QUE CADA UNO TRATE
DE
AGRADAR A SU PRÓJIMO PARA EL BIEN,
BUSCANDO
SU EDIFICACIÓN (I)
“Acojan bien al que es débil en la
fe, sin discutir opiniones. Uno cree poder comer de todo, mientras el débil no
come más que verduras. El que come, no desprecie al que no come; y el que no
come, tampoco juzgue al que come, pues Dios le ha acogido. ¿Quién eres tú para
juzgar al criado ajeno? Que se mantenga en pie o caiga sólo interesa a su amo;
pero quedará en pie, pues poderoso es el Señor para sostenerlo. Este da
preferencia a un día sobre todo; aquél los considera todos iguales. ¡Aténgase
cada cual a su conciencia! El que se preocupa por los días, lo hace por el
Señor; el que come, lo hace por el Señor, pues da gracias a Dios: y el que no
come, lo hace por el Señor, y da gracias a Dios.” Rom 14,1-6
Continuamos contigo, querido San Pablo,
ocupados en un buen y delicado ejercicio de la caridad en la comunidad
cristiana. Evidentemente has tenido que ayudar a distender disputas surgidas
entre los hermanos en torno al consumo de alimentos que algunos creían
permitidos y otros no. Veamos algunos criterios muy iluminadores que nos
brindas.
“Acojan bien al que es débil en la
fe”. Supongo que casi todos hemos presenciado o
protagonizado discusiones al interno de la vida fraterna por cuestiones nimias:
meras costumbres humanas, criterios subjetivos, acentos de personalidad,
sensibilidades anímicas diversas y más de este estilo. Otras veces pudieron ser
aspectos algo más profundos como prácticas piadosas y devocionales, carismas o
inclinaciones hacia algún modo de espiritualidad, tal vez comprensiones teológicas
divergentes en diferentes campos. ¿Pero en verdad era tan importante sostener
una discusión al respecto y pretender ganarla?
Por supuesto que hay asertos
fundamentales y objetivos que nos obligan a todos a adherirnos en una misma Fe
en clave de comunión eclesial. Lo que afecta a nivel dogmático, lo que es
un dato de Fe que aporta la Revelación y
lo que ha sido solemnemente definido por el Magisterio, se encuentran en la
cumbre de la jerarquía de verdades recibidas por la Iglesia. Sin embargo hay
niveles diversos que piden asentimientos diversos y siempre todo proceso debe
ser animado por la Caridad.
En
la práctica, en la actualidad es tan deficitaria la formación en el
conocimiento de nuestra Fe común, tal el grado de confusión doctrinal y la
decadencia de la vida virtuosa, que inevitablemente nos enroscamos en disputas
que frecuentemente nos llevan a rompimientos y roturas intra-eclesiales. En
verdad sostenemos tantas controversias a veces vividas con vehemencia que en
cambio habilitarían por su carácter un sano disenso y libertad en la caridad.
Por debajo de las ofuscaciones y peleas, ¿no habrá el intento de imponernos o
una dificultad a admitir al que piensa y siente diferente en cuestiones
opinables? Nunca hay que descartar la incidencia de la tentación y del pecado
en el trasfondo.
Además el Apóstol apunta a un detalle
crucial: ¿quién es el hermano con quien discutes?, ¿en qué momento de su crecimiento
en la fe se encuentra?, ¿con este intercambio le ayudas o le dificultas su
camino? Porque al niño de jardín de infantes no intento enseñarle análisis
matemático, no renuncio a hacerlo pero entiendo que debo esperar el tiempo
oportuno. También en la vida fraterna hay que saber acompañar con solicitud el
proceso de nuestro prójimo. ¡Claro que esto no puede ser nunca una excusa para
convalidar el pecado! Pero siempre debemos tener presente que ni nosotros
mismos hemos llegado a nuestro actual estado sin un camino recorrido. ¿O a un
recién converso le impondremos la disciplina propia de un monje? ¿O le
exigiremos al laico que sostenga una vida de oración según las obligaciones de
estado de un clérigo o consagrado?
“Dios le ha acogido. ¿Quién eres tú
para juzgar al criado ajeno? Que se mantenga en pie o caiga sólo interesa a su
amo; pero quedará en pie, pues poderoso es el Señor para sostenerlo.”
