"IMÁGENES. Un acercamiento al itinerario contemplativo." (2020)
13. Un ave entre las
grietas de la montaña altísima
Arriba, en la soledad de la montaña, un avecilla se
cobija entre las grietas filosas y rudas de las grandes rocas. Desde allí mira
todo el panorama de espléndida belleza. Allí el viento, la lluvia, el sol, la
luna y las estrellas, el día y la noche tienen otra densidad, otra presencia.
En esa soledad austerísima todo parece más colosal y conmovedor. Tan pobre como
es y tan pequeña de tanto en tanto se lanza al vacío y llevada por la corriente
de aire caliente planea, asciende y dibuja figuras en el aire. Con las alas
extendidas, tan frágil ante el poder de aquella inmensidad, experimenta la
libertad nacida de la desnudez y del ser sostenida.
El
contemplador experimenta ya un cambio de nivel bastante difícil de retrotraer.
Tocado por la cercanía de un amor que tiene como eje la gratuidad ha comenzado
a cambiarse fuertemente su centro. Mira la existencia ya desde un ángulo
insospechado y cautivador.
Como avecilla entre escarpadas rocas el amador vive en
una soledad austerísima que en principio no ha buscado: una necesidad quemante
de retirarse para estar exclusivamente dedicado a su Amado lo mueve; no una
fuga del mundo sino una fuga hacia el Amado vaciándose, mejor, siendo desasido
de yo y de mundo para recuperarlos en Él según su identidad original y
verdadera. Para ganarse ha tenido que empezar a perderse, es decir, rechazar
todo intento de auto-sustentamiento (engañoso y mortal) y restituirse entero a
Aquel que enteramente le da ser. Retirarse, no sólo físicamente a la celda o al
desierto como búsqueda concreta del espacio de la intimidad y el encuentro,
sino más, pues en ello se retira del auto-sostenimiento idolátrico del yo a la
dependencia amorosa del Amado. Sólo entonces el panorama de la existencia lo ve
poblado de signos y de presencias de un Señor que todo lo cuida paternalmente,
ocupándose gozosamente de lo más insignificante a nuestros ojos.
Y en la contemplación esto es excluyente: sólo es un
don dado al pobre y al desnudo, al indefenso y al frágil. Hablo aquí de una
situación real de existencia. Sólo quien ha sido atravesado por la pobreza, la
desnudez, la indefensión y la fragilidad (entendidos no sociológicamente sino
vitalmente, antropológicamente) puede ser capaz de clamar a Dios: Ahora descubro que nada soy sin Ti; sálvame,
que estoy condenado a la disolución. Y quien así llama, con corazón puro,
no puede menos que obtener una respuesta sin tardanza. A veces esta respuesta
es una irrupción tal del amor que genera un itinerario hacia el Amado, tan
escondido y oscuro, que llamamos contemplación.
Este itinerario, cuanto más se ahonda y profundiza,
radicaliza la pequeñez y la dependencia del amador por el simple acercamiento
progresivo del Dios grande y majestuoso que ni cielos ni tierra pueden
contener. Pero una tal desmedida no causa pavor ni paralizante miedo.
Atravesado está el caminar por el efluvio del amor que genera confianza cada
vez más ilimitada en el contemplador. Si se lanza desde la roca donde se
guarece sabe que no caerá al vacío, sino que sostenido por las corrientes
cálidas del amor del Padre podrá planear y dibujar figuras cual reflejos
amorosos del amor que le es dado para abrazar. Así la soledad desnuda y la
frágil pobreza han dado a luz la libertad gozosa que no es más que dependencia
de quien nos sostiene y salva por gratuito amor.
Ser libre: dejarse depender en todo de Dios; dejarse
amar.
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