VIDA Y REGLA PARA UN PRESBITERADO CONTEMPLATIVO (Introducción)





"Vida y Regla para un Presbiterado Contemplativo" (2021)


INTRODUCCIÓN

 


Un espíritu, una vida y regla, una mística

 

La sed de oración ha atravesado y jalonado toda mi vida cristiana. Ya al poco tiempo de realizar una opción vocacional madura, el eremitorio se dibujó en el horizonte como hábitat con una atracción irresistible. Durante mi formación en la Orden de Hermanos Menores Capuchinos, también sintonicé profundamente con la Orden Cisterciense de la Estricta Observancia (Trapenses) y con la Orden de Carmelitas Descalzos. Fue en aquellos años que me fascinaron los Padres del Desierto, su actitud vital y la sabiduría cosechada.

Sin embargo Dios, con Providencia inescrutable y misteriosa, por los caminos de la Iglesia y de las coyunturas humanas, me trajo a la vida del Clero Diocesano. Aquí siempre me he sentido tanto en casa como forastero. Tras los primeros años de ejercicio ministerial, tironeado siempre en mirar atrás hacia la vida religiosa y adelante hacia la vida eremítica, he comprendido que el Señor quería que comenzara yo como una Reforma de mi propia identidad presbiteral. No se trataba de renegar de mi condición de presbítero secular sino de integrar en ella las riquezas del camino que Él me había permitido transitar. Al fin y al cabo,  “Si sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de los que le aman” (Rom 8,28), donde yo antes veía contradicciones y cambios de rumbo, comencé a ver un plan de formación del “Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo” (2 Cor 1,3).

Estás páginas pues simplemente, pretenden dar cuenta del espíritu que me mueve, de una vida y regla que es fruto de la experiencia discipular y de una mística para la vocación sacerdotal. No aspiran a dar fundamentos y argumentos teológicos o adquirir formas legislativas o respetar encuadres canónicos. Sólo son testimonio de una inspiración personal intentando caminar en las huellas de Cristo Amado, “Sacerdote, Altar y Víctima”.

 

 

Una corazonada hecha oración y voto

 

Como punto de partida en la búsqueda de mi identidad presbiteral en el Señor, comencé a ensayar a diversos niveles un ritmo y un estilo de vida sacerdotal que favorecieran la dimensión contemplativa, la cual me había sido regalada desde mi juventud. Así pude discernir y confeccionar una intención fundamental, la cual consideré poner por escrito con la forma de un voto hecho a Dios. Ofrecí por primera vez este compromiso con una primitiva fórmula en la Catedral de Nuestra Señora de la Asunción, Diócesis de Avellaneda-Lanús, el 20 de Abril del año del Señor de 2011 durante la Misa Crismal, inmediatamente después de la renovación de mis promesas presbiterales junto a mis hermanos y frente al Obispo, obviamente en el silencio de mi corazón. Aquella primera fórmula se preocupaba más por los detalles canónicos pero fue evolucionando hacia la actual, más espiritual y concentrada en el vínculo personal de un voto hecho a Dios en la libertad del Espíritu. De hecho, aunque la seguí pronunciando en cada Misa Crismal durante una década, fundamentalmente se ha tornado mi primera oración en la mañana al despertar.

Nunca me he sentido en conciencia obligado a compartir mi intención con el Ordinario, buscando como una aprobación formal y explícita suya, dado que en nada afecta mis obligaciones como presbítero; por lo contrario me ayuda a ejercerlas fructuosamente. Tampoco es mi deseo fundar una fraternidad sacerdotal o una asociación de presbíteros; por tanto no estoy nunca más allá del propio camino personal. Y sin desear ocultarle al Obispo ni a nadie mi vida interior y bien dispuesto a la obediencia, también comprendo que “lo que sucede en la recamara nupcial” es entre Dios y el alma, como para el ámbito de la confesión y dirección espiritual. Tan solo quiero en el Señor fundar el ejercicio ministerial en la vida contemplativa que es don y que ya venía llevando previamente a la ordenación.

 

Por los caminos de la Iglesia

 

La caridad fraterna hacia el presbiterio me insta a anunciar que vivir cotidianamente en el ejercicio ministerial del clero secular una profunda y gozosa espiritualidad, no solo es urgente sino también posible. Por eso ahora pongo por escrito mi camino, con un tiempo de prueba suficiente, ya que percibo como otros presbíteros y seminaristas están buscando la forma de dar primacía a la espiritualidad en su vida sacerdotal, tal cual nos lo enseña y pide la Iglesia.

 

“La espiritualidad del sacerdote consiste principalmente en la profunda relación de amistad con Cristo, puesto que está llamado a «ir con Él» (cfr. Mc 3, 13). En este sentido, en la vida del sacerdote Jesús gozará siempre de la preeminencia sobre todo. Cada sacerdote actúa en un contexto histórico particular, con sus distintos desafíos y exigencias. Precisamente por esto, la garantía de fecundidad del ministerio radica en una profunda vida interior. Si el sacerdote no cuenta con la primacía de la gracia, no podrá responder a los desafíos de los tiempos, y cualquier plan pastoral, por muy elaborado que sea, está destinado al fracaso.” (Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, 2013, introducción al apartado Espiritualidad Sacerdotal)

 

“Los presbíteros mantendrán vivo su ministerio con una vida espiritual a la que darán primacía absoluta, evitando descuidarla a causa de las diversas actividades.

Precisamente para desarrollar un ministerio pastoral fructuoso, el sacerdote necesita tener una sintonía particular y profunda con Cristo, el Buen Pastor, el único protagonista principal de cada acción pastoral: «Él [Cristo] es siempre el principio y fuente de la unidad de la vida de los presbíteros. Por tanto, estos conseguirán la unidad de su vida uniéndose a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre y en la entrega de sí mismos a favor del rebaño a ellos confiado. Así, realizando la misión del buen Pastor, encontrarán en el ejercicio mismo de la caridad pastoral el vínculo de la perfección sacerdotal que una su vida con su acción»” (Directorio, n. 49; Juan Pablo II, Carta a los Sacerdotes para el Jueves Santo, 13 de abril de 1987)

 

“Así como Jesús, que, mientras estaba a solas, estaba continuamente con el Padre (cfr. Lc 3, 21; Mc 1, 35), también el presbítero debe ser el hombre, que, en el recogimiento, en el silencio y en la soledad, encuentra la comunión con Dios, por lo que podrá decir con San Ambrosio: «Nunca estoy tan poco solo como cuando estoy solo». Junto al Señor, el presbítero encontrará la fuerza y los instrumentos para acercar a los hombres a Dios, para encender la fe de los demás, para suscitar compromiso y coparticipación.” (Directorio n. 53; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 18; Sínodo de los Obispos, Documento acerca del sacerdocio ministerial Ultimis temporibus, 30 de noviembre de 1971; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 46-47; San Ambrosio, Epist. 33)

 

La caridad pastoral, íntimamente ligada a la Eucaristía, constituye el principio interior y dinámico capaz de unificar las múltiples y diversas actividades pastorales del presbítero y de llevar a los hombres a la vida de la Gracia. La actividad ministerial debe ser una manifestación de la caridad de Cristo, de la que el presbítero sabrá expresar actitudes y conductas hasta la donación total de sí mismo al rebaño que le ha sido confiado.” (Directorio n. 54; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 14; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 23.)

