás solo aportar que no se trataba necesariamente de
participar en comidas sacrificiales paganas ni en eventos organizados por los
cultos paganos, sino probablemente con la costumbre de comercializar públicamente el
excedente de carne de los animales sacrificados; así aquellos cortes se ponían en disponibilidad para el consumo de la
población. Como sea, el Apóstol propone la caridad y el respeto por el proceso
de maduración de la conciencia de los hermanos para no provocar escándalos. La
Caridad pues siempre es la gran clave de interpretación de todo el actuar
cristiano.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 49
LA CIENCIA HINCHA, EL AMOR EDIFICA
“Respecto
a lo inmolado a los ídolos, es cosa sabida, pues todos tenemos ciencia. Pero la
ciencia hincha, el amor en cambio edifica. Si alguien cree conocer algo, aún no
lo conoce como se debe conocer. Mas si uno ama a Dios, ése es conocido por él.”
1 Cor 8,1-3
Iluminadísimo
maestro de la fe, Apóstol Pablo, una vez mas nos encontramos con tu necesidad
de tratar el tema de los alimentos que se consumen y sobre todo de los
sacrificios rituales a los ídolos. Pero antes de realizar tu enseñanza, introduces
unos principios que vale la pena comprender en sí mismos, pues son tan
universales y hondos en sentido que resultan aplicables en múltiples contextos.
1. El
primer principio es: “La ciencia hincha,
el amor edifica”. Es decir, todo saber que no se halla animado por la
virtud teologal de la caridad puede desviarse hacia el orgullo y entonces hacia
la ruptura. Donde no reina el Amor de Dios, irrumpe el pecado.
Y el ejercicio de la
caridad recordemos, tiene un doble destinatario. Porque la caridad cristiana en
primera instancia se vuelve a Dios que nos amó primero. Es pues respuesta al
Don, la acogida y agradecimiento por la Caridad salvífica que Él nos ofrece,
que también nos supone obediencia sin reservas a su Voluntad divina y respuesta
fidelísima a su Gracia. Habitualmente en la Iglesia peregrina de estos tiempos,
hemos reducido la caridad a la dimensión horizontal entre nosotros los
humanos y nos hemos olvidado que la caridad también y principalmente se debe a
Dios.
Además la caridad
cristiana hacia el prójimo bien entendida nos orienta a amarlo como Dios lo ama;
por tanto amar al hermano por Amor de Dios y con Amor de Dios, amarlo para su
salvación, amarlo para la comunión con Dios. Lamentablemente también hemos
reducido la caridad fraterna a una menguada preocupación por las necesidades
temporales y “por la dimensión corpóreo-sensitiva”, descuidando la salvación
eterna de la persona, “la dimensión espiritual” que tiene primacía y sustenta
todo sentido y dirección de la existencia histórica, abriéndola hacia nuestra
vocación a la Gloria.
Sin duda hay que
confortar al prójimo como hizo Jesucristo, saciando su hambre, sanando su
enfermedad, consolándolo en sus múltiples sufrimientos y devolviéndole dignidad
frente a tantas injusticias; sobre todo dándole alimento de Vida Eterna, exorcisándolo
de los demonios que lo perturban y liberándolo del Malo, auxiliándolo para que halle
el camino hacia la Comunión con el Padre que lo busca y le sale al encuentro en
su Hijo y en el Espíritu santificador para la Alianza.
El Amor de Dios pues
edifica. Sin la primacía y la orientación del Amor Divino todo saber humano se
vuelve sobre sí mismo, se desorienta y se infla de amor propio, o sea, de
orgullo y vanagloria. Como toda acción humana desvinculada de la Caridad de
Dios, aunque pretenda presentarse como acción pastoral eclesial, pierde su alma
y su brújula, se deja seducir al fin por la tentación de los paraísos
terrenales y de las ideologías secularizantes. Sin Amor de Dios, todo degenera.
2.
El segundo principio es: “Si alguien cree conocer algo, aún no lo
conoce como se debe conocer. Mas si uno ama a Dios, ése es conocido por él.”
