Escritos espirituales y florecillas de oración personal. Contemplaciones teologales tanto bíblicas como sobre la actualidad eclesial.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 58
PARTICIPACIÓN
DIGNA EN LA CENA DEL SEÑOR
“Y al dar estas disposiciones, no los alabo,
porque sus reuniones son más para mal que para bien. Pues, ante todo, oigo que,
al reunirse en la asamblea, hay entre ustedes divisiones, y lo creo en parte. Desde
luego, tiene que haber entre ustedes también disensiones, para que se ponga de
manifiesto quiénes son de probada virtud entre ustedes. Cuando se reúnen, pues,
en común, eso ya no es comer la Cena del Señor; porque cada uno come primero su
propia cena, y mientras uno pasa hambre, otro se embriaga. ¿No tienen casas
para comer y beber? ¿O es que desprecian a la Iglesia de Dios y avergüenzan a
los que no tienen? ¿Qué voy a decirles? ¿Alabarlos? ¡En eso no los alabo!” 1
Cor 11,17-22
Como ya habíamos
anticipado, queridísimo Apóstol de Dios, esta sección de tu carta se dirige a
realizar correcciones y dar orientaciones para las asambleas litúrgicas.
Seguramente no pocos de nuestros lectores se sorprenderán, pues les impactará
que aquellas Eucaristías aparezcan como muy entremezcladas con verdaderas cenas
o banquetes fraternos. Pues entonces hagamos un alto para un primer
acercamiento.
Las
religiones de la antigüedad solían practicar verdaderas comidas sacrificiales
de comunión con la divinidad. Muchas veces vinculadas al ofrecimiento de
primicias de la cosecha o para invocar con sacrificios de animales protección y
fecundidad para el futuro. También las realizaban en otras circunstancias
presentes, ya sean festivas o trágicas. Y en el Antiguo Testamento vemos como
Israel ritualiza este tipo de acciones de comunión con Dios a través de comidas
sacrificiales o de ofrenda. La más famosa y central, sin duda, es la Pascua.
Cuando
en la Última Cena el Señor Jesús instituye la Eucaristía, el contexto es la
cena pascual judía. Era una verdadera cena, solo que con alimentos especialmente
preparados para ella y con una serie de oraciones, bendiciones y hasta diálogos
rituales, a los cuales se añadían algunos gestos significativos. Cristo toma
algunos gestos de ese formato (la fracción del pan y la circulación de la copa)
mientras celebraban el rito judío y los resignifica de un modo superador y
definitivo: ya ha pasado el antiguo sacrificio del cordero pascual que evoca la
salida de Egipto, ahora el Cordero Pascual es el Hijo de Dios que se ofrece en
la Cruz por nuestra redención y la Cena será el memorial de su Sacrificio por
nosotros.
Sin
querer escandalizar a nadie, no es fácil reproducir con exactitud cómo era el
rito celebrativo de las primeras Eucaristías de la Iglesia primitiva. Además de
los aportes neotestamentarios, desde fines del siglo I tenemos otras fuentes y
testigos que transmiten datos acerca de oraciones y vestigios de antiquísimas plegarias
de consagración, tradiciones litúrgicas y normativas rituales, que van apareciendo
y evolucionando en una creciente dirección sacral. Hasta que claramente en el
siglo IV, al salir de la clandestinidad y finalizar el período de
persecuciones, la Cena del Señor se independiza de los banquetes y ágapes
fraternos, al ser celebrada habitualmente en contextos más sacralizados como las
basílicas y templos. Sin embargo se mantiene la “disciplina del arcano” que no
permite la participación a quienes no han sido aún bautizados e iniciados en
los Misterios.
Nos
damos cuenta pues, que aquellas asambleas litúrgicas en Corinto resultaban de
una continuidad con las comidas rituales de comunión conocidas en diversos cultos
y de una inmensa novedad: la Cena del Señor que se introducía en el contexto de
los banquetes fraternos. Muchas más precisiones no podemos hacer con certeza.
A
San Pablo han llegado noticias de diversas dificultades. Algunas tienen que ver
con excesos como las borracheras de algunos y la gula desenfrenada de otros.
Otras, con la injusticia y la falta de virtud: hay quienes comen lo propio sin
compartir con los hermanos, y su voracidad y egoísmo no les permite registrar que
los más pobres de la comunidad en esos banquetes pasan hambre. Incluso tal vez
se refiera a ciertas distinciones que se hacían, ya que en las casas los
señores o amos no comían en el mismo recinto que los servidores y esclavos.
¿Cómo pretender celebrar un banquete de comunión con el Señor a la vez que esa
comunión no se establece también con todos los hermanos?
“¿No tienen casas para
comer y beber? ¿O es que desprecian a la Iglesia de Dios?” Esta
expresión parece invitar a reconocer el carácter sagrado de las asambleas
litúrgicas. La Cena del Señor no es una comilona o fiesta mundana.