 

“La asimilación de la caridad pastoral de Cristo, de manera que dé forma a la propia vida, es una meta que exige del sacerdote una intensa vida eucarística, así como continuos esfuerzos y sacrificios, porque esta no se improvisa, no conoce descanso y no se puede alcanzar de una vez para siempre.” (Directorio n. 54)

 

“Hoy día, la caridad pastoral corre el riesgo de ser vaciada de su significado por el llamado funcionalismo. De hecho, no es raro percibir en algunos sacerdotes la influencia de una mentalidad que equivocadamente tiende a reducir el sacerdocio ministerial a los aspectos funcionales.” (Directorio n. 55)

 

“El riesgo de esta concepción reduccionista de la identidad y del ministerio sacerdotal es que lo impulse hacia un vacío que, con frecuencia, se llena de formas no conformes al propio ministerio. El sacerdote, que se sabe ministro de Cristo y de la Iglesia, que actúa como apasionado de Cristo con todas las fuerzas de su vida al servicio de Dios y de los hombres, encontrará en la oración, en el estudio y en la lectura espiritual, la fuerza necesaria para vencer también este peligro.” (Directorio n. 55; C.I.C., can. 279 § 1)

 

Seguramente mi perspectiva no sea más que una forma de concretar algún sendero posible en el renovado reclamo posconciliar sobre la “espiritualidad sacerdotal del clero diocesano”. Cualquier experiencia personal de cultivo de la “caridad pastoral”, rectamente interpretada como participación en la Caridad Pastoral de Jesucristo, requiere partir y retornar hasta permanecer siempre en una viva unión con Él, Sacerdote y Buen Pastor. Esta comunión de vida y amor en la cual deseo perseverar y desde la cual deseo servir como presbítero, puede ser serenamente integrada en el horizonte más abarcador de la vida contemplativa, la cual tiene como centro de sentido la unión del alma con Dios.

Es hora de superar la mentalidad que afirma que la contemplación va en menoscabo del pleno ejercicio ministerial. Quizás parte de identificar erróneamente lo contemplativo con lo claustral de la vida monacal y religiosa. ¿Acaso la historia no nos demuestra que el Señor ha llamado a la experiencia contemplativa también a clérigos seculares y laicos? Todos en la Iglesia, cada quien en su estado de vida, llamados universalmente a la santidad, podemos si Dios lo quiere desarrollar el don de la contemplación.

Y ya que toda acción sacerdotal debe enraizarse en el Misterio de Dios y en su designio de salvación en Cristo -Sumo y Eterno Sacerdote-, es evidente cuan connatural resulta al ejercicio ministerial el talante contemplativo. Simplemente Dios, a quien el alma se une bajo la animación del Espíritu Santo por el amor, es la fuente y la meta del hombre y por ende, de toda vocación y misión, cuánto más la sacerdotal. Para vivir plenamente la identidad ministerial esta unión con el Señor debe volverse una realidad vivida a diario. Y para vivirla hay que disponer el estilo de vida sacerdotal a favorecer la unión con la Santísima Trinidad.

 

 

Oseas: el profeta del Dios Esposo (1)

 



Oseas es llamado a profetizar con su propia vida. Debe el profeta reproducir en sí mismo el drama que vive Dios con su pueblo. Sin duda se trata del genio que propone originalmente la simbólica esponsal para interpretar la historia de la Salvación. Y sobre todo será el teólogo que fundará la espiritualidad del Reino del Norte, volviendo la mirada agradecida a la gesta pascual de Egipto y al tiempo pedagógico de educación para la Alianza en el desierto.

 

Acerca de su persona y ministerio

 

En Os 1,1 se hace una presentación del profeta.

 

“Palabra de Yahveh que fue dirigida a Oseas, hijo de Beerí, en tiempo de Ozías, Jotam, Ajaz y Ezequías, reyes de Judá, y en tiempo de Jeroboam, hijo de Joás, rey de Israel.”  (Os 1,1)

 

Los reyes del sur nombrados le harían en todo contemporáneo a Isaías I, con un período de ministerio muy extenso. Pero probablemente la lista de reyes davídicos fue tardíamente agrandada en Judá para darle más peso y validación a su profecía, evidentemente valorada crecientemente con el correr de los tiempos.

De hecho la mención de Jeroboam en el Norte no explica bien el contexto que subyace en su profecía, más propio de los reyes sucesores de aquel. La fecha estimada de su ministerio sería durante o después de Jeroboam II (N) y Ozías (S), en un momento de confabulación política y antes de la caída de Samaría.

Oseas es un profeta del Norte que habla para el Norte, totalmente impregnado de su cultura. Se trata de un hombre culto, conocedor de las tradiciones histórico-religiosas, vinculado seguramente a los círculos sacerdotales, y formado espiritualmente en la escuela yavista de los nebiim.  Justamente esta escuela o colectividad de profetas herederos de Elías, le transmitirá su legado: la profecía de Oseas se cimentará con un fuerte acento en Moisés-profeta como eje estructurante de la religiosidad del Norte y pondrá toda su centralidad en el Éxodo como gesta originaria y fundacional del Pueblo.

 

Situación política

 

Jeroboam II tiene por enemigo distante a Asiria pero aún no está en guerra. Durante el período posterior, los reyes que le suceden expresan dos estrategias y dos bandos distintos al interior de Israel: hay quienes diríamos que son “pro-Asiria”, dispuestos a someterse a más duros tributos de vasallaje pero llegando a una negociación con el Imperio que les permita cierta autonomía;  otros son “pro-Egipto”, y tienen la expectativa de que el Faraón logre reconstruir su poderío militar y reequilibre la región como otro polo a la par con Asiria.

Así el rey Menajem pacta tributo con Asiria y consigue cierta estabilidad durante su gobierno. Pero el rey Pecaj hace un pacto con Siria, Edom y Moab, constituyendo una liga en alianza pro-Egipto. Esta efímera confederación militar marchará contra Judá porque el Reino del Sur se niega a participar y plegarse a su estrategia. Parece ser éste el momento más significativo del ministerio de Oseas, con un Egipto debilitado y con proyectos de poder que superan su posibilidad, con luchas internas entre el Reino del Norte y del Sur, y consecuentemente con un fortalecimiento de Asiria que va extendiendo el influjo de su presencia.

 

Interpretar el futuro cimentado sobre la gesta fundacional

 

Oseas tendrá que ayudar con su ministerio profético a comprender el presente y avistar el futuro del pueblo en el plan de Dios.

Podríamos decir que hace entonces “teología de la historia” o “espiritualidad de la historia de la Salvación”. Y para mirar hacia adelante, mira hacia atrás. Recupera, recordándolo entrañablemente, el hito fundacional. Su profecía hace anuncio kerygmatico: la Pascua de Egipto y la Alianza del Sinaí son los acontecimientos que han dado origen al Pueblo y en los cuales está contenida su identidad, el llamado vocacional de Dios. Israel debe volver a Egipto y a la caminata en el Desierto. Debe recordar quién es y a quién le debe su vida. En el futuro, el plan de Dios es volver a producir las circunstancias donde Israel recupere su memoria y vuelva a celebrar la Alianza de la Salvación. Tendrá el Pueblo como en su juventud que volver a Egipto y caminar en el Desierto. Sólo que ahora se llamará Asiria y Exilio o Destierro la pedagogía divina.

Recuerdo que en la Iglesia hace décadas, la Pascua liberadora de Egipto funcionaba como paradigma de las teologías de la liberación de todo cuño, empeñadas en causas humanitarias en pos de los derechos de los desposeídos y débiles de la tierra. Tras la caída de un mundo dividido en polos opuestos y en paridad, el fenómeno de la globalización hizo poner la mirada en el paradigma del Exilio, por tanto en las teologías de la Misión y la inculturación del Evangelio, que por un lado pretendían re-cimentar la fe en un mundo que aceleradamente se descristianizaba, como también proponer nuevos modelos y métodos de diálogo cultural.

¿Y dónde estamos ahora? Mi primera respuesta es: sumidos en un grave desconcierto, con generaciones eclesiales de dirigentes nostálgicos de gestas incompletas del pasado que pretenden re-editar, empeños que no quieren dejar morir porque saben que moriría su generación con ellos también. ¿Es esta la forma sana y cristiana de mirar hacia atrás para avizorar al Dios que está por delante, adviniente? Creo que no y lo estamos padeciendo dolorosamente en la Iglesia.

Yo quisiera mirar sin dejar de hacerlo jamás, la Pascua de Nuestro Señor Jesucristo. ¿Dónde más sino poner el cimiento y descubrir que, cuanto hay por delante es lo que permanece firme en toda la historia? La fe de la Iglesia y la Iglesia misma se fundan en la Pascua del Señor. Quien no comprenda y se entregue a ese dinamismo permanece marginal  a los caminos de la Salvación de Dios. La verdadera inclusión que debe buscarse es la inclusión en la Cruz y en su Sabiduría misteriosa para este mundo. Pero ello supone que la Iglesia se deje morir abandonada en las manos del Padre.

Si Dios quiso rescatar a Israel haciéndolo volver a Egipto y al camino del Desierto… ¿por qué no habrá de querer recordarle a la Iglesia que ella vive solo en la Pascua de Jesús?

