DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 63

 




EL EJERCICIO DE LOS DONES ESPIRITUALES 

SEGÚN LA CARIDAD (I)

 

Estimadísimo padre, hermano, maestro, Apóstol San Pablo, tras manifestarnos el misterio de la Iglesia como comunión e invitarnos a considerar la caridad como el gran quicio de la vida comunitaria, ahora nos exhortas a un recto ejercicio de los dones y carismas que Dios nos otorga.

 

“Busquen la caridad; pero aspiren también a los dones espirituales, especialmente a la profecía. Pues el que habla en lengua no habla a los hombres sino a Dios. En efecto, nadie le entiende: dice en espíritu cosas misteriosas. Por el contrario, el que profetiza, habla a los hombres para su edificación, exhortación y consolación. El que habla en lengua, se edifica a sí mismo; el que profetiza, edifica a toda la asamblea. Deseo que hablen todos en lenguas; prefiero, sin embargo, que profeticen. Pues el que profetiza, supera al que habla en lenguas, a no ser que también interprete, para que la asamblea reciba edificación.”  1 Cor 14,1-5

 

Como ya habíamos anticipado, la comunidad de Corinto disfruta y sufre al mismo tiempo un intenso fenómeno carismático que se hace presente en las asambleas fraternas dedicadas a la oración o incluso quizás también a la Eucaristía. Cuando la comunidad se reúne para ponerse delante de Dios experimenta la acción del Espíritu Santo que como en Pentecostés unge, impulsa, enciende, ilumina y transforma. Sin embargo a San Pablo le parece que aquella experiencia se torna desordenada, quizás algo caótica. ¿Cómo dar criterios que permitan que la asamblea se desarrolle con una armonía en la que todos puedan resultar edificados y al mismo tiempo no imponer una disciplina que apague el Espíritu? Ya nos lo ha dicho en el centro de esta unidad teológica en el capítulo 13: la clave es la caridad.

También adelantamos que hay dos carismas que son muy valorados y que se expresan vigorosamente: el don de lenguas y la profecía. Ciertamente sería arduo intentar describir y reponer exactamente el sentido de estos dones en aquella circunstancia concreta. Accedemos humildemente desde la analogía con la experiencia espiritual de la Iglesia peregrina en tres milenios y en el más contemporáneo ejercicio de la renovación carismática, tanto reformada pentecostal como católica.

El don de lenguas es una comunicación en el Espíritu Santo que desde el orante asciende a Dios. Comúnmente se la ha denominado también “glosolalia”, es decir, la capacidad que tenemos de pronunciar y conectar sílabas en fórmulas ininteligibles. No se trata de hablar otros idiomas que desconocemos (sería posible a nivel infuso tanto esto como hablar nuestro idioma y que cada quien lo comprenda en el suyo, como en el relato de Pentecostés según Hechos). Aquí se nos refiere la aparición de un lenguaje ininteligible, digamos “místico”, un lenguaje para comunicarse con Dios más directo e intuitivo.

El don de lenguas es valioso a nivel espiritual para quien lo recibe, pues básicamente es la experiencia de una nueva libertad para el trato con Dios. Supone un cierto desatarse de moldes prefijados, un dejar el control en manos de las mociones espirituales, un cierto abandonarse y confiarse al Señor y ser regalado por una misteriosa comunicación que engendra en el alma tanto gozo como comunión. Cuando verdaderamente es el Espíritu quien lo derrama se percibe la suavidad de su unción y un contexto de armonía que incluso a veces en una asamblea genera interconexión entre varios orantes que lo ejercen. Pero también puede contaminarse y dar lugar a exaltaciones estruendosas y manifestaciones con tinte de desequilibrio. Lo que el Apóstol quiere marcar es que en el mejor de los casos le aprovecha al orante pero no tanto al resto de los hermanos. Una y otra vez insistirá con el término “edificación” que muestra que la caridad hace bien, produce frutos saludables y crecimiento en la comunión. El don de lenguas según San Pablo, cuando es auténtico y se ejerce según el Espiritu, edifica al orante mucho más que a la asamblea.

En cambio el carisma de profecía es justamente una palabra descendente desde Dios hacia los hombres. ¿A qué llamaban profecía? Difícil saberlo con exactitud. Pero conocemos que la Iglesia primitiva reconocía por ejemplo el ministerio de “profetas itinerantes” que iban de comunidad en comunidad predicando y enseñando. Digamos que tanto en aquel especialísimo carisma –conectado al ministerio apostólico- como en el contexto de la asamblea de oración o litúrgica, la profecía se trata de una “palabra ungida”. Puede tomar múltiples formas y no debe identificarse con éxtasis de videntes místicos. Quizás es una palabra de sabiduría o de consejo, o una palabra de exhortación a la conversión o de promesa de sanación y transformación por la Gracia, incluso una palabra que hace comprensible la historia y su devenir, quizás un discurso vibrante o predicación provocadora. Lo cierto es que la profecía es recibida como una palabra que viene de Dios. En esta palabra humana late y palpita la unción del Espíritu Santo, la voz Divina, la Sabiduría eterna.

Obviamente San Pablo prefiere este carisma por sobre el anterior. Pues aquí esta palabra comprensible -aunque seguramente deberá ser digerida en toda su profundidad-, es una locución cargada de sentido, que anuncia, explica y orienta. Claro que también este don puede contaminarse tanto por la regulación o manipulación interesada –conciente o no- del mensajero, tanto como por sus propias coordenadas personales de recepción y transmisión. Una palabra profética auténtica se reconoce por esa “unción espiritual” que la caracteriza y que le confiere simplicidad, luz y paz. Más allá de su contenido tiende a invitar a la consolación interior, a la libertad para entregarse a Dios y a confiar en su Gracia. Cuando no llega prístina sino embarrada con nuestros ruidos, suele manifestarse extravagante, algo compleja e intrincada, esotérica y pretenciosa. Obviamente provocará mas bien confusión, una insana curiosidad y un temor a lo oculto que limita y amenaza nuestra libertad. Como la verdadera profecía es muy valiosa en cuanto palabra ungida por el Señor, la falsa profecía es tremendamente riesgosa como palabra manipulada por el Demonio.

