UNA
CARIDAD SIN FINGIMIENTO
Con exquisita delicadeza, admiradísimo
San Pablo, nos describes el ejercicio de la Caridad cristiana en plan de
alcanzar una madura santidad.
“La caridad de ustedes sea sin
fingimiento; detestando el mal, adhiriéndose al bien; amándose cordialmente los
unos a los otros; estimando en más cada uno a los otros; con un celo sin
negligencia; con espíritu fervoroso; sirviendo al Señor…” Rom 12,9-11
“La caridad de ustedes sea sin
fingimiento”. Porque verdaderamente es tan bello y
luminoso un ambiente cristiano donde los hermanos se aman de verdad, con
simplicidad y transparencia. Lamentablemente no siempre experimentamos así el
clima de nuestras comunidades. Aún no
liberados totalmente del pecado y con nuestra naturaleza inmadura y lastimada,
solemos dar lugar a los acomplejamientos y sospechas, engendrando desconfianza
y competitividad, un juego retorcido de impostaciones y máscaras, recelos y
temores y quien sabe qué más; la enumeración es tediosa de elencar. La comunidad
cristiana requiere pues siempre de una gran dosis de purificación de aspectos
personales y revisión de prácticas y dinamismos que se nos instalan. La
corrección fraterna se torna tan necesaria como esquivada, justamente cuando la
caridad tiene sesgos de fingimiento y la libertad para la interrelación se encuentra
condicionada, tensa y enredada.
“Detestando el mal, adhiriéndose al
bien”. Principio clásico de la vida moral y
regla de oro de su discernimiento –enseñado por la Escritura- y ahora aplicado
a la vida común. Amarse sin fingimiento y, por tanto sin renuncias
acomodaticias, o sea sin concesiones impropias a una mentalidad empecatada y
dominada por los falsos respetos humanos de este mundo, será simplemente
ayudarnos mutuamente a salir del mal y perseverar en el bien. La Caridad sin
fingimientos, la Caridad de Dios reinando entre los cristianos, significa
amarnos para la santidad, buscando que el hermano sea santo, ayudándonos mutuamente
a permanecer en santidad.
“Amándose cordialmente los unos a
los otros; estimando en más cada uno a los otros”. Este
amor cordial, que involucra el corazón como ese centro espiritual profundo
donde Dios se manifiesta y transforma a la persona desde dentro, se verifica en
la inclinación a poner a los demás por encima de nosotros mismos. Es la Caridad
de Cristo que “no vino a ser servido sino a servir y dar su vida en rescate por
muchos”. Caridad de Cristo revelada en plenitud en la Cruz y anticipada de
tantas formas como en la parábola del buen samaritano y en los gestos de la
última cena, el lavatorio de los pies y claro en la institución de la
Eucaristía. Así el mismo Apóstol lo indica en Filipenses 2,5 introduciendo
famoso himno: “Tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús”.
“Con un celo sin negligencia; con
espíritu fervoroso; sirviendo al Señor.” Apasionados en
el amor fraterno, sirviendo al Señor Jesucristo en los hermanos para que su
persona crezca más y más en ellos, cuidándolos con solicitud para que permaneciendo
en la Caridad de Dios vivan santamente. Así podríamos quizás traducirlo. ¡Qué paraíso
una comunidad cristiana que alcance semejante estatura en Gracia!
“Con la alegría de la esperanza;
constantes en la tribulación; perseverantes en la oración; compartiendo las necesidades de los santos;
practicando la hospitalidad.” Rom 12,12-13
¡Cuán magistralmente presentas los
frutos de esta comunidad cristiana –auténticamente fraterna- que practica una
Caridad sin fingimientos según Dios! En medio del mundo de los hombres
resplandece tan serenamente madura y libre. Persevera alegre y llena de
esperanza porque sabe de Quien le viene la Vida, de Quien la recibe y Quien se
la asegura. Fundada y cimentada en Cristo persevera en las tribulaciones con el
buen temple de esa fe informada por el amor que engendra la esperanza. Pero
este buen ánimo lo ejercita en la oración constante, en el permanente ofrecerse
a sí misma y todo cuanto es y transita, abandonándose entre las manos del buen
Dios y Padre. Así florece compartiendo las vicisitudes de los santos y siendo
regazo hospitalario para cuantos lo requieran.