 

Amós: el profeta de la justicia (6)

 



La salvación que ofrece Dios


Reconozco que la profecía de Amós puede resultar agobiante. ¿Todas son malas noticias? ¿No hay espacio para la Salvación? Intentemos presentar este tema, sabiendo que ciertamente hay solo un oráculo de salvación –típico en sentido literario- en toda la profecía.

Una suerte de doxología -aclamación del poderío y de la gloria del Señor- nos pone en camino hacia un mensaje de esperanza. El Dios de los ejércitos, Dios Creador y guerrero invencible, ha decidido en su omnipotencia el castigo del reino pecador pero no un exterminio total, sino que se reservará un Resto. El Señor que es fiel recuerda la gesta de Egipto y persevera en su elección de Israel como hijo suyo.

 

“¡El Señor Yahveh Sebaot...! el que toca la tierra y ella se derrite, y hacen duelo todos sus habitantes; sube toda entera como el Nilo, y baja como el Nilo de Egipto. El que edifica en los cielos sus altas moradas, y asienta su bóveda en la tierra; el que llama a las aguas de la mar, y sobre la haz de la tierra las derrama, ¡Yahveh es su nombre! ¿No son ustedes para mí como hijos de kusitas, oh hijos de Israel? -oráculo de Yahveh- ¿No hice yo subir a Israel del país de Egipto, como a los filisteos de Kaftor y a los arameos de Quir? He aquí que los ojos del Señor Yahveh están sobre el reino pecador; voy a exterminarlo de la haz de la tierra, aunque no exterminaré del todo a la casa de Jacob -oráculo de Yahveh-.” (Am 9,5-8)

 

El Día del Señor, también es Día de esperanza y restauración. La fidelidad de Dios a las promesas realizadas a David parece ser el eje de este porvenir dichoso. Se hará realidad el Reino mesiánico, con un pueblo reintegrado en la unidad, que ocupa fructuosamente la tierra que Dios le ha dado en heredad.

Si bien este oráculo parece ser tardío y su contexto serían aquellas añadiduras que permiten que la profecía de Amós –originalmente dirigida al reino del Norte- también pueda ser releída válidamente en el Sur, se implica que el proyecto de Dios es la unidad del Pueblo. En todo caso ambos reinos hermanos y competidores podrán gozar de la Salvación al ser reengendrada la unidad salvífica querida por el Señor. Deberá tras el exilio, consecuencia de su pecado, volver Israel a David, volver a las promesas mesiánicas, volver al Reino de Dios que no es asunto de estrategias humanas sino de acción sabia y poderosa del Altísimo.

 

“Aquel día levantaré la cabaña de David ruinosa, repararé sus brechas y restauraré sus ruinas; la reconstruiré como en los días de antaño, para que posean lo que queda de Edom y de todas las naciones sobre las que se ha invocado mi nombre, oráculo de Yahveh, el que hace esto.

He aquí que vienen días -oráculo de Yahveh- en que el arador empalmará con el segador y el pisador de la uva con el sembrador; destilarán vino los montes y todas las colinas se derretirán. Entonces haré volver a los deportados de mi pueblo Israel; reconstruirán las ciudades devastadas, y habitarán en ellas, plantarán viñas y beberán su vino, harán huertas y comerán sus frutos. Yo los plantaré en su suelo y no serán arrancados nunca más del suelo que yo les di, dice Yahveh, tu Dios. (Am 9,11-15)

 

El Reino es de Dios

 

Al concluir nuestra peregrinación por la profecía de Amós quisiera elaborar algunas conclusiones.

Toda la gesta parte de una tremenda desproporción: por un lado la debilidad y poca idoneidad del profeta que tiene que enfrentar a los más encumbrados, y por otro el poder de un Dios que ruge cual león furioso y que lo envía como su embajador. Amós sin duda aporta su valentía personal y toda su fidelidad a la vocación y misión confiadas. El resultado es una Palabra de Dios imparable, que no puede de ningún modo ser sofocada o impedida.

El Reino de Dios que se anuncia es centralmente un Reino de Justicia. El Señor reacciona fortísimamente al pecado de su pueblo: tanto su fratricidio por la explotación de los pobres en beneficio de unos pocos privilegiados que se alzan en bienestar a su costa; tanto por sus estrategias y alianzas puramente políticas, que en el fondo son desconfianza de Dios y de su Alianza; tanto por su culto vacío y formalista como profundamente hipócrita, fruto de una fe incoherente.

La salvación que Dios ofrece no se salta las consecuencias del propio pecado –el exilio purificador-, que deberá el pueblo asumir bajo su responsabilidad. Y se trata de un rescate realista: sólo se podrá recuperar un Resto de entre las fauces del mal al que se han encaminado libremente. Y sin embargo Dios dará la posibilidad de la Restauración y de un horizonte de consuelo y esperanza para un pueblo renovado que quiera permanecer en su Alianza.

¿Cuánto deberíamos aprender como Iglesia de esta sabiduría profética, verdad? Porque evidentemente en el concierto del mundo la Iglesia será siempre una realidad pequeña, cuya fortaleza justamente es su pequeñez. Toda su capacidad reside en poner su confianza en el Señor. Como el resto Santo, como los humildes y pobres de Dios, contemplará alegre el poderío irrefrenable de su Palabra si simplemente permanece fiel a su vocación y valerosa en la misión. Porque el Reino de Dios exactamente es de Dios.

Me temo que nos ha hecho tantísimo mal aquella expresión tan divulgada y en la fe un tanto equívoca: “construir el Reino de Dios”. Tras ella nos hemos empeñado en valiosísimas cruzadas por causas justas y derechos vulnerados, a veces buscando estratégicas colaboraciones con otros poderes de este mundo e incluso algunos lamentablemente han cedido a convalidar la violencia revolucionaria como exigido medio para poder erigir paraísos terrenales. Pero el Reino es de Dios.

“Construir el Reino de Dios” es una óptica insuficiente y tal vez inmadura espiritualmente. Insuficiente porque claramente es gracia, el Señor debe darlo, y si alguien lo construye es Él que es su Arquitecto también. Además es una realidad meta-histórica, que puede expresarse en nuestra temporalidad, pero que excede cualquier concreción en nuestros días fugaces que pasan, y que dejan su lugar en pos de lo verdaderamente definitivo. Inmadura espiritualmente pues el combate no es solo contra las inequidades e injusticias que existen en este mundo, sino contra los poderes demoniacos, contra el Adversario que quiere quitar a la humanidad entera de la comunión salvífica con Dios. Insuficiente e inmadura porque los sabios, que son humildes y pequeños, saben que el Reino de Dios se recibe y celebra, se colabora sí para que se manifieste y se señala para que sea contemplado con esperanza.

 La Iglesia puede caer en la presunción de “construir el Reino” pero ello es una tentación. No digo que no deba hacer nada, debe ciertamente involucrarse poniendo en juego su propia vida. Como Amós debe dejarse enviar y permanecer fiel a la Palabra del Señor. Como el profeta debe ante todo conocer y proclamar el plan de Dios y solo el proyecto de Dios. El Reino es de Dios y la Salvación una obra suya. La Iglesia participa pero no debe engreírse; no le alcanzarán los medios adquiridos en el horizonte mundano, ni serán relevantes sus planificaciones temporales, ni fecundas las estrategias seculares.  De principio a fin el Reino es de Dios y la Iglesia, quien es llamada a ser testigo y colaboradora en sintonía íntegra con su gracia salvífica, sirve al Reino como portadora humilde de las acciones, tiempos y planes sagrados de un Dios que quiere salvar a los hombres. El Reino es según Dios; insisto, según sus medios, tiempos y planes. El Reino es de Dios.

La Iglesia debe recordar siempre como Esposa de Jesucristo la actitud de la Virgen y Madre María, quien alaba al Señor, nuestro Dios, porque además de ser Fiel y acompañar con su Presencia Providente el entramado de la historia, quiso justamente contar con su humilde pequeñez para hacer grandes cosas. Porque la Madre Iglesia al empeñarse en el servicio del Reino de Dios no debe olvidar nunca que se realiza por el camino de la Pascua y con la sabiduría de la Cruz que es locura y necedad para este mundo. No se debe dejar subyugar por los poderes y saberes de este mundo, sino permanecer fiel a la desproporción: ella es pequeña pero ha sido llamada a ofrecer la Salvación que Dios da, solo la Salvación que Dios ofrece y no otra ilusoria y fugaz. Justamente la Iglesia experimentará la Salvación y la expresará fecundamente si permanece fiel a su humilde condición en las manos de Dios.

