21. La bodega secreta. ITINERARIO CONTEMPLATIVO.









"IMÁGENES. Un acercamiento al itinerario contemplativo." (2020) 


21. La bodega secreta

           

Terminada la cena, el dueño de casa quiso ofrecer a su huésped un don de lo más especial y único. Lo condujo entonces, tras abandonar el comedor, hacia las escaleras y descendieron al sótano. El anfitrión abrió la puerta y encendió la luz. Una veintena de toneles los recibieron en formación rigurosa. Mas no se detuvieron en ninguno de ellos. Atravesando toda la sala el señor abrió otra puerta y, sin prender la luz, sino sirviéndose de la que venía de la sala de los toneles, le mostró su tesoro. Aquella bodega albergaba los mejores vinos del mundo. Serían tal vez unas doscientas o trescientas botellas. El dueño fue explicando a su invitado cómo había ordenado el recinto de acuerdo a la procedencia y año de cosecha de aquellos delicados elixires. Mas sabía el anfitrión del paladar educado y exquisito de su huésped quien seguramente habría degustado ya algunos de aquellos vinos estacionados y vigorosos, ya en la cumbre de la madurez. Con ademán elegante, entonces, lo invitó a descender tres escalones que, al final de la sala, conducían hacia una puerta pequeña y baja. El señor de la casa sacó de su bolsillo una dorada llave y doblegó con ella el candado rústico y pesado que custodiaba la puerta como fiel centinela. Tuvieron que encorvarse un poco pues la habitación también era pequeña y baja. El dueño casi cerró la puerta, cuidando de dejar un espacio de unos quince centímetros entre ella y el marco para que ingresara algo de luz desde la primera habitación. En esta sala había una mesa, un par de copas y un trapo limpio. Sobre una de las paredes un pequeño anaquel con unas seis o siete botellas. El anfitrión extrajo una. Con el trapo repasó las copas de finísimo cristal removiendo de ellas el polvo acumulado. Explicó luego a su huésped la procedencia de aquel vino dejándolo del todo maravillado y deseoso de degustarlo. Con delicadeza y maestría le descorchó, sirviéndolo con reverencia solemne como si se tratase de un objeto sagrado. En la oscuridad casi total, sin que el elixir hubiera sufrido ningún cambio de temperatura, su incomparable bouquet impregnó suavemente el ambiente. Ambos hombres juguetearon con la copa en su mano observando el cuerpo del vino. Con un destello indescriptible en sus ojos finalmente dejaron que sus labios y su paladar tomaran contacto con aquel tesoro. Ambos supieron al saborearlo que ese instante jamás volvería a repetirse. Era un vino único e inigualable. Un vino secreto y extremadamente delicioso. Un vino que en verdad no podría haber sido apreciado sino por pocos paladares en el mundo. Un vino que era, simplemente, el vino por excelencia, el culmen de todo lo que llamamos vino.

 

            No es lo mismo hablar de la experiencia de Dios en uno que de uno en Dios. Cuando la noche se va acercando a las primeras horas del alba se da un viraje. En verdad, aunque hay un solo movimiento por el que Dios hacia sí nos atrae y nos hace capaces de la unión con Él, percibimos dos tiempos. El primero es el del descubrimiento de la llamada enlazante de amor que nos va poniendo como en fuga desde lo más exterior hacia lo más interior de nuestro interior. Vamos entonces comprendiendo en el amor la inmensidad del alma y al mismo tiempo el Rostro de ese Dios en cuanto Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo o simplemente en cuanto Él, la Presencia, sólo Él. Y así podemos hablar de nuestra experiencia de Dios que vive en lo más profundo de nosotros, que hacia allí nos lleva y allí nos ama. Dios en uno, en lo más central del alma, Dios presente, Dios en uno... En el lenguaje de nuestra imagen hemos pasado de la cena y de la habitación de toneles abundantes pero con vinos aún no asentados a la sala de exquisitos elixires, fruto del trabajo y el tiempo, fruto de la noche purificante en el Espíritu. Pero el Dueño de la casa del alma aún conoce una secreta bodega que nos desea abrir. Se trata del segundo tiempo o de uno en Dios. El contemplador, ya educado por Dios en el degustarle, con un paladar fino en el amor oscuro que tras lo oscuro ilumina y que se le regala, puede comenzar ahora a saborear el culmen de la unión. El vino que ahora se le ofrece es la Vida Trinitaria. Con el entendimiento más aniquilado que nunca pero con el rayo más fulgurante hiriéndolo, con la voluntad atadísima y como sin atisbo de poder tenerse siquiera a ella misma pero toda hacia Él, con la imaginación inexistente y la memoria sin tiempo pero atravesada como de un eterno instante, contempla, sin entender entendiendo, participando anochecidamente, a la Trinidad amándose y saliendo hacia él. No hay cómo decir lo que en el amor se ofrece pues no hay palabras para decir ese instante. ¡Ay, cómo decir esa circulación de amor entre los Tres que son Uno! ¿Cómo explicar la generosidad del amor de cada Uno que entero se pone amorosamente en el Otro sin quedar el amor nunca disminuido sino siempre vivo y sobreabundante por el eterno donarse! ¡Y cómo explicitar esta misteriosa participación que sabe a primicia del futuro definitivo! ¡Ay, aquí está lo nuevo, lo único eternamente nuevo! Uno en Dios, atisbos de visión en primicias de luz de gloria, uno en Dios... ¡Habría que callar y cortarse la lengua y nada intentar decir de lo indecible! Mas si algo intenta erróneamente expresarse de lo inasible es por aquellos que le buscan por Él atraídos y por aquellos que están lejos contentándose con insignificantes baratijas. ¡Oh, hombre, si comprendieras siquiera lejanamente en el amor, cual es el término de tu vocación! ¡Si prestaras atención a quien te voca para llevarte más allá de la plenitud de tus posibilidades, haciéndote semejante a Él! ¿Para qué te endiosas falsamente si el mismo Dios está empeñado en divinizarte? Y tú que le buscas y que te admiras y gozas al ver como Él está tan íntimamente presente y escondido dentro de tí: ¡¿qué alegría inefable te atravesará cuando te veas a ti habitando escondido en lo profundo de Él?! Cuando el alma comienza a experimentar fugazmente la Vida Trinitaria empieza a encaminarse hacia la unión esponsal. Ya va pasando de Dios en ella a ella en Dios y esto es valioso hasta lo inmedible, locura de amor y regocijo llamado a exultar y cantar sin fin.

