Búsqueda y encuentro. Sobre el inicio de la contemplación


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"Cantar de amadores. Sobre el inicio de la contemplación." (2019)


"Contemplar es el maravilloso encuentro de dos que se buscan para amarse gratis." Cuarta canción donde se expresa la gratuidad del encuentro entre los amadores.



Te busco, Señor mío, para amarte y nada más,

te busco para darte lo que tengo para dar;

es que Tú me buscas desde siempre sin cesar

para amarme y darme lo que tienes para dar.

 

Así es que yo te busco y Tú me quieres hallar.

Así es que Tú me buscas y yo te quiero hallar.

¡Qué maravilla este encuentro de amor será!

 

Tras la cordillera del dolor,

tras la escarcha de ambición,

tras el témpano del yo,

tras la neblina del poseer,

tras la noche del poder

y por la aurora del amor.

 

Te busco, Señor mío, para amarte y nada más,

te busco para darte lo que tengo para dar;

es que Tú me buscas desde siempre sin cesar

para amarme y darme lo que tienes para dar.

 

Así es que yo te busco y Tú me quieres hallar.

Así es que Tú me buscas y yo te quiero hallar.

¡Qué maravilla este encuentro de amor será!

 

            Contemplar es búsqueda y hallazgo en amor. Búsqueda de dos que quieren hallarse para donarse uno al otro.

            Busca el contemplador a su Amado y Señor para amarlo y nada más; sólo para tenerlo enfrente y dársele, entregarse a Él. Pero esto lo busca el contemplador traspasado del amor amante de su Amado que ha descubierto que desde siempre lo está buscando para encontrarse con él, pobre mendigo, en amor.

            Y este amor de búsqueda y de encuentro signado por la gratuidad es un amor que elige romper con los intereses. El contemplador, seducido y atraído irresistiblemente por el Amado Jesús que lo ama, enamorado de ese amor desinteresado, busca despojarse de todo interés para corresponderle en un mismo amor. Por eso la contemplación cada vez más encendida se traduce en un más continuo desnudamiento, desapego, desapropiación, empobrecimiento, anonadamiento, abajamiento del yo por amor al Tú del Amado. Esta purificación amorosa tiene una sola motivación: el contemplador ha descubierto el tesoro, ha descubierto que lo único verdaderamente esencial es la relación con el Amado; todo lo demás puede faltar, pero si falta este encuentro aún poseyéndolo todo nada se tiene, todo se pierde. Por eso el contemplador, transformado por la gracia, reubica su vida cada vez más integralmente tras todos los intereses del yo, negando el sólo-yo. Se retira y se recoge en la celda de su corazón y renuncia al yo educado en la superficie del mundo. Ahora va a dejar que el Espíritu Santo lo forme con sabiduría nueva renaciendo para el amor. Pobre, renunciando a estar anclado en sí mismo, abandonado al Amado, el contemplador cruza a la otra orilla donde ya todo es nuevo con promesa de serlo para siempre.

            Contemplar es el maravilloso encuentro de dos que se buscan para amarse gratis.


Una roca especial. Relato


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"De amor, de noche y de luz. Ficción contemplativa." (2016)

Tercer relato en el cual Fray Juan le enseña al discípulo a contemplarlo todo desde la mirada de Dios.

 

 El sol se derramaba casi como un derroche sobre el monte pero el novicio hubiera preferido su ausencia. Bajo su intenso fuego el trabajo se le hacía más duro. Piedra a piedra iba limpiando un pequeño terreno para intentar transformarlo, con la gracia del tiempo, en huerta fecunda. Piedra a piedra aumentaba su duda acerca del valor de su intento. ¿Cómo llegaría a ser esa tierra ripiosa y reseca vientre bueno donde sembrar y guardar la vida hasta que creciera capaz de habitar en la intemperie? Estaba aún pensando en claudicar de su empeño cuando se le acercó Fray Juan. No hizo falta que le explicara nada, el maestro parecía leerle el corazón.

            -¿Crees ser tú mejor que esta tierra?

            Y no le dio tiempo para que la interpelación lo atravesara por completo.

            -A ver, necesito que me consigas una roca especial. ¡Qué digo especial, mejor aún, única!

            Entendió el novicio que otra vez se hallaba ante la particular pedagogía de Fray Juan. Cansado y molesto aceptó la tarea. Se dirigió entonces hacia el montón de piedras que había estado apilando y buscó alguna que tuviera algún toque de belleza, alguna particularidad. Tras una breve mirada retornó con una roca de color arena con alargadas vetas marrones, de tamaño discreto y de forma redondeada. La eligió porque le arrancaba recuerdos de la playa, de las caracolas, del mar.

            -No, no, esa piedra no me parece especial.

            Había en la actitud del maestro una fuerte impronta de capricho y de desdén pero el novicio sabía que sólo estaba jugando, reforzando su enseñanza con artilugios escénicos. Tuvo sin embargo que armarse de paciencia porque hubiera preferido que fuera más directo y que le dijera de una vez lo que tenía en mente. Volvió al pedregal y eligió otra roca teniendo más cuidado. Al fin halló una completamente negra, también redondeada pero más grande que la anterior.

            -Ahora sí la encontré: mírala tan oscura y a la vez tan maciza, tan sólida, tan imperturbablemente ella misma. Aunque parece anochecida esta roca lleva fuego en su centro.

            Fray Juan se desbarató en una profunda carcajada.

            -Veo que has aprendido mucho, al menos a copiar mi estilo.

            El novicio también se río y al hacerlo se distendió el clima.

            -Lo siento, tampoco es esa la que quiero.

            -Ya veo... creo que voy entendiendo tu juego. Alarguémoslo un poco para poder disfrutarlo.

            Y partió del lugar perdiéndose en el monte. Ahora fue Fray Juan quien quedó sorprendido e intrigado.

            Volvió tras un extenso espacio de tiempo trayendo dos rocas entre las manos.

            -Mira, he caminado un largo trecho y vuelvo extenuado. Aquí te traigo una preciosísima roca en forma de huevo de tonos rojizos en delicadísima escala que ningún mortal podría decir que no es del todo original y peculiarísima. Y también esta otra, tan aplanada y tan verde esmeralda que sería casi imposible no afirmar que es de por sí un milagro. Pero ya sé que dirás que tampoco son ellas las que buscas.

            -Así es.

            Entonces se encaminó nuevamente hacia el montón apilado de piedras y escogió una cuadrada, grisácea, áspera, burda y pobrísima.

            -¿Es ésta, verdad?

            -Sí, ella es.

            Y Fray Juan sonrió complacido. El alumno ya no lo era tanto y el maestro tampoco. Buscó él también una piedra tosca y árida, desnuda e insulsa, poco agradable a la vista y al tacto.

            -Ven, vamos a caminar.

            El novicio cayó en la cuenta de que quizás se había extralimitado en el uso de la ironía: ese hombre manso y humilde le seguía enseñando.

