NO ME AVERGÜENZO DEL EVANGELIO
“No
me avergüenzo del Evangelio, que es una fuerza de Dios para la salvación de
todo el que cree.” Rom 1,16
San
Pablo, estimadísimo e inquebrantable evangelizador, te confieso a ti y a los
lectores que escribo estas líneas como quien se deshace en un vertiginoso
caudal de lágrimas. ¡Cómo hemos llegado en nuestro tiempo a sentir vergüenza y
a esconder nuestra fe en el Evangelio de Jesucristo!
Vienen a mi memoria tantísimos ejemplos y debiera comenzar a confesar y pedir perdón por mis propias omisiones si las he tenido. En conciencia no me reprocho haber negado públicamente la fe o haber escondido la verdad revelada por Dios; creo nunca haberlo hecho y ruego a Dios no caer en esa tentación. Obviamente mis propios pecados han sido un anti-testimonio y una incoherencia que daña a la Iglesia y a los destinatarios del anuncio gozoso de Jesucristo, el único mediador entre Dios y los hombres. Pero el Señor me ha ayudado a permanecer penitente, pidiendo perdón, buscando permanentemente la conversión. Sin embargo reconozco a veces haber desfallecido y, -cansado de tantos obstáculos o resistencias, tal vez del paso aletargado y desmotivado de otros,- haber claudicado en el empeño. Quizás me he retirado demasiado pronto creyendo que no era posible esperar que el Evangelio diese frutos en algunas situaciones, comunidades o personas. Pero también confieso que no he cesado de empujar, a veces sintiendo que lo hago vanamente y otras con enojo, en muchas ocasiones al fin y al cabo en medio de una tremenda tristeza por el rechazo al Evangelio de Dios. Porque cuando uno en gracia ha sido encendido, arde y quema, y cuánto quisiera que se queme en el Amor Divino el mundo entero.
Lamentablemente
en nuestros días hay tanta leña mojada y no dejan de verterle agua para que la
llama no prenda. Y quienes deben cuidar los troncos para que combustionen
parecen ocupados o distraídos en otros intereses o simplemente negligentes.
Vienen
a mí algunos ejemplos que espero presentar sin faltar a la caridad ni ofender a
nadie.
a. ¿Cuándo
hemos renunciado a la educación cristiana? Yo he nacido y crecido en una
familia no cristiana. Aunque la Providencia de Dios y alguna siembra que
permanecía vigente en la cultura de antaño, permitió que mis padres
favorecieran mi acceso a los sacramentos.
Cuando narro mi historia suelen preguntarme cómo ha podido surgir una
vocación sacerdotal en medio de un ámbito familiar tan poco favorable. Me
alegra poder decir que así de grande y maravilloso es Dios que puede sacar
hijos suyos de las piedras del desierto. Que no me ha faltado el buen
testimonio de la Madre Iglesia en tantos hermanos al comienzo de mi camino. Y
que a través de mi perseverancia y crecimiento en la fe también mi familia ha
sido bendecida, principalmente mis padres. Pero justamente por esto me veo
impulsado a responder con otra pregunta: ¿cómo es posible que en tantas
familias que se dicen cristianas no se hayan logrado dar a luz hijos y nietos
fervorosos discípulos de Jesús e hijos de la Iglesia? Como conozco tantos
padres dolidos debo responder tal cual los consuelo a ellos: has realizado tu
siembra, acepta ahora la libertad y el camino misterioso de tus hijos, confía
en la fuerza de la gracia y en la fidelidad de Dios que los seguirá buscando.
Aunque otras veces me temo que somos responsables por ser displicentes, no
colocar límites, justificar el pecado porque nuestro afecto se desvincula de la
verdad y no somos capaces de decirles a los nuestros que los seguimos amando
pero por amor debemos corregirlos pues el camino que toman no es de Dios.
Así también me viene el
recuerdo del colegio católico al que le debo mi formación. No fui enviado allí
por ser “católico” sino porque era considerado mejor que el estatal y más
barato que otros privados. Aquella institución educativa de los setenta y
ochenta del siglo pasado –en pleno posconcilio- era inmensamente más católica
que en la actualidad. Por lo pronto no faltaba a diario el nombre de Jesucristo
que te llegaba desde algún punto resonando en todo el ambiente escolar. Las
aulas y los pasillos estaban siempre señalizados con el Crucifijo y las
imágenes del Señor, de la Virgen y los santos. Las autoridades se preocupaban
porque hiciéramos la catequesis sacramental en la Parroquia y tomábamos la
primera comunión con el uniforme del colegio.