 

Amós: el profeta de la justicia (5)



 Cinco visiones proféticas

 

En los capítulos 7 al 9 del Libro de Amós se exponen cinco visiones del hombre de Dios. En ellas se percibe una gran síntesis de toda la situación:

 

1)      La visión de las langostas

 

“Esto me dio a ver el Señor Yahveh: He aquí que él formaba langostas, cuando empieza a crecer el retoño, el retoño que sale después de la siega del rey. Y cuando acababan de devorar la hierba de la tierra, yo dije: «¡Perdona, por favor, Señor Yahveh! ¿cómo va a resistir Jacob, que es tan pequeño?»  Y se arrepintió Yahveh de ello: «No será», dijo Yahveh.” (Am 7,1-3)

 

El oráculo profético apunta directamente a la actuación del Rey, quien ejerce el privilegio de guardar para sí mismo lo primero y mejor de las cosechas. Entonces solo deja el sobrante al pueblo, sometiéndolo a dura pobreza. Dios quiere castigar al Rey pero el profeta intercede, pues una invasión de langostas recaerá sobre todos los habitantes del territorio.

 

2)      La visión de la sequía

 

“Esto me dio a ver el Señor Yahveh: He aquí que el Señor Yahveh convocaba al juicio por el fuego: éste devoró el gran abismo, y devoró la campiña. Y yo dije: «¡Señor Yahveh, cesa, por favor! ¿cómo va a resistir Jacob, que es tan pequeño?» Y se arrepintió Yahveh de ello: «Tampoco esto será», dijo el Señor Yahveh.” (Am 7,4-6)

 

El oráculo intenta expresar el Juicio de Dios, cuya sentencia de castigo viene desde fuera. Pero nuevamente el profeta intercede porque Jacob, que es tan pequeño, no lo resistirá. Dios quiere tener misericordia de su pueblo.

 

3)      La visión de la plomada

 

“Esto me dio a ver el Señor Yahveh: He aquí que el Señor estaba junto a una pared con una plomada en la mano. Y me dijo Yahveh: «¿Qué ves, Amós?» Yo respondí: «Una plomada.» El Señor dijo: «¡He aquí que yo voy a poner plomada en medio de mi pueblo Israel, ni una más le volveré a pasar! Serán devastados los altos de Isaac, asolados los santuarios de Israel, y yo me alzaré con espada contra la casa de Jeroboam.»”  (Am 7,7-9)

 

El castigo se origina desde dentro, pues el Rey y los sectores encumbrados han explotado al pueblo con el fin de construir armas. A esta militarización a costa de una creciente indigencia de muchos, Dios responderá con otras armas que vendrán de afuera y arrasarán Israel, tanto la villa real como todos sus santuarios corrompidos. Se trata del anuncio de la futura conquista de Israel por la invasión de Asiria.

Aquí el profeta ya no intercede, es “cosa juzgada y hay sentencia definitiva”. Claramente es el punto de mayor conflicto con el Rey, pues tras esta visión se intercala el relato de la confrontación con Amasías, sumo sacerdote que preside el santuario real de Betel, quien lo expulsa con grave amenaza (Am 7,10-17).

 

4)      La visión de la fruta madura

 

“Esto me dio a ver el Señor Yahveh: Había una canasta de fruta madura. Y me dijo: «¿Qué ves, Amós?» Yo respondí: «Una canasta de fruta madura.» Y Yahveh me dijo: «¡Ha llegado la madurez para mi pueblo Israel, ni una más le volveré a pasar! Los cantos de palacio serán lamentos aquel día -oráculo del Señor Yahveh- serán muchos los cadáveres, en todo lugar se arrojarán ¡silencio!»” (Am 8,1-3)

 

La historia que Israel ha generado lo llevará a su fin. La repetición de la expresión “ni una más le volveré a pasar” insiste sobre un juicio terminado, sin posibilidad de reapertura, con sentencia firme. Se ha acabado el tiempo en que Dios se arrepentía y daba otra oportunidad. El pecado de Israel tendrá consecuencias. La soberbia jactanciosa de la monarquía se convertirá en llanto de amargura y de dolor. Todo el país será un cementerio. Sólo se oirá silencio, silencio por la tragedia de la conquista y el exilio, silencio porque Dios ha pasado como Juez en medio de su pueblo.

 

5)      La visión sobre la caída del santuario

 

“Vi al Señor en pie junto al altar y dijo: ¡Sacude el capitel y que se desplomen los umbrales! ¡Hazlos trizas en la cabeza de todos ellos, y lo que de ellos quede lo mataré yo a espada: no huirá de entre ellos un solo fugitivo ni un evadido escapará! Si fuerzan la entrada del seol, mi mano de allí los agarrará; si suben hasta el cielo, yo los haré bajar de allí; si se esconden en la cumbre del Carmelo, allí los buscaré y los agarraré; si se ocultan a mis ojos en el fondo del mar, allí mismo ordenaré a la Serpiente que los muerda; si van al cautiverio delante de sus enemigos, allí ordenaré a la espada que los mate; pondré en ellos mis ojos para mal y no para bien.” (Am 9,1-4)

 

La última visión cierra una escalada del Juicio de Dios que se muestra del todo implacable. La amenaza profética es contra Betel, erigido en el santuario real y la villa de veraneo del monarca y de todos los encumbrados de aquel tiempo. El símbolo es tremendo, el techo del santuario se desplomará sobre ellos. Su culto es impío porque han roto la Alianza con Dios entregándose a todo tipo de injusticia y prácticas de opresión, de vida opulenta y desenfrenada, de culto religioso vacío, hipócrita y mentiroso. Y Dios se muestra como un Perseguidor que irá detrás de todos los pecadores hasta eliminarlos. El castigo de Dios no es sólo por causa política-económica sino ante todo por ruptura de la Alianza.

 

El pecado se puede perdonar pero sus consecuencias se deben asumir

 

Previamente a los Profetas, podía constatarse en Israel, una mentalidad más colectiva en torno al pecado y a la Gracia. El Rey, “personalidad corporativa por excelencia”, era el responsable de todo lo bueno y lo malo vivido por el Pueblo. A su vez el sujeto del pecado y de la Gracia solía ser el Pueblo en su conjunto. Esta mentalidad ciertamente realzaba la unidad en la vocación y destino común, pero diluía peligrosamente la responsabilidad personal. Justamente serán los Profetas quienes instalarán definitivamente la conciencia de que cada quien debe responder frente a Dios y hacerse cargo del fruto tanto de sus fidelidades como de sus idolatrías.

Por eso la historia no es para nosotros -los cristianos- cualquier historia, sino historia de Salvación. Reconocemos en nuestro tránsito por el mundo el tiempo misericordioso de peregrinación hacia la Casa del Padre. La historia verdaderamente está llamada a ser un proceso de maduración para vivir eternamente la Alianza en la Gloria. La historia personal y comunitaria, entrelazada por decisiones y hechos significativos, va madurando hasta el punto de la cosecha. Esperemos madurar y crecer orientados hacia la Gracia de Dios y no al pecado.

Lamentablemente, no pocos cristianos carecen de conciencia seria sobre su camino personal de purificación, conversión y santidad. Hoy de nuevo la Iglesia debería recuperar una sana educación de sus miembros en torno a la Soteriología. Hoy, siempre tan preocupados por “las cosas terráqueas del mundo”, nos urge volver a contemplar en fe, esperanza y caridad “las realidades Celestes” que se nos han prometido y que deberíamos anhelar mucho más. Hoy necesitamos redescubrir que nuestras elecciones personales tendrán consecuencias de Gracia Redentora para nosotros mismos y también para nuestros hermanos; pero que inclinados al pecado, si nos sumergimos en él, pondremos tanta oscuridad en nuestra vida y la de tantos que ni siquiera sospechamos. Los pecados podrán ser perdonados si hay arrepentimiento, pero seguramente sus consecuencias no se podrán remitir fácilmente. Habrá que aceptar la responsabilidad personal al introducir el mal en el mundo y debilitar la Salvación que Dios ofrece.