Volvamos a nuestro eje: la caridad. La caridad edifica. El don de lenguas edifica sobre todo al orante. El de profecía en cambio edifica indirectamente al humilde mensajero pero básicamente se dirige al provecho de la comunidad. En la lógica de Pablo pues en la profecía hay mayor amor. Aunque reconoce que puede darse otro carisma: el de interpretación de lenguas. Si lo recibe el mismo orante u otro hermano en la asamblea, logrando hacer inteligible para todos ese lenguaje místico de comunicación unitiva con Dios y de glorificación de su Señorío, entonces el don de lenguas se emparentaría al de profecía en su capacidad de edificación. Como sea el Apóstol nos invita a aspirar a los dones y carismas espirituales sabiendo que son regalos del Amor de Dios, ejercitándolos rectamente según su Caridad divina para el bien de toda la Iglesia.

 

 

EVANGELIO DE FUEGO 11 de Diciembre de 2025


 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 62

 


SI NO TENGO CARIDAD… NADA SOY, NADA APROVECHA

 

 

Ya anticipamos augusto San Pablo, que el misterio de la comunión de la Iglesia solo puede realizarse en, por y para el amor. En el exquisito desarrollo que sigue nos has presentado una de las páginas más bellas del Nuevo Testamento.

 

“Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía, y conociera todos los misterios y toda la ciencia; aunque tuviera plenitud de fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, nada soy. Aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha. La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta.” 1 Cor 13,1-7 

 

Verdaderamente no hay mucho por interpretar. Todo don o carisma, por excelente y encumbrado que parezca, no tiene substancia sin amor, sin caridad carece como de su alma, se vacía de sentido a tal punto que no aprovecha sino que estorba, introduce ruido y disturba. Como ya dijimos, lo que Dios dio para el bien de todos, mal ejercitado genera superposiciones, competencias, roces, tironeos, exhibicionismo, luchas por el protagonismo y la centralidad, un sinfín de males.

Al describir entonces las virtudes de una caridad que ejercita los carismas en bien de todo el cuerpo eclesial, nos señalas un horizonte claro de crecimiento como pautas muy concretas para revisar nuestras actitudes.

“La caridad es paciente.” Por tanto, el don que administro y el lugar que ocupo en la Iglesia, debo vivirlos como un proceso que requiere tiempo. Si me apuro o me retraso malograré la intervención. Amar significa acompasarme al ritmo de Dios, unirme al ritmo de paso que propone el Espíritu. Y ante todo darme cuenta que debo respetar el proceso de todos los miembros del Cuerpo. Ser paciente es dejar que el Señor conduzca, esperar a Dios, dejar que Él tenga la iniciativa y secundarlo.

“La caridad es servicial”. ¡Y qué mejor imagen podemos traer que la de Cristo abajándose para lavar los pies a sus discípulos! El carisma que he recibido debe arrodillarse frente al prójimo y frente a toda la comunidad. Un carisma ejercido humildemente tiene la suavidad y la eficacia del amor.

“La caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés.” Lo expresaría así: “el amor hace morir al yo”. Un don que Dios ha dado debe ser vivido según la Pascua del Señor porque de ella ha brotado. Son dones de la Pascua los que tengo entre mis manos. ¿Cómo pretendo hacer uso de ellos sin la Cruz? No me han sido ofrecidos para que me eleve sobre los demás, ni para competir con nadie, ni para pretender que todos pongan sus ojos en mí. Me han sido regalados para que haga donación y ofrenda de mi persona, uniéndome a Jesús en su Sacrificio de Amor. Si los dones del amor no me llevan a amar, simplemente se corrompen. Es verdad que a veces estoy herido y me veo tan pobre y tan poco estimado que quisiera poner en la vidriera los carismas personales para ser reconocido. Pero no, si los uso estando enfermo será enfermo mi ejercicio y enfermará por ello al Cuerpo. Primero deja que el Señor te sane y ordene, luego con libertad bien intencionada despliega los carismas –que en verdad son Suyos- según su plan y no el tuyo.

 “La caridad no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad.” El amor obra el bien en la verdad. Cuando me irrito y ando masticando rencor, es que me he puesto por encima de mi hermano y me he sentido lesionado en algo, he visto amenazada mi posición. No soy pobre ni estoy entregado. Me he vuelto sobre mí mismo y me he ubicado en el centro y en lo alto. Es mi falsa omnipotencia herida la que habla por mi enojo.

Y cuando me alegro del mal que sufre otro, es que he puesto a mi hermano por debajo y miro placenteramente que sea inferior a mí, que la vida a él lo degrade y a mí me exalte me resulta ordenado y normal. Nunca he estado pues tan lejos de la Cruz y del Amor.

Lamentablemente a veces disponemos de los dones y carismas de Dios en modo prepotente. Más que ofrecerlos, los imponemos. Si al ejercitarlos no somos recibidos y honrados nos sentimos defraudados y ofendidos. Esa caricia del Espíritu que es un carisma, se ha transformado en mis manos atrofiadas en un arma para competir, distinguirme y vanagloriarme. Lo que fue dado para unir, se vuelve un elemento de división y contraposición. Lo que fue ofrecido para armonizar según el Espíritu, se ha desvirtuado en un factor de disgregación y desencuentro. Si los dones y carismas traen tristeza probablemente habrán sido contaminados de un mal espíritu.

La alegría del amor que se goza al ejercitar los dones y carismas de Dios es ésta: el amor se alegra cuando realiza el bien en la verdad.

“La caridad todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta.” ¡Que fiesta sería la Iglesia peregrina si lo que hemos recibido del Espíritu Santo realmente nos impulsara a excusar, creer, esperar y soportar. Entonces reinaría el Crucificado victorioso entre nosotros. Ese traspasado del cual brota como de una fuente la corriente inagotable del Espíritu.

 

“La caridad no acaba nunca. Desaparecerán las profecías. Cesarán las lenguas. Desaparecerá la ciencia. Porque parcial es nuestra ciencia y parcial nuestra profecía. Cuando venga lo perfecto, desaparecerá lo parcial. Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño. Al hacerme hombre, dejé todas las cosas de niño. Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido. Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad.” 1 Cor 13,8-13

 

Cuando aún somos inmaduros vivimos los dones y carismas de Dios como si fueran nuestros y en lugar de ponerlos al servicio del bien común los utilizamos para el propio interés. Nuestra inmadurez consiste en no poder salir del amor propio. Nos estamos buscando a nosotros mismos; no al hermano, no a Dios. No hemos podido atravesar las fronteras del yo. ¿A qué “nosotros” entonces podremos aspirar?

Llegada la hora de la madurez pasaremos por la Cruz. Solo al morir a nosotros mismos por amor podremos ser Iglesia. La entrega de la vida en el seguimiento del Señor es la clave indiscutible para vivir rectamente en el Espíritu.

