UN SOLO CUERPO EN CRISTO
“Pues, así como nuestro cuerpo, en
su unidad, posee muchos miembros, y no desempeñan todos los miembros la misma
función, así también nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo
cuerpo en Cristo, siendo cada uno por su parte los unos miembros de los otros. Pero
teniendo dones diferentes, según la gracia que nos ha sido dada, si es el don
de profecía, ejerzámoslo en la medida de nuestra fe; si es el ministerio, en el
ministerio; la enseñanza, enseñando; la exhortación, exhortando. El que da, con
sencillez; el que preside, con solicitud; el que ejerce la misericordia, con
jovialidad.” Rom 12,4-8
¿Qué hemos hecho nosotros hoy, estimado
San Pablo, con la Iglesia que ustedes los Apóstoles nos han legado?
Porque tú –que no solo aquí utilizas la
analogía del cuerpo- y los demás varones apostólicos, tenían claro el principio
fundamental de la eclesiología: la Iglesia es de Cristo, se funda en Cristo y
sin Cristo no hay Iglesia. ¡En Cristo! Un axioma tan simple, evidente y de
sentido común. Así la Iglesia en los orígenes, bajo esta sólida y apasionada
convicción –“somos la Iglesia de Cristo”- crecía y se expandía y también podía
hallar cohesión y unidad.
En este pasaje nos lo enseñas y además
nos exhortas. El cuerpo es uno, somos como Iglesia un cuerpo en Cristo. Y cada
uno de nosotros somos miembros de Cristo por su cuerpo la Iglesia. Esto supone
una conciencia doctrinal y vital: ya no nos pertenecemos a nosotros mismos pues
somos de Cristo, “un pueblo de su propiedad” como canta la Liturgia con toda su
resonancia bíblica. He aquí el status básico de todo cristiano, su vocación y
su dignidad: somos de Cristo que nos ha llamado, elegido y reunido en su
Iglesia.
Pues entonces esta pertenencia de todos
a Cristo nos hace a unos miembros de los otros en un solo cuerpo. No solo es el
Señor el cimiento sobre el cual se funda sino también el vínculo de ligazón –ya
lo expresarás con aquella imagen de Cristo como piedra angular que traba toda
la edificación-. La identificación eclesial con Cristo posibilitaba que la
originalidad propia de cada hermano pudiese confluir en la convivencia
comunitaria. El Señor había asignado a cada quien su función en el cuerpo y le
había dotado de carismas y dones para ejercitarla en ese mismo cuerpo. Quien profetizaba era llamado a
hacerlo en Cristo –y según Cristo- para sus hermanos los otros miembros en
favor de un mismo cuerpo: tal era la medida de la fe propuesta y esperada. Por
tanto, “si es el ministerio, en el ministerio;
la enseñanza, enseñando; la exhortación, exhortando”, es decir cada quien en el lugar asignado por Dios y fiel al
don concedido, responsable de su ejercicio frente al Señor y a los hermanos. Pero
además, “el que da, con sencillez; el que
preside, con solicitud; el que ejerce la misericordia, con jovialidad”. La
adjetivación acerca del modo de ejercitarse
como miembro del cuerpo se indica como prevención de conflicto o disgregación, apuntando
a sostener la cohesión eclesial en la unidad que da la Caridad que es Dios.
Así la verdad acerca de la identidad de
la Iglesia se proclamaba con paz y gozo pues básicamente se trataba de una
experiencia de Amor. La Iglesia era y quería ser el Pueblo nacido del Amor de
Cristo manifestado en su Pascua y era el ambiente fraterno donde se podía
caminar juntos, permaneciendo y creciendo en la Vida Nueva hacia la Gloria, cuando
la esposa se reencontrara plena y definitivamente con su Esposo.
Hoy no dudo que estas afirmaciones sean
teóricamente sostenidas pero prácticamente se han tornado arduas. ¿Qué nos ha
pasado? No estoy apuntando al pecado personal con sus diversas variantes que
siempre lastiman al cuerpo eclesial; sino a una situación cultural muy
extendida. Pues desde hace tiempo viene llegando hasta nuestros días la
Modernidad. No pretendo abordarla en tan pocas líneas pero sin duda este
movimiento sostiene la elevación del
sujeto como uno de sus estandartes centrales. La primacía del individuo y sus
derechos ha introducido un serio interrogante en la interacción entre la
persona y la comunidad. Esta relación se ha tornado crispada y conflictiva.