Surge la pregunta: ¿cómo se debe conocer? Creo que todos podemos percibir el trasfondo:
si alguien cree conocer solo por sus propias capacidades humanas debería no
engreírse y al menos aceptar humildemente que su conocimiento permanece
limitado. No quiere afirmarse que no conozca con verdad sino que aún no lo hace
con plenitud, sino en la medida de lo que le fue dado naturalmente. Todos
podríamos aceptar que nuestro conocimiento depende por ejemplo de la agudeza de
nuestra inteligencia, del método utilizado, de las circunstancias personales y
contextos culturales que señalan una perspectiva y otros factores. ¿Quién pues
conoce acabadamente todo cuanto existe? Evidentemente Dios y por tanto, apoyado
en la Sabiduría y Ciencia de Dios, nuestro conocimiento de la realidad alcanza
otra profundidad y madurez. La razón humana por sí misma es capaz de alcanzar
la verdad hasta cierto punto pero, iluminada por la fe mediante la Revelación, es
guiada hacia el Misterio insondable y excedente, hacia la plenitud de la
Verdad.
Empero mi comentario
hasta aquí es demasiado occidental y no debiéramos descuidar la matriz oriental
de la educación paulina: “Mas si uno ama
a Dios, es conocido por él”. ¿Acaso a Dios le falta conocernos y tiene que
seguir haciéndolo? ¿Y qué tiene que ver amar a Dios con conocer? Sucede que el
conocimiento en la cultura semítica tiene más que ver con el intercambio y la
reciprocidad que con un aséptico y distante análisis. El conocimiento pues –sobre
todo a nivel del sentido de la vida y de la razón y orden de ser de cuanto
existe-, es posible en el ámbito de la comunicación y comunión. Por eso también
creo podemos asimilar que el amor –no la emoción psicológica sino la virtud-
sobre todo en los vínculos personales, es fuente de conocimiento verdadero y
agudo.
“Ser conocido por Dios”
supone pues la Alianza en el Amor, la reciprocidad e intercambio con Él que nos
hace participar de su Sabiduría. Si todo queda bajo la Luz del Amor de Dios, la
verdad última es desvelada y todo lo que excede inagotable, cuanto debemos
ubicar en el horizonte del Misterio, puede ser bajo el influjo de la Gracia
sobrenaturalmente saboreado y aquilatado, redescubierto como fuente de saciedad
y gozo.
“La
ciencia hincha, el amor edifica”. Quizás ahora tras este ejercicio de
comprensión también podríamos aseverarlo así: la Ciencia del Amor nos introduce
en la verdad total. O llevando la cuestión un poco más allá: la mística es la
experiencia infusa del encuentro amoroso con el Misterio del Dios que es Amor y la
pregustación de aquella Luz de Gloria con la cual los bienaventurados en la
eternidad conocen a Dios, a sí mismos y a todo como Dios se conoce y nos conoce
con Amor y para el Amor.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 48
LA
SEXUALIDAD EN CLAVE CRISTIANA (IV)
Augusto
San Pablo, ahora nos introduces en la otra temática ya preanunciada: la
virginidad, la castidad y el celibato.
“Acerca
de la virginidad no tengo precepto del Señor. Doy, no obstante, un consejo,
como quien, por la misericordia de Dios, es digno de crédito. Por tanto, pienso
que es cosa buena, a causa de la necesidad presente, quedarse el hombre así. ¿Estás
unido a una mujer? No busques la separación. ¿No estás unido a mujer? No la
busques. Mas, si te casas, no pecas. Y, si la joven se casa, no peca. Pero
todos ellos tendrán su tribulación en la carne, que yo quisiera evitarles.” 1
Cor 7,25-28
Estás
respondiendo a cuestiones planteadas por la comunidad cristiana en Corinto. De
nuevo con gran sinceridad y humildad explicitas que lo que dirás no es un
mandato del Señor sino un consejo. Notemos que esta sección comienza afirmando
que el Apóstol es “digno de crédito” y cerrará invitando a seguir su consejo pues
“también creo tener el Espíritu de Dios”. Y recordemos que ya nos había dicho
que le gustaría que todos abrazaran junto con él una opción celibataria. Como
nos había enseñado que tal género de vida es un don de la Gracia dado no a
todos sino a algunos.