Afirmamos que el amor no pasará jamás. Dios es Amor. Los dones y carismas con los que hemos sido adornados provienen de su Amor y son para amar. Son gracia. Gratuitamente nos han sido concedidos. Apenas los toque el interés se volverán un obstáculo. Mientras los sigamos recibiendo y ofreciendo humildemente serán una escalera para alcanzar el Amor que es comunión; comunión con el Misterio del Dios Amor en el misterio de la Iglesia llamada a participar de su Comunión.

 

 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 61

 




EL MISTERIO DE LA COMUNIÓN ECLESIAL (II)

 

 

Queridísimo Apóstol de Dios, continuamos contemplando contigo el misterio de la comunión eclesial.

 

“Pues del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo. Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.  Así también el cuerpo no se compone de un solo miembro, sino de muchos. Si dijera el pie: «Puesto que no soy mano, yo no soy del cuerpo» ¿dejaría de ser parte del cuerpo por eso? Y si el oído dijera: «Puesto que no soy ojo, no soy del cuerpo» ¿dejaría de ser parte del cuerpo por eso? Si todo el cuerpo fuera ojo ¿dónde quedaría el oído? Y si fuera todo oído ¿donde el olfato?” 1 Cor 12,12-17

 

En verdad tu enseñanza es tan clara que no reclama demasiado comentario sino más bien un intenso ejercicio de meditación y oración. Varias veces utilizarás (ya lo habíamos considerado en tu carta a los Romanos) la comparación con el cuerpo para explicitar el misterio de la Iglesia configurada así como Cuerpo de Cristo.  Aunque en otros escritos distinguirás mejor a Cristo como Cabeza y a la Iglesia como su Cuerpo.

Por lo pronto, nos invitas a reconocernos en la comunidad eclesial como miembros que interdependen unos de otros. Ningún miembro agota la totalidad del cuerpo sino que el cuerpo resulta de la organización armónica de muchos miembros diversos. Como a veces se dice, el “nosotros” es mucho más que la sumatoria de los “yo”. Y cada miembro, cada uno de nosotros en la Iglesia, ha sido ubicado en un lugar del cuerpo con una misión única en favor de todo el organismo.

¿Cómo es posible que esta pluralidad tan diversa encuentre cohesión? “Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.”  Insistamos pues en el hecho de que la Iglesia es un misterio de comunión solo posible por la acción del Espíritu de Dios. Realmente siempre me ha parecido imposible que personas tan diversas en su historia y personalidad como pueblos tan plurales culturalmente hablando, puedan alcanzar alguna unidad por la sola acción humana. Es muy bonito y queda siempre bien afirmar aquello de la “unidad en la diversidad”, pero en la práctica ningún ser humano, ningún procedimiento, ningún reglamento podrá jamás lograrlo. Se trataría solo de una ilusión de omnipotencia. Por eso las fraternidades universales de corte humanista y las organizaciones globalistas con sus agendas siempre fracasarán: simplemente se proponen un fin para el cual carecen de recursos suficientes. Lo de la “unidad en la diversidad” suele terminar en un uniforme autoritario que anula la diversidad o en una diversidad anárquica que impide la unidad. La Comunión de los hombres solo puede ser posible como obra de Dios –no sin nosotros pero obra de su Gracia sin duda-. La Iglesia como Cuerpo y misterio de Comunión debe ser profesada entonces como un auténtico milagro de la acción del Espíritu Santo.

 

“Ahora bien, Dios puso cada uno de los miembros en el cuerpo según su voluntad. Si todo fuera un solo miembro ¿dónde quedaría el cuerpo? Ahora bien, muchos son los miembros, mas uno el cuerpo. Y no puede el ojo decir a la mano: «¡No te necesito!» Ni la cabeza a los pies: «¡No os necesito!» Más bien los miembros del cuerpo que tenemos por más débiles, son indispensables. Y a los que nos parecen los más viles del cuerpo, los rodeamos de mayor honor. Así a nuestras partes deshonestas las vestimos con mayor honestidad. Pues nuestras partes honestas no lo necesitan. Dios ha formado el cuerpo dando más honor a los miembros que carecían de él, para que no hubiera división alguna en el cuerpo, sino que todos los miembros se preocuparan lo mismo los unos de los otros. Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo.” 1 Cor 12,18-26

 

Ahora bien, siempre esta vigente la tentación en los miembros de querer imponerse sobre los otros. Quizás porque un miembro de la comunidad se estime como más importante o más necesario que los demás. Tal vez porque otro miembro quiera reducirlos a todos a su discurso, pensamiento o modo de acción. Lo sabemos bien por experiencia, la vida eclesial está llena de tensiones de este tipo. Obviamente estas divisiones y disenciones son resultado de nuestros pecados personales, inmadureces y heridas por sanar. Y si todos los miembros de este Cuerpo que peregrina en la historia –porque quienes ya han sido admitidos a la Jerusalén celeste, santificados gozan de la Comunión-, debemos partir de esta fragilidad que nos aflige y disgrega… ¿cómo seremos reunidos al fin en la unidad?

“Dios puso cada uno de los miembros en el cuerpo según su voluntad.” Entonces respondemos lo habitual: ¡necesitamos convertirnos! Cada quien debe preguntarse: ¿qué miembro me ha llamado a ser el Señor en el Cuerpo de su Iglesia?, ¿y qué funciones y misión me ha querido encargar? Más aun, ¿con qué otros miembros más cercanos a mi posición debo interactuar en favor de todo el Cuerpo?, ¿y a qué otros miembros debo servir y ayudar a veces dirigiendo, nutriendo y animando o a veces recibiendo, dejándome modelar y obedeciendo? ¿Quién soy yo en la Iglesia y qué lugar ocupo? ¿Cómo Dios ha querido ubicarme en el Cuerpo de Cristo?

Necesitamos convertirnos claro, pues sucede a menudo que nos rebelamos contra el puesto que nos ha sido asignado, que pretendemos ocupar otro lugar distinto y a veces ambicionamos con malas artes desplazar a otros, lesionando al cuerpo entero. ¡Cuánta humildad nos hará falta para reconocernos en el Cuerpo de la Iglesia como Dios con su sabia voluntad ha querido ubicarnos para el propio provecho y para el bien de todos!

“Que no hubiera división alguna en el cuerpo, sino que todos los miembros se preocuparan lo mismo los unos de los otros.” He aquí la orientación que el Apóstol descubre en el plan de Dios sobre su Iglesia. “Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo.” Esta solidaridad de todos los miembros en un mismo cuerpo, este resonar todo en cada uno en la armonía de un mismo organismo, requiere mucho más que aceptación humilde de la voluntad de Dios, requiere amor.