            Cargaron sus rocas especiales y emprendieron la marcha. Fray Juan se encaminó rápidamente hacia el sendero que conducía a la cumbre del cerro. El novicio entendió que la propuesta era, sencillamente, el Vía Crucis.

            Como era de esperar, a cada paso, aumentaba el peso de la carga y el cansancio se incrementaba. De un hombro a otro hombro transitaba la piedra. Sobre el cuello se hacía cada vez más presente una molestia penetrante. También la espalda iba sintiendo el esfuerzo. El trayecto parecía cada vez más largo y la meta más lejana. Conforme ascendían la agitación se acentuaba. Hicieron varias paradas para descansar. Reconoció en su interior el golpeteo de la queja y la tentación de abandonar la empresa. Delante de él Fray Juan caminaba con paso regular como repique solemne de campanas. Sin duda ese hombre sabía bien cuál era el ritmo propio del caminante que asciende hacia el Calvario.

            Al llegar depositó el maestro su roca a los pies de la Cruz con amorosa reverencia como si estuviera realizando un rito sagrado. El novicio dejó la suya después y levantó la mirada hacia la mirada del Crucificado que se elevaba suplicante al cielo.

            Experimentaron en su cuerpo el alivio del peso, un descanso que se hacía presente en una tibia y serena sensación de relajación que desde el cuello se extendía hasta los pies. Se sentaron sobre los asientos de tronco cercanos y exhalaron un suspiro profundo descargando las últimas tensiones del trayecto.

            -Ya ves que no eran rocas tan comunes como parecían -comentó el maestro.

            -Entiendo que se hicieron especiales con todo el sudor y el esfuerzo que entregamos para traerlas hasta aquí.

            -¿Y no sentiste que se iban volviendo más especiales y únicas cuánto más ascendíamos y más pesadas se volvían?

            -Sí, así me sucedió. Apenas traspasado el puente e iniciada la subida me invadió un impulso fuerte que me invitaba a arrojarla. Pero me acordé de Jesús llevando el Madero y se esfumó la tentación. Paso a paso me fui encendiendo en la intención de alcanzar la cumbre y me fue brotando la comunión con el Caminante apasionado de amor en ese tramo definitivo de su Pasión. Ya cerca de la meta me sentí del todo reconciliado con mi roca y apegado a ella como si fuera un tesoro.

            Y ambos se perdieron en el abismo de la oración. Pero al poco tiempo el novicio reinició el coloquio:

            -¿Cuándo cargamos esas rocas hasta aquí nos estábamos trayendo a nosotros mismos, verdad?

            -En parte sí, pues hemos llegado a ser por el mal uso de nuestra libertad tan ásperos, pobrecitos, desnudos y poco agraciados como ellas. En parte no, ya que repetíamos lo que Jesús hizo y sigue haciendo por nosotros y por cada hombre. En realidad lo que nos hace especiales y únicos es la mirada de amor con la que el Buen Dios nos mira. Lo que nos hace definitivamente valiosos es la fidelidad del Señor que no abandona la obra de sus manos aunque se encuentre en el clímax de la esterilidad y de la cerrazón. Lo que nos hace un tesoro es que Jesús, el Cristo, nos carga sobre sus espaldas, sufriendo él nuestro peso insoportable y nos eleva al Padre haciéndonos piedras nuevas en Él. Claro, aunque no sin nosotros. En la libertad debemos aceptar esta gracia, asumir que somos esencialmente seres rescatados, cultivar el abandono humilde en el Señor y dejarnos cargar. Y mas aún, asociarnos a su Amor y responderle cargando junto a Él a otros.

            Y una suave brisa les acarició la cara con su paso alocado y juguetón. El novicio se quedó aún inquieto queriendo sacar más agua del aljibe.

            -También pueda ser que quisieras enseñarme que estamos en la misma situación que ese terreno estéril y rocoso que dejamos abajo, a veces tan infértiles para ser huerta de Dios. Es el Señor quien lo limpia piedra a piedra con inagotable paciencia y sin derramar queja alguna.

            Fray Juan volvió a experimentar la satisfacción de ver al discípulo ya más capaz de dar pasos por sí mismo. (En verdad aquel sacaba agua de un aljibe haciendo un gran esfuerzo mientras el maestro la recibía desde hace tiempo en lo más oculto de su tierra y la dejaba brotar en un efluvio generoso y danzante).

            -La vida contemplativa está grávida de una honda certeza de fe: el Buen Dios trabaja en nosotros y su trabajo es purificación desde la raíz y su alcance y su modo nos resultan incomprensibles pero siempre amorosos. Es la vivencia de la noche del alma iluminada por rayos fugaces y oscuros. Es la sensación espiritual y pura, venida de arriba y no de nosotros, de ser metidos tras nuestra aceptación amante cual gusanos en un cerrado capullo para ser transformados. Es un dilatarse gracioso del deseo de unión con el Amado que nos deja totalmente incendiados en una espera atravesada de amor dado juntamente con la conciencia aguda y lastimosa de nuestro límite para responder en fidelidad, un límite que no puede ser superado sin el Don que tan pobremente logramos acoger. Es la convicción de ser introducidos gratuita y secretamente en el sepulcro de Cristo para participar intensamente de su muerte en la que ya fuimos ocultados por el agua del Bautismo. Es un saborear tan dolorosa y suavemente al Amor amado como flecha, cauterio, excavación que abre en nosotros herida de amor. Es un camino a la vez descendente y ascendente, imperceptible a los otros y arrojado a la intimidad con el Esposo, en el que se sufre este andar tan penoso entre una oleada incontenible e inmerecida de Misericordia que no se deja vencer y nuestra tendencia arraigada y durísima al pecado rematada con numerosas caídas. Es la experiencia de ir alcanzando por nuestros escalones de barro y estiércol el abrazo con la aurora gloriosa y definitiva que es Cristo.

            Pero no sólo es purificación, conversión, penitencia, desnudamiento sino también holocausto, entrega, sacrificio. Es un ser impulsado a la unión con el Crucificado participando en lo oculto de su ser-Cordero. Una vocación expiatoria, un ir cargando en silencio y secretamente sobre las espaldas a los otros, abrazando por ellos el dolor para que lo transforme el Señor en amor. Esto aún no lo entiendes pero el contemplativo es impulsado a veces por el Espíritu a esta empresa a la que se lanza con temor y temblor...

            Y Fray Juan hizo una pausa permanente. Ya no pudo decir más con palabras lo que llevaba en su corazón. El novicio le entendió apenas oscuramente y entre nubes. Como tantas otras veces se quedaron ambos en silencio orante a los pies de la Cruz.

             Al otro día el joven hermano se reencontró con el áspero terreno. Trabajó alegremente y sin fatiga. Acarició cada piedra con indecible ternura. Trabajó y cantó. Fue ese día un hombre colmado de esperanza. Fue ese día un hombre vencido y conquistado por la Misericordia del Señor.

“Lo que nos hace especiales y únicos -le había dicho Fray Juan- es la mirada de amor con la que el Buen Dios nos mira”.

