LA LUCHA INTERIOR
LEY Y PECADO
CARNE Y ESPÍRITU
(I)
Sabio
y sincero hermano nuestro, San Pablo, te comportas como padre dándonos
testimonio acerca de la misteriosa lucha interior que vivimos todos.
“Porque,
cuando estábamos en la carne, las pasiones pecaminosas, excitadas por la ley,
obraban en nuestros miembros, a fin de que produjéramos frutos de muerte. Mas,
al presente, hemos quedado emancipados de la ley, muertos a aquello que nos
tenía aprisionados, de modo que sirvamos con un espíritu nuevo y no con la
letra vieja.” Rom 7,5-6
Sería
incapaz en breves líneas de introducir todo tu complejo pensamiento sobre el
tema. Valgan estas coordenadas simples: antes de Cristo y su obra redentora,
nuestra humanidad conocía la Ley que marcaba el camino de lo bueno y agradable
a Dios; mas en nuestro natural otra ley pujaba, la del pecado que conduce a la
muerte. Así la explicitación de la Ley de santidad provocaba la reacción de las
pasiones desordenadas y el conflicto. Nos anticipas empero que hemos sido
liberados de esta situación por la Gracia de Cristo para vivir en un Espíritu
nuevo.
Pero
veamos mejor tu descripción de esta tensión entre la Ley y el pecado.
“Porque
el pecado, tomando ocasión por medio del precepto, me sedujo, y por él, me
mató. Así que, la ley es santa, y santo el precepto, y justo y bueno. Luego ¿se
habrá convertido lo bueno en muerte para mí? ¡De ningún modo! Sino que el
pecado, para aparecer como tal, se sirvió de una cosa buena, para procurarme la
muerte, a fin de que el pecado ejerciera todo su poder de pecado por medio del
precepto.” Rom 7,11-13
¿O
no hemos escuchado y experimentado alguna vez que “lo que es prohibido seduce
más”? Si apenas nos intiman “por aquí no debes andar”, la tentación encuentra
su oportunidad bajo pretexto de curiosidad o sembrando desconfianza acerca de
la bondad ya del Legislador ya de la Ley. Esto sucedió a nuestros primeros
padres que en el Paraíso tenían el árbol de la Vida y todos los árboles del
jardín a su entera disposición; pero el árbol de la Ciencia del Bien y del Mal
estaba reservado para Dios, no debían intentar comer su fruto. El Adversario
los sedujo y le vieron apetecible e introdujo la mentira: “Tu Dios es un
egoísta que sabe que si lo comen serán ustedes también como dioses”. Comieron y
con el pecado sobrevino la muerte.
“Sabemos,
en efecto, que la ley es espiritual, mas yo soy de carne, vendido al poder del
pecado. Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero,
sino que hago lo que aborrezco. Y, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con
la Ley en que es buena; en realidad, ya no soy yo quien obra, sino el pecado
que habita en mí. Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi
carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto
que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y, si hago
lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí.”
Rom 7,14-20
“La
ley es espiritual, mas yo soy de carne, vendido al poder del pecado.” Tremenda
confesión del Apóstol, en quienes todos los que aspiramos a llevar una vida
santa nos vemos reflejados. Pues tampoco nosotros a veces comprendemos nuestro
proceder y nos dolemos de no poner en obra cuanto queremos y deseamos en Dios,
sino que nos deslizamos hacia el abismo de lo que aborrecemos. Experimentamos
amargamente la fuerza oscura del pecado que habita en nosotros. Lo hacemos a
tal punto que podríamos junto al Apóstol clamar desesperados: “¡Es que nada
bueno habita en mí!”.
En
este sentido el hombre es “carne” y debe reconocerlo para poder ser redimido.
La Ley de Dios le pone todo cuanto es bueno y santo a su alcance, mas no puede
realizarlo sin la Gracia. El hombre no se salva a sí mismo, todo lo contrario,
cuanto más suficiente se cree más y más se desliza hacia abajo en el tobogán de
su caída.