Pero
de nuevo reaparece el argumento escatológico, y a causa de “la necesidad
presente”, es decir, estar atentos a la venida del Señor, le parece lo mejor
permanecer virgen sin casarse. Como otra vez insiste en que cada quien
permanezca en el estado en el cual lo encontró el llamado.
Ciertamente
resulta llamativo que tenga que aclarar que casarse no es un pecado. Volviendo
sobre nuestra presunción de que existía una corriente ascética que por motivos
de un mayor trato espiritual con el Señor quería hacer abstinencia de la
intimidad conyugal, también podemos suponer que incluso podían considerar como
pecado la unión matrimonial con su lógica intimidad e intercambio en el
ejercicio de la sexualidad. ¿Nos parece en nuestro tiempo increíble este
planteo? Sin embargo era totalmente entendible en las coordenadas culturales de
aquel momento histórico. Seguramente incluso hoy podemos admitir que en el
intercambio íntimo no siempre todo es virtuoso y no tiene por qué estar
garantizado el amor.
Sin
embargo el Apóstol vuelve a sorprendernos con otro matiz: los casados “tendrán
su tribulación en la carne, que yo quisiera evitarles”. ¿A qué se refiere?
“Yo los quisiera libres de preocupaciones. El
no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El
casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer; está por
tanto dividido. La mujer no casada, lo mismo que la doncella, se preocupa de
las cosas del Señor, de ser santa en el cuerpo y en el espíritu. Mas la casada
se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su marido.” 1 Cor 7,32-34
Pues
bien, irrumpe una óptica que requiere un tratamiento delicado y que no dejará
de ser espinosa. San Pablo nos quiere “libres de preocupaciones” para
dedicarnos enteramente y sin divisiones al Señor. Y esta posibilidad la percibe
más facilitada por una vida en castidad. De hecho a quienes optan por no
contraer matrimonio les describe como “preocupados por las cosas del Señor” y “de
cómo agradar al Señor y ser santo”. En cambio a los casados los presenta
llevando una vida en tensión –aquella tribulación en la carne-, pues se ven
obligados a atender múltiples aspectos de la vida mundana además de agradar a
su cónyuge.
Como
decía es un tema sensible que anticipo no voy a definir sino a analizar.
Podríamos quizás objetar que todos conocemos consagrados, que aún llevando una
vida en castidad, no se los visualiza enteramente atentos a agradar al Señor y
tal vez también nos entristece admitir que se inclinan a otros “negocios
seculares” como el poder, la fama, la riqueza y otras búsquedas de sí mismos
lejos de Dios. Pero no me quedan dudas que hay consagrados luminosos, de vida
totalmente entregada a Dios y a su santa voluntad, a la Iglesia y al servicio
al prójimo, testimonios veraces de una disponibilidad generosa y de una
vocación ardiente.
Por
el lado del matrimonio, muy probablemente –dado la actual crisis y epidemia de
separaciones- aún nos ha tocado conocer algún matrimonio añoso y bien logrado,
no solo como pareja, sino como proyecto de común santificación y permanente
búsqueda de Dios y sus designios. Pero por lo general debemos aceptar que ni
siquiera los que se casan por Iglesia tienen una profunda conciencia de su
vocación a través del sacramento. ¡Cuántos amigos y amigas se nos han
quejado pues sus cónyuges no solo no los acompañan en el camino de fe sino que
encima se lo obstaculizan con fiereza! Al menos yo he contemplado procesos
desparejos, donde en el camino cristiano un cónyuge tenía que retrasarse y
cargar al otro -permítanme la expresión antipática- casi como un lastre o peso
muerto. Por supuesto que allí hay amor que busca redimir, lo que falta es la
recíproca disponibilidad para vivir como un matrimonio que desea y busca
agradar al Señor.
Quizás
la evidencia más dolorosa de esta deficiencia es el masivo fracaso de tantos
padres cristianos en transmitir la fe a sus hijos. Lo cual no es necesariamente
consecuencia de la disparidad en los procesos de fe que transitan los conyúges,
pues todos conocemos excelentes matrimonios de discípulos de Jesucristo que
tampoco logran transmitir la fe a su descendencia. Mas bien creo que sobre todo
resulta de la deficiente resolución de como equilibrar las lógicas “obligaciones
en el mundo” propias de la vida laical con las “obligaciones debidas al Señor”.