 

“Ahora bien, ustedes son el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte. Y así los puso Dios en la Iglesia, primeramente como apóstoles; en segundo lugar como profetas; en tercer lugar como maestros; luego, los milagros; luego, el don de las curaciones, de asistencia, de gobierno, diversidad de lenguas. ¿Acaso todos son apóstoles? O ¿todos profetas? ¿Todos maestros? ¿Todos con poder de milagros?  ¿Todos con carisma de curaciones? ¿Hablan todos lenguas? ¿Interpretan todos? ¡Aspirad a los carismas superiores! Y aun os voy a mostrar un camino más excelente.” 1 Cor 12,27-31

 

Así San Pablo vuelve al tema de los dones y carismas del Espíritu que deben ser ejercitados rectamente, pues de lo contrario, lo que el Señor da para la unidad lo transformamos nosotros en elemento de disturbio y división. Y de nuevo, lamentablemente, es una experiencia tan frecuente en la vida comunitaria de los creyentes.

En principio el Apóstol nos adelanta que los dones han sido jerarquizados y ordenados en el plan de Dios y que obviamente debemos ceñirnos a esa organización querida por el Señor para su Cuerpo. Ya en el capítulo 14 volverá San Pablo muy concretamente a enseñarnos acerca del recto ejercicio de los carismas. Ahora en el capítulo 13 introducirá la clave fundamental sin la cual nada sería posible. No podrá Dios realizar la “unidad en la diversidad” si en el Cuerpo de la Iglesia no circula su Amor.

 

 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 60

 




EL MISTERIO DE LA COMUNIÓN ECLESIAL (I)

 

Nos hallamos, augusto San Pablo, frente a una de tus grandes elaboraciones teológicas. La vida eclesial de la comunidad de Corinto es rica, pujante y diversa, incluso tiene rasgos extraordinarios, pero también se halla por ello en peligro de tensiones que provoquen rupturas, desorden y desviaciones.

Un par de fenómenos carismáticos referidos a la palabra resaltan en tu consideración: esa palabra en el Espíritu que es una plegaria dirigida a Dios, denominada como “don de lenguas”, y aquella otra palabra que inspirada por el Espíritu se dirige a los hombres, “la profecía”. Si antes, arrastrados hacia los ídolos mudos se hallaban incapaces de conectar con la Palabra de Dios, ahora por la fe en Jesucristo han escuchado y pueden expresar la Palabra de Dios, pero deben aún aprender a hacerlo rectamente en el Espíritu. Obviamente la Caridad será la clave pedagógica de todo el planteo.

Así en los capítulos 12-14 abordarás la temática de la unidad eclesial y de la diversidad de carismas en un mismo Espíritu. Intentaremos acompañarte en tu proceso de predicación con hondura contemplativa pues nos anunciarás el gran misterio de la Iglesia.

 

“Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo; diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra en todos. A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común. Porque a uno se le da por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia según el mismo Espíritu; a otro, fe, en el mismo Espíritu; a otro, carismas de curaciones, en el único Espíritu; a otro, poder de milagros; a otro, profecía; a otro, discernimiento de espíritus; a otro, diversidad de lenguas; a otro, don de interpretarlas. Pero todas estas cosas las obra un mismo y único Espíritu, distribuyéndolas a cada uno en particular según su voluntad.” 1 Cor 12,4-11

 

“El Espíritu es el mismo, el Señor es el mismo, es el mismo Dios”. Y todo es manifestación y obra de un “mismo y único Espíritu”. Con mirada simple comprendemos que la misma Iglesia es un misterio fruto de la manifestación y obra del Espíritu Santo. Pentecostés no debe ser reducido a un momento puntual en la historia, por lo contrario Pentecostés es una efusión del Espíritu -por la Pascua de Cristo- que permanece vigente en la Iglesia. Es este Don de lo Alto, Unción y Sello, que distribuye en el Cuerpo de Cristo diversidad de carismas, ministerios y operaciones. Sin embargo a cada quien se le otorga no todas sino algunas de las capacidades con las cuales nos dota el Espíritu. ¿Para qué regala sus dones a los miembros de la Iglesia? “Para provecho común”. ¿Y qué criterio de distribución utiliza? “Según su voluntad”.

De esta bella enseñanza del Apóstol emerge la imagen de una Iglesia que es obra del Espíritu, que Él mismo enriquece, organiza y anima. El Cuerpo de Cristo es vivo bajo el influjo del Espíritu Santo, por eso aquello de que el Espíritu es “como el alma de la Iglesia”.

Creo que podríamos detenernos aquí, meditar largamente y hacer oración. ¿Pues no es verdad que tantas veces nos falta esta mirada sobrenatural sobre la Iglesia? Solemos con demasiada frecuencia observarla bajo categorías exclusivamente humanas y solo la percibimos como un fenómeno político de entrecruzamiento de poderes y tendencias o una institución con estatutos, organización jerárquica y funciones. Y aunque este rostro visible de la Iglesia es real y constatable, incluso ineludible, ella es tanto más. El rostro profundo y más invisible del Cuerpo de Cristo nos deja entrever la permanente efusión del Espíritu de Dios.

Debemos detenernos y contemplar. En éstas o aquellas capacidades de los hermanos, confesaremos que hay un don del Espíritu que los regala a ellos como a nosotros y tan diversamente. Y en esta distribución de carismas comprenderemos que hay un plan que nos supera; ni construimos ni modelamos principalmente nosotros la Iglesia, sino que somos invitados a participar del misterioso diseño que el Espíritu hace posible con sus dones y sobre el cual dará ciencia a los pastores que han sido llamados a representar  en ella a Cristo Cabeza.

¿De dónde entonces, esta pretensión nuestra de meter tanta mano en la vida de la Iglesia, con orgulloso protagonismo, en lugar de secundar humildemente al Espíritu que va delante y tiene primacía? Seguramente aquí se trata de convertirnos al Espíritu Santo, sin lo cual podríamos caer en la tentación de adueñarnos del Cuerpo; o de usar carismas, ministerios y operaciones para el propio provecho; en fin, de obstaculizar la comunión en armonía de dones diversos que el Paráclito intenta. ¿Se imaginan una competencia y enfrentamiento de dones contra dones, de carismas contra carismas y de ministerios contra ministerios? Lamentablemente no solo la imaginamos sino que la reconocemos como una triste realidad que a veces nos aflige y amarga la vida eclesial.