Una
advertencia que hace el Apóstol llega hasta nuestos días con lamentable
vigencia: cuando los cristianos se reúnen existen divisiones y disensiones
entre ellos. Y comenta que de ello deben comprender que no todos se acercan y
participan virtuosamente o con la misma maduración de fe y caridad.
Nuestras
Misas actuales, ya totalmente separadas del banquete fraterno, sin embargo
siguen expresando faltas de comunión. Que aquel no le da la paz ni saluda a este otro, que el de allá se pasa mirando y
criticando a todos los servidores que desempeñan algún ministerio en la celebración
y que los de más acá apenas salen de la Eucaristía se quedan parloteando en el
atrio sobre temas totalmente ajenos y distantes o simplemente murmurando contra
sus hermanos. Y ustedes podrán elencar seguramente incontables ejemplos.
Es
que a la Cena del Señor entramos todos con nuestros pecados pero con demasiada
frecuencia salimos permaneciendo en ellos. ¿Cómo entrar en comunión con Dios
sin purificarnos y convertirnos para vivir en la caridad fraterna?
“Porque
yo recibí del Señor lo que les he transmitido: que el Señor Jesús, la noche en
que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: «Este
es mi cuerpo que se da por ustedes; hagan esto en recuerdo mío.» Asimismo
también la copa después de cenar diciendo: «Esta copa es la Nueva Alianza en mi
sangre. Cuantas veces la beban, háganlo en recuerdo mío.» Pues cada vez que
comen este pan y beben esta copa, anuncian la muerte del Señor, hasta que
venga.” 1 Cor 11,23-26
San
Pablo junto a San Lucas, San Mateo y San Marcos es testigo apostólico de la
tradición central de nuestra fe católica: la Pascua del Señor, por la que somos
salvados entrando en Alianza con Dios, y es celebrada según su mandato por la
Iglesia en cada Cena del Señor. Así el mismo Jesucristo sigue presente entre los
suyos hasta su segunda venida en gloria en el sacramento del altar.
“Por
tanto, quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del
Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan
y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe
su propio castigo. Por eso hay entre ustedes muchos enfermos y muchos débiles,
y mueren no pocos.” 1 Cor 11,27-30
Frente
a la inmensidad del Misterio celebrado y de la Gracia comunicada resuena la
advertencia: sean concientes de lo que viven y realizan en cada Eucaristía. Sin
duda es referencia inmediata a las divisiones, excesos y conductas poco
virtuosas que rompen la caridad fraterna de las que hemos hablado. Pero se
extiende la cuestión más allá: ¿qué significa comer el Cuerpo del Señor
indignamente?, ¿qué disposiciones son necesarias? Hay que examinarse y
discernir para no comer y beber el propio castigo.
“Si
nos juzgásemos a nosotros mismos, no seríamos castigados. Mas, al ser
castigados, somos corregidos por el Señor, para que no seamos condenados con el
mundo. Así pues, hermanos míos, cuando se reunan para la Cena, espérense los
unos a los otros. Si alguno tiene hambre, que coma en su casa, a fin de que no se
reúnan para castigo suyo. Lo demás lo dispondré cuando vaya.” 1 Cor 11,31-34
A
lo largo de los siglos, la Iglesia ha discernido las disposiciones necesarias y
ha establecido una disciplina de los sacramentos, tanto de su celebración como
de su recepción. Penosamente en nuestros días no solo las Misas se van vaciando
de participantes, sino que también se han ido banalizando y no faltan quienes
incumplen o violentan la disciplina eclesial o simplemente la desautorizan.
¿Estamos hoy comiendo el Cuerpo y bebiendo la Sangre del Señor con superficial
conciencia y escaso discernimiento?
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 57
NORMAS
PARA VARONES Y MUJERES
QUE PARTICIPAN DE LAS ASAMBLEAS
LITÚRGICAS
Queridísimo
San Pablo, confieso que al comenzar este “Diálogo vivo” contigo, solo pretendía
comentar en clima de oración, algunos pasajes de tus escritos que me habían resultado
significativos durante toda mi vida. Se trataba pues de un empeño totalmente
subjetivo que seleccionaría solo algunos
textos entre tantos. Sin embargo, pronto me topé con la necesidad interior de
un ejercicio de diálogo más profundo, abriéndome enteramente a ti, incluso
redescubriendo diversas enseñanzas tuyas que quizás había pasado un poco por
alto. Y realmente no dejo de sorprenderme al comprender la lógica de tu
razonamiento y la delicadeza con la cuál entretejes tantas temáticas, que fuera
de parecerme ya secciones o apartados distintos, las veo inmersas en un
dinamismo más abarcador.
Ahora
propondré un comentario a uno de esos pasajes que cualquiera –incluso yo- de
primera mano quisiera evitar por su dificultad aparente. Pero en mis días,
querido Apóstol, debo advertirte que estás siendo enjuiciado. No faltan quienes
desean desautorizar algunas de tus enseñanzas –sobre todo de carácter moral- ya
que les parecen incompatibles con la sensibilidad de nuestra época. Los
consejos que darás sobre la participación litúrgica de varones y mujeres se
encontrará hoy en colición directa con los diversos planteos de género y será
acusada de discriminación y machismo con certeza. Por fidelidad fraterna y
amistad, me veo obligado a presentar tu enseñanza con toda inteligencia y
corazón por mi parte. Vayamos sin más demora al texto en cuestión, el cual se
encuentra subsumido en una sección más amplia dedicada a correcciones a excesos
en las asambleas litúrgicas en Corinto.