Claramente en la mayoría de los matrimonios y familias Dios queda postergado tras
un sin número de urgencias temporales. Es esa tensión entre concentrarse en
Dios y concentrarse en las necesidades de la vida en el mundo la que genera en
el decir paulino “una tribulación en la carne”.
Porque
créanme que como hay célibes que quisieran casarse y que se vuelven atrás de
sus votos, también conozco casados que a veces suspiran y anhelan poder
encontrar más y más tiempo para dedicarse al Señor y a la Iglesia. Sólo es
indicativo en los consagrados de una maduración vocacional accidentada y en los
casados de una tensión hacia la santidad que busca un nuevo punto de equilibrio
y superación.
Insisto
que el tema es complejo e imposible de abordar tan brevemente. Como anotación
final advierto que durante gran tiempo en la Iglesia se presentó a la vida
consagrada en castidad como el “estado de perfección” que permitía el
desarrollo de una donación sin reservas al Señor, la opción mejor para una
disponibilidad generosa. Últimamente la convicción de que todos hemos sido
llamados a la santidad supone asumir que también por la vocación al matrimonio y la familia se ofrece un camino igualmente confiable, querido por Dios desde
la Creación y dotado de Gracia para tal fin. Sin duda tanto la vida en castidad
como la vida conyugal nos someten a diversas “tribulaciones en la carne” que
si no son bien maduradas y resueltas afectan la salud de la opción vocacional.
Y fuera de toda discusión que todos naturalmente nos sentimos llamados al amor
conyugal pero que solo algunos son llamados y pueden dar el paso hacia una vida
en castidad.
“Les digo esto para su provecho, no para
tenderles un lazo, sino para moverlos a lo más digno y al trato asiduo con el
Señor, sin división. Pero si alguno teme faltar a la conveniencia respecto de
su novia, por estar en la flor de la edad, y conviene actuar en consecuencia,
haga lo que quiera: no peca, cásense. Mas el que ha tomado una firme decisión
en su corazón, y sin presión alguna, y en pleno uso de su libertad está
resuelto en su interior a respetar a su novia, hará bien. Por tanto, el que se
casa con su novia, obra bien. Y el que no se casa, obra mejor. La mujer está
ligada a su marido mientras él viva; mas una vez muerto el marido, queda libre
para casarse con quien quiera, pero sólo en el Señor. Sin embargo, será feliz
si permanece así según mi consejo; que también yo creo tener el Espíritu de
Dios.” 1 Cor 7,35-40
“Moverlos a los más digno y al trato asiduo
con el Señor, sin división”. Es clara la motivación del Apóstol y la meta a la
cual desea conducirnos: la unión con Dios como el mayor bien y de hecho la más
contundente definición de la salvación a la que aspiramos. Salvación es unión
con Dios. Afirmaría de mi parte sin demasiado temor a equivocarme, que durante
dos milenios hemos desarrollado ampliamente una educación espiritual que ayude
a los consagrados en tal camino, sin embargo la espiritualidad matrimonial y la
vida espiritual en matrimonio aún está en pañales.
Por
último San Pablo va cerrando esta cuestión aludiendo a algunos casos concretos
como los que ya están prometidos en matrimonio pero aún son solteros, o a
quienes enviudan. A todos aconseja en definitiva actuar con recta conciencia,
en pleno uso de su libertad y con sincera valoración de sus intenciones,
límites y posibilidades reales. Aunque sigue inclinando su preferencia a la
vida casta.
Igual
que San Pablo -supongo, por también hallarme feliz en mi vocación-, me gustaría
invitar a la vida consagrada al mayor número posible de discípulos del Señor Jesús,
porque sin minimizar sus peligros y dificultades, veo sobre todo las bondades y
la gran libertad y capacidad de unidad interior que ofrece este género de vida.
Obviamente los matrimonios dichosos también podrían decir otro tanto desde su
óptica. ¿No deberíamos dialogar más sincera y profundamente sobre estos dos
grandes caminos vocacionales en la Iglesia? Al menos quizás admitir que la
perspectiva paulina, la cual resulta inquietante para nuestra actual mentalidad
eclesial y quizás escandalosa para el mundo, ciertamente reclama ser atendida.