Mis hermanos, el Señor Jesús nos advirtió que hay un pecado imperdonable, el pecado contra el Espíritu Santo. Ríos de tinta han corrido para intentar identificar este pecado. No sé si hay que ir más allá de lo que Cristo quiso revelar. En todo caso me inclino a suponer por el contexto de aquella cita bíblica y a otros elementos de cristología y pneumatología neotestamentaria, que podría tratarse de no reconocer a Cristo, Hijo y Salvador, a quien llamamos Mesías es decir Ungido, portador y comunicador con el Padre del Espíritu santificador, del cual se manifiesta en el Bautismo que está rebosante de su compañía y acción.

En una suerte de analogía diría, que de algún modo se participa de aquel pecado sin perdón contra el Espíritu cuando se niega, mal utiliza o impide la presencia y operación del Don de Dios que viene de lo alto, Sello y Unción, en la Iglesia que es el Cuerpo de la Cabeza, Jesucristo Señor.

Contemplemos todos maravillados este rostro no tan conocido de la Iglesia: ella es el fruto de un permanente y renovado Pentecostés. E imploremos a la Virgen María, llena de Gracia y siempre disponible y dócil al Espíritu, tipo y modelo de la Iglesia, que interceda para que el Espíritu también nos cubra con su sombra y poder desde lo alto y nos configure y una a Cristo, el Señor. Pues nada es imposible para Dios.

 

 

 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 59

 




EL ESPIRITU SANTO, TESTIGO DEL SEÑOR JESÚS

 

 

Estimadísimo Apóstol Pablo, nos introducimos en dos capítulos, fundamentales y famosísimos, de esta primera carta a los corintios. Si en Rom 5,5 habías afirmado que “…el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” y en Rom 8,39 sentenciado que estabas seguro de que nada ni nadie “…podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro”; ahora nos invitarás a contemplar cómo éste Espíritu Santo derrama el amor de Dios sobre el Cuerpo de Cristo, la Iglesia, reuniéndolo en comunión a la vez que generando las diversas funciones de sus miembros, capacitando a todos con diversidad de gracias y organizando la cohesión orgánica. Pero antes de introducirnos en la cuestión de los dones espirituales colocas esta premisa.

 

“En cuanto a los dones espirituales, no quiero, hermanos, que estén en la ignorancia. Saben que cuando eran gentiles, se dejaban arrastrar ciegamente hacia los ídolos mudos. Por eso les hago saber que nadie, hablando con el Espíritu de Dios, puede decir: «¡Anatema es Jesús!»; y nadie puede decir: «¡Jesús es Señor!» sino con el Espíritu Santo.” 1 Cor 12,1-3

 

Anticipando y coincidiendo con la tradición sinóptica –sobre todo lucana- y con la joánica, nos enseñas que la misión básica del Espíritu es dar testimonio de Jesús como Señor. Sólo puede el que es llamado Don y Unción derramar la Caridad divina en los fieles y adornarlos con carismas y dones si previamente ha suscitado y animado la fe en el Cristo de Dios. Permítanme mi forma de expresarlo: el Espíritu con su unción permite reconocer y adherirse al Hijo Ungido del Padre.

¿Qué sucedía cuando estos fieles cristianos aún no conocían la acción del Espíritu? “Cuando eran gentiles, se dejaban arrastrar ciegamente hacia los ídolos mudos.” ¿Quién los arrastraba y a quién le permitían influenciarlos de ese modo? Pues claramente a otro espíritu –el Adversario y sus demonios- o a sus pasiones desordenadas e inteligencia enceguecida por permanecer aún bajo la herida del pecado irredento.

San Pablo, en clara continuidad con la mirada de los Profetas, quiere arrancar a las gentes de la mano de los ídolos y de las potencias demoníacas para que sean libres en Cristo. En todo el testimonio neotestamentario se percibe una unanimidad de acción: traer a todos los pueblos y a los que profesan otras creencias hacia la única fe verdadera en el Señor Jesús. El Espíritu que sopló en Pentecostés y los hizo andar todos los caminos conocidos, adelantándose a los Apóstoles, les abrió el mundo de los paganos para rescatarlos por la predicación del Evangelio de la Salvación.

No dejo de inquietarme en nuestros días por la forma en la cual algunos, en la Iglesia peregrina, comprenden el llamado “diálogo interreligioso”. Obviamente la caridad nunca se puede exceptuar en el trato con ninguna persona o comunidad. ¿Pero cuál es el fin del diálogo de la Iglesia del Señor con otras creencias? ¿Evangelizarlas? ¿Realmente es respeto no anunciarles al Cristo o se trata de esa “tolerancia” que brota del relativismo, del indiferentismo y del irenismo? ¿No proclamar con claridad la unicidad de la salvación en el Hijo Unigénito no nos lleva a la desevangelizacion? La invitación a la conversión al cristianismo en el contacto con otras visiones religiosas, ¿en serio es una actitud invasiva, supremacista y discriminatoria? Me resulta paradojal que el Espíritu Santo, que es Amor de Dios, quiera rescatar a todos los hombres arrojados a los falsos dioses, mientras que algunos eclesiásticos quieren dejarlos en las manos de los ídolos mudos y parecen contentarse con que allí quizás puedan atisbar de lejos y nebulosamente algunos reflejos de la Luz potente de la Verdad que no han abrazado en su plenitud liberadora. El Espíritu de Dios, uno de los dos enviados del Padre que en Pentecostés empujó a la “Iglesia en salida” hacia los confines del mundo, ¿terminará enjuiciado hoy por “proselitismo” bajo la mirada ideológica de los inquisidores de una nueva teología secularizada, muy moderna y alineada con la agenda global?

Pero el Apóstol es contundente en su principio de discernimiento hacia el interior de la vida eclesial. “Por eso les hago saber que nadie, hablando con el Espíritu de Dios, puede decir: «¡Anatema es Jesús!»; y nadie puede decir: «¡Jesús es Señor!» sino con el Espíritu Santo.” Quien disminuya o niegue la Divinidad de Jesucristo, quien pretenda emparejarlo como uno más entre otros o quien considere que no sea necesaria la fe en el Hijo Redentor para la Salvación, simplemente no puede estar animado por el Espíritu Santo, que básicamente es el Divino Testigo Trinitario de que el Hijo ha sido enviado por el Padre. Diríamos en términos clásicos: “allí huele a mal espíritu”. Porque el Adversario, que no solo es homicida desde el principio sino también maestro de la división y promotor de mentira y engaño, es un espíritu de confusión y ambigüedad, que extiende las tinieblas para que no permitan ver con claridad la Luz de Dios. ¿Cómo el Espíritu del Amor y la Verdad va a desear que nos quedemos lejos  de las manos de Cristo, en otras manos que no son divinas? No dudo que el Demonio en nuestro tiempo está intentando incoar una suerte de anti-Pentecostés, seduciendo a la Iglesia que camina a retrotraerse sobre sí misma, en vanas disquisiciones tan autoreferenciales como estériles, para paralizar la Misión evangelizadora del mundo entero.

