"IMÁGENES. Un acercamiento al itinerario contemplativo." (2020)
3. Despertarse y buscar el
sol
La
joven se despierta, se sienta sobre la cama y se despereza. La habitación está
casi totalmente a oscuras salvo por unos delicados rayos de sol que, colándose
por la persiana, la atraviesan con delicado andar. Al verlos ella sonríe y se
inquieta. Se levanta entonces presurosa y sube la persiana, quedando al
descubierto un amplio ventanal. La luz penetra en la sala cual catarata
desbordante de vida. Ella ve el sol, que hace muy poco ha resurgido desde las
entrañas del horizonte, elevándose cada vez más alto. Con gran alegría extiende
sus brazos como queriendo abrazarlo, mejor, como suplicando ser abrazada. Luego
en su soledad, sin vergüenza, gira y gira por la habitación como si estuviera
bailando con él un cadencioso y pujante vals. Todos los acordes silenciosos
tienen la impronta de la alegría y de la luz.
En la contemplación una de las
protagonistas es ella, la joven. Sin ninguna intención de establecer una
antropología dualista declaro que se trata del alma. No sé yo que otro nombre
ponerle. Si dijera corazón evocaría para muchos el lugar de la afectividad en
el hombre: emociones, sentimientos, pasiones. Pues bien, estoy afirmando que lo
que sucede acaece aún por detrás del corazón. Y si digo alma recurro a ese
lugar que es el centro más profundo de nuestro ser, donde todo él resuena: el
entendimiento, la voluntad, la memoria, el corazón y, por supuesto, el cuerpo
que soy. La unidad que soy resuena y es unificada desde este centro
profundísimo y secreto que llamo alma.
Vuelvo a recalcar que no estoy intentando una
antropología sino sólo declarar que el misterio que somos es mucho más hondo y
más rico de lo que suponemos o saboreamos habitualmente; que más allá de los
sentidos corporales y del sentido del entendimiento, de la voluntad, de la
memoria y del corazón hay un sentido mayor; que este sentido aún siendo oscuro
y difícilmente asible es más totalizante e integrador y más perceptivo y
entendedor y degustador.
Ahora bien, el alma se ha despertado... Claro que es
una metáfora pues nunca estuvo dormida sino escondida o tapada para nuestra
conciencia no atenta a ella. Y lo que la ha despertado es el amor. Aquella
noticia amorosa, esa quietud recogida y ese enlazamiento nos ha hecho descubrir
que la profundidad que somos no se agota en nuestros tibios horizontes.
Ya desde antiguo se dice que el hombre es un ser de deseo. Pero no de cualquier deseo. De un deseo al que se calificó de metafísico: un deseo hondo y difícil de saciar que desde nosotros secretamente clama, un deseo de infinito que sólo un infinito puede acallar. Y aquí es clásico citar la frase de San Agustín que ciertamente no se equivocó: nuestro deseo es de Dios, pues por él fue sembrado, ya que no puede menos que aquietarse solamente en él. Un tal deseo es huésped del alma.
El segundo protagonista de la contemplación, quien
lleva el rol protagónico y decisivo, es Dios. Aquella noticia novedosa y oscura
nos ha traído los rayos luminosos de su Presencia por detrás de los demás
sentidos y ha dejado al descubierto la profundidad que somos. Ahora le
degustamos más cercano y novedoso en lo más lejano y original de nosotros donde
él está íntimamente presente. Y con aquella noticia ha comenzado a desocultarse
e inflamarse un poco aquel deseo de Dios con el cual estamos preñados y que es
más fuerte que todas las verdades intelectuales, que todas las pasiones del
corazón, que todos los quereres de la voluntad, que todos los recuerdos
imborrables de nuestra memoria y que todas las necesidades del cuerpo viviente
que somos. Y de esta inflamación surge la alegría luminosa por haber comenzado
una historia de encuentro ya desde otro horizonte más hondo y esencial. En el
horizonte del alma el sol de Dios está ascendiendo y ella quiere abrazarle y
ser abrazada, alcanzarle y ser alcanzada, subir con él hasta lo más alto del
cielo y tomar parte en el alba.