No solo por su equilibrio pastoral sino también por su sinceridad personal y
sobre todo porque el Apóstol es digno de crédito, pues tenía el Espíritu de
Dios.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 47
LA
SEXUALIDAD EN CLAVE CRISTIANA (III)
Estimadísimo
Apóstol de Dios, habíamos avisado a
nuestros lectores que además de la vocación matrimonial nos mostrarías el
sentido cristiano de la virginidad o castidad. Pero antes de introducir sabios
consejos a quienes están solteros aún, de pronto introduces una exhortación
sorpresiva.
“Por
lo demás, que cada cual viva conforme le ha asignado el Señor, cada cual como
le ha llamado Dios. Es lo que ordeno en todas las Iglesias. ¿Que fue uno
llamado siendo circunciso? No rehaga su prepucio. ¿Que fue llamado siendo incircunciso?
No se circuncide. La circuncisión es nada, y nada la incircuncisión; lo que
importa es el cumplimiento de los mandamientos de Dios. Que permanezca cada
cual tal como le halló la llamada de Dios.” 1 Cor 7,17-20
En
verdad me veo inclinado a posponer estos textos hacia el final, tras tratar el
tema de la virginidad, pues allí como conclusión me resultan más didácticos.
Pero San Pablo ha querido en su lógica argumentativa insertarlos aquí, como
núcleo y puente que conecta con ambas temáticas. Respetaré pues la linealidad
textual como lo hago al comentar el corpus de las epístolas según el orden
clásico de presentación de las ediciones y no según criterios de cronología en
la composición.
Surge
ahora el interrogante: ¿por qué?, ¿por qué cada quien debe mantenerse en el
status en el que lo halló la llamada a ser de Cristo? Pues es ésta la
exhortación que se repite: “Que
permanezca cada cual tal como le halló la llamada de Dios.” ¿Y esto debe
aplicarse también al status de casado o soltero que por tanto no debería
alterarse? Resulta al menos extraña esta aplicación.
La
frase introductoria quizás arroje algo de luz: “Por lo demás, que cada cual viva conforme le ha asignado el Señor,
cada cual como le ha llamado Dios.” Aquí
todos podríamos conceder que Dios nos hace un llamado, por ejemplo ya que venimos
tratando de ello, a la vida matrimonial o en virginidad, y que aceptar ese
proyecto será sin duda lo mejor para nosotros. En el caso del casado –salvo
aquella rara excepción estudiada- no habría más que permanecer en su estado. En
cambio el soltero tendría por delante un discernimiento por realizar. Ya
veremos más adelante que San Pablo no pretende imponer la virginidad a quien fue
llamado en estado de soltería. Para todos los casos resalta sin duda la
afirmación: “lo que importa es el
cumplimiento de los mandamientos de Dios”.
Pero
insisto: ¿cómo conectar esta exhortación aparentemente disruptiva con la
sexualidad en clave cristiana? Y continúa el Apóstol…
“¿Eras
esclavo cuando fuiste llamado? No te preocupes. Y aunque puedas hacerte libre,
aprovecha más bien tu condición de esclavo. Pues el que recibió la llamada del
Señor siendo esclavo, es un liberto del Señor; igualmente, el que era libre
cuando recibió la llamada, es un esclavo de Cristo. ¡Han sido bien comprados!
No se hagan esclavos de los hombres. Hermanos, permanezca cada cual ante Dios
en el estado en que fue llamado.” 1 Cor 7,21-24
Encima
nos traes una ejemplificación compleja. ¿Acaso estás justificando la
esclavitud? No, estás afirmando que quien se ha encontrado con Cristo ha sido
liberado para el Señor y desde esta nueva condición y vida resucitada debe
reinterpretar su concreta situación, transformándola por la Gracia en
oportunidad. Y a quien fue hallado libre se le amonesta a considerar que ahora
es esclavo, es decir alguien que libremente y por amor se ata a su Señor.