 

 


20. En la interior morada. ITINERARIO CONTEMPLATIVO.

 




"IMÁGENES. Un acercamiento al itinerario contemplativo." (2020)


20. En la interior morada

 

            De tanto en tanto él se siente fuertemente atraído por las alturas inexploradas de la montaña. Entonces, sin equipaje alguno, sale de la celda citadina del convento y se encamina hacia el macizo. Cuanto más asciende más se apagan los ruidos, la preocupación, el mundo. No está huyendo de nada ni de nadie pero aquello que lo atrae ocupa ampliamente el espacio interior, reclama el sitio de un todo. Al llegar cerca de la cumbre se instala en una pequeña cueva, enciende el fuego y disfruta de su calor y su luz. A veces sale y contempla el paisaje extenso (pues más puede verse desde aquella altura que desde la celda del convento o desde las calles citadinas). Mas lo mira y no se fascina pues le mira desde la fascinación que le causa el fuego que aún danza frente a los ojos de su corazón. Y retorna a la cueva donde están él y el fuego, el fuego y él. No hay nada más y nada más parece necesario. El fuego y él, él y el fuego.

 

            Ya lo hemos dicho, toda contemplación se torna aquí más sutil y escondida. La doncella del alma ya no sale de su casa enfebrecida y corre alocada tras un toque hiriente y violento en el amor porque el amor ya la acaricia distinto y ella ha aprendido su lenguaje. El Amado no necesita más que una unción profundísima, una caricia cual roce etéreo y casi imperceptible para llamarla. Y ella lo escucha y con tal suavidad se deja enlazar y atraer que parece no haber movimiento alguno cuando en realidad en un abrir y cerrar de ojos ya no está donde estaba sino en la otra orilla, perdida en el centro de la noche y del capullo. Allí danza el fuego. Pero no el fuego primero, desbordante y apasionado, que incitaba y repercutía inevitablemente en las emociones y en los sentimientos. Este fuego las asume pero ya las purifica y las supera, las adormece y aniquila y hace nuevas. Este fuego segundo es aquella pequeña llama, discreta y escondida, que danza debajo del capullo y asciende sorpresiva. Llama que con paciencia larga le transmite al gusano que muta su calor y su luz, debilitando ya las paredes que lo cercan. Llama viva de amor que lo prepara para que algún día se rompa la tela y cayendo el contemplador en su centro arda en ella y con ella, siendo dos y uno solo; amando dos en un amor único, el de la Llama. Pues no tiene el contemplador otra vocación que la de ser en la Llama y con ella llamear. Pues no tiene el hombre otra vocación que la divina, otra patria que la Trinidad, otra morada que ese amor que circula y sobreabunda por el salir de sí y el ofrecerse.

Mas de lo que aquí directamente queríamos decir algo es de aquellos tiempos en los que el contemplador se encuentra especialmente ensimismado en Él y cobijado.

El yo ensimismado, todo vuelto hacia el núcleo de sí, todo él recogido en lo esencial de sí, está ensimismado en Él, es decir, el movimiento de recogerse en sí se continúa con un total volcarse en Él y esto por su libre adhesión a la gracia que lo atrae y verdaderamente mueve.