“Sin
embargo, quiero que sepan que la cabeza de todo hombre es Cristo; y la cabeza
de la mujer es el hombre; y la cabeza de Cristo es Dios. Todo hombre que ora o
profetiza con la cabeza cubierta, afrenta a su cabeza. Y toda mujer que ora o
profetiza con la cabeza descubierta, afrenta a su cabeza; es como si estuviera
rapada. Por tanto, si una mujer no se cubre la cabeza, que se corte el pelo. Y
si es afrentoso para una mujer cortarse el pelo o raparse, ¡que se cubra! El
hombre no debe cubrirse la cabeza, pues es imagen y reflejo de Dios; pero la
mujer es reflejo del hombre.
En
efecto, no procede el hombre de la mujer, sino la mujer del hombre. Ni fue
creado el hombre por razón de la mujer, sino la mujer por razón del hombre. He
ahí por qué debe llevar la mujer sobre la cabeza una señal de sujeción por
razón de los ángeles. Por lo demás, ni la mujer sin el hombre, ni el hombre sin
la mujer, en el Señor. Porque si la mujer procede del hombre, el hombre, a su
vez, nace mediante la mujer. Y todo proviene de Dios. Juzguen por ustedes
mismos. ¿Está bien que la mujer ore a Dios con la cabeza descubierta? ¿No se
enseña la misma naturaleza que es una afrenta para el hombre la cabellera, mientras
es una gloria para la mujer la cabellera? En efecto, la cabellera le ha sido
dada a modo de velo. De todos modos, si alguien quiere discutir, no es ésa
nuestra costumbre ni la de las Iglesias de Dios.” 1 Cor 11,3-16
Supongo
que ya se pudo haber levantado polvareda. Desgranemos algunas líneas maestras.
“Sin embargo, quiero
que sepan que la cabeza de todo hombre es Cristo; y la cabeza de la mujer es el
hombre; y la cabeza de Cristo es Dios.” Aquí debemos detenernos
serenamente. ¿Qué significa esto de la cabeza? Pues de este principio se
derivarán luego los consejos prácticos. Uno podría mal entender el concepto
pues en nuestros días el “ser cabeza” o “encabezar” suele asimilarse a una cuestión
de mando o poder, la forma de designar al jefe y sugerir una cadena de
subordinación. Sin embargo el concepto semítico de “cabeza” remite más bien a
la idea de fuente, origen y procedencia. Sin duda quien es cabeza precede pero
esta precedencia no tiene por qué significar desigualdad y superioridad sino
fuente y origen de identidad.
Se
aclara al considerar la expresión acerca de que “Dios, el Padre, es la cabeza
de Cristo”. Por supuesto que San Pablo está comenzando a delinear una teología
trinitaria. No es el momento ahora de abordar este tema que supondría una
ponderación global de toda su obra y específicamente de las formulas
trinitarias que utiliza. Pero sabemos que en el desarrollo doctrinal, la
Iglesia ha afirmado y confesado solemnemente al mismo tiempo la fontalidad del
Padre de quien el Hijo procede eternamente y su cosubstancialidad. Que el Padre
preceda eternamente –no en sentido temporal sino ontológico- no supone que el
Hijo sea menor o inferior al Padre.
“La
cabeza de la mujer es el hombre” no tiene por qué leerse obligadamente en clave
de desigualdad. En el estilo propio de la lectura rabínica de aquel tiempo y
como con sentido común se desprende de una lectura literal no afectada del
relato de la creación, se podría descriptivamente decir que “la mujer procede
del hombre”. Esta precedencia o fuente de origen no implica desigualdad y nos
guste o no, así está relatado y así Dios proveyó que se consignara. Ciertamente
una lectura más ajustada del pasaje descubrirá que solo al ser dos –uno frente
al otro- se esclarece que son él y ella, varón y mujer.
“Por lo demás, ni la
mujer sin el hombre, ni el hombre sin la mujer, en el Señor. Porque si la mujer
procede del hombre, el hombre, a su vez, nace mediante la mujer. Y todo
proviene de Dios.” Esta otra aseveración deja en claro que
San Pablo no está enseñando una desigualdad en dignidad entre varón y mujer. Lo
que afirma con la fórmula ”en el Señor” y que se corresponde con el “todo
proviene de Dios” es que hay un orden que nos precede, el de la mente o razón
creadora de Dios. Este orden supone una “jerarquización por precedencia”. De
nuevo tendemos a pensar “jerarquía” en términos de poder, desde el binomio
superior-inferior o señor-súbdito, es decir en una cadena donde uno manda y el
otro obedece. Pero también se puede
entender “jerarquía” como una lógica de procedencia que intenta narrar cómo del
origen y fuente todo proviene y depende en su identidad.