 


PERMANEZCAN EN MI AMOR (1) Ensayo contemplativo sobre la Iglesia de la Vid (Jn 15,1-17)

 



ENSAYO 1

PERMANECER EN LA VID:

UNA EXPERIENCIA FRATERNA Y ALEGREMENTE MISIONERA

 

 

EL ANCLAJE EXEGÉTICO

 

J. Mateos - J. Barreto organizan su investigación delimitando en el texto total del evangelio grandes unidades o secciones. Nuestra perícopa quedaría englobada según ellos bajo la temática “La nueva comunidad en medio del mundo”, comprendida en Jn 15,1-16,33.

Los títulos construidos por estos autores tienden a ser sugerentes y poderosamente comunicativos. La nueva comunidad en medio del mundo… Si en el mundo pues ha hecho su aparición una comunidad que es nueva me permito la ansiedad: ¿cómo se entablará esa relación?, ¿será fácil o traumática?, ¿de colaboración o de enfrentamiento?, ¿de aceptación mutua o de rechazo?, ¿querrá el mundo diluir la novedad de la comunidad para integrarla a su habitualidad o querrá la comunidad irradiar su novedad transformadora sobre el mundo? Con premura espiritual me inquieto y pido perdón por adelantarme tanto: ¿seguirá siendo hoy la Iglesia de Jesucristo una comunidad nueva en medio de un mundo viejo?

Pero volviendo a los autores en cuestión nos percatamos que dividen el discurso sobre la vid verdadera en dos grandes partes.

 

a) Interpretan 15,1-6 (la imagen sobre la vid, el viñador y los sarmientos) bajo la temática “La comunidad en expansión”.

 

“Empieza en esta perícopa la instrucción de Jesús sobre la identidad y situación de su comunidad en el mundo. Su identidad le viene del Espíritu, que recibe continuamente de Jesús (la savia de la vid), lo mantiene unido a él y asegura su fecundidad.”[1]

 

Con este acento de lectura en el crecimiento o expansión de la vid, es decir en un fecundo dar fruto, el segmento es dividido en 3:

15,1-2 “Actividad del Padre”;

15,3-4 “La comunidad: condición para el fruto”;

15,5-6 “El discípulo: fruto y esterilidad”.

Esta división tripartita daría cuenta de la primacía del Padre-viñador que solícitamente cuida la vid-Hijo deseando su crecimiento. Y de una comunión de los discípulos con Jesús, condición absolutamente indispensable para intentar dar fruto. Finalmente el discípulo, según su modo de estar en la vid, elegirá esterilidad o fecundidad para sí mismo.

El texto estaría mostrando una humanidad nueva que surge en medio del mundo. Una humanidad que es “nueva” en cuanto depende radicalmente de su participación en la vida de Jesús, en el dinamismo del Espíritu que Él le comunica. Cada miembro está llamado a producir fruto, por lo tanto la comunidad no puede cerrarse en sí, debe expandirse. Es un signo y una alternativa al mundo, la sociedad del amor mutuo que Jesús desea que alcance a toda la humanidad.

 

“El fruto tiene un doble aspecto inseparable: el crecimiento personal y comunitario, realizado por el don de sí a los demás.”[2]

 

El Padre se preocupa por cada miembro de su Pueblo purificando y eliminando progresivamente los factores de muerte, liberando la capacidad de amar que da el Espíritu.

 

b) Para 15,7-17 los intérpretes sugieren el bello motivo “Amor, amistad y fruto”.

 

“Jesús llama a los suyos a la amistad con él y entre ellos; el modelo es él mismo, que da su vida por sus amigos. La entrega a los demás según la voluntad de Jesús hará participar a los discípulos de su alegría por el fruto que se produce.”[3]

 

El segmento es dividido en 2:

15,7-11 “La fidelidad, condición para la alegría”;

15,12-17 “Labor común en la amistad”.

Los suyos participan de esta labor no como siervos sino como amigos, hombres libres que por su adhesión a Jesús sienten la tarea como propia.

Los autores insisten en el eje temático en torno a la cuestión de la “fecundidad”. Eje vinculado ahora con la eficacia de la petición, la cual se hace necesaria con la partida de Jesús, que no los abandona sino que se solidariza sin límites en la misión; petición que expresa a su vez la continua adhesión de los suyos a su Persona. Reconocen así la sutil enseñanza: “de modo que todo lo que pidan al Padre en mi nombre se lo conceda”. La oración de petición del discípulo no esta centrada en sí mismo. El discípulo que permanece unido a Jesús por el amor reza al Padre-viñador para que la vid-Hijo sea fecunda en él. El discípulo-amigo eleva su petición en el contexto de la misión de dar fruto.

La condición indispensable de la fecundidad es pues “permanecer en Jesús”. Así, “comenzando a producir mucho fruto”, manifiestan la gloria del Padre. Y la comunión de vida y amor entre Padre e Hijo -quien sabe “permanecer” en la obra de su Padre que lo envió-, se prolonga a sus discípulos y a toda la comunidad si saben “permanecer” en los mandatos  de Jesús. La cuestión es pues planteada en términos de “fidelidad” y de “respuesta” en el amor al amor recibido. Un amor activo que se pone en obras. Un amor concretado en la entrega a los demás que se constituye en criterio objetivo para discernir la autenticidad de la experiencia espiritual, de la adhesión a Jesús. Un amor que produce alegría al constatar su fecundidad.

Toda la misión de la comunidad es entendida como una labor común en la amistad. Una amistad que surge de la elección de Jesús y de su don de sí a ellos. Una amistad que brota de la comunión con el Padre y el Hijo, que se funda en la amistad con Dios, la cual les asegura su compañía en la tarea. Porque Jesús pone a disposición de los suyos, bien encaminados y resueltos a realizar las obras de Dios, “la fuerza del Padre”. Aparece entonces en este contexto una hermosa formulación del amor mutuo expresado como mandato nuevo, prototipo y origen de todos los demás mandamientos y exigencias del discipulado.

 

RESONANCIAS Y ECOS CONTEMPLATIVOS

 

Pienso que esta mirada exegética nos habla bellamente de vínculos y de tarea común, de una misión fundada en una persistente fidelidad a Jesús de cada discípulo y de un ambiente de amistad entre ellos. Y todo esto en el contexto de un mundo[4] que se configura en este caso como un colectivo rechazo al Señor y odio a sus discípulos. La proyección pues nos ubica en un escenario de oposición, de polémica y de peligrosa fricción.

Retomo pues aquella inquietud apresurada: ¿seguirá siendo hoy la Iglesia de Jesucristo una comunidad nueva en medio de un mundo viejo?

La novedad de esta comunidad está en sus vínculos, en la vivencia del amor.

En primera instancia el amor da cuenta de una ligazón fidelísima a “Jesús la Vid” que es el fundamento de toda la vida en común y de su prospectiva. Sabemos que en la eclesiología joánica la relación personal de cada discípulo con el Señor es comprendida como crucial y de significativa repercusión. Por eso la simbólica del “discípulo amado” funciona en el cuarto evangelio como un ideal modélico. Todos los discípulos tenemos que transitar un proceso de maduración por una creciente adhesión a Jesús; todos estamos llamados a ser “ése discípulo amado”.

Sólo el discípulo que mantiene fuerte este lazo con el Señor construye la comunidad del amor mutuo y la acrecienta; mas el discípulo que decae en el vínculo desgasta y debilita a toda la comunidad. Pues los discípulos –por así decirlo- no se tocan directamente unos a otros sino que se conectan a través del contacto con Jesús, por la mediación de la Vid. La Persona de Jesús es el hábitat troncal en el cual se posibilita el vínculo comunitario.

A veces lo imagino como la rueda de una bicicleta. Jesús está en el centro como eje. Cada rayo expresa una ligazón o vínculo entre un punto del radio de la rueda (discípulo) y el eje (Jesús). De la ligazón personal de cada discípulo con el Señor surge el radio de la rueda, es decir, la comunión entre ellos. Cuando los rayos se rompen y se interrumpe o debilita la comunicación con el eje, es inevitable que la rueda al andar se deforme.