¿Quién prima, instrumentaliza y limita a quién? ¿La comunidad al individuo o
viceversa? Porque los sistemas de pensamiento han partido de cierta sospecha al
parecer: en el naturalismo el individuo bueno es corrompido por el contacto con
la sociedad y debe apartarse o mantenerla bajo vigilante distancia, en el
idealismo el individuo alcanza su cumbre paradójicamente en la des-individuación
y auto-conciencia en el espíritu absoluto y en el racionalismo se erige como
pensamiento fundante y abarcativo de la realidad. Obviamente hago una síntesis
simplista. Pero las consecuencias se leen por sus huellas en la historia.
Frente a los individuos rebeldes y
remisos a ser reducidos a lo común la comunidad elabora estrategias
uniformantes y totalitarias. Los individuos para resistir en su originalidad
derivan en el relativismo y la anarquía. La fragmentación y el permanente
conflicto de intereses parciales son propios de una cultura que no encuentra su
fundamento aglutinante, ese dinamismo que haga converger a todos hacia sí y
armonice la convivencia. Los procesos modernos han terminado –se los considere
posmodernos o no- en un biocentrismo ecologista extremo que ve en el hombre
todo el mal que sufre el mundo o en un falso endiosamiento de la subjetividad
que no resiste la existencia de Dios y de un horizonte objetivo precedente. Un
intento de suplantación ha surgido: el Estado en lugar de Dios y la política en
vez de la Caridad. Me temo que muerto Dios, muerto el hombre. El horizontalismo
revolucionario, negando el eje vertical y trascendente, nos ha sumido a todos
en la ley de la selva –el hombre lobo del hombre y la supremacía del más fuerte-
o en la sumisión a transitar anestesiados en un proyecto globalizado de consentida
esclavitud conformista.
¿Los vientos de las doctrinas modernas
han impactado de lleno en la Iglesia peregrina? Algo de ello habrá en ese
tufillo cotidiano que huele a que la Iglesia es nuestra, demasiado nuestra. En
ese obsesivo interés de inclinarlo todo reverencial, funcional y servilmente hacia
el hombre, incluso a Dios y su Revelación. De hecho el espíritu de la época y
la adaptación a la cultura vigente van erigiéndose como ley y medida para la
valoración de lo auténticamente eclesial. ¿Y de dónde sino esta acentuación
ideológica en la que se enciende el debate interno entre derechas e izquierdas,
conservadores y progresistas? ¿De dónde este afán de democratización que tiene
que ser empujado o por una autoridad absolutista –nepotista y poco colegial- o
por una relativización doctrinal de los principios contenidos en el mismísimo
Depósito de la Fe? También el cuerpo eclesial últimamente se manifiesta como
disgregado y roto. Asombrosamente se vuelve habitual la retirada de sus
miembros hacia una fe privatizada y rediseñada a medida del beneficiario. Como
las estrategias de comunicación que instrumentalizando la participación de
todos terminan asegurando que toda la vida eclesial quede en las manos de cada
vez más pocos encumbrados. ¿Quizás también hayamos sido tentados por un fraternalismo
horizontal y relativista?
Espero no haber sido inoportuno con mi
digresión. Pero al dialogar con San Pablo y su analogía de la Iglesia como Cuerpo
de Cristo no he podido sino querer religar a los suyos con su único Señor. ¿No
debemos convertirnos y volver a Cristo? Sólo en Él podremos reconocernos
verdaderamente hermanos y la originalidad de nuestras personas –con sus múltiples
dones y carismas- converger en la unidad de un solo cuerpo. No hay cohesión
gozosa posible que no surja de la Pascua y de Pentecostés. Al debilitar el
teocentrismo eclesial, suplantándolo por un antropocentrismo moderno, lo que
dejamos fuera de la Iglesia es nada más y nada menos que el Amor. ¿Con más
hombre y cultura epocal a costa de menos Jesucristo y Revelación habrá más
Caridad? Me temo que una Iglesia así se volvería inhospitalaria y caminaría como
envuelta entre tristes sombras y angustiosas tensiones. Para mantenerse unida no
le quedaría sino el recurso a una expectativa pueril y paternalista colocada
sobre uno o más “iluminados fratres” y en su habilidad para hacer política.
Sería la involución y el descenso de la Iglesia a una organización meramente
mundanal.
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