El contemplador se experimenta como retirado a las profundidades últimas, como lazado por Llama de amor que enlazado le sostiene aún durante la actividad más exigente y agobiante. La gracia consiste, justamente, en estar el alma en su morada, sin querer salir de ella y sin abandonarla, aún saliendo a la distancia. Esta gracia es experiencia de unión, aún provisoria y no esencial, pero propedéuticamente significativa. Porque lo que al contemplador se le da saborear es el estar en Dios de un modo continuo que supera los espacios de oración. Aquella experiencia del rayo, que más bien hería al entendimiento y por él a la voluntad, mostrando como nada de lo que existe queda fuera de la relación con Él; ahora, de modo similar pero acotado, se le da a gustar a la voluntad. Ella, por el amor de la Llama que danza en el interior más hondo, en el centro del alma, experimenta que todo su querer ha quedado absorto y recogido en quererlo a Él que la quiere y enlaza y de quien no desea en modo alguno retirarse, y de quien no puede retirarse pues Él la sostiene en su estar toda hacia Él.

El contemplador vive en estos tiempos (horas, días o semanas, según Dios quiera) como retirado. Y aunque hace todo lo que habitualmente hace, lo hace como sin estar en ello pues está en Él. Y él sólo lo sabe y lo advierte: tan escondido y delicado es el don. Don que prepara la unión definitiva en la cual la voluntad del contemplador quedará enlazada sin retorno a la voluntad del Amado; unión estable que gustará como primicia de la unión eterna en esta mística unión esponsal.

Generalmente percibe el alma este retiro enlazante frente a los gustos y disgustos: los primeros no le aportan casi ningún sabor, los segundos casi ninguna incomodidad. Mas bien se siente guarecida y cobijada de las tormentas de falsa gloria y de peligrosa fascinación, de las ráfagas de las afrentas y de su hija la queja. Parece que nada de extraordinario pasara fuera de Él que se le da y de ella que lo recibe. Paz y seguridad: toda circunstancia pasará pero esta unión está preñada de eternidad.

Este es el amor que vence al yo, a la tentación y al mundo: tener la mirada fija en el Amado y no poder mirar sino por Él.

 

 

19. La noche y el rayo. ITINERARIO CONTEMPLATIVO.

 



"IMÁGENES. Un acercamiento al itinerario contemplativo." (2020)


19. La noche y el rayo

 

            La noche cerrada, sin luna ni estrellas, todo lo tiñe de una oscuridad densa e impenetrable. De pronto atraviesa el cielo, fugaz y contundente, un silencioso rayo. Por un breve instante los alrededores quedan sutilmente iluminados. Entonces se dejan ver las siluetas de los árboles a lo lejos, el camino angosto, la soledad del campo y una casa casi fundida con el horizonte. Sólo es posible avanzar rayo tras rayo... Sólo, rayo tras rayo...

 

            Cuando la contemplación se torna más honda y oscura, también llega a ser más sutil y esclarecida. Porque en aquellos primeros toques, persecuciones, raptos y efluvios, todo era aún más a nuestra medida: grandilocuente y visible. Mas con la profundización de la noche todo se pone más a la medida de Dios: humilde y escondido. Es ahora, cuanto menos se ve cuanto más se vislumbra. Porque esta oscuridad impenetrable no es más que la ceguera que produce la cercanía a una luz poderosa. Y de tanto andar en esta oscuridad los ojos del alma se acostumbran y a veces son hechos capaces, fugazmente, de aquella. Esto es el rayo, poder ver lo que en realidad hay: no oscuridad sino luz.

Es propio de este rayo oscuro de contemplación amorosa el dejar a la inteligencia recogida y absorta en su inefable luz. No es sólo la voluntad la enlazada sino que repentinamente cierta luz oscura, como refocilo de rayo, parece ganar el espacio del intelecto y dejarlo comprendiendo en el amor el misterio de Dios y de su acercamiento. La memoria y la imaginación quedan aniquiladas, ausentes, y en un presente denso la inteligencia comprende hondamente aunque no sabe decir diferenciadamente aquello que comprende. Se trata de una comprensión general y oscura que resuena más o menos así: Todo está en Él; Todo depende de Él; Todo está llamado a ir hacia Él; Todo, secretamente, se dirige hacia Él; Todo habla de Él.

Si accediéramos a estas afirmaciones por un análisis lógico-metafísico-teológico serían, en comparación a ésta comprensión oscura, afirmaciones del todo desabridas, vacías y fútiles.           Lo que aquí hay no es raciocinio argumentativo sino una experiencia de fe que brotando del amor que se le regala ilumina todo el espacio de la inteligencia y mueve la esperanza hacia la unión del alma con Dios.

Es como si el gran secreto del universo fuese susurrado en parte de pronto; como si se desvelara el borde luminoso del más grande tesoro escondido en las sombras; como si se entreabriera sorpresivamente la única puerta que conduce a lo absolutamente novedoso que palpita afuera de todo este ámbito de límites reconocidos; como si lo que sostiene escondiéndose dejase ver su sostener.