Y justo en este punto la Iglesia parece hallarse actualmente en un grave problema.

 

«Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16). Estas palabras de la Primera carta de Juan expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino. Además, en este mismo versículo, Juan nos ofrece, por así decir, una formulación sintética de la existencia cristiana: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él».

Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.”[5]

 

            Debería sorprendernos y quizás hasta escandalizarnos que sea necesario explicitar este principio “ad intra”. Sin embargo ha sido recibido con aclamación. Se trata pues de una triste constatación pastoral: entre los “¿fieles?” tal vez no pocos carecen de la experiencia de este encuentro fundante y vivo, algunos ignoran y relativizan su centralidad estructurante en la vida de la fe o más trágico aún han dejado de cultivar esta relación personal con el Señor que es Amor. ¿Cómo hemos llegado a esta situación?

Quizás hemos caído a veces como Iglesia en la tentación de mal traducir reductivamente el Evangelio a unos programas de acción y pautas de conducta colectiva e individual que, sin embargo, no alcanzan a ser un “obrar en Cristo”, unidos a Él y bajo el influjo de su gracia.

 

1. ¿Un cristianismo de acción en clave mundana?

 

Me explico. Tal vez centrados en la tarea de “evangelizar la cultura” o incluso desde el ángulo de “defender la fe amenazada de nuestros pueblos”, advierto que se acentúa un obrar eclesial donde solemos reaccionar a la “mentalidad mundana”, que para unos impera peligrosamente avasallante y a otros los seduce en su novedoso progresismo. ¿Hemos dejado pues de caminar mirando primero a Cristo y sucumbido al engaño de intentar caminar mirando preponderantemente al mundo y sus circunstancias a veces tempestuosas, a veces tentadoras? Recuerdo oportunamente que cuando Pedro quiere caminar sobre el agua al encuentro de Jesús, mientras le sostiene la mirada al Señor da pasos, pero cuando su atención se dirige a la violencia de las olas y el viento en derredor comienza a hundirse.[6]

Nuestro discurso público parece relevar pues las posiciones a tomar y los bastiones por defender, visualizando los principios innegociables, los terrenos de intercambio, las estrategias comunicativas y las conductas correctas a implantar. Todo esto en una inestable relación con la cultura que oscila entre la “polémica apologética” o la “cordial y fraterna cercanía”. Por lo general se trata de una relación confusa de la Iglesia con el mundo. A veces toma una exagerada distancia purista que tiende a vivir exorcizando el mal que ha tomado al orbe entero. Y otras se inclina en una exagerada cercanía que diluye la propia identidad, tendiendo a bautizarlo todo bajo un optimismo ingenuo e irreal. Incluso no pocas veces se trata de una mixtura coetánea -incoherente e inconexa- de ambas posiciones. Lo cual se explica bastante por la humana pluralidad eclesial. Mas otro tanto porque el contexto relativista ejerce su influjo y las personas a veces se permiten sostener lo contrario, y aún peor lo contradictorio.

Entonces, con el objetivo de “evangelizar la cultura”, también la Iglesia en el concierto del mundo parece ingresar al escenario de las “negociaciones del poder”, y se la ve más habitualmente gastar sus energías en pulsear y batallar, intentando por ejemplo, sostener leyes en los parlamentos o impedir que otras sean sancionadas. Y allí se percata que pese a sus esfuerzos de traducir en sabiduría humana sus “opciones de vida”, no es comprendida ni valorada ni goza de amplio consenso –dolorosamente- a veces ni entre sus propias filas.

¿Acaso no es la Persona de Jesús el fundamento de su vida y obrar? ¿Cómo podrían salir de la oscuridad velada estas opciones de vida que fervorosa proclama sin la luz de la fe? ¿No estaremos solo monologando frente a una racionalidad incrédula que no comprende nuestro lenguaje, pues carece de la experiencia del encuentro fundante que transforma el sentido y la orientación de la vida?[7]

Aquí la pedagógica dualidad de las comunidades joánicas nos sale al encuentro. La adhesión y permanencia en el Hijo divide aguas entre Vida y muerte, Luz y tiniebla, Fe y pecado. Solo quien cree tiene Vida en Él. O si suena más amable en lenguaje paulino: sólo quienes “están en Cristo” tienen la “mentalidad de Cristo”. ¿Hasta dónde podemos pretender que un puro lenguaje de sabiduría humana explicite la misteriosa mentalidad de Cristo que solo se da a luz cuando el discípulo es alcanzado por la “locura de la Cruz”?[8]

Pero volviendo a esta Iglesia empeñada en los programas de acción, no sé si percibimos que cuanto decimos efectuar por Él a veces absurdamente lo actuamos sin Él. Porque si “ad extra” la carencia de vínculo con el Señor torna opaco el mensaje, convengamos que “ad intra” el descuido y el olvido de una “vida espiritual madura y seria” desarraiga nuestro actuar de su Persona. Se constituye tal vez una suerte de “secularismo pastoral”[9] que podría llevarnos a convertir a la comunidad de la fe en una organización de acción político-social, una más entre otras; una colectividad en la cual se adoctrina a los miembros sobre principios y conductas, planes y metodologías, pero se pierde de vista el fundamento original de cuanto se persigue. Sin cultivar primariamente la relación con el Señor, descuidando ejercitar con carácter de urgencia permanente éste vínculo de amor, vamos renunciando al misterio de ser la continuación sacramentada de Sus manos, de Su mirada y de Su escucha.

 

2. ¿Un cristianismo implícito y sin Rostro?

 

Repito: ¿cómo hemos llegado a esta situación?

Quizás hemos caído a veces en la tentación de mal traducir reductivamente el Evangelio a unos sistemas de valores, principios e ideas “cristianos pero anónimos”, una especie de cristianismo sin Rostro; hemos nombrado los valores del Evangelio evitando explicitar el nombre de Jesús, hemos dejado de pronunciar su nombre bajo pretexto de respeto al diferente y para dialogar mejor con la cultura, le hemos ocultado como si Él fuese el problema o la causa misma de la falta de empatía con la Iglesia.[10] No sé si se trata de una retirada vergonzante o de una disimulada apostasía. Lo más probable es que se trate de otra forma de emerger la misma realidad: no es profundo y sostenido nuestro trato con Él ni priorizamos este vínculo como “pastoral fundamental”.

A Cristo le desconocemos bastante más de lo que deseamos admitir, personalmente somos bastante pobres en experiencia de su Persona Viva, cotidianamente no saboreamos gustosos su Misterio que nos excede sino en ocasiones separadas por intermitentes o vacuos intervalos. En fin, nuestro corazón se ha enfriado en el vínculo de Alianza, ya no nos cautiva ni enamora como al principio el Señor Jesús, se nos ha adormilado “el amor primero” y ya somos menos suyos.[11]

 

3. ¿Un cristianismo de soteriología intra-mundana?

 

¿Acaso no percibimos que las crisis de tantos cristianos -especialmente de jóvenes que tras algunos pasos iniciales abandonan el Camino- tiene como origen un cristianismo transmitido y asumido cual conjunto de ideas y de acciones recortadamente intra-mundanas; una programación inmanente y solipsista, propia de un humanismo encerrado en sí mismo, que carece de fundamento divino y trascendente? ¿Nuestra religiosidad no sigue a veces inconversa bajo el signo del viejo Adán-Narciso encorvado sobre sí en la “degustación de su ombligo”? ¿Nuestra búsqueda de Dios no se ha vuelto “unilateralmente interesada”, no se orienta mayoritariamente a que Él resulte funcional a nuestras necesidades y emprendimientos, a que nos ayude a resolver nuestra existencia histórica? ¿Cuándo se aspira en nuestra plegaria al cielo y a una realidad definitiva y gloriosa más allá de esta “escena que pasa”?[12] ¿Con qué frecuencia nuestra oración toca honduras contemplativas y, descentrados de nosotros mismos, gustamos de ir a Él por Él mismo, gratuitamente en el amor? ¿Cómo podrá sostenerse viva una fe que no brota una y otra vez rejuvenecida por el encuentro con el Señor Resucitado y con su Espíritu?