Resuena una clásica aseveración paulina: “¡Han
sido bien comprados!”. No se debe pues juzgar el presente de cada uno y el
camino por delante en términos humanos sino desde otra óptica: esa otra óptica
es el llamado que Dios nos ha hecho en Cristo, su Hijo.
Mas
todavía persiste la duda acerca de cuál es el fundamento último de esta
exhortación a permanecer en el estado en el que hemos sido llamados. Me permito
trastocar un poco el orden lineal y adelantar estos versículos que son la clave
de toda la cuestión:
“Les
digo, pues, hermanos: El tiempo es corto. Por tanto, los que tienen mujer, vivan
como si no la tuviesen. Los que lloran,
como si no llorasen. Los que están alegres, como si no lo estuviesen. Los que
compran, como si no poseyesen. Los que disfrutan del mundo, como si no
disfrutasen. Porque la apariencia de este mundo pasa.” 1 Cor 7,29-31
Confieso
que nos topamos con una de mis expresiones preferidas en San Pablo, que no me
canso de repetir una y otra vez: “la
apariencia de este mundo pasa”. Pues comprendemos que el núcleo de la
exhortación tiene carácter escatológico. El tiempo es corto y el Señor ya
viene. Por tanto no te preocupes tanto de si eres circunciso o
incircunciso, esclavo o libre, casado o soltero,
entristecido o alegre, negociante, propietario o lo que fueses al presente.
Todo es efímero, pasa, ya está pasando y el Señor viene. Concéntrate pues en
vivir para quien te ha llamado, Jesucristo, que está llegando.
Alguno
podría objetar que este tipo de prioridad corre el riesgo de descomprometernos
con la historia y con nuestras obligaciones en el tiempo. Ya veremos como
resuelve esto el Apóstol en la carta a los de Tesalónica más adelante (aunque
históricamente es de las primeras dificultades que deberá resolver).
Otro
podría relativizar el principio escatológico aduciendo que en su inicio la
primitiva generación cristiana esperaba una inminente Parusía y por eso el
carácter urgente de permanecer en el estado en que fue llamado. Y es verdad que
la Iglesia fue descubriendo con el paso del tiempo que la inminencia de la
Parusía no debía ser interpretada en términos de cronología histórica.
Por
eso la exhortación paulina no pierde vigencia: el Señor está viniendo y como Él
mismo afirmó nadie sabe el día ni la hora. No necesariamente debemos mirar
hacia el final de los tiempos históricos en sentido universal. En lo
particular, en el hoy de nuestra vida el Señor está llegando. Es inminente
siempre el encuentro con Él, sorpresivo e inesperado y reclama vigilancia y una
especial concentración en lo verdaderamente importante: vivir para el Señor que
llega a nosotros.
Cerrando
este periplo diría, adelantando lo que surgirá al tocar el tema de la
virginidad: también el ejercicio de la sexualidad matrimonial es parte de la
apariencia de este mundo que pasa mientras la castidad parece señalar
proféticamente hacia lo que será eterno.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 46
LA
SEXUALIDAD EN CLAVE CRISTIANA (II)
Estimado
Pablo, Apóstol del Señor, tras un comienzo en tono restrictivo sobre el tema de
la sexualidad, corrigiendo errores y conductas inmorales para quien ha abrazado
a Cristo, ahora puedes abundar en una valoración positiva de la misma en torno
a dos grandes elecciones de vida: el matrimonio y la soltería (la cual supone
la continencia por la virginidad o castidad).
“En
cuanto a lo que me han escrito, bien le está al hombre abstenerse de mujer. No
obstante, por razón de la impureza, tenga cada hombre su mujer, y cada mujer su
marido. Que el marido dé a su mujer lo que debe y la mujer de igual modo a su
marido. No dispone la mujer de su cuerpo, sino el marido. Igualmente, el marido
no dispone de su cuerpo, sino la mujer. No se nieguen el uno al otro sino de
mutuo acuerdo, por cierto tiempo, para darse a la oración; luego, vuelvan a estar
juntos, para que Satanás no los tiente por su incontinencia.” 1 Cor 7,1-5
La
expresión “en cuanto a lo que me han escrito” nos alerta que San Pablo está
respondiendo a propuestas e inquietudes que le han expresado los corintios.