Esta experiencia del rayo está marcando una fuerte preparación para la unión esponsal. Pues en aquella, sin confusión ni absorción, se da tal compenetración entre Amado y contemplador, que lo que aquí se comprende fugazmente allá será bien frecuente. Tanto, que verdaderamente pueda decir el amador, que de continuo vive hundido en el vientre del misterio de su Amado.

Por ahora, en una súbita luz oscura, parece entender en el amor algo del todo esencial: que en Él vivimos, nos movemos y existimos; que Él es fuente y sostén, meta y morada; que Él es, que simplemente Él es. En la fe, oscuramente iluminada, el contemplador ve vestigios, huellas de su Presencia en todo lo creado; le parece estar rodeado y envuelto por todos lados por Él; no puede concebir nada más real que la realidad de su Presencia. Él es y eso no sólo basta sino que sobreabunda y extasía.

 

 

18. El capullo. ITINERARIO CONTEMPLATIVO.



"IMÁGENES. Un acercamiento al itinerario contemplativo." (2020)


 18. El capullo

 

            El sol está alto y derrama su luz sobre la tierra y los seres que la habitan. Mas el gusano que ayer deambulaba lentamente entre las ramas de un joven árbol hoy no la recibe. Durante la noche se ha tejido un capullo y en su interior se ha introducido. Allí todo es oscuridad densa y frío. Sin embargo, con el correr de los días, algo de sol parece colarse entre las paredes del capullo. Su luz potente ha sido capaz de atravesar las rústicas murallas.  Y dentro del capullo el gusano se retuerce y cambia. Es un proceso doloroso y lento. Un proceso maravilloso e increíble de transformación. El gusano experimenta que si la luz tímidamente no lo visitara, sucumbiría. Es esa luz misteriosa, pues al traspasar las paredes del capullo se vuelve oscura, la que le trae la noticia de un mañana esplendoroso. Es esa luz anochecida la que le trae promesa de llegar a mariposa. Es esa luz en este oscuro capullo la que lo mueve a aceptar la sorprendente mutación que lo mata y lo revive...

 

            Esta imagen (que claramente está en la simbología de Santa Teresa de Jesús) es la comparación más cercana y más lejana con la cual me parece puede ser dicha la escalada de la noche. Porque aquella noche que permitía experimentar a Dios por detrás de los sentidos en lo profundo del alma se ha tornado más densa. Ya había sido comunicado su incremento por aquella pequeña llama que tras persecuciones y efluvios de fuego y de agua había tornado la contemplación más escondida y delicada. Este momento del itinerario es comparable también a lo que vive la doncella al traspasar las murallas de la ciudad y bien internada campo adentro no ve ni caminos ni huellas ni movimientos de su Amado porque es noche sin estrellas, noche cerrada. ¿Desesperación? Si en algún momento la siente rápidamente se diluye en la fe crecida en el Amado que no abandona. ¿Desconcierto? Ciertamente lo experimenta pero sin atisbo de miedo. No es el desconcierto que produce un suceso que se presagia peligroso y dañino. Es el desconcierto de un episodio que resulta maravilloso e incomprensible. Es un desconcierto con paz: el Amado ha previsto semejante circunstancia, es parte de su pedagogía y de su obrar.

Ahora bien, contrariamente al gusano que desarrolla con naturalidad su ciclo biológico, el contemplador no ha hecho nada por sí.  Un buen día, sin saber con certeza si el cambio fue progresivo o abrupto, se encontró distinto. Aquella sequedad de la oración de meditación o de devociones que lo llevó a lanzarse a la noticia general de un amor enlazante, aquella noche del sentido en la que Dios se daba por detrás de lo habitual desde una profundidad novedosa, aquella necesidad de soledad para estarse más en intimidad con Dios, aquella oscuridad iluminada ha crecido: ya toda la existencia parece sumergida en una noche cerrada. Una honda apatía casi por todo lo que antes se disfrutaba gana terreno. Parece que de pronto el contemplador se ha quedado sin mundo (en sentido fenoménico). Mi mundo, en el que yo me sentía yo y en el que me manejaba con gusto y soltura, ya no me resulta mío. Cuando comencé yo mismo a tener esta experiencia le ponía por rótulo: crisis de identidad. No aludía con ello a una desestructuración psíquica sino a una auténtica crisis en cuanto cambio radical. Toda crisis supone angustia y miedo en medio de la confusión. Pero la confusión era apenas descubrir que Dios estaba haciendo en mí algo del todo nuevo y decisivo. Por eso en la memoria aquellos primeros instantes de esta noche han quedado grabados como preñados de paz y de alegría. Yo hubiera salido a proclamar a los vientos que me hallaba en una tal crisis sino fuera porque mis semejantes me hubieran creído loco o se hubieran preocupado erróneamente por mí.