Nos pide permiso aquella frase repetida incansablemente –cuya autoría no es fácil de establecer- que rezaba: “El cristiano del siglo XXI será un místico o no será”. Evidentemente una restauración de la mística cristiana parece urgente. ¡Qué paradoja: a veces intuimos que nuestro tiempo busca espiritualidad y la comunidad de la fe a su vez se encuentra en crisis por descuidar abonarla! ¿Encontrarán fácilmente los nómades de hoy en la Iglesia, caminantes expertos en guiarlos hasta la Fuente, o serán atrapados por espejismos paralizantes hasta sucumbir por sed?

 

4. Un nuevo Pentecostés para dar fruto

 

            “¡Necesitamos un nuevo Pentecostés! ¡Necesitamos salir al encuentro de las personas, las familias, las comunidades y los pueblos para comunicarles y compartir el don del encuentro con Cristo, que ha llenado nuestras vidas de “sentido”, de verdad y amor, de alegría y de esperanza! No podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en nuestros templos, sino urge acudir en todas las direcciones para proclamar que el mal y la muerte no tienen la última palabra, que el amor es más fuerte, que hemos sido liberados y salvados por la victoria pascual del Señor de la historia, que Él nos convoca en Iglesia, y que quiere multiplicar el número de sus discípulos y misioneros en la construcción de su Reino en nuestro Continente.”[13]

 

            La Iglesia presentada por los Obispos de Latinoamérica y del Caribe podría describirse sintéticamente como “una alegre comunidad de discípulos misioneros”. El Pentecostés nuevo que se desea, no es más que anhelar que otros también gocen lo que goza cada hermano de la comunidad: un encuentro con Jesucristo victorioso y lleno de gloria, la experiencia de un “amor vivo que llena la vida”.[14]

            Es ésta experiencia del amor, es éste conocimiento del amor que Dios nos tiene, la base detonante y expansiva de Pentecostés -o para decirlo más precisamente en términos joánicos- del “dar fruto”. Una comunidad que se reconoce como los “amados de Dios”, donde todos están en pie de igualdad, ya que Él ha amado a cada quien con novedad y con desborde. Una comunidad que desea expandir con alegría ese amor. La citada semblanza eclesial que trae Aparecida pues está muy cerca de la eclesiología joanea de la Vid fecunda. La savia del Espíritu recorre la Vid y comunica a los discípulos que permanecen unidos a ella un amor de comunión con Dios y entre los hermanos. Comunica un amor que da su fruto.

            ¿Qué se seguirá pues de esta contemplación del amor de Dios sobre la comunidad de la fe? “Porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5,5) ¿Tendrá el amor otra vocación que no sea amar? El Señor lo explicita.

 

Jn 13, 34-35 “Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Que, como yo los he amado, así se amen también ustedes los unos a los otros.  En esto conocerán todos que son discípulos míos: si se tienen amor los unos a los otros”

 

La primera formulación del “mandamiento nuevo del amor mutuo” indica contundentemente que éste será el signo de la credibilidad de la Iglesia, que en éste amor que nos profesemos en Cristo reconocerán que somos discípulos suyos. El amor mutuo parece surgir pues como consecuencia inevitable del encuentro en amor con el Hijo que lo revela. Sabemos bien que en la mentalidad joánica es inadmisible separar el amor a Dios del amor al hermano.[15] Así el implorado nuevo Pentecostés no será más que una consecuencia de una experiencia de amor: amarnos como Dios nos ha amado.

Y otra vez nuestra Iglesia contemporánea –la que camina en la historia- está en problemas. Cuán lejos de nuestra realidad se halla a veces la Palabra del Señor. Veo sin duda por doquier personas reuniéndose en nuestras comunidades para realizar alguna actividad pastoral. Pero apenas la convocatoria es simplemente para “pasar juntos un tiempo”, “para hacer del encuentro una fiesta”, “para fraternizar y gozar de ser hermanos” se dirige al pastor la pregunta quejosa y frustrante: “¿Pero para qué nos juntamos padre?” Un tiempo gratuito de intercambio vital y espiritual con los hermanos de fe suele ser percibido como un desperdicio. Raramente surge el deseo de “estar con los hermanos” porque estar con ellos es un gozo y nada más. La “falta de tiempo” para tales menesteres da cuenta y es signo de esa nociva “mundanidad” que nos enferma y debilita.

No quisiera creer que esa incapacidad de disfrutar el vínculo fraterno sea la expresión objetiva de una falta de amor. Pero necesitamos visualizar mejor que “funcionar juntos” no es lo mismo que ser una comunidad. El “funcionalismo mundano” es una tentación organizativa que acecha al Cuerpo de Cristo hoy con manifiesta intensidad. Lamentablemente hemos caído en sus garras en exceso. ¡Por eso nos debemos recordar con insistencia que la primera tarea pastoral de la comunidad cristiana es vivir el mandato del amor mutuo! Solo amándose en el Señor y por el Señor los cristianos se tornan atractivos por la sanidad de sus vínculos fraternos. Pues en medio del mundo reina una aceleración vacua y desgastante que lo envejece, una red de relaciones frías, predominantemente pragmáticas, de conveniencias insustanciales y utilitarismos efímeros; un proceso de creciente fragmentación e individuación; una red de conectividades rápidas que paradójicamente extiende un pesado aislamiento existencial.

Claro que en medio de este panorama alarmante la gracia de Dios sigue conduciendo victoriosa  a la Iglesia, en la medida que se reconoce con vocación de ser “la sociedad nueva del amor mutuo”. En mi experiencia como discípulo y pastor he gozado de profundas y luminosas vivencias comunitarias en medio de cierta masiva mediocridad. Cuando he invitado a las ovejas con simpleza a “ponerse juntas delante de Jesús y dejar que Él  haga su obra”, y ellas han aceptado el llamado, el Señor ha hecho maravillas. Centrados en Él por la oración y la escucha de la Palabra en común, reunidos en su Nombre en Eucaristías vivas, han experimentado el amor que Dios dispensa. Entonces los discípulos también se han reconocido hermanos y abierto su corazón. Al compartir generosamente sus vidas y hacerse cargo unos de otros, Cristo ha podido inspirar en la fraternidad cálidas y sabias acciones pastorales llenas de la novedad de su Caridad divina.

La Iglesia de hoy está en problemas pero la solución está cerca. Volver a Jesús, la Vid verdadera, hábitat troncal donde los discípulos son amados por el Señor y al devolverle  su amor son llamados a amar a sus hermanos también. He aquí el quicio de la Misión. Una labor común en la amistad de Cristo. El anuncio simple y poderoso de esa amistad. Una irresistible fuerza de comunión que se expande. Una alegría en el amor que llena la vida y la hace fecunda.

Como el “Resto Fiel” de la profecía de Isaías, el Espíritu va sembrando por aquí y por allá en los corazones abiertos un nuevo despertar comunitario. Pequeñas fraternidades que tiernamente y sin reproches se sacuden el polvo de un cristianismo “convencional” -diría “costumbrista”- que se presenta difuso en ideas y acciones desarraigadas del vínculo con el Señor, expresiones funcionales pero poco medulosas. Pequeñas comunidades donde los discípulos anuncian al conjunto de la Iglesia y al mundo que han descubierto un tesoro: hacer experiencia juntos del Amor de Dios.

Me guía al fin una convicción firme: si cada discípulo retoma una intensa y profunda relación con Él, la comunidad será recreada y la fraternidad del amor mutuo brillará una y otra vez novedosa y fresca en medio del mundo. La misión primera de amarnos unos a otros invitará con poder  y seducción a entrar en la fiesta de la Vid. Permaneciendo en Cristo y por la savia del Amor divino corriendo entre nosotros, seremos la fecunda Vid del Padre que da mucho fruto. Solo entonces la alegría será colmada.

¿Seguirá siendo hoy la Iglesia de Jesucristo una comunidad nueva en medio de un mundo viejo? El mashal de la vid parece invitarnos con simpleza a permanecer en ese amor que llena la vida y da fruto; en ese amor en el cual podemos reconocernos como hermanos amados por Dios y elegidos para la amistad. Entonces la fraternidad entroncada en Jesús será misión. La misión de la Iglesia será dar testimonio de una fraternidad alegre porque permaneciendo en el Señor se recibe y se comunica la Vida. Ese puede ser el nuevo  y mismo Pentecostés que tenemos por delante.