Sin embargo, cuando oigas que se proclama fuerte y caritativamente que “Jesucristo es el Señor” y que “solo en Él, Cordero de Dios inmolado por nosotros, se halla Salvación”, sabrás que el Espíritu Santo está obrando como ayer, hoy y siempre en la Iglesia: dando testimonio del Señorío de Jesús.

 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 58

 




PARTICIPACIÓN DIGNA EN LA CENA DEL SEÑOR

 

 

“Y al dar estas disposiciones, no los alabo, porque sus reuniones son más para mal que para bien. Pues, ante todo, oigo que, al reunirse en la asamblea, hay entre ustedes divisiones, y lo creo en parte. Desde luego, tiene que haber entre ustedes también disensiones, para que se ponga de manifiesto quiénes son de probada virtud entre ustedes. Cuando se reúnen, pues, en común, eso ya no es comer la Cena del Señor; porque cada uno come primero su propia cena, y mientras uno pasa hambre, otro se embriaga. ¿No tienen casas para comer y beber? ¿O es que desprecian a la Iglesia de Dios y avergüenzan a los que no tienen? ¿Qué voy a decirles? ¿Alabarlos? ¡En eso no los alabo!” 1 Cor 11,17-22

 

Como ya habíamos anticipado, queridísimo Apóstol de Dios, esta sección de tu carta se dirige a realizar correcciones y dar orientaciones para las asambleas litúrgicas. Seguramente no pocos de nuestros lectores se sorprenderán, pues les impactará que aquellas Eucaristías aparezcan como muy entremezcladas con verdaderas cenas o banquetes fraternos. Pues entonces hagamos un alto para un primer acercamiento.

Las religiones de la antigüedad solían practicar verdaderas comidas sacrificiales de comunión con la divinidad. Muchas veces vinculadas al ofrecimiento de primicias de la cosecha o para invocar con sacrificios de animales protección y fecundidad para el futuro. También las realizaban en otras circunstancias presentes, ya sean festivas o trágicas. Y en el Antiguo Testamento vemos como Israel ritualiza este tipo de acciones de comunión con Dios a través de comidas sacrificiales o de ofrenda. La más famosa y central, sin duda, es la Pascua.

Cuando en la Última Cena el Señor Jesús instituye la Eucaristía, el contexto es la cena pascual judía. Era una verdadera cena, solo que con alimentos especialmente preparados para ella y con una serie de oraciones, bendiciones y hasta diálogos rituales, a los cuales se añadían algunos gestos significativos. Cristo toma algunos gestos de ese formato (la fracción del pan y la circulación de la copa) mientras celebraban el rito judío y los resignifica de un modo superador y definitivo: ya ha pasado el antiguo sacrificio del cordero pascual que evoca la salida de Egipto, ahora el Cordero Pascual es el Hijo de Dios que se ofrece en la Cruz por nuestra redención y la Cena será el memorial de su Sacrificio por nosotros.

Sin querer escandalizar a nadie, no es fácil reproducir con exactitud cómo era el rito celebrativo de las primeras Eucaristías de la Iglesia primitiva. Además de los aportes neotestamentarios, desde fines del siglo I tenemos otras fuentes y testigos que transmiten datos acerca de oraciones y vestigios de antiquísimas plegarias de consagración, tradiciones litúrgicas y normativas rituales, que van apareciendo y evolucionando en una creciente dirección sacral. Hasta que claramente en el siglo IV, al salir de la clandestinidad y finalizar el período de persecuciones, la Cena del Señor se independiza de los banquetes y ágapes fraternos, al ser celebrada habitualmente en contextos más sacralizados como las basílicas y templos. Sin embargo se mantiene la “disciplina del arcano” que no permite la participación a quienes no han sido aún bautizados e iniciados en los Misterios.

Nos damos cuenta pues, que aquellas asambleas litúrgicas en Corinto resultaban de una continuidad con las comidas rituales de comunión conocidas en diversos cultos y de una inmensa novedad: la Cena del Señor que se introducía en el contexto de los banquetes fraternos. Muchas más precisiones no podemos hacer con certeza.

A San Pablo han llegado noticias de diversas dificultades. Algunas tienen que ver con excesos como las borracheras de algunos y la gula desenfrenada de otros. Otras, con la injusticia y la falta de virtud: hay quienes comen lo propio sin compartir con los hermanos, y su voracidad y egoísmo no les permite registrar que los más pobres de la comunidad en esos banquetes pasan hambre. Incluso tal vez se refiera a ciertas distinciones que se hacían, ya que en las casas los señores o amos no comían en el mismo recinto que los servidores y esclavos. ¿Cómo pretender celebrar un banquete de comunión con el Señor a la vez que esa comunión no se establece también con todos los hermanos?

“¿No tienen casas para comer y beber? ¿O es que desprecian a la Iglesia de Dios?” Esta expresión parece invitar a reconocer el carácter sagrado de las asambleas litúrgicas. La Cena del Señor no es una comilona o fiesta mundana.

Una advertencia que hace el Apóstol llega hasta nuestos días con lamentable vigencia: cuando los cristianos se reúnen existen divisiones y disensiones entre ellos. Y comenta que de ello deben comprender que no todos se acercan y participan virtuosamente o con la misma maduración de fe y caridad.

Nuestras Misas actuales, ya totalmente separadas del banquete fraterno, sin embargo siguen expresando faltas de comunión. Que aquel no le da la paz ni saluda  a este otro, que el de allá se pasa mirando y criticando a todos los servidores que desempeñan algún ministerio en la celebración y que los de más acá apenas salen de la Eucaristía se quedan parloteando en el atrio sobre temas totalmente ajenos y distantes o simplemente murmurando contra sus hermanos. Y ustedes podrán elencar seguramente incontables ejemplos.

Es que a la Cena del Señor entramos todos con nuestros pecados pero con demasiada frecuencia salimos permaneciendo en ellos. ¿Cómo entrar en comunión con Dios sin purificarnos y convertirnos para vivir en la caridad fraterna?

