El Misterio salvífico de la Comunión
y la Eucaristía
Quisiera
contemplar a Jesucristo, como ese Misterio escondido y revelado,[1]
en el cual se manifiesta el plan divino de salvación como un proyecto de comunión
de Dios con el hombre. Me permito entonces una mirada personal sobre
En el eje central se parte de la
Santísima Trinidad como misterio de Comunión que quiere llegar a la humanidad
para hacerla partícipe y consorte de la naturaleza divina. En el medio de ese
eje Jesucristo, quien por la dinámica de la Encarnación posibilita y da acceso
pleno a la participación del hombre en el misterio Trinitario. Aparece entonces
la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Sacramento Universal de Salvación, y en ella los
sacramentos, resaltándose la Eucaristía. Así la humanidad es alcanzada, llamada
e invitada a vivir su vocación de comunión con Dios.
A los costados, los ya clásicos
movimientos descendente y ascendente, tan propios de la patrología griega y que
ya eran prefigurados por ejemplo en el himno paulino de Flp 2,6-11 en cuanto
abajamiento y exaltación de Cristo.
En la Eucaristía, la Trinidad Santa,
abraza en Jesucristo
a la humanidad y a toda la creación.
Es decir,
Lo expresaba bellamente San Juan
Pablo II, quien al recordar las diversas circunstancias y ambientes en los que
como sacerdote había celebrado la Eucaristía, podía escribirnos:
“Estos escenarios tan variados de mis celebraciones eucarísticas me hacen
experimentar intensamente su carácter universal y, por así decir, cósmico.
¡Sí, cósmico! Porque también cuando se celebra sobre el pequeño altar de una
iglesia en el campo, la Eucaristía se celebra, en cierto sentido, sobre el altar del mundo. Ella une
el cielo y la tierra. Abarca e impregna toda la creación. El Hijo de Dios se ha
hecho hombre, para reconducir todo lo creado, en un supremo acto de alabanza, a
Aquél que lo hizo de la nada. De este modo, Él, el sumo y eterno Sacerdote,
entrando en el santuario eterno mediante la sangre de su Cruz, devuelve al
Creador y Padre toda la creación redimida. Lo hace a través del ministerio
sacerdotal de la Iglesia y para gloria de la Santísima Trinidad.
Verdaderamente, éste es el mysterium
fidei que se realiza en la Eucaristía: el mundo nacido de las manos de Dios
creador retorna a Él redimido por Cristo.”[5]
Y también sobre el vínculo
análogo entre encarnación y Eucaristía, al referirse a la Virgen Madre,
expresa:
“En cierto sentido, María ha practicado su fe eucarística antes incluso de que ésta fuera instituida, por
el hecho mismo de haber ofrecido su
seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios. La Eucaristía,
mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en
continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo
divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en
sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que
recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor.
Hay, pues, una analogía profunda entre
el fiat pronunciado por María a
las palabras del Ángel y el amén
que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió
creer que quien concibió «por obra del Espíritu Santo» era el «Hijo de Dios»
(cf. Lc 1, 30.35). En
continuidad con la fe de la Virgen, en el Misterio eucarístico se nos pide
creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace presente con
todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino.”[6]
De este modo la Eucaristía remite
a ese plan de comunión que Dios ha trazado desde la eternidad, plan de comunión
que se expresa en la creación, plan de comunión que se posibilita en la
Encarnación (condescendencia) del Verbo. Este movimiento descendente de Dios
hacia los hombres (abajamiento-anonadamiento) expresa-visibiliza en Jesucristo
el Amor de Dios que nos busca para la comunión eterna con Él. La Eucaristía es
pues signo y realidad del llamado vocacional que Dios nos ha dirigido como
hijos en el Hijo, de modo que haciéndonos discípulos entremos al ámbito de la
comunión salvífica que nos ofrece.
En la Eucaristía, la Trinidad Santa,
nos abraza en Jesucristo por la Iglesia
bajo el Espíritu Santo haciendo
la comunión.
Este sacramento por excelencia
del encuentro con el Padre, instituido por Jesucristo y su Pascua es actuado en
La epíclesis, oración litúrgica de invocación al Espíritu Santo, junto
al gesto de imposición de manos, se realiza por vez primera en la Misa sobre
las ofrendas de pan y vino. “Por eso,
Padre, te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones…”[7] Sin
embargo podemos reconocer una segunda epíclesis,
que sin gesto de imposición de manos, se realiza sobre el pueblo.