Esta
dinámica de procedencia, San Pablo intenta mostrarla con el concepto “reflejo”.
Nuestra sensibilidad contemporánea se siente más cómoda afirmando que ambos,
varón y mujer en su complementariedad, son “reflejo e imagen” de Dios.
Lo
que me lleva –antes de continuar con las sentencias más polémicas-, a traer la
cuestión del “anacronismo”. Se trata de un grave error de la ciencia histórica
y consiste en introducir descontextualizados elementos de una época en otra, o
lo que es más frecuente, juzgar un período histórico con categorías del presente.
Por ejemplo, para juzgar que San Pablo puede ser “machista”, primero deberíamos
asegurarnos que un concepto como “machismo” es concebido en su época.
Evidentemente la dignidad de la mujer a la par con el varón –en su
diferenciación complementaria- es un principio supratemporal, atestiguado por
la Revelación o en otros términos un “absoluto moral”. Pero cómo cada época lo
interpretó y plasmó en la relación varón-mujer en su propio contexto cultural
puede variar. Hoy algunas feministas llamarían machismo o pretensión de
superioridad a lo que en otro tiempo se consideraba galantería o
caballerosidad. Lo que hoy en día se considera un gesto de humildad y
acompañamiento del varón en las tareas domésticas en otro tiempo se consideraba
falta de autoridad o virilidad.
Dicho
esto, acometamos la aclaración en cuanto sea posible sobre la costumbre de
participar el varón en las asambleas litúrgicas con la cabeza descubierta y la mujer
al contrario. Algunas precisiones:
·
En la asamblea litúrgica, ambos varón y
mujer, pueden orar y profetizar. Por cuestión de su género uno debe cubrirse la
cabeza y otro no. No hay desigualdad en la participación sino en el modo.
·
La mentalidad paulina sugiere que el
varón en la asamblea representa al Señor, el Esposo y la mujer a la esposa, la
Iglesia. Solo de ese modo dialógico podría entenderse la idea de “sujeción” –descartada
una disparidad en dignidad-, expresando que a uno como “reflejo del Señor” le
toca preceder fontalmente y al otro recibir y responder configurando lo mutuo.
·
En cuanto a por qué la cabellera puede
ser afrenta para uno y no para otro género o la introducción de la “sujeción por
razón de los ángeles”, el sentido permanece incierto. Se han propuesto variadas
hipótesis, desde cánones estéticos acerca de la cabellera recogida en peinado
de la mujer como signo cultural de honestidad y belleza hasta la cabellera
suelta de la mujer como signo de desenfreno en los cultos paganos. Y también
sobre la participación de los ángeles en la liturgia guardando en el culto el
orden jerárquico de precedencia hasta la intromisión de los demonios. Por lo
pronto no parece relevante la incertidumbre acerca del sentido de estos
términos para afectar substancialmente a la interpretación.
·
Ciertamente destaca el deseo de San
Pablo de poner orden en las asambleas litúrgicas. Por un lado, debido a la
introducción de costumbres o excesos que desvirtúan el sentido del culto; por
otro, dada la necesidad de distinguirse la asamblea cristiana y no ser
confundida con las prácticas religiosas paganas y finalmente quizás, para
guardar una cierta conducta externa que no escandalice o provoque malas
interpretaciones, generando el rechazo.
·
Por último diría que es importante
delimitar el nivel que el Apóstol adjudica a su intervención. No se trata de “un
mandato recibido del Señor”, ni de un consejo Apostólico en virtud “de la
asistencia del Espíritu Santo”, sino de costumbres comunitarias que se han ido
asentando en la Iglesia primitiva.
Quisiera
terminar esta lectura invitándonos a todos a encontrarnos siempre serena y
respetuosamente con la Palabra de Dios, sin prejuicios que sesguen nuestra
mirada, implorando a Dios que nos auxilie con esa sabiduría que permite discernir
lo que es esencial y profundo de lo que es más superficial y periférico,
pudiendo reconocer a qué debemos adherir indefectiblemente pues viene del Señor
y en todo caso ubicar en su justo nivel las costumbres y experiencias
personales y comunitarias en las cuales la fe se contiene y expresa pero que
tal vez no deban permanecer inmutables. Ya lo hemos hablado al distinguir entre
Tradición y tradiciones. Sobre todo que nos de una inteligencia humilde y un
corazón simple, que no busque revolver lo que parece oscuro de modo imprudente
y que sepa acoger con sencillez cuanto nos es dado recibir del Espíritu.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 56
SEAMOS
IMITADORES DE CRISTO
“Sean
mis imitadores, como lo soy de Cristo. Les alabo porque en todas las cosas se
acuerdan de mí y conservan las tradiciones tal como se las he
transmitido.” 1 Cor 11,1-2
Querido
San Pablo, estas breves expresiones tuyas bastan para quedarnos detenidos aquí,
oteando en su profundidad. ¿Sabes?, me resulta bastante habitual expresar
–sobre todo en el contexto de las celebraciones bautismales-, algo así: “Lo que
significa ser cristiano se define simplemente pero se lleva a cabo durante toda
una vida. Ser cristiano es pensar como el Señor Jesús, sentir como Él, decidir
y actuar siempre en Cristo, permanecer unidos a su mente y a su corazón”. O tal
vez esto otro: “El Espíritu Santo desde ahora, comenzando a inhabitar la
Santísima Trinidad el alma, no dejará de sugerirnos desde lo más interior de
nosotros siempre lo mismo de maneras diversas. ¿Qué nos insinuará de continuo? “Aseméjate
a Jesús, configúrate a tu Esposo”.