Y esta crisis del capullo es honda y dura. No hay transformación que no implique un proceso: desembarazarse de lo viejo y acoger lo nuevo. Si bien todo este momento del itinerario está sostenido por una certeza inamovible e inconfundible de que es Dios quien obra, si no hay miedo o desesperación pues no se prevén males sino bienes, permítanme decirlo, esta noche es terrible. Terrible porque aquí el amor y el dolor parecen trocarse y a veces ser uno solo. Terrible porque mientras la noche va creciendo la voluntad debe ascender con ella hacia una meta no deseada: la muerte. Porque en este capullo bien se comprende que lo nuevo surge tras la aniquilación de lo viejo, sucumbir primero para resurgir luego... Y el contemplador, llevado por amor creciente a las cumbres donde la entrega de sí coincide con el dolor de una negación total, se siente participar del grito de Cristo: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?

Este estado de capullo, esta noche de la existencia hunde sus raíces en el drama decisivo de Cristo Amado: el proceso pascual. Aquí la existencia del contemplador se hunde por misteriosa participación en aquel Getsemaní que se actualiza en su persona y en su historia; en aquel doloroso juicio vivido desde el silencio más radical de búsqueda y aceptación de la voluntad del Padre; en aquella vía hacia la Cruz cargada de dolores, injusticias, debilidades y soledad; en la agonía de la muerte atroz y en el estar escondido en el sepulcro. En esta noche del capullo vive el contemplador su propia pascua y experimenta en toda su plenitud la gracia del bautismo: ser sumergido en la muerte de Cristo para renacer con Él a una Vida Nueva.

Si algo no falta en esta noche es el amor, mas un amor también anochecido. Un amor más allá de emociones y de sentimientos, especulaciones y deberes, frutos y éxitos. Es el amor de Cristo el que, comunicado, debe ser recibido y engendrado: un amor puro por pequeño, escondido, abajado y abandonado filialmente al Padre. ¡Oh, hasta qué alturas de amor y de dolor debe ascender el contemplador para alcanzar una tal identificación! Porque esta noche del capullo es, metafóricamente hablando, un ser introducido en el vientre de Dios para ser parido de nuevo; un adentrarse en la tumba de Cristo en espera del resurgimiento.

Y en este capullo Dios trabaja para que el contemplador quede cristiformado. Ese trabajo es experimentado como excavación, cauterio, flechazo, fuego purificador. Y aunque el trabajo sea amoroso y delicado a veces parece violento y doloroso. Lo que hace sufrir en este amor que se recibe es la propia resistencia, el propio pecado arraigado hondamente y difícil de extirpar. No es cosa fácil ni rápida la identificación entre la voluntad de Dios y la del hombre. En general nos lleva toda la vida y aún así nunca parece obra acabada. Y así es, pues de no ser alcanzado por la unión esponsal (cumbre del caminar contemplativo y primicia excelente de la Bienaventurada Vida en Él tras el umbral de la muerte) necesita aún el hombre de una mayor purificación. Ser todo de Él y para Él en Él y por Él. Esa es la meta de esta noche.

Este estado de capullo, como la noche previa del sentido, dura lo que dura la obra que Dios esculpe. Sabe Dios y sólo Él qué vasija hará de nosotros. ¿Acaso puede penetrar nuestra inteligencia el abismo insondable de su Sabiduría? ¿Acaso puede el hombre prever de lejos el alcance del plan que en su Misericordia entrañable ha dispuesto en Cristo desde toda la eternidad para cada uno de nosotros?

Y como el gusano se retuerce al interior del capullo también el contemplador se retuerce. Este retorcerse a veces es fruto de ese trabajo de Dios que pasivamente (activo en el amor) recibe, y otras veces es consecuencia de su propio pecado en el cual se sigue empeñando y que a estas alturas del amor resulta más doloroso, esclavizante, opresivo y frustrante. Ciertamente si el contemplador pusiera la mirada en sí mismo la decepción sería terrible: los vicios y pecados aún no extirpados parecen tan inconmensurablemente grandes a la luz del inmenso amor que ha saboreado que no puede menos que esperar y darse a sí mismo una sentencia condenatoria. Por eso en el capullo Dios le gana por su Misericordia y levantando el contemplador la mirada hacia aquel Padre que lo trata como hijo se decide a no bajar los brazos y a tenerse paciencia y a trabajar duramente para dejar que el único trabajo fecundo (el de Dios por su Espíritu) llegue a buen término.

¡Ay, pobre de aquel que quiera venir a contemplación y que no esté dispuesto a luchar contra sus propios demonios en un desierto agobiante durante una noche cerrada! Porque no es la contemplación una linda y extraordinaria experiencia angélica y romanticona para ser puesta poéticamente en libros. Es la contemplación el más radical camino de conversión y todos sabemos sus hitos: abajamiento, desnudez, abandono, puerta estrecha, cruz, muerte y sepulcro.

Dicho así resulta pavoroso. Pero no menos pavoroso que el final histórico de la existencia de Jesús. Él mató la muerte y el pecado muriendo por amor, un amor fiel que no volvió ni un paso atrás en su sí filial al Padre y en su sí fraternal a sus hermanos. El hombre, tras de sus huellas, sólo totalmente entregado por amor puede renacer a la Vida Nueva que su amor nos trajo.