“Lex orandi, lex credendi”. La
Iglesia invoca al Espíritu Santo sobre ella misma en una súplica de comunión.
Escuchemos y meditemos esta oración:
“Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a
cuantos participamos del Cuerpo y la Sangre de Cristo.”[8]
“…y llenos de tu Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un
solo espíritu.”[9]
“…concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz, que congregados en
un solo cuerpo por el Espíritu Santo, seamos en Cristo víctima viva para alabanza
de tu gloria.”[10]
“…y concédeles, por la fuerza del Espíritu Santo, que, participando de un
mismo pan y de un mismo cáliz, formen en Cristo un solo cuerpo, en el que no
haya ninguna división.”[11]
“…concédenos el mismo Espíritu, que haga desaparecer toda enemistad entre
nosotros. Que este Espíritu haga de tu Iglesia signo de unidad e instrumento de
tu paz entre los hombres, y nos guarde en comunión…”[12]
“…concédenos por la fuerza del Espíritu de tu amor, ser contados ahora y
por siempre entre el número de los miembros de tu Hijo, cuyo Cuerpo y Sangre
comulgamos."[13]
“…y envíanos al Espíritu Santo para recibir el Cuerpo y la Sangre de tu
Hijo, unidos como una sola familia.”[14]
“…y danos tu Espíritu de amor a todos los que participamos en esta comida,
para que vivamos cada día más unidos en la Iglesia...”[15]
“…y por la presencia del Espíritu Santo formemos un solo cuerpo en el
amor.”[16]
Recopilemos y ordenemos el
sentido teologal de esta segunda epíclesis.
El Espíritu Santo, corriente de
vida divina, cual savia en el tronco de la Vid-Hijo, congrega en la unidad, nos
hace entrar en el número de los miembros del Hijo unidos como una sola familia;
y pues quiere que vivamos siempre más unidos, forma un solo cuerpo y un solo
espíritu –en el cual no haya ninguna división-, pues hace desaparecer toda
enemistad, guardándonos en la comunión y haciéndonos signos de unidad e
instrumentos de paz. Y todo esto lo hace en la comunión del Cuerpo y la Sangre
del Hijo, Sacramento de su Pascua, por tanto forma un solo cuerpo en el amor
asociándonos a esa dinámica de entrega de la vida, haciéndonos víctima viva
para alabanza de su gloria.
¡Fantástico, verdad! ¡Quien
pudiera tener conciencia de esta obra del Espíritu sobre la Iglesia! ¡Quien
pudiera vivir contemplando en cada Eucaristía y en lo cotidiano este influjo
constante del que es llamado Don y Unción sobre el cuerpo eclesial creando,
sosteniendo y acrecentando la comunión!
La Trinidad Santa por la Eucaristía, sacramento memorial de la Pascua,
configura a la Iglesia
como sacramento
de salvación.
No pretendo adentrarme sino solamente recordar aquel famoso axioma de Henri De Lubac en su obra Meditación sobre la Iglesia. “Es la Iglesia la que hace la Eucaristía, pero es también la Eucaristía la que hace la Iglesia.”
Al respecto enseñaba San Juan Pablo II:
“El Concilio Vaticano II ha recordado que la celebración eucarística es el
centro del proceso de crecimiento de la Iglesia. En efecto, después de haber
dicho que «la Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio, crece
visiblemente en el mundo por el poder de Dios» (LG 3), como queriendo
responder a la pregunta: ¿Cómo crece?, añade: «Cuantas veces se celebra en el
altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado
(1 Co 5,7), se realiza la obra
de nuestra redención. El sacramento del pan eucarístico significa y al mismo
tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un sólo cuerpo en Cristo
(cf. 1 Co 10,17)» (LG 3).