 

“Porque yo recibí del Señor lo que les he transmitido: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: «Este es mi cuerpo que se da por ustedes; hagan esto en recuerdo mío.» Asimismo también la copa después de cenar diciendo: «Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre. Cuantas veces la beban, háganlo en recuerdo mío.» Pues cada vez que comen este pan y beben esta copa, anuncian la muerte del Señor, hasta que venga.” 1 Cor 11,23-26

 

San Pablo junto a San Lucas, San Mateo y San Marcos es testigo apostólico de la tradición central de nuestra fe católica: la Pascua del Señor, por la que somos salvados entrando en Alianza con Dios, y es celebrada según su mandato por la Iglesia en cada Cena del Señor. Así el mismo Jesucristo sigue presente entre los suyos hasta su segunda venida en gloria en el sacramento del altar.

 

“Por tanto, quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo. Por eso hay entre ustedes muchos enfermos y muchos débiles, y mueren no pocos.” 1 Cor 11,27-30

 

Frente a la inmensidad del Misterio celebrado y de la Gracia comunicada resuena la advertencia: sean concientes de lo que viven y realizan en cada Eucaristía. Sin duda es referencia inmediata a las divisiones, excesos y conductas poco virtuosas que rompen la caridad fraterna de las que hemos hablado. Pero se extiende la cuestión más allá: ¿qué significa comer el Cuerpo del Señor indignamente?, ¿qué disposiciones son necesarias? Hay que examinarse y discernir para no comer y beber el propio castigo.

 

“Si nos juzgásemos a nosotros mismos, no seríamos castigados. Mas, al ser castigados, somos corregidos por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo. Así pues, hermanos míos, cuando se reunan para la Cena, espérense los unos a los otros. Si alguno tiene hambre, que coma en su casa, a fin de que no se reúnan para castigo suyo. Lo demás lo dispondré cuando vaya.” 1 Cor 11,31-34

 

A lo largo de los siglos, la Iglesia ha discernido las disposiciones necesarias y ha establecido una disciplina de los sacramentos, tanto de su celebración como de su recepción. Penosamente en nuestros días no solo las Misas se van vaciando de participantes, sino que también se han ido banalizando y no faltan quienes incumplen o violentan la disciplina eclesial o simplemente la desautorizan. ¿Estamos hoy comiendo el Cuerpo y bebiendo la Sangre del Señor con superficial conciencia y escaso discernimiento?

 

 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 57

 




 NORMAS PARA VARONES Y MUJERES

QUE PARTICIPAN DE LAS ASAMBLEAS LITÚRGICAS

 

 

Queridísimo San Pablo, confieso que al comenzar este “Diálogo vivo” contigo, solo pretendía comentar en clima de oración, algunos pasajes de tus escritos que me habían resultado significativos durante toda mi vida. Se trataba pues de un empeño totalmente subjetivo que seleccionaría solo  algunos textos entre tantos. Sin embargo, pronto me topé con la necesidad interior de un ejercicio de diálogo más profundo, abriéndome enteramente a ti, incluso redescubriendo diversas enseñanzas tuyas que quizás había pasado un poco por alto. Y realmente no dejo de sorprenderme al comprender la lógica de tu razonamiento y la delicadeza con la cuál entretejes tantas temáticas, que fuera de parecerme ya secciones o apartados distintos, las veo inmersas en un dinamismo más abarcador.

Ahora propondré un comentario a uno de esos pasajes que cualquiera –incluso yo- de primera mano quisiera evitar por su dificultad aparente. Pero en mis días, querido Apóstol, debo advertirte que estás siendo enjuiciado. No faltan quienes desean desautorizar algunas de tus enseñanzas –sobre todo de carácter moral- ya que les parecen incompatibles con la sensibilidad de nuestra época. Los consejos que darás sobre la participación litúrgica de varones y mujeres se encontrará hoy en colición directa con los diversos planteos de género y será acusada de discriminación y machismo con certeza. Por fidelidad fraterna y amistad, me veo obligado a presentar tu enseñanza con toda inteligencia y corazón por mi parte. Vayamos sin más demora al texto en cuestión, el cual se encuentra subsumido en una sección más amplia dedicada a correcciones a excesos en las asambleas litúrgicas en Corinto.

 

 

“Sin embargo, quiero que sepan que la cabeza de todo hombre es Cristo; y la cabeza de la mujer es el hombre; y la cabeza de Cristo es Dios. Todo hombre que ora o profetiza con la cabeza cubierta, afrenta a su cabeza. Y toda mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta, afrenta a su cabeza; es como si estuviera rapada. Por tanto, si una mujer no se cubre la cabeza, que se corte el pelo. Y si es afrentoso para una mujer cortarse el pelo o raparse, ¡que se cubra! El hombre no debe cubrirse la cabeza, pues es imagen y reflejo de Dios; pero la mujer es reflejo del hombre.

En efecto, no procede el hombre de la mujer, sino la mujer del hombre. Ni fue creado el hombre por razón de la mujer, sino la mujer por razón del hombre. He ahí por qué debe llevar la mujer sobre la cabeza una señal de sujeción por razón de los ángeles. Por lo demás, ni la mujer sin el hombre, ni el hombre sin la mujer, en el Señor. Porque si la mujer procede del hombre, el hombre, a su vez, nace mediante la mujer. Y todo proviene de Dios. Juzguen por ustedes mismos. ¿Está bien que la mujer ore a Dios con la cabeza descubierta? ¿No se enseña la misma naturaleza que es una afrenta para el hombre la cabellera, mientras es una gloria para la mujer la cabellera? En efecto, la cabellera le ha sido dada a modo de velo. De todos modos, si alguien quiere discutir, no es ésa nuestra costumbre ni la de las Iglesias de Dios.” 1 Cor 11,3-16

 

Supongo que ya se pudo haber levantado polvareda. Desgranemos algunas líneas maestras.

“Sin embargo, quiero que sepan que la cabeza de todo hombre es Cristo; y la cabeza de la mujer es el hombre; y la cabeza de Cristo es Dios.” Aquí debemos detenernos serenamente. ¿Qué significa esto de la cabeza? Pues de este principio se derivarán luego los consejos prácticos. Uno podría mal entender el concepto pues en nuestros días el “ser cabeza” o “encabezar” suele asimilarse a una cuestión de mando o poder, la forma de designar al jefe y sugerir una cadena de subordinación. Sin embargo el concepto semítico de “cabeza” remite más bien a la idea de fuente, origen y procedencia. Sin duda quien es cabeza precede pero esta precedencia no tiene por qué significar desigualdad y superioridad sino fuente y origen de identidad.