“Bendigan a quienes los persiguen,
no maldigan. Alégrense con los que se
alegran; lloren con los que lloran. Tengan
un mismo sentir los unos para con los otros; sin complacerse en la altivez;
atraídos más bien por lo humilde; no se complazcan en su propia sabiduría.” Rom
12,14-16
De este modo la comunidad cristiana,
desde el Señor y bajo su impronta, es fuente de bendición para todos, incluso
para quienes traman daños en su contra. Claramente presumimos aquí la
identificación con su Maestro que la guía por los senderos que conducen a la
Cruz y que desde el comienzo de su ministerio público les ha exhortado: “Bienaventurados
ustedes cuando los persigan e injurien a causa de mi Nombre”.
Esta fraternidad verdaderamente
caritativa sintoniza con sus interlocutores y su situación vital: llora con los
que lloran y se alegra con los que ríen, canta con los que festejan y hace
duelo con los sufridos, anhela con los que buscan y alaba a Dios con quienes
encuentran. La caridad de Cristo reina en el temple comunitario y le inspira en
el trato con sus contemporáneos. Se cumple pues la vocación de la Iglesia como
mediación de la presencia fiel del Señor Jesús, continuidad de su mirada compasiva
y de sus manos sanadoras en medio del mundo de los hombres.
“Atraídos por lo humilde”.
Esta clave fundamental no solo ad intra es humos de comunión y de sinergia,
sino que ad extra garantiza la rectitud de un servicio y misión sellados por la
gratuidad. Porque si podemos afirmar de la virtud de la humildad que cuida la
puerta como fiel guardiana de la casa del alma y que un sano crecimiento en la
vida espiritual no puede realizarse sino de su mano, ¡cuánto más debemos desear
y cuidar que en las puertas de la Iglesia de Dios la humildad reine y custodie
la casa!
“Sin devolver a nadie mal por mal;
procurando el bien ante todos los hombres: en lo posible, y en cuanto de ustedes
dependa, en paz con todos los hombres; no tomando la justicia por cuenta suya,
queridos míos, dejen lugar a la Cólera, pues dice la Escritura: Mía es la
venganza: yo daré el pago merecido, dice el Señor. Antes al contrario: si tu
enemigo tiene hambre, dale de comer; y si tiene sed, dale de beber; haciéndolo
así, amontonarás ascuas sobre su cabeza. No te dejes vencer por el mal; antes
bien, vence al mal con el bien.” Rom 12,17-21
“No te dejes vencer por el mal;
antes bien, vence al mal con el bien.” Una comunidad
cristiana pacífica –que no ingenua o débil-, sino robusta en la Caridad. Pues
la Iglesia es llamada a un adulto realismo: hará el bien a todos en cuanto de
ella dependa, sabiendo que ese bien puede ser ignorado o rechazado, o que pueden
devolverle injusticia a cambio de su amor. No se desanimará ni se degradará
rebajándose a pagar con la misma moneda. Dios es Justo y el juicio está en su mano
y allí debe quedarse, en el ámbito de su Voluntad y Sabiduría. El Dios Santo y
Misericordioso es el mismo Dios del Juicio y la Retribución. Por tanto a tus
enemigos hazles el bien a cambio del mal y en todo caso tu Caridad dará
testimonio frente a Dios del desvío de sus corazones. No te amargues ni que su
agresión confunda tu mente y descarrile tu corazón. Por la Caridad ejercida en
la animosidad contra ti invítalos al arrepentimiento y la penitencia y si se
convierten al Señor habrás ganado hermanos. Sino al menos no te habrás perdido
a ti misma y quedarás en paz dejando todo Juicio a tu Dios.
“Una caridad sin fingimiento”.
Ha sido el latiguillo constante que nos ha animado durante esta meditación.
Roguemos al Espíritu Santo que derrame abundantemente la Caridad de Dios en su
Iglesia. Que nuestras comunidades cristianas vivan en constante conversión al
Amor de Dios, para vivirlo y testimoniarlo con alegría y paz, en todos los
caminos del mundo y sobre todo en las alturas de la Cruz.
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