Como no estamos aquí realizando un ejercicio exegético adelanto el presupuesto:
lo más probable es que en aquella comunidad haya quienes practiquen costumbres
ascéticas de abstinencia de relaciones íntimas aún dentro del matrimonio por
causa de pureza para dedicarse a la vida espiritual. Esto no es de extrañar, en
este período de la antigüedad tanto judíos como gentiles, en una antropología
tensa entre cuerpo y alma, tendían a considerar que para dedicarse a la vida
espiritual o para realizar ciertos servicios cultuales o funciones religiosas
debían abstenerse de las relaciones sexuales legítimas dentro del matrimonio,
algo así como un período de purificación.
La
respuesta de San Pablo no podemos sino catalogarla como “realista” y
“pastoralmente práctica”. No les niega esta costumbre ascética ni discute el
fondo antropológico de su orientación, sino que les pide que aquella praxis no ofrezca
oportunidad a la tentación y al pecado, no sea que por debilidad sobrevenga la
incontinencia y la infidelidad. “No se
nieguen el uno al otro sino de mutuo acuerdo, por cierto tiempo, para darse a
la oración; luego, vuelvan a estar juntos, para que Satanás no los tiente…”
Además pone las bases para una vida
matrimonial equilibrada y sana a través de dos principios:
a.
ninguno de los conyuges ya se pertenence
a sí mismo sino que ha sido dado o consagrado al otro;
b.
la reciprocidad en la entrega mutua, no
negarse al cónyuge sino permanecer ofrecido, es la clave del amor matrimonial.
Este criterio general, que supone la
noción de “consagración mutua”, la cual se deduce del principio de que el
cristiano no se pertenece a sí mismo sino a Cristo y que en Efesios 5 San Pablo
usará como fundamentación del matrimonio anclado en la esponsalidad entre el
Señor y la Iglesia, se aplica en términos de sexualidad matrimonial en estos
términos: “Que el marido dé a su mujer lo que debe y la mujer de igual modo a su
marido. No dispone la mujer de su cuerpo, sino el marido. Igualmente, el marido
no dispone de su cuerpo, sino la mujer.”
Coincidamos que el Apóstol, dando una
resolución realista y pastoralmente práctica, no deja de proponernos una imagen
sublime y profunda de la hermosa vocación al matrimonio.
“Lo
que les digo es una concesión, no un mandato. Mi deseo sería que todos los
hombres fueran como yo; mas cada cual tiene de Dios su gracia particular: unos
de una manera, otros de otra. No obstante, digo a los célibes y a las viudas:
Bien les está quedarse como yo. Pero si no pueden contenerse, que se casen;
mejor es casarse que abrasarse. En cuanto a los casados, les ordeno, no yo sino
el Señor: que la mujer no se separe del marido, mas en el caso de separarse,
que no vuelva a casarse, o que se reconcilie con su marido, y que el marido no
despida a su mujer.” 1 Cor 7,6-11
Con
espíritu de honesta paternidad, San Pablo sigue desgranando la cuestión que le
han presentado. Lo primero que hace es distinguir una concesión de un mandato,
entonces exhibe su preferencia personal por la castidad. Esta temática la
desarrollará prontamente en su argumentación. Por ahora se limita a expresar
que el estado celibatario en el que vive lo quisiera para todos pero
inmediatamente reconoce que es una gracia, un don que Dios otorga solo a
algunos. Por lo pronto anima a quienes quieran abrazar una vida casta, siendo
solteros o viudos, a seguir adelante en tal empeño, siempre y cuando ponderen
rectamente su capacidad para mantenerse en continencia y reciban dicha gracia
particular de Dios.
En
cuanto a los que se hallan casados les habla desde el nivel del mandato en el
Señor: deben permanecer unidos. No solo se trata de afirmar la indisolubilidad
matrimonial y la estabilidad del vínculo, por tanto de la negación del divorcio
y la censura de una nueva unión. Sino que en este pasaje con su contexto ya
mencionado, parece ser que hay en la comunidad un grupo de mujeres casadas que
tienen tendencia a abstenerse de las relaciones íntimas y a separarse de sus esposos
por causas ascéticas vinculadas a su modo de comprender la vida espiritual.