 

 

Oh perfume tan perfumado. Poesía. escondida








"Cantar de amadores. Sobre el inicio de la contemplación." (2019)



Oh perfume tan perfumado

Que de tan lejos

   Me llegas

Como anuncio bueno

De tu venida

De fuego

 

En la noche cerrada y serena

Poblada de sequedades

Y ausencias sin término

Ya brota la certeza

                               Que inflama la espera

                               Y al corazón alerta

 

Como un rayo en lo oscuro

Tú arribas

     Y pasas

Y contigo me llevas

 

Apenas huelo tu fragancia

                              Sé que vendrás a buscarme

 

Oh Amado

Oh Esposo

Oh Cristo

 

                   Y qué bien dispuesto yo me quedo

           A recibirte

                        Y a fugarme contigo


Pan fuerte y vino fuerte de su omnipotente Amor. Florecillas de contemplación


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"Cantar de amadores. Sobre el inicio de la contemplación." (2019)



Pan fuerte y vino fuerte

de su omnipotente amor



Comer y beber quiero, porque el Señor me regalo el querer, pan fuerte y vino fuerte de su omnipotente amor. Amor omnipotente porque es tan rico que no le puedo albergar y llegando a mí me derrumba y ensancha, me enloquece y desmaya, abrazándome me incendia y me saca de mí con mano fuerte. Omnipotente porque viene como todo a una y hay tanta desmedida entre su magnitud y hermosura y deleite y mi capacidad de corazón que viniendo arrasa sin destruir, arrasa haciéndolo todo nuevo. ¡Qué amor tan inefable éste que me cautiva la vida!

Y a ese amor tan omnipotente por la desmedida y la locura que para el hombre es, lo veo escondido en la Eucaristía, y allí me llama y metiéndome en él me consume. Pan fuerte y vino fuerte, Cuerpo y Sangre del Señor.

Y es pan fuerte y vino fuerte, alimento sólido para amantes maduros. Es el pan fuerte y vino fuerte que debe comer y beber todo cristiano: vérselas de frente con Cristo y ser invitado a hacerse uno con Él, a vivir vida escondida, a partirse y repartirse sin medida. Hacerse pobre, anonadarse, abajarse, humillarse como Él. Pasar por la Encarnación dejando que Él se haga carne en la propia vida, no ser ya uno sino como otro Cristo. Pasar por la Cruz crucificando la propia vida en Él. Ser Eucaristía, hacer de la propia vida pan y vino que se parte y se reparte a los hermanos hasta que ya no queda nada. Y todo esto movidos por su amor. ¡Qué amor tan omnipotente entonces es éste que a tanto nos mueve!

¡Señor, no permitas que ante tu Cuerpo y tu Sangre mi tierra quede estéril! ¡Despósame en tu amor omnipotente, méteme en ti y hazme como tú!


Llama e inflamación. Sobre el inicio de la contemplación

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"Cantar de amadores. Sobre el inicio de la contemplación." (2019)

"Contemplar es dilatar el corazón y la vida para que en ellos dance, inflame y consuma la llama viva de Amor que es el Amado." Tercera canción donde se expresa cómo crece de súbito esta inflamación y ardor de Amor.



Quiero sumergirme en Ti,

dejar que tu dulzura me desborde;

deseo bucear en Ti,

dejar que tu vida me rebalse;

anhelo navegar en Ti

y dejar que Tú hagas lo que haces:

atraerme y cautivarme.

 

Quiero sumergirme en Ti,

dejar que tu pureza me acaricie;

deseo bucear en Ti,

dejar que tu potencia me resguarde;

anhelo navegar en Ti

y dejar que Tú hagas lo que haces:

atraerme y cautivarme.

 

Sumergirme en Ti para no morir,

vivir muriendo a mí,

sólo naciendo a Ti.

Sumergirme en tu amor

y ser consumido hasta el fin

por tu llama viva.

 

Llama viva de Amor,

Señor, Dios Bueno y Compasivo;

Llama viva de Amor,

Dueño de mi historia y de su trama;

Llama viva de Amor,

desde el útero de mi madre;

llama viva de Amor,

hasta que la tierra me cobije;

llama viva de Amor,

y aún después, Dios Eterno.

 

 

    Contemplar es dilatar el corazón y la vida para que en ellos dance, inflame y consuma la llama viva de Amor que es el Amado.

            Es que el alma enamorada, por inquieta, sólo halla reposo en presencia del Señor. Y en este Señor tan amado y tan amable quiere sumergirse toda ella hasta alcanzar la unión con Él; quiere bucear en las aguas de su Amado como el nativo que busca la perla del tesoro; quiere soltar las amarras del puerto seguro del sólo-yo y dejar que su barca, henchidas las velas por el viento cálido del Espíritu, se introduzca mar adentro en el Amado. Quiere allí experimentar que el Amado es su todo. Desea que resulte desbordada su pobre capacidad de albergar las dulzuras del Señor. Desea que el torrente de vida de la gracia rebalse sus toneles y se vierta más allá. Desea que la pureza del Señor la acaricie y la haga nueva, transparente a sus ojos. Desea que la potencia del Altísimo Dios la resguarde, la cerque y la proteja para siempre. Desea el alma, simplemente, ser de su Señor.

            Y esto porque el Amado ha comenzado la obra. No querría el alma lanzarse al mar de su Señor si él no la hubiera vocado. El lanzarse del alma brota de la seducción amorosa del Amado que la atrae y cautiva y la sujeta con lazo de Amor.

            Y el alma dichosa, así enlazada en amor, se lanza al mar de fuego que es su Señor. Y se lanza porque ha descubierto que no hacerlo sería como morir. El alma despertada a la vida contemplativa, herida toda ella por el amor del Señor, inflamada y como fuera de sí en Él, no puede encontrar vida en la ausencia del Amado. Morir sería vivir sólo para sí desde sí, sin tener en cuenta a su Amado. Pero ahora que ha vislumbrado algo del Rostro de Cristo Señor, ahora que se le ha comenzado a caer definitivamente el velo, sólo puede considerarse viva si vive sólo para Él. Devolverse toda entera quiere a quien todo entero se le ofrece. Y para vivir y no morir, debe morir a vivir centrada en ella para nacer al encuentro de amor continuo con su Señor. Morir al sólo-yo para nacer al yo-contigo, al nosotros-dos. Nacer desea el alma a una vida en el Amado, con el Amado y para el Amado justamente, por gracia del Amado. Vivir sólo desde el Amado y hacia el Amado. Y así enlazada en amor ser consumida por un tal fuego, habitar en Él, arder con Él, ser de Él.

            Contemplar es lanzarse confiado a los brazos amorosos del Señor y así, abrazado, reconocer y saborear su Señorío sobre toda la vida y aún sobre la muerte.

            Contemplar es acercarse a la llama viva de Amor que es el Amado; caminar hacia ella para algún día penetrar en ella y habitar en ella para siempre. De tanto ser amada el alma participar, sin confusión, del mismo amor que la ama. Llegar a ser del Amor y desde el Amor es el camino del alma.