¡Oh bendita agonía con promesa de una Vida que ya no sucumbe! ¡Oh bendito capullo en el que se opera la transformación más radical y decisiva! ¡Oh bendita noche en la que muere el yo que pretende falazmente autosustentarse sin Dios y que permite que nazca Cristo Hijo en el corazón! ¡Oh bendita oscuridad en la que disminuye y desaparece aquel yo para que crezca y despunte en mí el yo que se une al Lucero del Alba, Amado y Esposo que en amor atrae y enlaza!

 

 


17. Con delicadeza. ITINERARIO CONTEMPLATIVO.

 


"IMÁGENES. Un acercamiento al itinerario contemplativo." (2020)


17. Con delicadeza

 

            Quisiera utilizar dos imágenes bíblicas, muchísimo más claras y contundentes, que cualquiera de mis intentos.

“El Señor le dijo: <Sal y quédate de pie delante del Señor>. Y en ese momento el Señor pasaba. Sopló un viento huracanado que partía las montañas y resquebrajaba las rocas delante del Señor. Pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento, hubo un terremoto. Pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto, se encendió un fuego. Pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego, se oyó el rumor de una brisa suave. Al oírla, Elías se cubrió el rostro con su manto, salió y se quedó de pie a la entrada de la gruta.” 1 Re 19,11-13ª

“Seis días antes de la Pascua, Jesús volvió a Betania, donde estaba Lázaro, al que había resucitado. Allí le prepararon una cena: Marta servía y Lázaro era uno de los comensales. María, tomando una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio, ungió con él los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. La casa se impregnó con la fragancia del perfume.” Jn 12,1-3

 

            Como ya habíamos afirmado anteriormente, el caminar contemplativo (quizás no sea la forma más empática para decirlo en nuestra época) va de más corpóreo-sentiente a menos y de menos espiritual-interior a más. Y si bien hay que recordar que los momentos del itinerario y las experiencias propias del mismo no son una regla fija, también es verdad que hay una primacía de cierto tipo de experiencias sobre otras en cada etapa. Ahora, que estamos a punto de dar otro salto, la manifestación del Amado se torna más y más delicada y, paradójicamente, más y más potente.

Dejando de ser el modo más constante las grandes inflamaciones y momentos de persecución amorosa, con todos los lugares de sentido aquietados (cuerpo-corazón-memoria-entendimiento-voluntad), el Señor llega como una suave brisa casi imperceptible que algo estimula a la pequeña llama que arde en lo profundo. Llega cual derramarse tranquilo de perfume en la hondura que deja toda la casa del alma en Él aromatizada. Todos los movimientos son sutiles. Lo que sucede en verdad es que el Buen Dios va haciendo capaz al contemplador de descubrir ese trabajo constante y silencioso que opera en todo hombre.

Un engaño frecuente en la vida espiritual es pensar que lo más potente y eficaz de Dios pasa por lo manifiesto, acalorado, apasionante. En otras palabras: Dios pasa si el predicador se enfervoriza, su cara se llena de rubor y su voz se hace casi grito; si los que oran sienten en sus afectos grandes movimientos, una afectividad que parece lanzada al vértigo; si tras el encuentro con Dios he vertido abundantes lágrimas, me ha parecido tener reveladoras visiones o he hablado en lenguas; si en la liturgia de la Misa el canto es apoyado por un coro dotado que canta a cuatro voces mientras la batería marca enfebrecida el pulso de los corazones y los instrumentos eléctricos hacen vibrar los sentimientos de la asamblea. Mas, lo lamento: querido hermano, solo estás en los inicios. Que es necesario que nuestra predicación, oración y liturgia sean fervorosas y contagien la vitalidad de un Dios Vivo; que es necesario vencer ese apagamiento y chatura de nuestra religiosidad; lo acepto. Pero no absolutices lo que es relativo. Todo lo que buscas no es más que un primer empujoncito y pasará fugaz y efímero. La verdad es que Dios se hace más cercano cuanto más escondido, más íntimo cuanto más imperceptible, más potente cuanto más delicado y más cautivador cuanto más desnudo. Es la ley de la Encarnación: el Dios que se abaja y se humilla por amor en Jesucristo no puede traicionarse tras su Resurrección para hacerse partidario de un exitismo barato. Su caminar anda siempre por lo escondido, lo pequeño y lo pobre. Los efluvios e inflamaciones aún daban lugar a engaños y tentaciones de grandeza en el contemplador. Pero en esta suave brisa, en esta delicada unción se encuentra más seguro. Dios pasa sin grandilocuencia y la maravilla, quedando oculta, se torna desmedidamente fecunda.


16. Su mirada. ITINERARIO CONTEMPLATIVO.

 




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16. Su mirada

 

            Nuestra vida es una galería de miradas. Las hay de todo tipo y en toda circunstancia. Porque algunas son maravillosas, miremos la mirada...