“Descubro,
pues, esta ley: aun queriendo hacer el bien, es el mal el que se me
presenta. Pues me complazco en la ley de
Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha
contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis
miembros. ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?
¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor! Así pues, soy yo mismo
quien con la razón sirve a la ley de Dios, mas con la carne, a la ley del
pecado.” Rom 7,21-24
San
Pablo nos enuncia aquí esta división o fragmentación que la persona experimenta
entre el “hombre interior o espiritual” que aspira a vivir según la Ley de la
Gracia y el “hombre carnal” que se inclina a la ley del pecado. Pero ya
anticipa la alabanza a Jesucristo quien podrá liberarnos de semejante confrontación
asegurándonos la victoria.
Quizás
sería prudente aquí recordarnos la fe de la Iglesia acerca de la concupiscencia
de la carne:
“Nadie, ni aun después
de haber sido renovado por la gracia del
bautismo, es capaz de superar las asechanzas del diablo y vencer las concupiscencias de la carne, si
no recibiere la perseverancia en la buena conducta por la diaria ayuda de Dios.
Lo cual está confirmado por la doctrina
del mismo obispo en las mismas páginas, cuando dice: Porque si bien él redimió
al hombre de los pecados pasados; sabiendo, sin embargo, que podía nuevamente
pecar, muchas cosas se reservó para repararle, de modo que aun después de estos pecados pudiera
corregirle, dándole diariamente remedios, sin cuya ayuda y apoyo, no podremos
en modo alguno vencer los humanos
errores. Forzoso es, en efecto, que, si
con su auxilio vencemos, si él no nos ayuda, seamos derrotados.” SAN
CELESTINO I Indículos sobre la gracia de Dios o “Autoridades de los obispos
anteriores de la Sede Apostólica”, añadidas por los colectores a la Carta 21
Apostolici verba praecepti, a los obispos de las Galias, del 15 de mayo de 431
“Ahora bien, que la
concupiscencia permanezca en los bautizados, este santo Concilio lo confiesa y
siente; la cual, como haya sido dejada para el combate, no puede dañar a los
que no la consienten y virilmente la resisten por la gracia de Jesucristo.
Antes bien, el que legítimamente luchare, será coronado (2 Tim. 2, 5). Esta
concupiscencia que alguna vez el Apóstol llama pecado (Rom. 6, 12 ss), declara
el santo Concilio que la Iglesia Católica nunca entendió que se llame pecado
porque sea verdaderamente pecado en los renacidos, sino porque procede del
pecado y al pecado inclina. Y si alguno sintiere lo contrario, sea anatema.” PAULO
III, 1534-1549 CONCILIO DE TRENTO, 1545-1563 XIX ecuménico (contra los
innovadores del siglo XVI) SESIÓN V (17 de junio de 1546) Decreto sobre el
pecado original
CATECISMO
Nº 405 “Aunque propio de cada uno, el pecado original no tiene, en ningún
descendiente de Adán, un carácter de falta personal. Es la privación de la
santidad y de la justicia originales, pero la naturaleza humana no está
totalmente corrompida: está herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a
la ignorancia, al sufrimiento y al imperio de la muerte e inclinada al pecado
(esta inclinación al mal es llamada "concupiscencia"). El Bautismo,
dando la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado original y devuelve el
hombre a Dios, pero las consecuencias para la naturaleza, debilitada e
inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual.”
El
cristiano, cuya vida tras el bautismo es un “estar y permanecer en Cristo”, no
deja de experimentar la debilidad de su naturaleza y la inclinación al pecado
llamada “concupiscencia”. Esta es la “ley de pecado que nos habita” y que
aflige al Apóstol, esta inclinación que nos invita al mal y a romper con Dios y
su Ley de Gracia. Todos la experimentamos ciertamente y algunos vamos aceptando
que el combate espiritual es continuo en la vida discipular. El enemigo aún
permanece adentro y la vida cristiana en la historia es penitencial, duro
combate de purificación. Como ya nos ha dicho San Pablo, se trata de
“crucificar las pasiones”. ¡Buen combate! Nada te será posible sin el auxilio
de la Gracia.
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