De lo amargo y de lo dulce. Relato


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"De amor, de noche y de luz. Ficción contemplativa." (2016)

Segundo relato en el que Fray Juan anima al novicio a no volver atrás en el camino de la contemplación que le supondrá desarrollar un espíritu de pequeñez y desasimiento; será una aventura en humildad y pobreza, una purificación escondida y liberadora como la Cruz.

 


            El novicio estaba triste y Fray Juan lo advirtió. Fue después de una carta recibida con especial emoción que su humor cambió tornándolo parco y aislado. Respetuoso de su intimidad lo dejó algunos días rumiando quien sabe que malos sabores esperando que viniera a contarle su pena. Lo entregó al Señor en cada momento de su oración con maternales entrañas. Mas viendo que no se acercaba y temiendo se hubiese enredado en las redes del enemigo salió en su busca una tarde soleada. Lo halló en un paraje cercano a la casa al que solía retirarse para meditar: una pequeña enramada visitada por una acequia de tranquilo susurro. Se sentó a su lado.

            -Bien... ¿qué vientos andan agitando la casa del corazón?

            -Los vientos de la incomprensión.

            -¿Y cómo son esos vientos?

            El novicio se sonrió nerviosamente y con algo de esfuerzo sacó afuera, tras un agónico silencio, la tormenta interior.

            -Desde que entré a la Orden he cambiado, ya no soy el mismo. Me he vuelto un amante del silencio; toda una nueva sonoridad me envuelve y se hace evidente sobre el telón de fondo de un dulce enmudecimiento, un enmudecimiento que brota poderoso desde el corazón. Antes me pasaba el día escuchando música, ahora sólo en raras ocasiones la necesito. En el pasado me apasionaba con la filosofía y me entreveraba gustoso con los colegas en intrincadas discusiones; pero ahora ya no leo nada de aquella ni me inquietan las antiguas polémicas. Disfrutaba los fines de semana de las salidas nocturnas y del cafecito prolongado en casa de los amigos hasta que nos sorprendiera la mañana; mas en estas vacaciones casi no pudieron arrancarme de la casa de mis padres donde llevé un ritmo parecido al del convento con tanta naturalidad y gusto que hasta yo mismo quedé perplejo... ¡en cambio cuánto esfuerzo tuve que poner para salir con ellos a esos viejos periplos que me supieron desabridos, ruidosos, cansadores! El Señor me ha regalado una fe tal en su obrar secreto y escondido y en la Iglesia como Madre, que se han apagado en mí las críticas usuales a la liturgia y a las estructuras. Me siento lanzado a una vida cada vez más silenciosa y desnuda. Y a raíz de todo este cambio escuché de lejos como se iba levantando entre mis conocidos un rumor fuerte y constante, una dura etiqueta: amargo. Ahora me llega correo de una gran amiga refiriéndome la impresión que he dejado entre ellos con mi presencia: “...yo no sé qué ha pasado contigo pero ya no eres el mismo, pareces apagado, ya no te lanzas a vivir la vida cabalgando intrépido las olas de su gran ebullición; resultas para los demás un hombre amargado y oscuro, y yo no estoy segura de qué decir, ahora me cuesta entenderte...”. ¿Cómo aceptar y abrazar el dolor, la tristeza, la bronca y la impotencia de no poder darme a comprender por los que amo? Estoy confuso. ¿Quizás cuando creí estar avanzando sólo estaba retrocediendo? ¿Qué está sucediendo? ¿Por qué estos desencuentros?

            Fray Juan lo miró con limpieza y abrió un espacio de silencio. A él también lo invadieron recuerdos empolvados. Sonrió mansamente al compás de aprendizajes rudos que volvían a su memoria.

            -Te entiendo, yo también pasé por una circunstancia similar. No te aflijas: es parte del camino. Voy a contarte un cuento que a su vez mi maestro de novicios me narró a mí y el suyo a él y que tal vez se remonta a generaciones y generaciones de frailes.

            El novicio cambió de posición sentándose lo más cómodamente que le era posible. Tenía el rostro ya transformado y en él se adivinaba el anhelo de la sorpresiva sabiduría que Fray Juan le regalaba a gotas pequeñas pero caudalosas. El viento pasó como si hubiera pasado entre ellos una bandada de ángeles.

 

            “Una montaña de inusual estampa dejó correr desde su cima siete ríos. Las aguas desatadas, recién nacidas, explotaron en una algarabía de frescura, de espuma y tornasol. ¡Qué espectáculo verlas bajar desencadenadas y libres por las laderas! Pero de pronto, ya recorrido un tramo del descenso, uno de los ríos disminuyó la velocidad y se fue retrasando. Sus compañeros se inquietaron un poco pero no lo esperaron pensando que ya pronto volvería a alcanzarlos. Tras algún tiempo de deslizarse pausadamente por la montaña giró el séptimo río y envió por el viento su mensaje a los otros que iban ya muy delante de él:

-Siento en mí una atracción que me invita a dejarme llevar adonde pertenezco desde mis inicios. Hermanos, escuchen la voz seductora y dulce que llevan en su caudal. Detengan su marcha y escuchen la voz maravillosa que nos enseña a andar.

Y aunque el viento entregó la noticia ninguno de los otros ríos se interesó  siguiendo desde entonces rumbos distintos.

            Aquellos seis ríos continuaron avanzando paralelos incentivándose mutuamente a un mayor y acelerado furor. Verdaderamente causaba impresión verlos crecer cada vez más fuertes y caudalosos, más juveniles y vigorosos, más imponentes, más rumorosos, más transparentes, más majestuosos. Tal su poder que eran los constructores de su propio lecho invadiendo y conquistando todo terreno. A nada se acomodaban. Eran dueños y señores de la tierra y de su propio destino.

            Y cuando ya ni lo recordaban vieron al séptimo río corriendo casi perpendicular a ellos por el centro de un áspero desierto que descansaba unos seiscientos metros por debajo de su itinerario de valles y de alturas. Apenas si lo reconocieron porque estaba delgado, lento, sin signos visibles de fuerza. Más que conducirse por aquellas duras arenas parecía ser conducido. Nada había en él de atractivo. Lo siguieron observando y vieron como a lo largo del trayecto intrincado y estrecho  se iba de tanto en tanto angostando para lograr pasar por afiladísimas grietas. También descubrieron que a menudo se volvía subterráneo sufriendo la oscuridad y la falta de aire. Sus aguas ya no eran tan límpidas sino que llevaban los restos de innumerables terrenos inhóspitos y salvajes como cicatrices de dolorosas heridas. Lo vieron y sólo pudieron sentir lástima, llegando algunos al desprecio.

            El séptimo río los vio también y volvió a enviarles su voz de aguas en el viento:

-Queridos hermanos, soy feliz. Vengan y alégrense conmigo porque he hallado lo que buscaba.