La mirada de ella, a escondidas y enamorada, sobre él. La mirada de él, a escondidas y enamorada, sobre ella. La mirada de ambos al encontrarse y desocultar su amor. Una mirada larga, suspendida, elevante. Cuando dos enamorados se miran el mundo queda entre paréntesis. Luego, cuando vuelven su mirada al mundo, lo recrean...

La mirada del amigo que penetra nuestra intimidad y la acaricia. Porque al amigo no hay que explicarle nada, ya lo sabe de antes y nos lo dice en su mirada. Porque una mirada suya nos trae la gratuidad, la experiencia de ser queridos tal como somos. La mirada del amigo despierta confianza y confidencia, abre caminos y desbarata las adversidades. La mirada del amigo nos levanta de la caída, nos pone nuevamente en nuestro centro y nos envía a caminar con esperanza.

La mirada de papá y de mamá que dejaron su amor cuidadoso grabado tiernamente en nuestro inconsciente de bebés. Esa mirada que nos atrajo para dar los primeros pasos, que nos sanó tras el tropezón y el golpe, que nos fue enseñando a mirar el mundo. La mirada de papá y de mamá sobre nosotros raramente se equivoca, nos conoce como nadie más y nos corrige a la vez que nos contempla como a hijos, hechura de su carne y milagro de su amor.

La mirada... ¿No serán estas miradas maravillosas reflejos y presencias de una mirada salvadora?

 

            El contemplador no es tanto aquel que mira sino aquel que se deja mirar. El adagio tan repetido –Dios lo ve todo- ya va dejando de ser para él fuente de temor y de espanto, de vergüenza y angustia. Porque no hay que ser tan ingenuos y pensar que aquellos sentimientos surgieron solamente por la influencia de una Iglesia que predicaba una imagen de Dios controlador, censurador, pronto para castigar, etc. Sin negar las falsas imágenes de Dios que todos nos fabricamos y distribuimos constantemente yo te pregunto: ¿no causa en ti al menos un poco de sana vergüenza la convicción de que Dios te conozca a fondo, que ninguna de tus intenciones pase inadvertida para él, que nada de ti le quede oculto y escondido, que tus más íntimos secretos sean transparentes para Él? En cuanto somos pecadores, y en cuanto la desmedida y la desproporción son experiencia inevitable en nuestra relación con Dios, resulta natural que su mirada nos produzca incomodidad. No basta una buena catequesis y una correctísima formación teológica para que repetidas veces el Adán que llevamos dentro no corra con prontitud a esconderse ante el paso de Dios pues se siente avergonzado de estar desnudo.

Pero por la experiencia del amor que se da en la contemplación el amador va trocando su mirada. Cada vez se disipan más las imágenes falsas de Dios que le acompañaban. El Adán interior recupera la confianza plena en un Dios que le quiere bien. Se da cuenta que toda su mirada estaba puesta sobre sí mismo, su indignidad y su pecado. Su mirada soberbia, deseosa de perfección, endiosada, resultaba en un juicio severo y auto-destructivo que, simplemente, no era de Dios. La mirada de Dios en el enlazamiento amoroso es inefable: no la agotan ni tocan de lejos la mirada de mi enamorada, de mi amigo y de mis padres. A todas ellas las supera ampliamente en el amor. Ante su mirada, en la experiencia de la intimidad y de la unión, el contemplador no puede querer más que dejarse desnudar. Estar desnudo ante Dios se transforma en un inexplicable gozo.

¡Oh mirada que sanas, purificas, acaricias, levantas! ¡Oh mirada potente en la ternura, arrasadora en el amor, conocedora de todo y más llena de esperanza en nosotros que nosotros mismos! ¡Oh mirada del Padre que nos sostiene y no deja de contemplarnos como hechura de su amor! ¡Oh mirada del Hijo que conoce experiencialmente nuestra humanidad, que la ha asumido plenamente en la Encarnación (excepto en el pecado) y que en la Cruz nos dice un sí irrevocable y nos arrastra en amor reconciliante! ¡Oh mirada del Espíritu que nos ves como leño seco y bien dispuesto desesperándote como chiquillo deseoso por encendernos y herirnos más y más! ¡Oh mirada Trinitaria que envuelves y penetras y lo haces todo nuevo por la participación del amor que en ti circula sin límite y sin obstáculo!

El contemplador ante una mirada así no puede menos que levantar su mirada. Cuando la mirada del Amado lo invita a mirarlo de frente la contemplación ha comenzado. Cuando esa mirada se torna mutua pero pasajera, un diálogo con idas y venidas, se camina hacia la unión. Cuando la mirada recíproca se sostiene y ya no se pierde se ha sido desposado en el amor y se tienen primicias de aquella visión cara a cara que será eterno gozo y alabanza...

¡Mírame, Señor, hasta que mi mirada te devuelva en amor el amor tuyo recibido y se termine perdiendo en tu mirada para mirar por ella y mirando la eficacia escondida de tu amor prorrumpa en júbilo verdaderamente inextinguible!