Uno
de los libros más famosos de la espiritualidad cristiana, conocido vulgarmente
como “el Kempis”, se intitula justamente: “La imitación de Cristo”. Recuerdo
algunas pocas clases de teatro que tomé en la adolescencia y aquellos “juegos
de espejo”, cuando uno parado delante del otro, en silencio como mimos,
debíamos reproducir exactamente los movimientos del compañero como un fiel
reflejo suyo. Así en el medioevo era frecuente el tema espiritual del espejo.
“Mírate en el Espejo”, le recomienda Santa Clara a la Beata Inés de Praga. Ese
Espejo era Jesucristo, y en ese Espejo debía contemplar su bienaventurada Encarnación,
ministerio público y Pascua redentora. ¿Para qué? Pues para reproducir en ella -arreglandose,
retocándose y adornándose con la Gracia y las virtudes-, la semejanza de su
Imagen.
¡Cuánta
consolación habrán experimentado tus hijos en la fe como nosotros hoy, al
hallar verdaderos imitadores de Cristo! Realmente es una gran bendición hallar
hermanos para admirar y de los cuales aprender cómo asemejarnos al Señor. Una
incontable muchedumbre de santos atestiguan a la Iglesia que es posible por la
Gracia identificarse con Cristo y ser uno con Él.
Pero
además introduces otro tema que en nuestros días está tan olvidado y a la vez
tan vigente: la Tradición. Hay que conservar las tradiciones recibidas que se
nos han transmitido fielmente. Pero: ¿qué es la Tradición?, ¿de dónde viene? y
¿cuánta es su importancia? Remitámonos nuevamente al Catecismo de la Iglesia
Católica, por ser untexto simple, tan sintético y erudito como testigo de
doctrina segura. De hecho para esta temática su gran referencia será la
Constitución Dogmática sobre la Divina Revelación del Concilio Vaticano II,
llamada Dei Verbum.
Catecismo
Nº 75 "Cristo nuestro Señor,
plenitud de la revelación, mandó a los apóstoles predicar a todos los hombres
el Evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta,
comunicándoles así los bienes divinos: el Evangelio prometido por los profetas,
que El mismo cumplió y promulgó con su voz". (Dei Verbum 7)
Catecismo
Nº 76 La transmisión del Evangelio,
según el mandato del Señor, se hizo de dos maneras: oralmente: "los apóstoles, con su
predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que
habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo
les enseñó"; por escrito: "los mismos apóstoles y otros de su
generación pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el
Espíritu Santo". (Dei Verbum 7)
¿Por
qué en la Iglesia hay Tradición y hay transmisión? Pues por fidelidad a Cristo
y a la Revelación que hemos recibido en Él, Hijo del Padre, quien es propiamente
la Palabra de Dios para los hombres. Y de esta única fuente, Jesucristo, brotan
como dos canales.
Por
un lado, lo que los Apóstoles bajo la guía del Espíritu Santo –en este caso San
Pablo- han transmitido oralmente con su predicación a la Iglesia fundando comunidades.
Esta predicación consta de palabras pero también de gestos, ejemplos e
instituciones. ¿Qué han transmitido los Apóstoles? Pues todo lo recibido de
Cristo para nuestra salvación.
Por
otro, bajo la inspiración del Espíritu Santo, los mismos Apóstoles y otros
elegidos por Dios de aquellas primeras generaciones han puesto por escrito esta
Tradición.
Catecismo
Nº 77 "Para que este Evangelio se
conservara siempre vivo y entero en la Iglesia, los apóstoles nombraron como
sucesores a los obispos, "dejándoles su cargo en el magisterio". En
efecto, "la predicación apostólica, expresada de un modo especial en los
libros sagrados, se ha de conservar por transmisión continua hasta el fin de
los tiempos". (Dei Verbum 8)
Ya
vimos que San Pablo se alegra porque los de Corinto se acuerdan de él y conservan las tradiciones que les ha transmitido. Para que la Tradición se
conserve pues debe transmitirse ininterrumpidamente de forma íntegra y Dios ha
dispuesto que se realice en la Iglesia mediante la sucesión apostólica, es
decir, un continuo encadenamiento de sucesores de los Apóstoles, los Obispos.