            Los seis ríos se cruzaron miradas desconcertadas: uno opinaba que se había vuelto loco, otro que no sabía lo que le había pasado pero que era inadmisible que los invitara a compartir tan catastrófica situación, dos de ellos que había perdido por completo el sentido de la apreciación y los dos restantes que bien pudo haber encontrado algún paraje maravilloso pero que no estaban dispuestos a transitar por lugares tan peligrosos y menos aún a rebajarse a ser conducidos por ese pobrecito lecho en vez de darse un amplio y profundo cauce donde poder expandirse. Al fin decidieron enviarle una respuesta:

-Míranos, hermano, anchos y vitales, transparentes y poderosos, admirados y respetados y mírate a ti tan pobrecito, débil y desnudo, tan indefenso y frágil. ¿Cómo te atreves a querer enseñarnos lo que es ser un río? No podemos menos que tenerte lástima por la vida tan amarga que has elegido.

            Y el séptimo río se entristeció profundamente al recibir la comunicación de manos del viento pero con paz y respeto por su libertad se despidió nuevamente por el  acostumbrado cartero:

-Sea como quieren, hermanos, pero aunque no lo entiendan mi pobreza es riqueza, mi debilidad fuerza, mi desnudez confianza, mi indefensión abandono amoroso y mi fragilidad victoria; pues deben saber que lo amargo se me volvió dulce ya que quien descubre el camino para llegar al destino que desde el principio excita su deseo más hondo no tiene por demasiadas las peripecias del viaje y más bien las considera ventajas. Ahora tengan cuidado ustedes que al final del viaje la dulzura que disfrutan no se les torne amarga y la luz se retire dejándolos a oscuras.

            Y siguieron desandando su búsqueda.

            Mas dos de los ríos empezaron a preguntarse si no sería verdad que había una dirección en el andar que no dependía totalmente de ellos. Y con la duda apareció urticante en su memoria el testimonio del séptimo río: ¿cómo podía decir que era feliz? Ciertamente se lo presentía sereno y apaciguado por detrás de su precariedad. Decidieron entonces cambiar el rumbo hacia el derrotero de aquel compañero pobrecito y dijeron a los otros:

-Nosotros somos hijos de la montaña, y si alguien nos dio la vida... ¿no será que de alguien también depende nuestro cauce y el sentido de nuestro andar?, ¿no será que tendremos que correr hacia alguien y no sólo hacia nosotros mismos? Disculpen: necesitamos averiguarlo.

            Y así generaron un curso hacia lo incierto.

            Al mediar el trayecto los cuatro ríos sordos fueron encontrando obstáculos cada vez más insuperables y su vigor se transformó en violencia y desesperación. Se fueron ensuciando sus aguas en la fricción de los combates hasta ennegrecerse. Al final, detenidos por una cadena impenetrable de montañas, tuvieron que fundirse entre las soledades inalcanzables y deshabitadas llegando a ser apenas un espejo polvoriento de aguas detenidas.

             En tanto el séptimo río siguió corriendo sereno y despacio porque no tiene apuro ni necesita buscar otros rumbos quien sabe que su caminar bien termina. Y así llegó  tranquilo, purificado, límpido y humilde al seno del mar que lo esperaba para que incrementara sus aguas. Tras abandonarse a la voz escondida atravesó seguro la amargura que se volvió dulce a su paladar y que lo llevó a abrazar la vitalidad infinita del océano anhelado sin saberlo.

            Los otros dos ríos restantes anduvieron a plena luz pero como a ciegas y a base de fuerza y de repetidos impactos frontales con muchos escollos durísimos fueron encontrando el camino. Le fueron arrancadas en la travesía grandes cantidades de agua por situaciones que no supieron resolver. A veces lograron escuchar esa voz profunda que había en su caudal y anduvieron cerca del cauce escondido. Su trayecto fue más largo y zigzagueante, más fatigoso e incierto que el del séptimo río pero al final, no tan serenos ni purificados, alcanzaron la meta. Allí se encontraron con el hermano al que le habían dado la espalda y se abrazaron largamente en medio de un mismo océano. Entonces se dieron cuenta que era necesario sufrir y empequeñecerse para alcanzar el descanso y la grandeza del mar.

 

Sentencias para recordar:

De lo amargo y de lo dulce: bienaventurado el río que sabe probar de ambos en el orden debido.

De lo amargo y de lo dulce: bienaventurado el río que se atreve a lanzarse al misterio que vive en su caudal.

De lo amargo y de lo dulce: ¿serás tú un bienaventurado río? Entre lo amargo y lo dulce lo sabrás.”

 

            El amigo silencio volvió a instalarse plácidamente en el ambiente. Fray Juan y el novicio sonrieron: la intención iluminadora de la narración era evidente. Sin embargo el maestro decidió precisar algo más la enseñanza:

            -Mira, para el mundo el cristiano parecerá fácilmente un amargo y eso lo sabes no sólo tú sino también tus amigos, como saben donde termina el derrotero de los que son del espíritu del mundo. Lo que sucede es que a ti el Amado te ha llamado a buscarlo por la senda escondida y oscura de la contemplación. Es esta una senda oculta, un camino en la noche, un dejarse guiar por una luz tan brillante que enceguece y nos parece sombra. Otros cristianos, que no por ser menos o más santos sino por vocación diferente andan por otros senderos dirán, al no entender tu modo de andar, que te has amargado. No pierdas por ello la paz ni la alegría, sigue andando tranquilo el camino que te ha señalado Aquel que te ha convocado y dado su Don. El amor vence la incomprensión, acepta agradecido la diversidad y siembra secretamente la unión. Y esto es indefectiblemente así desde un tal Jesús de Nazaret. ¿Qué es esta amargura que sientes sino el privilegio de abrazarte a la Cruz? ¿Qué es esta incomprensión sino la maravillosa oportunidad de amar anónimamente y a escondidas como Él? Deja que el amor abrace al dolor como el abandono confiado a la desnudez y lo que te resulta amargo se te tornará indestructiblemente dulce. ¡Sólo muriendo, hermano, la Vida brotará!

            Y el novicio se quedó apaciguado e interiormente decidido a dejarse llevar por el cauce escondido.

 


Preludio: Noche y Luz. Noche y capullo. Ensayo sobre la oración







"Cantar de amadores. Sobre el inicio de la contemplación." (2019)

Breve tratado de oración. Sobre las purificaciones infusas y transformación interior.



Y retorna la noche

que envuelve y encierra,

que mete en un capullo

y ahonda lo escondido.

 

Tú trabajas sin avisar

en mi transformación.

Vuelves estéril gustos y aficiones

y me pones todo en tu amor.

Ya vibro en tu luz oscura.

 

            Noche y luz preparan la unión.