Hay un influjo causal de la Eucaristía en
los orígenes mismos de la Iglesia.”[17]
Así tras recordar la Última Cena
y sus implicancias para los Apóstoles afirma:
“Los Apóstoles, aceptando la invitación de Jesús en el Cenáculo: «Tomad,
comed... Bebed de ella todos...» (Mt 26,
26.27), entraron por vez primera en comunión sacramental con Él. Desde aquel
momento, y hasta al final de los siglos, la Iglesia se edifica a través de la
comunión sacramental con el Hijo de Dios inmolado por nosotros.”[18]
Y continúa la temática aludiendo
a nuestra perícopa de la vid:
“La incorporación a Cristo, que tiene lugar por el Bautismo, se renueva y
se consolida continuamente con la participación en el Sacrificio eucarístico,
sobre todo cuando ésta es plena mediante la comunión sacramental. Podemos
decir que no solamente cada uno de
nosotros recibe a Cristo, sino que también Cristo nos recibe a cada uno de nosotros. Él estrecha su
amistad con nosotros: «Vosotros sois mis amigos» (Jn 15,14). Más aún, nosotros vivimos gracias a Él: «el que me
coma vivirá por mí» (Jn 6, 57).
En la comunión eucarística se realiza de manera sublime que Cristo y el discípulo
«estén» el uno en el otro: «Permaneced en mí, como yo en vosotros» (Jn 15,4).”[19]
Podríamos
decir que el Sacramento de la Fe “sacramentaliza” a la Iglesia:
“Al unirse a Cristo, en vez de encerrarse en sí mismo, el Pueblo de la nueva Alianza se convierte en «sacramento» para la humanidad, (LG1) signo e instrumento de la salvación, en obra de Cristo, en luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5,13-16), para la redención de todos. (LG1) La misión de la Iglesia continúa la de Cristo: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21). Por tanto, la Iglesia recibe la fuerza espiritual necesaria para cumplir su misión perpetuando en la Eucaristía el sacrificio de la Cruz y comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo. Así, la Eucaristía es la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de toda la evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo. (PO5)”[20]
Y
que en la Eucaristía, por la obra conjunta del Hijo y del Espíritu, la Iglesia
se configura como Cuerpo de Cristo:
“Con la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como
cuerpo de Cristo. (…) La acción conjunta e inseparable del Hijo y del Espíritu
Santo, que está en el origen de la Iglesia, de su constitución y de su
permanencia, continúa en la Eucaristía. (…) La Iglesia es reforzada por el
divino Paráclito a través la santificación eucarística de los fieles.”[21]
La Eucaristía pues colma el
anhelo de fraternidad de la humanidad y lo eleva en gracia:
“El don de Cristo y de su Espíritu que recibimos en la comunión eucarística
colma con sobrada plenitud los anhelos de unidad fraterna que alberga el
corazón humano y, al mismo tiempo, eleva la experiencia de fraternidad, propia
de la participación común en la misma mesa eucarística, a niveles que están muy
por encima de la simple experiencia convival humana. Mediante la comunión del
cuerpo de Cristo, la Iglesia alcanza cada vez más profundamente su ser «en
Cristo como sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de
la unidad de todo el género humano».(LG1) (…) La Eucaristía, construyendo la
Iglesia, crea precisamente por ello comunidad entre los hombres.”[22]
Por
tanto en esta enseñanza magisterial se explicita sobradamente como la Trinidad
Santa, hace a la Iglesia “sacramento de salvación” para el género humano,
fundado causalmente en la Pascua y en su memorial eucarístico.
La Eucaristía:
fiesta de nupcias,
sacrificio de comunión
y presencia divinizadora.
Ya
sabemos que el culto cristiano suele definirse dirigido “hacia el Padre por el Hijo en el Espíritu Santo”. Menos receptada
en general es la noción del culto como “opus Dei” (obra de Dios) en el sentido
más estricto de la espiritualidad benedictina. Se trata de la obra más perfecta
y acabada: dar culto a Dios por sí mismo, lo cual en definitiva es la primaria
vocación eterna de los llamados a la Gloria. En efecto, la comunión de los
santos bienaventurados es consecuencia de estar aunados en la adoración y
comunión eterna con el Señor.
Pero también la “obra de Dios”
quiere significar que es Él mismo el agente principal del culto, pues el hombre
no podría por sí mismo adorarlo sino fuese convocado, animado y sostenido en
Gracia. Este aspecto se halla bastante desdibujado en la praxis cotidiana de la
liturgia cristiana, digo esta conciencia de la acción de Dios en el culto. Un
culto cristiano cuya experiencia más masiva es la Eucaristía y en todo caso la
celebración de los Sacramentos de Iniciación Cristiana, quizás ritos exequiales
y casi restringido a los consagrados la Liturgia de las Horas. Considero en mi
experiencia pastoral como presbítero que generalmente se observa en la acción
litúrgica la obra de los ministros, sea el ministro ordenado que preside, o los
ministerios laicales diversos como lector y acólito, animación musical, guía y
otros. Solemos hablar de lo que hicieron u olvidaron, de las equivocaciones y
aciertos, del gusto o disgusto que nos causó su actuación. ¿Y Dios?