Catecismo
Nº 78 Esta transmisión viva, llevada a
cabo en el Espíritu Santo, es llamada la Tradición en cuanto distinta de la
Sagrada Escritura, aunque estrechamente ligada a ella. Por ella, "la
Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las
edades lo que es y lo que cree". "Las palabras de los Santos Padres
atestiguan la presencia viva de esta Tradición, cuyas riquezas van pasando a la
práctica y a la vida de la Iglesia que cree y ora". (Dei Verbum 8)
Junto
a las Sagradas Escrituras, la Sagrada Tradición es esa corriente viva, animada
y sostenida por el Espíritu Santo, que iniciada con los Apóstoles permanece
llegando a las nuevas generaciones cristianas por medio de sus sucesores,
quienes como aquellos atestiguan lo que la Iglesia es y cree.
Catecismo
Nº 79 Así, la comunicación que el Padre
ha hecho de sí mismo por su Verbo en el Espíritu Santo sigue presente y activa
en la Iglesia: "Dios, que habló en otros tiempos, sigue conversando
siempre con la Esposa de su Hijo amado; así el Espíritu Santo, por quien la voz
viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo entero, va
introduciendo a los creyentes en la verdad plena y hace que habite en ellos
intensamente la palabra de Cristo". (Dei Verbum 8)
Ahora
bien, ¿cómo se realiza ordinariamente en la Iglesia la relación entre Tradición
y Escritura?
Catecismo
Nº 80 La Tradición y la Sagrada Escritura "están íntimamente unidas y
compenetradas. Porque surgiendo ambas de la misma fuente, se funden en cierto
modo y tienden a un mismo fin". (Dei Verbum 9) Una y otra hacen presente y
fecundo en la Iglesia el misterio de Cristo que ha prometido estar con los
suyos "para siempre hasta el fin del mundo" (Mt 28,20).
Catecismo
Nº 81 "La Sagrada Escritura es la
palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del Espíritu
Santo". "La Tradición recibe
la palabra de Dios, encomendada por Cristo y el Espíritu Santo a los apóstoles,
y la transmite íntegra a los sucesores; para que ellos, iluminados por el
Espíritu de la verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente en su
predicación". (Dei Verbum 9)
Catecismo
Nº 82 De ahí resulta que la Iglesia, a
la cual está confiada la transmisión y la interpretación de la Revelación,
"no saca exclusivamente de la Escritura la certeza de todo lo revelado. Y
así se han de recibir y respetar con el mismo espíritu de devoción". (Dei
Verbum 9)
Deberíamos
estar alegres pues de modo tan abundante sigue llegando a nosotros la Palabra
de Cristo. Los católicos, además de escucharla en la Sagrada Escritura,
confesamos también que la escuchamos en la vigente predicación de los Apóstoles
que siguen dando testimonio de lo recibido del Señor a través de sus
ininterrumpidos sucesores.
Pero
quise abordar este tema a veces difícil para algunos, pues la Sagrada Escritura
se les aparece como más concreta y la Sagrada Tradición como más intangible,
porque hay un ambiente polémico hoy sobre el “tradicionalismo” en la Iglesia.
¿De qué se trata? Como diría un profesor habría que distinguir “Tradición” con mayúscula
de “tradiciones” con minúscula. ¿Qué se debe conservar en la Iglesia y transmitir
fielmente? ¿Todo entonces ya está fijo y nada se puede cambiar o hay aspectos
adaptables en el correr de los tiempos? Una rápida mirada a la historia de la
Iglesia nos dice que hay continuidad en la identidad pero también adaptación en
las formas.
Catecismo
Nº 83 La Tradición de que hablamos aquí
es la que viene de los apóstoles y transmite lo que éstos recibieron de las
enseñanzas y del ejemplo de Jesús y lo que aprendieron por el Espíritu Santo.
En efecto, la primera generación de cristianos no tenía aún un Nuevo Testamento
escrito, y el Nuevo Testamento mismo atestigua el proceso de la Tradición viva.
Es
preciso distinguir de ella las "tradiciones" teológicas,
disciplinares, litúrgicas o devocionales nacidas en el transcurso del tiempo en
las Iglesias locales. Estas constituyen formas particulares en las que la gran
Tradición recibe expresiones adaptadas a los diversos lugares y a las diversas
épocas. Sólo a la luz de la gran Tradición aquéllas pueden ser mantenidas,
modificadas o también abandonadas bajo la guía del Magisterio de la Iglesia.
Es
decir, el gran error suele ser concebir a la Tradición como un artefacto arqueológico
que pasa de mano en mano inalterado, no solo en su contenido sino también en su
expresión o forma cultural. Si fuese así, la multiplicidad de ritos litúrgicos
o las sucesivas codificaciones disciplinares, deberían interpretarse como una
grave infidelidad. La historia de la Iglesia sería entonces una historia de
traición constante. Pues por ejemplo más
discutido y manifiesto tenemos la Santa Misa. No celebramos ni en el siglo VI
ni en el XVII ni en el XXI exactamente igual que en el siglo I; incluso ni
siquiera podríamos reproducir rigurosamente en todos sus detalles aquellas primeras
Eucaristías apostólicas salvo por algunos elementos que se nos han atestiguado.