 

 

3. NOCHE Y CAPULLO

 

            Este segundo momento de la noche está profundamente marcado por la dinámica de la transformación. La noche parece hacerse más cerrada, más densa, más fuerte. La puerta de la casa ha quedado en la lejanía. Ya no hay destellos de huellas. El contemplador se detiene y se queda parado en medio de una terrible oscuridad que lo ha enceguecido, una oscuridad que lo envuelve como creando un recinto de honda penumbra. Pero no está sólo, el Señor está con él de forma nueva. Como si el Amado hubiese metido a su amador dentro de su vientre para parirlo de nuevo. Así como el gusano está en el capullo, así está el contemplador en la noche que Dios le prepara.

Y esta dinámica de transformación es nada menos que Cristiformarse, pero no por la primacía del hacer uno mismo, sino por esperar y cooperar en la iniciativa y la obra de Dios. Es experimentar que Dios trabaja y que su trabajo queda mucho más allá de la comprensión. Sin embargo se tiene le certeza de su cometido, de su finalidad: identificar más profundamente al contemplador con su Hijo, Cristo, el Señor. Si el momento anterior de la noche lo comparábamos con el noviazgo, éste es sin duda el momento del compromiso.

Es tiempo de excavaciones de amor, mejor no se yo decirlo. La segunda noche es llena de purificaciones infusas. Si antes la mano del Señor parecía caricia que abría herida por la desmedida de amor, agigantando el deseo y la persecución; ahora todo se ha vuelto hondamente quieto. Y en esa mayor quietud la mano del Señor parece más bien garra afilada que araña la profundidad del ser, que desde lo más interior a lo más exterior irrumpe cual cauterio que quema y cicatriza purificando heridas. ¿Cómo decir estos trabajos de Dios? Son tan intensos que si Él durante ellos no sostuviera al alma, simplemente la pobre sucumbiría.

Recuerdo como descubrí que me había alcanzado otro momento de la noche: comencé a experimentarme distinto, cambiado, en algún sentido irreconocible, me sentía confuso acerca de mí y a la vez con una gran certeza de que era a causa de Dios. Me miraba extrañado a mí mismo ya que actividades, proyectos, deseos, que antes vivenciaba apasionadamente ahora ya no me cautivaban con igual fuerza, es más, parecía que al simple contacto con ellos brotaba en mí una fuerte sensación de desgano y desinterés. ¿Por qué?  

Quizás porque antes el sólo-yo seguía primando sobre el nosotros-dos o sobre el sólo-Tú por encima de todo. Quiero decir que si bien al comenzar mi camino como cristiano había intentado poner todos los dones al servicio para mayor gloria de Dios mi persona estaba más atado a ellos que a Aquel que los había sembrado. Mi imagen de realización era la de desarrollar lo más posible mi personalidad y mis potencialidades para mejor servir al Señor. Sólo que en el fondo de este planteo no iba yo tras del Señor sino el Señor tras de mí.

Pero el don de la contemplación propone una nueva conversión, un cambio de las valoraciones donde surge claramente que lo primordial, lo único esencial, lo más vital y fuente de verdadera realización es la unión con Dios. Ya no importa desarrollar la propia personalidad (la que uno cree que le es propia) sino sepultarla en Cristo para que renazca unida a Él; acercarse más y más a Dios hasta entrar en comunión con Él. Y desde esta intención primariamente amantiva, unitiva, todo lo mío entró en crisis y en estado de prescindibilidad. Sólo Dios tenía sabor y el resto de mi universo existencial me resultaba crecientemente desabrido. Como si de pronto toda la pasión se me hubiera recogido y concentrado en Dios. Una gran apatía y desinterés por mi mundo y sus cosas en general, junto con una necesidad imperiosa de soledad y de encuentro con el Señor, brotaban en mí con insistencia irresistible. Sabía de dónde venía y quien había sido y deseado ser pero ya no sabía nada hacia adelante ni me importaba. Sólo deseaba entrañablemente una vida escondida en el Amado, un estar con Él y en Él más permanente y definitivo.

Profunda y extensa es esta noche. Aquel lejano desierto, que se había instalado del otro lado del umbral preparando la serena y postrada adoración, le preanunciaba. Ahora traspasado el umbral, tras el enamoramiento con sus primeros ardores en elevaciones cautivantes y fugas de amor, se instala el Gran Desierto. ¿A qué ha venido aquí el alma? Permítaseme en términos espirituales ponerlo así: ha venido para su aniquilamiento. Ahora es la Noche en su plenitud y el alma se ha adentrado en ella para perder todas las cosas.

Comparo este momento de la noche con un capullo.  Y este estado es un tiempo integrador en Dios, de re-valoración y re-identificación; se trata de una instancia decisiva. Por lo tanto es un momento crucial de crisis humana, de doloroso vaciamiento existencial, una auténtica Pascua. Pero todo con un trasfondo que asegura su procedencia de Dios: con mucha paz interior, con mucha claridad y certeza de que se debe a que Dios está obrando en uno; con mucha esperanza de que el Amado hará de uno un hombre nuevo, más parecido a Él, más capaz de vivir unido a Él.

Sin embargo el capullo está marcado significativamente por la soledad. Remito a Jesús que anuncia por tres veces la Pasión y se dirige decididamente a Jerusalén. Lo dejan solo pues es duro su lenguaje, ¿quién podrá seguirlo? Así también el contemplador ha ido alumbrando un vivir hacia lo escondido que parece dejarlo a contracorriente y al reverso de todo lo esperable. Y esto aún eclesialmente, pues la óptica de vida de quien emerge desde la contemplación resulta desajustada con la habitual actividad.

Soledad del capullo que remite a la Gran Soledad de Getsemaní. Está solo el Señor pues los demás se han quedado dormidos por la tristeza. Pero no esta sólo sino junto a su Padre y lo que decide es por ellos, por amor a los suyos y a todos los que el Padre le ha dado, a los que llame en su Nombre. Así también el contemplador se entrega a muerte de amor no solo buscando unión con Dios sino coordinando con su Caridad Redentora. Ha entrado en el capullo por Dios y por sus hermanos que aún no conocen este sendero escondido de Amor.

El capullo insisto es un hondo y arduo Desierto –del otro lado del umbral- donde se experimenta con enorme fuerza la exigencia de la conversión, la conciencia del propio pecado y el llamado a la santidad. Es entonces un estado de honda penitencia que se torna ardido, sobre todo porque no se sabe cuándo terminará y cada día parece tornarse más profundo desafío. Desafío e invitación de Dios que aunque hiere enamora, y aunque corrige llena el paladar de espiritual dulzura. Pues ir tras de Él es tomar la Cruz.

Este estado de capullo me parece a la vez un tiempo de mucha gracia para el discernimiento de estados interiores y del modo de obrar de Dios. En esta oscuridad bendita de la Noche todo se ve tan claro. El sentido interior se afina aún más y ya no se ve –metafóricamente hablando- una silueta sino una contextura, un cuerpo y hasta se oye un timbre de voz. Quiero decir con esto que se está frente al Señor de forma todavía más cercana, aunque claro, perdido y enceguecido en una noche total. También el propio corazón y los corazones de los hombres, bajo la gracia de la Noche, se vuelven más traslúcidos.

