CONVERSACIONES SUBIENDO AL MONTE 46
LOS PREDICADORES
“La
segunda manera de bienes distintos sabrosos en que vanamente se puede gozar la
voluntad, son los que provocan o persuaden a servir a Dios, que llamamos
provocativos. Estos son los predicadores.” (SMC L3, Cap. 45,1)
“El predicador, para aprovechar al pueblo y no
embarazarse a sí mismo con vano gozo y presunción, conviénele advertir que
aquel ejercicio más es espiritual que vocal; porque, aunque se ejercita con
palabras de fuera, su fuerza y eficacia no la tiene sino del espíritu interior.”
(SMC L3, Cap. 45,2)
Querido Doctor
Místico, son pocos los que verdaderamente advierten que lo importante sucede en
lo invisible, inaudible, intangible, es decir en resumen, más allá de cuanto
puede ser registrable por los sentidos corporales. El interior, la profundidad
escondida, el corazón, el alma, el misterio. Porque Dios obra en lo secreto y
en lo que florece se manifiesta su toque discreto, su paso humilde, su acción
inadvertida.
“Y para
que la doctrina pegue su fuerza, dos disposiciones ha de haber: una del que
predica y otra del que oye.” (SMC L3, Cap. 45,3)
Para juzgar pues la
eficacia en gracia de una predicación no tendremos casi forma inmediata de
hacerlo y menos debemos valorarla por los efectos exteriores cuantificables.
Por ser breve no es mejor ni por extensa más elocuente o erudita y ambas pueden
ser igualmente vacías o llenas de sentido. Si al concluir brota un estruendoso
aplauso no sabremos si se trata tan solo de un efímero fervor causado por
cuestiones estéticas y simpatías carismáticas o realmente ha dado en el núcleo
de la cuestión de todos. Y si se cierra dejando al auditorio en silencio no
podremos concluir con exactitud si se han aburrido y no han comprendido casi
nada o si han sido presa de inquietudes y cuestionamientos que seguirán
procesando o si han tocado el Misterio conducidos a las orillas de la contemplación.
Ciertamente los
predicadores por gracia y oficio suelen intuir el proceso mientras lo viven
pero su discernimiento también dependerá de su fineza de espíritu y maduración
interior. No pocas veces son sorprendidos por comentarios adversos o elogiosos
que les resultan tan desproporcionados como imprevisibles.
Es que la predicación
es mucho más que un orador y un oyente. Supone capacidades y disposiciones. Y
por supuesto es el Espíritu Santo quien predica al predicador y le mueve como
su instrumento y quien unge a la asamblea y a cada discípulo para que escuche
la voz de Dios. Pero también el predicador y el pueblo pueden estar mal
dispuestos, escasamente preparados o faltarles capacidad para expresar o
recibir.
Eres sacerdote y
predicas la homilía frente a unas varias decenas de personas… ¿qué sabes? Sabes
si lo haces en el Espíritu o no si te examinas y conoces sinceramente y eres
apto para registrar en ti mismo los movimientos de la Gracia. Quizás también
intuyes en general si hay receptividad, si el clima espiritual es benéfico o si
por lo contrario cansas y molestas. ¿Debes pues guiarte por qué reglas? Solo
por una: decir lo que crees que Dios quiere decir sin importarte demasiado las
repercusiones inmediatas. Intentarás no hablar lo que tu Señor no te invita a
proferir y no callar cuanto tu Señor te empuja a profetizar. Eres un
instrumento y no es tuya la obra.
“Cuanto
el predicador es de mejor vida, mayor es el fruto que hace por bajo que sea su
estilo, y poca su retórica, y su doctrina común, porque del espíritu vivo se
pega el calor.