¿Por ello diremos que la Eucaristía ha cambiado y ya no es la misma? Es la
misma Eucaristía que el Señor nos ha mandado perpetuar en memoria suya en la Última
Cena y no por ello debemos celebrarla solo en Jerusalén y hacerlo en el mismo
domicilio con los mismos almohadones e idéntica cantidad de concurrentes,
usando exclusivamente aquella copa. La Tradición es una corriente viva animada
y sostenida por el Espíritu Santo, en la cual se recibe y se transmite fielmente lo que Cristo nos ha comunicado. La
Tradición se expresa en tradiciones y esas tradiciones que la expresan son
discernidas y adaptadas bajo el cuidado solícito del Magisterio.
¿Es
importante la Tradición? Claro, es constitutiva de nuestra identidad. Pero
ciertamente hay que comprenderla rectamente.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 55
UN
CASO DE FINEZA DE CONCIENCIA POR LA CARIDAD
“«Todo
es lícito», mas no todo es conveniente. «Todo es lícito», mas no todo edifica. Que
nadie procure su propio interés, sino el de los demás. Coman todo lo que se vende
en el mercado sin plantearse cuestiones de conciencia; pues del Señor es la
tierra y todo cuanto contiene. Si un infiel los invita y ustedes aceptan, coman
todo lo que les presente sin plantearse cuestiones de conciencia. Mas si
alguien les dice: «Esto ha sido ofrecido en sacrificio», no lo comas, a causa
del que lo advirtió y por motivos de conciencia. No me refiero a tu conciencia,
sino a la del otro; pues ¿cómo va a ser juzgada la libertad de mi conciencia
por una conciencia ajena?” 1 Cor 10,23-29
Estimadísimo
San Pablo, creo que ya hemos abundado suficientemente en el tema de los
alimentos y los criterios para su ingesta. Me sorprende qué tanto te dedicas a
ello y sin duda es consecuencia de la efervescencia que la temática tenía entre
aquellos cristianos contemporáneos tuyos. Sin embargo quiero rescatar el
testimonio que nos ofreces de una conciencia libre, pura, simple y regida por
la caridad.
Retomando
la contra-argumentación ya conocida, al “todo es lícito” respondes con tu “no
todo es conveniente ni edifica”. Quisiera resaltar ahora este principio que
proviene de la intención de ejercitar una auténtica caridad fraterna: “Que
nadie procure su propio interés, sino el de los demás”. Aquí nos brindas una de
las claves principales para vivir el amor: el descentramiento. En términos
psicoanalíticos diríamos hoy que se trata de romper con el narcisismo. Cuando
modernamente hablamos de egocentrismo, afirmamos que ese yo personal se vuelve
sobre sí y se erige como centro del mundo y medida de valoración de todas las cosas.
Toda la realidad se percibe en función y a conveniencia o no de las necesidades
y apetencias del yo. Resulta pues evidente que si solo balanceo: “mis
necesidades”, “mis proyectos”, “mis problemas”, “mis heridas”, “mis deseos” y
la lista continúa… me ubico preponderantemente en una perspectiva unitaria que me
dificulta registrar la presencia de tantos otros “yo personales” con su propia
dinámica. Por eso la sabiduría popular proclama que “hay que saber salirse de
uno mismo para ponerse en los zapatos del otro”.
San
Pablo nos lo enseña en cristiano: procura orientarte primero a responder al
interés de los demás que al tuyo propio, anteponiendo el querer de tu hermano a
tu querer. ¡Esto es una violentísima revolución interior! Y sin duda un ir
contra la corriente de la mentalidad mundana. Es la conversión al amor divino,
a la Caridad. Lo diré sin rodeos: es el lenguaje de la Encarnación del Verbo
que despojándose, desciende para hacerse uno de tantos; lenguaje que es llevado
a su manifestación más lograda al ascender a la Cruz. El otro lenguaje, el de
volcarse encorvado retornando sobre sí mismo para autoproclamarse el centro de
todo, con la pretensión de que todos vivan en función del yo, no es sino el
idioma mezquino de un amor propio absolutizado, cuya fuente última sin duda es la insinuación
diabólica.
Luego,
retomando el problema de que lo comerciado para consumo en el mercado público
pudo haber sido ofrecido en cultos paganos, invitas a una conciencia que tenga
libertad, madurez en la libertad por la fe: como ya afirmaste, “los ídolos u
otros dioses no existen”, solo hay un solo Dios y Señor, Creador y Dueño de
cuanto es. Aquella oblación por tanto fue nula e inválida pues se hizo ante
nadie, no se configuró como acto sagrado, pues esas divinidades son “inventos
puramente humanos”.
Ahora
bien, como ya advertimos en tu enseñanza a los romanos y también a los
corintios, el desafío se presenta no con la propia conciencia sino con la de
los demás. Puede presentarse también con la conciencia propia de un cristiano,
si se trata de una conciencia poco formada, inmadura, frágil o escrupulosa por
demás. Pero a ti, querido Apóstol, te importa iluminar el caso en la relación
con los demás, discerniendo un oportuno ejercicio de la caridad.