Se aclara al considerar la expresión acerca de que “Dios, el Padre, es la cabeza de Cristo”. Por supuesto que San Pablo está comenzando a delinear una teología trinitaria. No es el momento ahora de abordar este tema que supondría una ponderación global de toda su obra y específicamente de las formulas trinitarias que utiliza. Pero sabemos que en el desarrollo doctrinal, la Iglesia ha afirmado y confesado solemnemente al mismo tiempo la fontalidad del Padre de quien el Hijo procede eternamente y su cosubstancialidad. Que el Padre preceda eternamente –no en sentido temporal sino ontológico- no supone que el Hijo sea menor o inferior al Padre.

“La cabeza de la mujer es el hombre” no tiene por qué leerse obligadamente en clave de desigualdad. En el estilo propio de la lectura rabínica de aquel tiempo y como con sentido común se desprende de una lectura literal no afectada del relato de la creación, se podría descriptivamente decir que “la mujer procede del hombre”. Esta precedencia o fuente de origen no implica desigualdad y nos guste o no, así está relatado y así Dios proveyó que se consignara. Ciertamente una lectura más ajustada del pasaje descubrirá que solo al ser dos –uno frente al otro- se esclarece que son él y ella, varón y mujer.

“Por lo demás, ni la mujer sin el hombre, ni el hombre sin la mujer, en el Señor. Porque si la mujer procede del hombre, el hombre, a su vez, nace mediante la mujer. Y todo proviene de Dios.” Esta otra aseveración deja en claro que San Pablo no está enseñando una desigualdad en dignidad entre varón y mujer. Lo que afirma con la fórmula ”en el Señor” y que se corresponde con el “todo proviene de Dios” es que hay un orden que nos precede, el de la mente o razón creadora de Dios. Este orden supone una “jerarquización por precedencia”. De nuevo tendemos a pensar “jerarquía” en términos de poder, desde el binomio superior-inferior o señor-súbdito, es decir en una cadena donde uno manda y el otro obedece.  Pero también se puede entender “jerarquía” como una lógica de procedencia que intenta narrar cómo del origen y fuente todo proviene y depende en su identidad.

Esta dinámica de procedencia, San Pablo intenta mostrarla con el concepto “reflejo”. Nuestra sensibilidad contemporánea se siente más cómoda afirmando que ambos, varón y mujer en su complementariedad, son “reflejo e imagen” de Dios.

Lo que me lleva –antes de continuar con las sentencias más polémicas-, a traer la cuestión del “anacronismo”. Se trata de un grave error de la ciencia histórica y consiste en introducir descontextualizados elementos de una época en otra, o lo que es más frecuente, juzgar un período histórico con categorías del presente. Por ejemplo, para juzgar que San Pablo puede ser “machista”, primero deberíamos asegurarnos que un concepto como “machismo” es concebido en su época. Evidentemente la dignidad de la mujer a la par con el varón –en su diferenciación complementaria- es un principio supratemporal, atestiguado por la Revelación o en otros términos un “absoluto moral”. Pero cómo cada época lo interpretó y plasmó en la relación varón-mujer en su propio contexto cultural puede variar. Hoy algunas feministas llamarían machismo o pretensión de superioridad a lo que en otro tiempo se consideraba galantería o caballerosidad. Lo que hoy en día se considera un gesto de humildad y acompañamiento del varón en las tareas domésticas en otro tiempo se consideraba falta de autoridad o virilidad.

Dicho esto, acometamos la aclaración en cuanto sea posible sobre la costumbre de participar el varón en las asambleas litúrgicas con la cabeza descubierta y la mujer al contrario. Algunas precisiones:

·         En la asamblea litúrgica, ambos varón y mujer, pueden orar y profetizar. Por cuestión de su género uno debe cubrirse la cabeza y otro no. No hay desigualdad en la participación sino en el modo.

·         La mentalidad paulina sugiere que el varón en la asamblea representa al Señor, el Esposo y la mujer a la esposa, la Iglesia. Solo de ese modo dialógico podría entenderse la idea de “sujeción” –descartada una disparidad en dignidad-, expresando que a uno como “reflejo del Señor” le toca preceder fontalmente y al otro recibir y responder configurando lo mutuo.

·         En cuanto a por qué la cabellera puede ser afrenta para uno y no para otro género o la introducción de la “sujeción por razón de los ángeles”, el sentido permanece incierto. Se han propuesto variadas hipótesis, desde cánones estéticos acerca de la cabellera recogida en peinado de la mujer como signo cultural de honestidad y belleza hasta la cabellera suelta de la mujer como signo de desenfreno en los cultos paganos. Y también sobre la participación de los ángeles en la liturgia guardando en el culto el orden jerárquico de precedencia hasta la intromisión de los demonios. Por lo pronto no parece relevante la incertidumbre acerca del sentido de estos términos para afectar substancialmente a la interpretación.

·         Ciertamente destaca el deseo de San Pablo de poner orden en las asambleas litúrgicas. Por un lado, debido a la introducción de costumbres o excesos que desvirtúan el sentido del culto; por otro, dada la necesidad de distinguirse la asamblea cristiana y no ser confundida con las prácticas religiosas paganas y finalmente quizás, para guardar una cierta conducta externa que no escandalice o provoque malas interpretaciones, generando el rechazo.

·         Por último diría que es importante delimitar el nivel que el Apóstol adjudica a su intervención. No se trata de “un mandato recibido del Señor”, ni de un consejo Apostólico en virtud “de la asistencia del Espíritu Santo”, sino de costumbres comunitarias que se han ido asentando en la Iglesia primitiva.

Quisiera terminar esta lectura invitándonos a todos a encontrarnos siempre serena y respetuosamente con la Palabra de Dios, sin prejuicios que sesguen nuestra mirada, implorando a Dios que nos auxilie con esa sabiduría que permite discernir lo que es esencial y profundo de lo que es más superficial y periférico, pudiendo reconocer a qué debemos adherir indefectiblemente pues viene del Señor y en todo caso ubicar en su justo nivel las costumbres y experiencias personales y comunitarias en las cuales la fe se contiene y expresa pero que tal vez no deban permanecer inmutables. Ya lo hemos hablado al distinguir entre Tradición y tradiciones. Sobre todo que nos de una inteligencia humilde y un corazón simple, que no busque revolver lo que parece oscuro de modo imprudente y que sepa acoger con sencillez cuanto nos es dado recibir del Espíritu.


DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 63

  EL EJERCICIO DE LOS DONES ESPIRITUALES  SEGÚN LA CARIDAD (I)   Estimadísimo padre, hermano, maestro, Apóstol San Pablo, tras manifesta...