 

 


15. La llama viva. ITINERARIO CONTEMPLATIVO.

 



"IMÁGENES. Un acercamiento al itinerario contemplativo." (2020)


15. La llama viva

 

            En la noche densa y sin estrellas la oscuridad es reina. Y en la oscuridad una pila de paja, pasto y caña espera. El aire se torna poco a poco más reseco. De pronto, inentendiblemente, un rayo cae a la tierra impactando sobre la pila que, rápidamente, se enciende. El fuego es una danza de grandes llamaradas que iluminan la noche. Pero todo esto es fugaz: vorazmente es consumida y queda reducida a cenizas la pila inmensa de pasto, paja y caña. Sólo un pequeño leño, oculto tras aquel verdor amarillento, queda intacto y tímidamente tocado por el fuego sufre una llama pequeña que lo orada. Y esta llama danza, y lentamente, va profundizando en el leño. Este fuego más humilde es más quedo y menos disipador de las tinieblas pero también es más prolongado y caluroso. De aquel incendio súbito y arrollador ha quedado esta pobre llama viviente que con paciencia larga y esperanzada va encendiendo y transformando en sí al duro leño.

 

            Claro, esta imagen no puede menos que remitirnos a San Juan de la Cruz. Es difícil proponer otra más decidora. Apenas el contemplativo experimenta esta herida tiende a llamarla así: llama y llama viva. Estamos me parece ante una de las experiencias más comunes a todos los derroteros contemplativos...

El amador, ya introducido en aquella noche de los sentidos donde la luz se da por detrás de aquellos y a veces de modo tan potente que semeja un efluvio desbordante del amor, se queda como pila reseca de pasto, paja y caña. Quieto espera la Presencia de Aquel que dejando su Ausencia le inflama más el alma en el deseo de estar con Él y ser de Él. Estando así recogido, existencialmente agujereado, lanzado a la soledad y con gran amargura tras todo apetito de mundo, el Señor vuelve a visitarlo. Ya habíamos dicho que con estas idas y venidas le va dilatando y que algún sector de la tela del alma le parece al contemplador se está rasgando. Pues bien, tras alguna venturosa visita, el clima interior ha cambiado. Comprende y saborea el amador en el amor, ya bien por detrás de toda emoción o sentimiento, sin palabras que sean correctamente aplicables a la experiencia, que tras la inflamación fugaz ha quedado una herida. Ciertamente algún sector de la tela se ha rasgado: es una herida de amor mucho más potente y persistente que la de aquel toque sorpresivo que lo puso en fuga como amada tras el Amado. Es una herida de amor que algo puede ser dicha en la imagen de la llama que orada al leño duro. Es herida de amor y por tanto gozosa y dolorosa también. Es herida con mezcla de Presencia y Ausencia de Aquel a quien se ama y que en amor la ha producido. Es herida cual flechazo, cauterio, excavación, es decir: trabajo activo de Dios en la transformación, pasividad atenta y libre del contemplador. Dios le está quemando, le está vaciando, le va transformando...

Y no es poca cosa esta llama pues comienza a marcar un paso a otro nivel en el camino, lo está preparando. Si hasta aquí el toque y el efluvio eran grandemente inflamantes ahora todo acercamiento del Amado se pondrá más sutil y escondido. Pero si aquellos eran fugaces y a lo más incitaban el deseo y la búsqueda del yo del contemplador hacia el Tú del Amado, esta llama persiste (aunque no siempre se la advierta) y va derribando las fronteras y dando ya alguna sombra de participación oscura en la Vida del que ahora es más claramente Prometido pudiendo llegar a Esposo. Ahora se está más cerca de la unión de amor pues Dios, que tiene morada en el alma, va haciendo que ella tenga morada en Él. El misterio grandísimo de la inhabitación se lo comprende ahora no tanto desde el ángulo de Aquel que estando en mí viene a mí, sino desde Aquel que estando en mí me lleva hacia Él.

La llama arde y transforma secretamente al contemplador. Mas no hay que engañarse: esto es sólo la preparación y el anuncio de una noche densísima pues la Luz recibida se va tornando cada vez más enceguecedora. Es una llama gozosa pero dolorosa pues ya va matando por purificación pasiva al yo auto-sustentado y lo va liberando para que efectivamente pueda ser en el futuro un yo totalmente vacío y lleno del Amado.

Esta llama un gran bien nos hace: nos limpia y purifica, nos ahonda y excava, nos desnuda y vacía, nos hace más débiles y así más fuertes para el amor. No nos abandona. Nos hiere con agudeza y nos enlaza con potencia. Nos va haciendo entrar en Dios...

 

 

POESÍA DEL ALMA UNIDA 35

  Oh Llama imparable del Espíritu Que lo deja todo en quemazón de Gloria   Oh incendios de Amor Divino Que ascienden poderosos   ...