"IMÁGENES. Un acercamiento al itinerario contemplativo."
11. Efluvios
El terreno no es del todo fértil ni del todo árido.
Observándolo se puede apreciar el efluvio en él de aguas subterráneas, las
cuales a veces surgen delicadas, pero también lo hacen con potencia. Tras algún
tiempo de estarse regalando cesan. Las inmediaciones del efluvio se tornan
húmedas y frescas. Pequeños hilos de agua se extienden algunos metros por el
terreno en variadas direcciones.
No hay ley, empero, que
explique su aflorar. No debe cesar uno para que brote otro; a veces el primero
en surgir tarda más en agotarse y dejar de fluir que otros brotados después de
él; no nacen necesariamente en los sectores más áridos, ni en los más fértiles,
ni en los intermedios. En definitiva, por aquí y por allá, sin que descubramos lógica
alguna van naciendo y haciéndole al terreno un bien gratuito que nos parece desordenado
e incierto... Efluvios.
Quisiera
cantar aquí, con alegría, a la lógica ilógica del amor.
Sin estar el contemplador necesariamente sumergido en
la oración, a veces entre pensamientos generales y fugitivos sobre su Señor, o
concentrado en un paisaje hermoso, o caminando por la calle; o tal vez, sí,
recogido en su celda y en noticia de amor enlazado y seducido... sobreviene un
efluvio. Una sorpresiva arremetida del amor (siempre es sorpresiva) que desde
las capas más profundas de su ser hasta las más superficiales asciende. En
ocasiones como unciones delicadas, toques suaves en el alma, cual un tranquilo
brotar de agua en el fondo de un pozo reseco, un agua que lenta y dulcemente
asciende llenando todo el espacio disponible. En otras circunstancias es como
un surgir burbujeante y poderoso, como agua en ebullición, como un rubor
acalorado, un fuego interior desmedido que asciende con gran rapidez tomando
toda la persona del contemplador a quien le parece se le sale por el rostro,
por los ojos, por las manos y lo coloca hacia fuera del todo de sí, en
dirección hacia Él y le mantiene por algún tiempo como en una enfebrecida
búsqueda de abrazarlo y de asirlo a sí.
Estos efluvios del amor tienen de propio este
movimiento ascendente desde lo más íntimo del alma hasta la exterioridad
reconocible del cuerpo que somos. Ya más cerca de la unión serán distintos,
pero ahora, como todo es menos espiritual que lo que después será, aún hay
lugar para pasiones, sentimientos, emociones y sensaciones en la contemplación.
Claro que ya no se mueven por sí ni por estímulos que no provengan de lo más
profundo del alma. Dios arremete en la hondura más honda del contemplador pero
permite que esa experiencia de encuentro en el amor también sea traducida en el
corazón y en el cuerpo para mostrar más claramente (con sabroso proceso
pedagógico) que todo el ser está involucrado, que todo él es llamado a
transformación y que, ciertamente, algo nuevo va siendo...
Todo efluvio, levantando las aguas del amor escondidas
en las profundidades, hace crecer con él y ascender a las alturas el deseo del
Amado en el contemplador. Tras dejar de brotar el amor, este deseo, ya más
fuerte y elevado, se queda en amorosa tensión y permanece así quizás durante un
tiempo prolongado al compás de una agitación que suspira asombro y consuelo:
¡Tú has pasado y las olas de tu amor me han arrollado! ¡No puedo creer que sea
capaz de experimentar tanto amor! ¡Ven, vuelve pronto entre mis brazos como
huracán potente de amor que arrasa todo sin destruir nada, haciéndolo todo
nuevo! El amor de Dios tiene para el hombre una potencia imposible de medir...
Mas decía yo que deseaba sobre todo cantar la lógica
del amor de Dios, tan ilógica a nuestros ojos, es decir, la gratuidad. Porque
uno inconscientemente, quizás por una excesiva moralización de la
espiritualidad cristiana en Occidente, tiende a concebir que Dios responde con
su gracia a nuestros trabajos para disponernos a ella. Raramente pensamos que es
la gracia ya quien nos dispone y nos pone a trabajar contando con nuestra
adhesión. Claro que estoy diciendo inconscientemente pues a nivel teológico la
razón conoce fórmulas, las que ha estudiado, y las pone por escrito y las
enseña. Mas en la praxis es difícil abandonar cierto modelo recargado en las
obras y exclusivista a favor de lo que llamaría la fantasmática de los
perfectos. Pero en la contemplación suelen romperse los esquemas. Si, por
pedagogía, los itinerarios parecen demasiado lineales y lógicos, como si de tal
se siguiera cual, la realidad no es esa. Ni todo el más increíble y esforzado
trabajo de negación y desasimiento (el desierto, la soledad, la mortificación,
etc.) nos puede asegurar una escalada del amor; no son un boleto de compra-venta.
La irrupción novedosa y cercana del Amado en la contemplación siempre es
experimentada como sorpresiva y gratuita. Y también hace surgir la queja: ¿por
qué a aquel si este otro está más preparado, es más bueno, más piadoso, más
recatado en el hablar, más moderado en el comer? ¿por qué a aquel que es un
pecador si este es más “santo”? Simplemente porque la contemplación es un
camino y un don por el cual somos por Dios santificados, divinizados, pero no
el único. Y porque es don es gratis y Dios lo da a quien quiere. Ciertamente
hay disposiciones, resultado de nuestra historia de “sí” a la gracia, que nos
colocan frente al umbral, pero nada más que frente al umbral. Y el buen Dios en
su sabiduría a algunos los lleva por un camino y a otros por otro; mas la meta
es la misma: que nuestra voluntad se vaya identificando cada vez más con la
suya. No es la contemplación signo de mayor santidad: sólo un camino hacia ella
algo inusual que nos suscita cierta fascinación a veces desubicada y
extravagante.
Estos efluvios, entonces, nos hablan con su
sobreabundante presencia del amor del Amado, de su gratuidad inmensa y de
nuestra falta de mérito autónomo y autosuficiente (nuestros méritos son “en
Cristo”), de nuestra realidad de pecado y de dependencia amorosa en cuanto a la
salvación.
Por estos efluvios he comprendido que ningún pecador
se encuentra sin esperanza frente a un Dios ilimitadamente generoso para
hacernos el bien. He saboreado que el Amado y Esposo tiene iniciativas mucho
más allá de todas nuestras ofertas. Me han dispuesto a esperar de Él una medida
exagerada y fuera de todo cálculo. Me han dejado más enamorado de Él, que no me
mira a través del diagnóstico de mis males sino que, teniéndolos en cuenta para
sanarlos pero superándolos, me mira con los ojos del amor, me mira con ojos de
posibilidad.
Estos efluvios me han dispuesto a trabajar para
consolidar mi “sí” sabiendo que no soy más que un humilde cooperador de su
obrar en mí. Me han liberado de una especulación agobiante que fija su mirada
en el pecado y en la imperfección, haciéndome abrir los brazos suplicante y
confiado. Me han ganado para la gratuidad de su amor.
Efluvios... arremetida generosa y gratuita del amor.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario