EL EJERCICIO DE LOS DONES ESPIRITUALES
SEGÚN LA CARIDAD (I)
Estimadísimo
padre, hermano, maestro, Apóstol San Pablo, tras manifestarnos el misterio de
la Iglesia como comunión e invitarnos a considerar la caridad como el gran
quicio de la vida comunitaria, ahora nos exhortas a un recto ejercicio de los
dones y carismas que Dios nos otorga.
“Busquen
la caridad; pero aspiren también a los dones espirituales, especialmente a la
profecía. Pues el que habla en lengua no habla a los hombres sino a Dios. En
efecto, nadie le entiende: dice en espíritu cosas misteriosas. Por el
contrario, el que profetiza, habla a los hombres para su edificación,
exhortación y consolación. El que habla en lengua, se edifica a sí mismo; el
que profetiza, edifica a toda la asamblea. Deseo que hablen todos en lenguas;
prefiero, sin embargo, que profeticen. Pues el que profetiza, supera al que
habla en lenguas, a no ser que también interprete, para que la asamblea reciba
edificación.” 1 Cor 14,1-5
Como
ya habíamos anticipado, la comunidad de Corinto disfruta y sufre al mismo
tiempo un intenso fenómeno carismático que se hace presente en las asambleas
fraternas dedicadas a la oración o incluso quizás también a la Eucaristía.
Cuando la comunidad se reúne para ponerse delante de Dios experimenta la acción
del Espíritu Santo que como en Pentecostés unge, impulsa, enciende, ilumina y
transforma. Sin embargo a San Pablo le parece que aquella experiencia se torna
desordenada, quizás algo caótica. ¿Cómo dar criterios que permitan que la
asamblea se desarrolle con una armonía en la que todos puedan resultar
edificados y al mismo tiempo no imponer una disciplina que apague el Espíritu?
Ya nos lo ha dicho en el centro de esta unidad teológica en el capítulo 13: la
clave es la caridad.
También
adelantamos que hay dos carismas que son muy valorados y que se expresan
vigorosamente: el don de lenguas y la profecía. Ciertamente sería arduo
intentar describir y reponer exactamente el sentido de estos dones en aquella
circunstancia concreta. Accedemos humildemente desde la analogía con la
experiencia espiritual de la Iglesia peregrina en tres milenios y en el más
contemporáneo ejercicio de la renovación carismática, tanto reformada
pentecostal como católica.
El
don de lenguas es una comunicación en el Espíritu Santo que desde el orante
asciende a Dios. Comúnmente se la ha denominado también “glosolalia”, es decir,
la capacidad que tenemos de pronunciar y conectar sílabas en fórmulas
ininteligibles. No se trata de hablar otros idiomas que desconocemos (sería
posible a nivel infuso tanto esto como hablar nuestro idioma y que cada quien
lo comprenda en el suyo, como en el relato de Pentecostés según Hechos). Aquí
se nos refiere la aparición de un lenguaje ininteligible, digamos “místico”, un
lenguaje para comunicarse con Dios más directo e intuitivo.
El
don de lenguas es valioso a nivel espiritual para quien lo recibe, pues
básicamente es la experiencia de una nueva libertad para el trato con Dios.
Supone un cierto desatarse de moldes prefijados, un dejar el control en manos
de las mociones espirituales, un cierto abandonarse y confiarse al Señor y ser
regalado por una misteriosa comunicación que engendra en el alma tanto gozo
como comunión. Cuando verdaderamente es el Espíritu quien lo derrama se percibe
la suavidad de su unción y un contexto de armonía que incluso a veces en una
asamblea genera interconexión entre varios orantes que lo ejercen. Pero también
puede contaminarse y dar lugar a exaltaciones estruendosas y manifestaciones
con tinte de desequilibrio. Lo que el Apóstol quiere marcar es que en el mejor
de los casos le aprovecha al orante pero no tanto al resto de los hermanos. Una
y otra vez insistirá con el término “edificación” que muestra que la caridad
hace bien, produce frutos saludables y crecimiento en la comunión. El don de lenguas
según San Pablo, cuando es auténtico y se ejerce según el Espiritu, edifica al
orante mucho más que a la asamblea.
En
cambio el carisma de profecía es justamente una palabra descendente desde Dios
hacia los hombres. ¿A qué llamaban profecía? Difícil saberlo con exactitud.
Pero conocemos que la Iglesia primitiva reconocía por ejemplo el ministerio de
“profetas itinerantes” que iban de comunidad en comunidad predicando y
enseñando. Digamos que tanto en aquel especialísimo carisma –conectado al
ministerio apostólico- como en el contexto de la asamblea de oración o
litúrgica, la profecía se trata de una “palabra ungida”. Puede tomar múltiples
formas y no debe identificarse con éxtasis de videntes místicos. Quizás es una
palabra de sabiduría o de consejo, o una palabra de exhortación a la conversión
o de promesa de sanación y transformación por la Gracia, incluso una palabra
que hace comprensible la historia y su devenir, quizás un discurso vibrante o
predicación provocadora. Lo cierto es que la profecía es recibida como una
palabra que viene de Dios. En esta palabra humana late y palpita la unción del
Espíritu Santo, la voz Divina, la Sabiduría eterna.
Obviamente
San Pablo prefiere este carisma por sobre el anterior. Pues aquí esta palabra
comprensible -aunque seguramente deberá ser digerida en toda su profundidad-,
es una locución cargada de sentido, que anuncia, explica y orienta. Claro que
también este don puede contaminarse tanto por la regulación o manipulación
interesada –conciente o no- del mensajero, tanto como por sus propias
coordenadas personales de recepción y transmisión. Una palabra profética
auténtica se reconoce por esa “unción espiritual” que la caracteriza y que le
confiere simplicidad, luz y paz. Más allá de su contenido tiende a invitar a la
consolación interior, a la libertad para entregarse a Dios y a confiar en su
Gracia. Cuando no llega prístina sino embarrada con nuestros ruidos, suele
manifestarse extravagante, algo compleja e intrincada, esotérica y pretenciosa.
Obviamente provocará mas bien confusión, una insana curiosidad y un temor a lo
oculto que limita y amenaza nuestra libertad. Como la verdadera profecía es muy
valiosa en cuanto palabra ungida por el Señor, la falsa profecía es
tremendamente riesgosa como palabra manipulada por el Demonio.
Volvamos
a nuestro eje: la caridad. La caridad edifica. El don de lenguas edifica sobre
todo al orante. El de profecía en cambio edifica indirectamente al humilde
mensajero pero básicamente se dirige al provecho de la comunidad. En la lógica
de Pablo pues en la profecía hay mayor amor. Aunque reconoce que puede darse
otro carisma: el de interpretación de lenguas. Si lo recibe el mismo orante u
otro hermano en la asamblea, logrando hacer inteligible para todos ese lenguaje
místico de comunicación unitiva con Dios y de glorificación de su Señorío,
entonces el don de lenguas se emparentaría al de profecía en su capacidad de
edificación. Como sea el Apóstol nos invita a aspirar a los dones y carismas
espirituales sabiendo que son regalos del Amor de Dios, ejercitándolos rectamente
según su Caridad divina para el bien de toda la Iglesia.