[1] Mateos-J. Barreto, “El evangelio de Juan”, Cristiandad, Madrid, 1979, 653.

[2] op. cit., 657.

[3] op. cit., 659.

[4] En el cuarto evangelio el término mundo tiene dos acepciones:

a)    Positiva o neutra: se trata del universo, la creación o tal vez la humanidad.

b)    Negativa: se trata de aquellos que rechazan a Jesús.

En Juan hay dos conjuntos que se oponen a Jesús y que lo rechazan: el mundo y los judíos. No habría delineado un dualismo metafísico (bien-mal) sino más bien un dualismo ético (aceptar o rechazar a Jesús).

[5] BENEDICTO XVI, “Deus caritas est”, n. 1

[6] Cf. Mt 14,23-33

[7] Evidentemente despunta el célebre binomio “fe y razón”. La armonía sigue siendo tarea ardua según creo aún en el ámbito de la opinión teológica. Una vieja y reciclada disputa de escuelas. Históricamente hay quienes tienen mayor confianza en el poder de la razón para acceder a ciertos aspectos de la verdad sin los datos de la fe o en cierta complementación con ellos -adjudicando a la filosofía un importante rol-, y quienes dando preponderancia a la Revelación divina la creen indispensable para que la razón natural pueda degustar la plenitud de la verdad -inclinándose a dar centralidad a las formulaciones escriturísticas e intentado mantenerse prevalentemente en ese ámbito-. Parece haber un supuesto de base no del todo valorado en el discernimiento en cuanto a la relación entre ciencia teológica y ciencia filosófica, razón natural y razón creyente, conocimiento humano y Revelación divina. No se trata solamente de medir el alcance de la razón humana poniendo justamente al hombre en el centro de la cuestión. Más acá de todo no se debe obviar la relación teologal con el Señor. ¿Significa algo nuclear o tangencial para el hombre y su inteligencia haberse encontrado o desencontrado con Cristo? El concepto agustino de “iluminación” se anclaba primariamente en un trato, en una relación teologal, en una experiencia vincular del creyente, en un intercambio con el Maestro. “Iluminación” intuyo es un concepto –que más allá del contexto filosófico original y ordinario- despunta mejor en el ámbito de la mística que de la gnoseología, dando cuenta del influjo de la gracia sobre la inteligencia, hasta la posibilidad de la ciencia infusa. ¿Da lo mismo una razón humana agraciada o desgraciada? “Pensar sin Cristo”, o “pensar por separado” y ver que puede consensuarse luego o “pensar en-desde-con Cristo” son realidades muy disímiles. La unión con Cristo que da la fe nos permite el acceso en la gracia a su Sabiduría desde la cual miramos releyendo la realidad y nos comprendemos en el Misterio de Dios y de su plan. El encuentro con Cristo pone a los discípulos bajo la luz pascual.

[8] Nótese el contraste entre el discurso de Pablo en el Areópago ateniense narrado en Hch 17,22ss con la exhortación sobre la “palabra de la Cruz” contenida en 1 Cor 1,18ss. En el primer texto el Apóstol desea entablar la predicación partiendo de la cultura helénica, tomando hábilmente cuenta de esa religiosidad pluralista que dejaba espacio incluso “al dios desconocido”; engarza entonces su discurso con el Dios Creador (el prototipo lo ensaya en Listra según Hch 14,15ss) y la crítica a los ídolos; mas su predicación parece encontrar límite en el tema de la resurrección de los muertos, pues desde el horizonte que supone el bagaje filosófico de sus interlocutores tal aserto resulta absurdo. Y si bien en el Areópago algunos pocos lo siguen, en la cita de 1 Corintios el Apóstol ha mudado hacia una predicación kerygmática, desnuda y directa del misterio de la Cruz en oposición a la sabiduría de este mundo.

La ejemplaridad que a veces encontramos en el discurso del Areópago depende seguramente del trazo posterior de Lucas. Estaríamos frente a un horizonte evangelizador diverso y a una Iglesia que ya tiene en su haber algunas décadas de misión permanente en medio de la cultura pagana.

La cruda experiencia paulina probablemente ha sido distinta. En su segundo viaje misionero primero pasa por Atenas y luego va a Corinto; pero en el tercer viaje visita la segunda ciudad y no se hace mención de estancia significativa en la primera. ¿Cómo resuena en la memoria misionera de Pablo la encrucijada ateniense? Es verosímil suponer que al momento de escribir 1 Cor el Apostol evaluara negativamente el intento del Areópago y se decidiese a preferir una metodología centrada en el anuncio kerygmático del Misterio Pascual.

[9] Cuando digo “secularismo pastoral” remito a cierta tendencia a dar prioridad al uso de diversas herramientas exportadas de la praxis docente, empresarial, sociológica, psicológica, publicitaria, política, etc. No cuestiono su uso y valor, pues bien integradas dan seriedad científica y operatividad técnica a la acción pastoral, enriqueciéndola notablemente. Sino que constato que al tomar mayor centralidad -y conjuntamente al debilitamiento del vínculo con el Señor- más bien insinúan alumbrar un obrar eclesial “nuestro según las prácticas del mundo” y no tanto “un obrar nuestro según la mente de Cristo”, según la mística de estar unidos a Él y bajo su influjo. La lógica de la eficacia humana seduce y tienta al viejo Adán terreno que aún vive en nosotros y corremos el riesgo de dejar que lenta e imperceptiblemente se hunda en el sueño del olvido aquella misteriosa –quizás ilógica- eficacia de la gracia. Habrá que discernir cómo se integran las “nuevas prácticas” a la pastoral sin que pierda su primacía la acción divina. ¿Renunciaremos a la incertidumbre de la fe, donde florecen alegres la sorpresa y la desproporción, al contemplar asombrados la acción de Dios? ¿La cambiaremos por las más seguras certezas de las encuestas y las estadísticas, el estudio del mercado y las estrategias de venta? A esa opción denomino “secularismo pastoral”.

[10] Lamentablemente mi experiencia pastoral me ha permitido constatar esta tendencia en algunos de nuestros “colegios católicos”. La expansión de la matrícula y, con ello el ingreso de un plantel docente más heterogéneo e incluso no confesional, ha ido con el tiempo en detrimento de la explicitación de la fe que se presenta como una mera coordenada de valores que humanamente pueden ser abordados prescindiendo aún del Misterio Pascual. Una ética entre racional y de consensos sin recurso a la gracia, de inclinación pues voluntarista y pelagiana.

[11] Cf. Ap 2,1-6a

[12] Cf. 1Cor 7,29-31

[13] V CONFERENCIA DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO Y DEL CARIBE, Aparecida; Nª 548

[14] Aún recuerdo el profundo impacto que provocó el documento de Aparecida. Pero el fervor inicial, en la medida en que no se traduce en concreciones,  puede dar  lugar a una progresiva desaceleración y desencanto. ¿Qué sucedió con la proclamada “misión continental”? ¿Por qué sigue como empantanada la mentada “nueva evangelización”? Recibimos importantes impulsos pero no siempre perseveramos en la corriente de la gracia, o mejor dicho, no poco depende de nuestra responsabilidad personal y nuestro efectivo cultivo de la relación con Cristo. La “conversión pastoral” y la llamada a una “Iglesia en clave misionera” parecen aún semilla que en gran medida cae al costado del camino, entre rocas o espinos. Escasea quizás la tierra fértil: que nuestras comunidades mayoritariamente sean habitadas por discípulos verdaderamente entregados al Señor, libres para dejarlo actuar sin condicionamientos y abandonados en la fe al viento del Espíritu. Tal vez como “el joven rico” nos entusiasmamos fácil pero no queremos “pagar el precio”. ¿Podremos seguir autoengañándonos o debemos aceptar que no es tan claro que en nuestras comunidades los fieles tengan la experiencia de que Jesús “les ha llenado la vida”? Mientras tanto las olas de Dios mueren en nosotros en espuma que se lleva el viento.

[15] Cf 1 Jn 2,7-11; 3,10-11.16.18; 4,20-21

POESÍA DEL ALMA UNIDA 35

  Oh Llama imparable del Espíritu Que lo deja todo en quemazón de Gloria   Oh incendios de Amor Divino Que ascienden poderosos   ...