En los festivales, junto a otras temáticas, nunca faltaba alguna
representación de un pasaje del Evangelio y las canciones religiosas. Pero
cuando ejercí como docente en la década del noventa ya el nombre de Jesús
quedaba implícito pero no pronunciado detrás de una “educación en los valores”
y se percibía una fuerte descristianización con la pérdida de costumbres y
simbolismos; la secularización del colegio cristiano avanzaba irrefrenable. Ya
en el siglo XXI el colegio católico se ha transformado netamente en zona de
misión: las aulas despojadas de cruces, la mayoría del plantel docente no es
cristiano en la práctica e incluso dentro del ámbito de la institución enseña
en contra de la fe de la Iglesia, las familias menos que antes acuden al
colegio confesional por ser confesional y los obispos y el clero lo perciben
más como un generador de recursos económicos que como un aporte a la cultura
cristiana o a la inculturación misionera y apostólica del Evangelio en la
sociedad humana. No pocos se preguntan para qué la Iglesia tiene colegios en
esta situación.
b.
¿Cuándo hemos renunciado a ser
apóstoles? Lo que sigue es doloroso y quiero ser más que prudente. Tiempo atrás
he comenzado a observar que los obispos de cierta región eclesiástica tenían la
costumbre de introducir la Cruz pectoral en el bolsillo de la camisa quedando
pues oculta. He podido preguntar en confianza y humildad por el sentido del
gesto. La respuesta me ha parecido honesta y bien intencionada pues aducían que
el pectoral episcopal podría ser para algunos una muestra de opulencia o de
Iglesia triunfalista que causara rechazo o limitase una vinculación más llana.
Sin embargo me he animado a decir que los pectorales no los veo hoy en día como
una joya, no me parece los usen incrustados con piedras preciosas y más que ser
plateados o dorados no sugieren riqueza. En todo caso propuse pueden hacerlos
de madera o de hojalata si les preocupa que se vean pobres. Y por ahí más que
en los pectorales debieran pensar en los automóviles o en los viajes al
exterior. En fin, no me parece prudente poner la Cruz pectoral dentro del
bolsillo frente a nadie siendo obispo pues no me parece que ningún laico deba
hacerlo tampoco. Y pasados los años veo que vamos derivando en frases como “no
buscamos convertirlos” o “evangelizar no es proselitismo” y otras expresiones
que ofrecemos ambiguamente. Pues por un lado quieren ofrecer respeto a todos
los hombres y al derecho a su libertad religiosa –como se la conciba-; mas por
otro lado incluyen una cierta confesión pública de nuestra renuncia a proclamar
el único Evangelio de la Salvación a todos para que todos -si es posible- se hagan cristianos. ¿Es respeto o es una fe vergonzante? No veo que otros
credos tengan este escrúpulo o sean presa de este pudor. Como sea el
enfriamiento del fervor misionero y del celo apostólico entre los católicos
surge evidente e incontrastable en muchas regiones del planeta con honrosas y
esperanzadoras excepciones. Excepciones generalmente vinculadas a contextos de
persecución o de Iglesias jóvenes porque las comunidades con mayor historia las
vemos inclinadas a la tentación de una mundanización que las disuelve.
c. ¿Cuándo
hemos dejado de creer en la Revelación? Aquí ya me da pena seguir avanzando.
Bajo incontables artilugios y sofismas, por académicos y exegéticos que simulen
ser, asistimos a un intento de reescribir la Palabra de Dios a nuestro modo y
según el espíritu de nuestra época. La torcemos, la forzamos, la mutilamos o
censuramos. Sin duda éste es el gran pecado eclesial de nuestros días, esta
manipulación de la Sagrada Escritura, este olvido de la Tradición, esta
creciente infidelidad al Depositum Fidei. Claro, nunca tal empresa abiertamente
explicitada sino camuflada, sutil, engañosa.
Quisiera
San Pablo que caminases hoy entre nosotros. Seguramente nos encararías con
franqueza paternal y apostólica interrogándonos a todos: ¿Te avergüenzas del
Evangelio de Jesucristo? ¿Has cambiado el Evangelio que te hemos anunciado los
Apóstoles por falsos evangelios de vana locuacidad humana? ¿Sigues creyendo que
el Evangelio de Dios es fuerza de Salvación para quienes crean? “Por mi parte -nos
dirías-, yo no me avergüenzo del único Evangelio de Cristo, el Señor.”
No hay comentarios.:
Publicar un comentario