Así el deseo agigantado del momento de la fuga se halla aquietado pues ya el Amado no se escapa y ese deseo de ponerse en fuga tras de Él se transforma en deseo de conversión definitiva. Ahora se agiganta el deseo de poner en obra la gracia que se le regala. Ahora el deseo se vuelca hacia la vida cotidiana para amasar la gracia y hacerla realidad vivida plenamente. Ahora el deseo ya no se contenta con experiencias de encuentro sino que quiere que esa experiencia sea toda una vida: ser cristiano de verdad, a fondo; ser santo; ser despuntar del rostro de Cristo y espejo de su amor.  El deseo vuelca con grande y suave exigencia al contemplador a devolver el amor que el Señor le regala y a devolverlo amando a cada una de sus criaturas. Por eso este momento es un tiempo de compromiso: sellar con seriedad el noviazgo para encaminarlo decididamente hacia el matrimonio.

Y declaraba yo que el Señor trabaja en mí sin avisar. Debo aclarar que de ninguna forma viola mi libertad que se encuentra más liberada que antes. Fui yo quien desde mi libertad le pedía ser capaz de unión con Él y me abandonaba a su acción santa en mí. Y esta falta de aviso se debe a que yo no conozco el camino, ni cómo trabajarme para tal fin. Por eso contando con mi aceptación previa Él trabaja en mí y es tan sabio su trabajo que experimento que trabaja pero no descubro qué hace hasta observar los frutos. Y este trabajo a veces siento que me pone al borde del desmayo, de experimentar que ya no es posible ensanchar más el corazón y la vida para contenerlo a Él. Pero paciente y delicado me sostiene a la par que trabaja y paso a paso hace en mí su obra y con amorosa constancia me modela, me vuelve a parir, me hace renacer.

            Si tuviera que sintetizar la experiencia de este estado y de la comprensión de su derrotero diría casi plásticamente:

Una mañana fui tomado por sorpresa, de golpe, y como si me hubiera tapado una marejada de dolor y de amor me encontré en un espacio cerrado y densamente oscuro; se me hizo de noche. No tuve miedo pues se derramaba a mi alrededor como  un alimento amargo en la boca y dulce en el alma. Brotaba un aroma acariciante y cálido que daba cobijo. Una fragancia cual exhalación de entrega de vida y amor.

Por dentro no había camino ni abertura alguna. Se trataba de un capullo con forma de cruz. Pregunté cómo salir. Entonces vi como el ojo de una cerradura suspendido en la oscuridad del capullo y en el centro del ojo una llama de fuego. Se me dijo que la cerradura es el amor y  la llama de fuego es la llave. Entendí que se trataba de crecer en el amor adhiriendo más y más a la obra santificante de su Espíritu.

            Y porque el Capullo o Gran Desierto o Noche del Espíritu es la Pascua, se trata de ser introducido y participar espiritualmente -por obra del Señor- en los sufrimientos de la Pasión de Cristo y en su propia muerte, un adentrarse místicamente con Él en el sepulcro. Y así, negándose a ser en algo para uno y decidiéndose a ser ya todo para Dios y sus hermanos, quede el contemplador íntimamente unido a Aquel que lo ama y le dio en Cruz la salvación. Sumergirse en la muerte de Cristo para vivir resucitadamente: vivir ya de Él y en Él por y para el Amor. Pues no puede ser la contemplación sino un auténtico desarrollo de nuestra vocación bautismal preñada de Vida Eterna.

            Cuando llegue al matrimonio espiritual en unión transformante cantará el contemplador junto a su Esposo las primicias del Himno Eterno al Amor Glorioso.  Celebrará en arras las bodas del Cordero degollado, la victoria del Amor crucificado que resurge Vivo para siempre. Y tal será el concierto entre ambos en esta vida que todo lo del Amado será del contemplador y todo lo del contemplador el Esposo lo hará suyo.


Preludio: Noche y Luz. Noche y sentido interior. Ensayo sobre la oración

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"Cantar de amadores. Sobre el inicio de la contemplación." (2019)


Breve tratado sobre la oración. El redescubrimiento de la interioridad y de la profundidad escondida de nuestro ser. La gracia de un nuevo sentido interior.



Y llega la noche

que apaga los sentidos.

Con caricias me hieres

y luego te retiras.

 

Tú me pones en fuga

tras de tus pasos alados.

Inflamas mi deseo

y me enloqueces de ardor.

Ya vivo en tu luz oscura.

 

            Noche y luz preparan la unión.

 


2. NOCHE Y SENTIDO INTERIOR

 

            Y traspasar el umbral es fruto de la iniciativa de Dios. Con esta iniciativa el adorador experimenta que todas las sensaciones internas se han apagado frente a Dios: ya no ve, ni oye, ni palpa, ni gusta, ni huele. Y este apagón parece definitivo. En tanto observa asombrado y confundido el brotar de un sentido interior nuevo e incomprensible mas evidente, que ve sin ver, que oye sin oír, que palpa sin palpar, que gusta sin gustar, que huele sin oler.

            Nótese que se ha dicho “sensaciones internas” y “sentido interior”. No estamos hablando aquí de los sentidos corporales por los cuales, como ventanas hacia el mundo, clásicamente se dice ingresan en nosotros los estímulos de los apetitos y las noticias de la realidad. En la vida activa pues la ascesis busca purificar esos sentidos por donde no sólo conectamos con la belleza de la creación sino también con las “tentaciones de la carne”. Hay que “guardar los sentidos” y vigilar sobre ellos en un continuo trabajo de conversión.

            Aquí los sentidos corporales son citados analógicamente. Las “sensaciones internas” que se apagan y el “sentidor interior” que se alumbra no tienen por objeto de contemplación el mundo sino a Dios. Y lo que se intenta afirmar es que el orante percibe de algún modo la presencia y la acción del Señor. Acaso no escuchamos o decimos con frecuencia: “el Señor me hablo” o “sentí el Amor de Dios en mi corazón”. Múltiples expresiones vertimos en este sentido. Son propias de la vida en el Espíritu, del trato del alma con su Señor.

Ciertamente la mayoría de nosotros no poseemos la ciencia antropológica que permite explicar cómo sucede eso. Sin embargo cualquier orante se da cuenta que es a través del lenguaje corporal, de la inteligencia y de los afectos por donde está entrando en comunicación con Dios. Por eso atestiguamos: cuando en el cuerpo registramos noticia del paso de la gracia que “sentía cuando oraba al Espíritu Santo como si tuviera fuego en las manos y en el rostro” o “sentía el cuerpo pesado o relajado o en todo caso ya no podía disponer de él pues descansaba en el Señor”; tal vez al meditar la Palabra de Dios o alguna temática propia de la fe expresamos “sentí como una luz que se derramaba sobre mi inteligencia” o “no comprendí conceptualmente nada nuevo, pero bajo el influjo de la gracia como que caí en la cuenta, gusté novedosamente y en profundidad lo que meditaba por esa Sabiduría que da Dios”; quizás recurriendo a los sentimientos y emociones para describir nuestro encuentro decimos “sentí que me ardía el corazón y se inflamaba mi deseo” o “me sentí querido y abrazado” o “una paz limpia y un gozo sereno me llenaron  la vida”. A esas diversas formas de registrar la presencia y acción de Dios en nosotros las he llamada “sensaciones internas”. Pues bien, todas ellas quedan atrás en la experiencia contemplativa. Diríamos que Dios las quita y deja al contemplador a oscuras.