Ciertamente parece haberse
diluido el Misterio en el culto. Tal vez en la consagración eucarística se
tenga noticia de la epíclesis al Espíritu o de las palabras y gestos del mismo
Jesucristo que se repiten como memorial. ¿Pero no es verdad que vivimos la
liturgia más como el resultados de nuestra acción? ¿Qué tan a menudo
encontramos en los participantes una mirada que penetre más allá de lo sensorio
y contemple la obra invisible de Dios o exactamente la obra visible a la fe que
busca la unión?
Pues en la Eucaristía la obra de
Dios se constituye en esta triple dinámica: celebración del banquete nupcial,
sacrificio de comunión y presencia divinizadora.
Pues la Eucaristía es celebración
de la Alianza nueva y definitiva rubricada en la Pascua de Jesucristo. Y
conforme a la espiritualidad bíblica –prefigurada por los profetas, manifestada
en la Cruz e iluminada en Pentecostés- celebración de las bodas del Cordero con
su esposa la Iglesia. Es fiesta del amor entre Dios y la Iglesia, entre Dios y
cada fiel participante. A veces he dicho al pueblo antes de acceder a la
comunión: ¿qué pasaría si ahora les
tomase el consentimiento matrimonial? Ese AMÉN mal traducido por “así sea”
parece introducir lo dubitativo cuando tiene el sentido de la profesión de fe: “Creo, Señor, en tu presencia real en este
sacramento. ¡Comulgo contigo, oh Dios!”. Entonces juguemos didácticamente.
Antes de comulgar con el Cuerpo del Señor le diremos como en el rito
matrimonial: “Yo te recibo a ti, mi Señor
Jesucristo, como ESPOSO y prometo serte fiel tanto en la prosperidad como en la
adversidad, en la salud como en la enfermedad, amándote y respetándote durante
toda la vida.” ¿Cómo cambia la perspectiva, verdad? Aquí se comprende
mejor, en resonancia eucarística, el “Permanezcan en mi amor”.
Pues la Eucaristía también es
sacrificio de comunión, no sólo del Esposo que entrega su vida en rescate y
salvación, sino también de la esposa que solicita ser convertida por amor en
“víctima ofrecida y ofrenda permanente” según la oración litúrgica. Es que el
amor cristiano se define propiamente por el don de sí. Se funda en este
“éxtasis” que bien podría caracterizar la vida intratrinitaria, la perijóresis
por la cual cada una de las Personas divinas está totalmente en la otra, en una
circulación y rotación de amor, en una compenetración e intercambio y estar una
en la otra. De esta vida intratrinitaria y de estas procesiones eternas se
sigue el envío y las misiones económicas del Hijo y del Espíritu.
Así, en clave del don de sí, se
ha elaborado esa relación entre amor “eros” y amor “ágape”; tradicionalmente
adjudicando al primero, el movimiento de retorno sobre sí mismo por el disfrute
y gozo del bien amado; y al segundo, el movimiento de salida de sí hacia el
gozo de la benevolencia para elevar al amado con la propia donación
condescendiente. El “don de sí” tiene como un antecesor mucho más rico en
sentido, el preclaro concepto teológico de “sacrificio”. Digo más amplio ya que
se trata de “rescate y redención”, tiene todo un matiz “expiatorio de la culpa
y de la deuda” por tanto un aspecto de “perdón y reconciliación”. Y en cada
Eucaristía celebramos agradecidos el Sacrificio amoroso que nos ha salvado y
esta donación de Dios debería movernos a devolvernos en amor a Él y al prójimo,
instarnos a transformar nuestra vida hacia un creciente impulso de donación y
ofrenda.
Sólo si efectivamente la esposa
consiente y concreta este intercambio sacrificial en el amor; sólo si se
configura a su Esposo y saliendo de sí misma y de su bienestar, rompiendo la
posición de estar como quien siempre recibe y pasando a ser también quien se
entrega y ofrece junto a su Amado; se podría hablar de una Alianza y de unas
nupcias. Una comunión que se establece por la mutua donación sacrificial,
siempre salvando en Dios la primacía que engendra, sostiene y conduce todo el
proceso. No se trata sólo de ser amado sino de convertirse al Amor y de amar
sin reserva de sí como respuesta. Creo que por supuesto aquí se comprende mejor
aquello de: “Permanezcan en mi amor porque sin mí nada pueden hacer, solo en mí
pueden dar fruto. Nadie tiene mayor amor que quien da su vida por los amigos.”