Porque,
aunque es verdad que el buen estilo y acciones y subida doctrina y buen
lenguaje mueven y hacen efecto acompañado de buen espíritu; pero sin él, aunque
da sabor y gusto el sermón al sentido y al entendimiento, muy poco o nada de
jugo pega a la voluntad.” (SMC L3, Cap. 45,4)
“De la abundancia o
escasez del corazón habla la boca”, podríamos decir. Hay una realidad que se
percibe más allá de la palabra exterior: la ejemplaridad, lo que está
verdaderamente vivo, la santidad. Y se nota tarde o temprano si el predicador
anuncia lo que no vive y exige aquello a lo que no está dispuesto. No es la
letra sino el Espíritu el que da vida. Un mensaje formalmente correcto y
oportuno elaborado con el mejor estilo no podrá a la larga sino pasar por
desabrido pues no tiene sustancia mística. Gustará tal vez a los oídos, pondrá
enseñanzas en la inteligencia pero no pasará más allá de las emociones
pasajeras. Para que toque la voluntad debe haber fuego del Espíritu Santo que
encienda en la persona el anhelo de la transformación de su vida por la Gracia
de su Señor. “Porque del espíritu vivo se pega el calor”. Por tanto lo más
óptimo será la confluencia de un predicador con espíritu vivo y un oyente con
ese mismo espíritu. Disposiciones interiores que serán fruto tanto de una
preparación inmediata como de una sostenida preparación mediata, es decir, una
vida espiritual metódica y seria. Ese será nuestro aporte. Lo demás es obra
misteriosa de la gratuidad del Espíritu.
“No
hace mucho fruto aquella presa que hace el sentido en el gusto de la tal
doctrina, impide que no pase al espíritu, quedándose sólo en estimación del
modo y accidentes con que va dicha, alabando al predicador en esto o aquello y
por esto siguiéndole, más que por la enmienda que de ahí saca.” (SMC L3, Cap.
45,5)
Adherirse a un
predicador no significa siempre adherirse al Evangelio. Sentirse reconfortado
por una predicación no determina que se haya proclamado la Verdad. La mejor
disposición será siempre querer escuchar la voz de Dios que nos invita a la
Alianza, que promueve y sostiene el proceso de conversión, que nos hace madurar
en santidad. No por nada el ministro ordenado tras proclamar el Evangelio besa
el libro y ora en secreto: “Las palabras del Santo Evangelio borren nuestros
pecados”. Ese ministro al que le fue confiada la Sagrada Escritura en estos
términos: “Cree lo que lees, enseña lo que crees, vive lo que enseñas.” Así
bien dispuesto a la propia conversión personal, el predicador encara a sus
oyentes para arrancarlos de las manos de Satanás y devolverlos a Dios, para
llamarlos a la conversión y animarlos a sellar Alianza, para curar sus heridas
y alentarlos con el consuelo de la Gracia y para alimentarlos con el Pan de esa
Palabra Santa que no es suya y que le reclama ser su fiel y humilde servidor.
¿Su predicación
en nombre del Señor Jesús será aceptada o rechazada, oída o desoída, valorada o
desestimada? El predicador honesto, que no se busca a sí mismo intentando
cosechar adhesiones personales, elogios y aplausos, sino solo permanecer fiel
en el servicio de anunciar el Evangelio, sabe que de algún modo está en la
Cruz. En esperanza confía que el Espíritu Santo le haya preparado un pueblo
bien dispuesto y que la semilla que el predicador plante, Dios con su Sabiduría
la haga crecer en el tiempo de su Providencia. Permanecerá pues luego en la
oración que otea en lo escondido de los corazones la acción del Dios Invisible.
Pero mi
queridísimo Fray Juan, ahora mismo llegamos al final de este trecho de camino. Esperemos
que este diálogo vivo haya sido fecundo en Espíritu para quienes lo hayan
seguido. Me quedo claro aguardando un pronto reencuentro con nuevos y luminosos
diálogos de amor enamorado. Que las bendiciones de la Santísima Trinidad, el
único Dios verdadero, lleguen a todos y les alcance la Unión a la que
santamente aspiran.
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