Este contraste de oscuridad y luz brota con la primera caricia de Dios; con la experiencia de un contacto del todo original y cercanísimo con el Dios del amor, quien se avecinda hasta las orillas del adorador. Es como si la mano del Señor se colara por la puerta de la casa que apenas se entreabre y lo acariciara atrayéndolo. Es una llamada que cautiva; le arroja, por así decirlo, su lazo de amor y lo jala suavemente hacia Si. Lo introduce en la casa.

Desde la óptica del contemplador se dan a una pues esta Presencia suya arribante,  que resulta nueva y enlaza cual oscura noticia de amor; y el apagón de las sensaciones que alumbra sentido interior. Una parece recortada sobre la otra. En realidad el Señor que arriba con mayor Luz deja ciegas con su potencia a las sensaciones y alumbra oscuro sentido interior. Dios ha cambiado radicalmente el lenguaje del amor con el que se comunica y ofrece al alma.

En este tiempo de enlazamiento en noticia oscura de amor permanece el alma algún período. Pero siempre su arribo parece creciente. Hasta que la suave caricia –sin dejar de serlo- le parece al contemplador violenta, tanto que le provoca una herida. Abre herida la noticia de amor. Más que caricia experimenta un flechazo, una espada atravesándolo de lado a lado. Una caricia que deja herida de amor. Difícil de comprender pero verdadero: el amor de Dios hiere. Pero no es una herida que lleva a la muerte sino a la vida ya que acrecienta el amor. Y es herida por la desmedida que existe entre los dos. Si el sol con su benéfica luz nos hiere la vista y con su calor la piel, cuánto más nos herirá con su cercanía el Señor todo el ser.

El acercarse de Dios es como un rayo oscuro que descarga a la vez ceguera y visión: apaga las sensaciones pero siembra un nuevo sentido interior, verdaderamente hiere pero de amor. La noche ha llegado. 

El ya ahora contemplador abre la puerta de la casa como la amada del Cantar que sale de la ciudad al campo abierto para buscar a su Amado. Sucede que esta herida que “enferma” de amor es la gracia de ensanchar a límites sobrenaturales -ya que nadie podría ensanchar así por sí mismo- el deseo de encuentro con el Señor. Este deseo tiende desde el comienzo a una unión íntima, perfecta y total con Dios: ser de Él y estar en Él todo entero.

Para visualizar mejor este pasaje de la adoración adquirida a la contemplación infusa se me ocurre comparar al Moisés que se descalza y baja el rostro frente a la zarza con el Moisés que baja del monte y se cubre el rostro que resplandece ya de la gloria de Dios. El primero adora, el segundo contempla. A esta unión transformante aspira el contemplador herido por un tan quemante amor.

Y el Señor se pone en fuga, no espera tras la puerta sino que corre y de este modo pone a su amador a perseguirlo. Es parte de su pedagogía enseñarnos a buscarle, esconderse para incrementar el deseo, juguetear amorosamente a las escondidas. Y es ésta la luz que brilla en este primer momento de la noche: experimentar el agigantamiento gratuito del deseo de amor y el ensanchamiento de la capacidad de encontrarse con el Señor a rostro descubierto -aunque de momento sólo se perciba su silueta oscura-.

Es la etapa del re-enamoramiento contemplativo, del noviazgo que se inicia con todos sus primeros ardores. Ya experimenta el contemplador que no podría vivir tranquilo sin unirse a su Señor. Y el Amado le prueba y le hace crecer escabulléndosele y a la vez dejando huellas, pistas, incitaciones. Es propio de esta primera noche que el Amado excite el deseo de unión y que haga experimentar al contemplador cómo el corazón y la vida entera se le van detrás de Él.

Sus caricias novedosas y fugaces son tan hirientes que elevan a su amador a los primeros raptos de amor. Y en el rapto experimenta ya como su voluntad la ha entregado a su Amado de tal modo que ya no dispone de ella para marcar los ritmos y los tiempos del encuentro. La experiencia del éxtasis contemplativo –tan diferente de aquellas imaginerías sobre levitaciones físicas- es profundamente espiritual. A veces distinguiendo grados o de modo indistinto, se ha nombrado al éxtasis como “rapto”, “arrobamiento”, “elevación” o “vuelo en espíritu”. Se trata de una intensa corriente de amor por la cual el Amado atrae al alma y el alma se pone toda en Él. Pues amor es donación de sí, abandono en el Amado y búsqueda de unión en una Alianza de entrega mutua sin reserva.

De ahora en más así siempre será: el Señor lo sorprenderá y le dictará el paso; y él aprenderá a entregarse dócilmente, a hacerse disponible, a recibirlo todo de Él como y cuando quiera darlo en una receptividad tensa en el amor, expectante y profundamente gozosa.

Pero la unión a la que aspira aún no le ha sido regalada: noviazgo no es matrimonio. Por eso cabe aclarar que la experiencia contemplativa no es algo que automáticamente se instala de modo estable y de un momento a otro. Por maravillosas que parezcan hasta ahora no hemos hablado sino de uniones provisorias. Es posible aún la vuelta atrás y la caída. Y de alturas tan grandes la caída es tremenda.

El contemplador más que nunca necesita hacer un camino de oración y penitencia. Conoce mucho más que otros la urgencia de permanecer en el umbral y el arte de la adoración por una humilde postración de su vivir.  Sabe esperar hasta que el Señor abra la puerta y lo introduzca en el interior de la casa.

Pero sigue siendo un humano más con sus desnudos límites, con su pobre fragilidad y con su resistente pecado.  En todo caso el inicio de la contemplación ha agudizado su conciencia de sí frente al Señor. Con mayor fineza y dolorosa angustia descubre su realidad indigente y su esencial necesidad de ser rescatado.  Lucha por construir una vida coherente con lo que se le regala y cae por tierra en sus fracasos. La angustia se le vuelve más exigente en cuanto más grande es el don que percibe. Se trata de una angustia que da Dios y tiñe el contemplar del dolor que lo incita a la santidad y de la soledad que impone la  experiencia -la cual raramente puede ser dicha y compartida abiertamente, invitando al sigilo y al secreto-.

Es que la noche continúa ganando terreno y el alma debe pasar del noviazgo provisorio a un compromiso firme. Se acerca al otro Gran Desierto.


POESÍA DEL ALMA UNIDA 35

  Oh Llama imparable del Espíritu Que lo deja todo en quemazón de Gloria   Oh incendios de Amor Divino Que ascienden poderosos   ...