Pues finalmente la Eucaristía es
presencia divinizadora. La “divinización del hombre”, que a primeras oídas
suena escandalosa y exagerada, es un tema recurrente de los Santos Padres. El
Dios que se acerca y asume nuestra humanidad -como se dirá al pensar los
efectos de la Gracia- sana y eleva la naturaleza humana. Claramente no se puede
dar una interpretación panteísta o absorcionista sino en clave de “participación
de la creatura en la naturaleza divina”. La comunión sacramental es prenda y
arras de la comunión eterna y gloriosa. Al fin y al cabo comulgamos con el
mismo Dios en la Eucaristía, incrementándose –sin descontar las disposiciones-
la caridad y el estado de gracia santificante en el alma. Entre la inhabitación
trinitaria y la comunión eucarística se produce una comunicación fructuosa. Si
quieren podríamos introducir análogamente el término místico de “unión
transformante”. ¿Qué conciencia tenemos los cristianos de esta obra
misericordiosa de Dios que dándose a nosotros nos comunica su propia Vida y nos
transfigura hacia Él? Aquí se comprende bien aquello de: “Permanezcan en mi
amor para que mi gozo esté en ustedes y su gozo sea colmado.”
Banquete nupcial, intercambio
sacrificial, divinización: el Amor de Dios manifestado en la Pascua de
Jesucristo y hecho Eucaristía. Misterio de Comunión salvífica.
La Eucaristía significa y contiene
el obrar de Dios
que desciende santificando
y asciende glorificando.
Es ampliamente conocido este
movimiento o dinámica como esquema teológico para la comprensión del plan de
salvación. Sólo rescato la configuración al Misterio de Cristo que se opera en
la Iglesia por la celebración y comunión eucarística.
-Desde
-Desde el cuerpo eclesial hacia
[1] Cf. Rom
16,25-27
[2] Esta síntesis programática resultó de la reelaboración personal
del esquema más primario y de las intuiciones generales pero más aisladas
ofrecidas por el docente de la asignatura en
[3] Mi distinción entre “acontecimiento” y “proyecto” pascual tiene
la intención de dar cuenta de un plan de comunión fundado en la libre y eterna
voluntad de Dios al predestinarnos a la Salvación. Desde San Agustín la
“predestinación a la salvación” ha sido interpretada con diversos matices en la
historia de la teología. De trasfondo estoy aludiendo a la cuestión planteada
por el Beato Juan Duns Escoto y presente en otros autores medievales. Podría
expresarse así: ¿si el hombre no hubiese pecado el Verbo se habría encarnado?
Lo dado es tanto el pecado del hombre como la Pascua redentora de Cristo, esta
es la economía real. La hipótesis tiende a descentrar el pecado, a salirnos de
una mirada “amartiocéntrica” de la historia. Sin negar el dato revelado de que
el Hijo murió “por nuestros pecados” nos invita a pensar el “pecado de los
hombres” como coyuntura de la Encarnación. No es el hombre con su pecado quien
pide la Encarnación del Verbo, sino que la misma está contenida en un libérrimo
y eterno proyecto creador de comunión y salvación.
[4] La expresión es utilizada por el teólogo Juan Ruiz de la Peña al
titular su obra sobre Escatología.
[5] San Juan Pablo II, “Ecclesia de Eucharistía”, n. 8
[6] op. cit., n. 55
[7] MISAL ROMANO,
PE III y las diversas variaciones en la fórmula que ofrece cada plegaria.
[8] op. cit., PE II
[9] op. cit., PE III
[10] op. cit., PE IV
[11] op. cit., PE R I
[12] op. cit., PE R II
[13] op. cit., PE DC I-IV
[14] op. cit., PE MCN I
[15] op. cit., PE MCN II
[16] op. cit., PE MCN III
[17] San Juan Pablo II, “Ecclesia de Eucharistía”, n. 21
[18] op. cit., n. 21
[19] op. cit., n. 22
[20] op. cit., n. 22
[21] op. cit., n. 23
[22] op. cit., n. 24