Sobre esta costumbre vuelve San Pablo a lo que ya les ha enseñado: que es lícita
esa praxis solo bajo mutuo acuerdo y por un período acotado de tiempo. El
pedido al marido que no despida a su mujer resulta una fórmula de equilibrio
para mostrar la reciprocidad en la responsabilidad conyugal.
Pero
además el Apóstol intenta responder a una variedad de casos que le han
presentado.
“En
cuanto a los demás, digo yo, no el Señor: Si un hermano tiene una mujer no
creyente y ella consiente en vivir con él, no la despida. Y si una mujer tiene
un marido no creyente y él consiente en vivir con ella, no le despida. Pues el
marido no creyente queda santificado por su mujer, y la mujer no creyente queda
santificada por el marido creyente. De otro modo, sus hijos serían impuros, mas
ahora son santos. Pero si la parte no creyente quiere separarse, que se separe,
en ese caso el hermano o la hermana no están ligados: para vivir en paz les
llamó el Señor. Pues ¿qué sabes tú, mujer, si salvarás a tu marido? Y ¿qué
sabes tú, marido, si salvarás a tu mujer?” 1 Cor 7,12-16
Aquí
surge una problemática típica de la primera evangelización, que sigue vigente
en lugares de misión donde la fe cristiana debe ser implantada. La realidad del
matrimonio natural es precedente a la del matrimonio sacramental. San Pablo reconoce
que hay casados según el orden natural y las costumbres propias que viven una
disparidad en cuanto a la fe. Solo uno de ellos, tras ser evangelizados, ha aceptado
a Cristo y ya ha recibido el Bautismo. ¿Qué pasa si el otro cónyuge no quiere aceptar
la fe cristiana, o si se opone a que la parte conversa practique la religión, o
si directamente quiere romper la convivencia por no estar dispuesta a aceptar
la fe a la que ha adherido el otro miembro del matrimonio natural?
El
gran maestro de la fe en primer lugar apuesta positivamente a permanecer en esa
unión estable y monógama entre un varón y una mujer. Solo basta que la parte no
creyente acepte convivir pacíficamente y sin impedir a la parte creyente el
ejercicio de la religión. Y aún más, mira con esperanza la situación, pues creyendo
en el poder de la Gracia de Dios hay posibilidad que la vida cristiana del
cónyuge converso se irradie sobre el otro cónyuge y sobre los hijos resultando
un instrumento propicio de conversión y santificación para ellos.
Sin
embargo con total realismo el Apóstol acepta que puede darse la disolución de
aquel matrimonio natural a causa de la primacía de la fe. Si el otro conyuge se
mantiene irreductible en la separación por no querer convivir y aceptar la
conversión y bautismo del otro miembro, pues que se marche y que el neófito quede
en paz, desligado de aquel vínculo y capaz de casarse posteriormente en el
Señor.
Tal
situación se conoce en la legislación canónica como disolución matrimonial por
privilegio paulino. Obviamente el punto de partida es un matrimonio no
sacramentado, la conversión y bautismo de uno de los miembros y la no
aceptación de cohabitación por el otro. En beneficio de la fe se resuelve en
disolución.
CIC can 1143 § 1. El
matrimonio contraído por dos personas no bautizadas se disuelve por el
privilegio paulino en favor de la fe de la parte que ha recibido el bautismo,
por el mismo hecho de que ésta contraiga un nuevo matrimonio, con tal de que la
parte no bautizada se separe. & 2. Se considera que la parte no bautizada
se separa, si no quiere cohabitar con la parte bautizada, o cohabitar
pacíficamente sin ofensa del Creador, a no ser que ésta, después de recibir el
bautismo, le hubiera dado un motivo justo para separarse.
En
los siguientes cánones (1144-1147), el código de derecho canónico establece las
condiciones concretas y el modo de proceder en tales casos excepcionales.
Como
vemos San Pablo aborda la sexualidad en el matrimonio bajo la clave del amor
oblativo en reciprocidad, afirmando la primacía de la fe y favoreciendo que de
común acuerdo busquen los cónyuges los medios que crean oportunos para el
crecimiento espiritual.
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