Obviamente en la Iglesia hay autoridades legítimas, constituidas por el Señor,
que disciernen y juzgan en su Nombre. Su servicio pastoral justamente es la
animación y conducción, la enseñanza y santificación del Pueblo de Dios. Sin
embargo, tanto en el ejercicio de la jerarquía como en la horizontalidad
fraterna de los bautizados, rige este principio fundamental: “no son nuestros,
son del Señor”, los hermanos son de Quien los eligió y llamó a su compañía. Por
tanto todo juicio de discernimiento sobre el prójimo debe hacerse en el Señor,
receptando y favoreciendo el proceso de Gracia que Él va llevando adelante. Amar
a Dios es también amarlo en los hermanos, amar su Señorío sobre nuestros
prójimos, amar su forma de obrar en ellos moldeándolos, ponernos siempre del
lado de la Sabiduría del Espíritu Santo renunciando a criterios propios que a
veces carecen de sentido sobrenatural.
“¡Aténgase cada cual a su
conciencia! (Si) lo hace por el Señor…” No se trata de
un subjetivismo sino de lo que llamamos “recta conciencia”. Insisto que se
trata de cuestiones opinables –en este caso prácticas piadosas en cuanto a la
ingesta de alimentos- donde no existe la obligación de atenerse a una norma
única objetivada para todos, o la única norma rectora y fundamental sigue siendo
guardar la caridad. “No matarás” o “santificarás las fiestas” son por ejemplo
preceptos claros cuya interpretación al aplicarlos a diversas circunstancias
puede admitir matices que disminuyan o incluso excluyan la responsabilidad
personal al no cumplirlos; pero nunca será lícito contradecir la veracidad del
mandato o relativizarlo como un imperativo moral. En cambio: ¿Qué es mejor rezar el Rosario o
la Coronilla, hacer ayuno a pan y agua o limitarse a comer verduras, hacer la
Adoración Eucarística pública en silencio o animada por cantos o con
reflexiones, recibir la Sagrada Comunión en la boca o en la mano, parado o de
rodillas? ¿Si no hago el retiro espiritual que propone tal Movimiento no
conozco en verdad a Cristo y no he alcanzado una real conversión? ¿Si no rezo
según los usos de tal corriente espiritual no actúa en mí el Espíritu?
Sin duda necesitamos invertir más
energía y tiempo en la formación de una “recta conciencia” en los discípulos de
Jesucristo para que su discernimiento moral sea más maduro y más eficazmente
fecundado por la Caridad de Dios.
“Porque ninguno de nosotros vive
para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el
Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya
muramos, del Señor somos. Porque Cristo murió y volvió a la vida para eso, para
ser Señor de muertos y vivos. Pero tú ¿por qué juzgas a tu hermano? Y tú ¿por
qué desprecias a tu hermano? En efecto, todos hemos de comparecer ante el
tribunal de Dios, pues dice la Escritura:
¡Por mi vida!, dice el Señor, que toda rodilla se doblará ante mí, y toda
lengua bendecirá a Dios.” Rom 14,7-11
Y de pronto, estimado Apóstol, de lo
cotidiano y a veces pedestre, te elevas de nuevo a la contemplación del
Misterio y con su Luz nos muestras tanto el fundamento sólido como el camino
abierto. ¡Cómo se extraña a veces en la Iglesia peregrina impactada por la
Modernidad esta capacidad de remontarse al Misterio! Nuestras predicaciones,
reflexiones teológicas y discernimientos pastorales a menudo carecen de
profundidad y elevación sobrenatural.
“Porque
ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo.”
Pues
en verdad solo me quedaría repitiendo una y otra vez estas expresiones. Quizás
las traduciría también así: “No me pertenezco”. “Soy de Otro”. “No puedo ni
debo vivir solo a mis anchas”. “Mi vida no es mía es de Quien me la ha dado”. Sin
esta convicción, ¿en serio pensamos que podremos alcanzar una “recta conciencia”
y un auténtico ejercicio de la Caridad según Dios?
“Si
vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos.”
Obviamente,
solo en la concretes de una personal Alianza de Amor, esta verdad resuena y se
amplifica con todo su alcance. Por tanto la cuestión de la vida espiritual no
es un lujo para gente ociosa que debería ponerse a trabajar más pastoralmente y
contemplar menos. La contemplación es justamente el punto crucial donde el Amor
de Dios acogido en la profundidad del corazón hace madurar a las personas en la
unión con Jesucristo.
“Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor
somos. Porque Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de
muertos y vivos.”
Y
solo quien ha llegado a este punto del itinerario: “yo, tú y todos somos de
Dios”, podrá con recta conciencia encarnar la Caridad. Solo aquí, en esta
conversión radical a la Gracia y en este devolvernos al Señor sin reservas, la
Pascua redentora derrama toda su Luz vivificante y transformadora de la realidad
y de nuestros vínculos.
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