Por
eso presentas el caso puntual de un no creyente que invita a un cristiano a una
comida. Pues entonces que el hermano actué con simplicidad y pureza de
conciencia, sin ponerse a investigar de donde provienen los alimentos y sin
plantear reticencias con una escrupulosidad que malogre el encuentro con el
anfitrión; ya que no solo introduciría la incomodidad sino que también podría
inducir a mala conciencia y error de juicio al infiel. Porque si sugiere el
cristiano que lo ofrecido a los ídolos paganos y comerciado en el mercado, no
puede comerse, le daría a entender al no creyente que en verdad existen otras
divinidades o lo expondría a una mala conciencia sobre su actuar que lo
llevaría a la culpa pero no a la libertad del amor. Dicho más fácil: el otro no
tenía ningún problema y el cristiano le siembra en su conciencia una
problemática que ni si quiera es correcta. En el fondo está centrándose en su
propia conciencia débil y faltando a la caridad con la conciencia del otro.
“Que coma todo lo que le presenten”.
Mas
como tu caridad es tan grande, San Pablo, apuntas a otra sutileza. Ahora el
caso es que quien ofrece los alimentos explícitamente asegura que ha sido sacrificado
a los ídolos. La perspectiva cambia. Si lo comes sin más, ¿que se infiere de
ello? El que te ha invitado podría pensar que tú también participas y adhieres
a aquellos cultos o que admites la existencia de aquellos dioses. Entonces
rechazarlos, en principio, te daría la oportunidad tanto de explicitar un testimonio
de tu fe en Cristo y acerca del único Dios verdadero como tu rechazo de las
falsas divinidades. Evidentemente quedará por delante cómo realizar esta
abstención con caridad y para edificar al infiel. Pero si sabiendo que eres
libre de comer porque los ídolos no existen descuidas el interés por la
conciencia de tu anfitrión que te lo ha advertido, ni te muestras humilde ni
ejerces la caridad con él.
¿Ven
cuánta fineza de conciencia por caridad? Sin embargo me temo que muchos
cristianos de hoy se sentirían desconcertados y embrollados, les parecería
compleja y difícil la resolución del caso presentado. ¿Es que la resolución es
compleja o que la caridad aún inmadura no puede percibir los matices de
delicadeza con el otro tan necesarios para amar?
“Si
yo tomo algo dando gracias, ¿por qué voy a ser reprendido por aquello mismo que
tomo dando gracias? Por tanto, ya coman,
ya beban o hagan cualquier otra cosa, háganlo todo para gloria de Dios. No den
escándalo ni a judíos ni a griegos ni a la Iglesia de Dios; lo mismo que yo,
que me esfuerzo por agradar a todos en todo, sin procurar mi propio interés,
sino el de la mayoría, para que se salven.” 1 Cor 1,30-33
Finalmente,
expresando tu madurez y libertad de conciencia y tu exquisita caridad, nos
propones estos dos principios rectores: “hacer todo para la Gloria de Dios” y
no buscar el propio interés sino el del prójimo “para que se salve”. La
glorificación de Dios y la salvación del prójimo son los principios
fundamentales de la caridad. Caridad con Dios adorándolo y dándole culto, configurándose
a su Voluntad. Caridad hacia los hermanos favoreciendo su salvación eterna. Tan
simple, tan puro, tan libre y tan maduro es el camino del cristiano. Así sea en
nosotros hoy y en el futuro también como lo ha sido antaño en el testimonio de
la muchedumbre incontable de los santos. Amén.
DIALOGO VIVO CON SAN PABLO 54
LA MESA DEL SEÑOR
VERSUS LA MESA DE LOS DEMONIOS
Apóstol
San Pablo, siempre íntegro en la fe… ¡cúanta contundencia en tus planteos!
“La
copa de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo?
Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un
solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan.” 1 Cor 10,16-17
La
Eucaristía, sacramento memorial de la Pascua de Cristo, ofrece, posibilita y realiza
la comunión con Dios y la comunión fraterna. Notemos simplemente como esta
comunión se opera mediante el sacrificio. La bendición que hacemos sobre la
copa con el vino, como toda bendición implora que se derramen los dones divinos,
y esto en continuidad con la Sangre derramada en la Cruz por Cristo, inmolación
y efusión que es fuente de toda bendición. El pan que partimos no es sino la
acción litúrgica que evoca y actualiza el Cuerpo del Señor traspasado y abierto
que quiere recibirnos entregándose a nosotros sin reserva.
La
Cruz que pende sobre los presbiterios de tantos templos y descansa en el centro
de sus altares es la continua exhortación a concentrarnos en el centro y
fundamento del Misterio de la Salvación que se celebra en cada Eucaristía. La
Eucaristía es el sacramento de la Pascua del Señor, nuestro Redentor y
Salvador.
Tras
la epíclesis con la cual se invoca al Espíritu Santo con la imposición de manos
sobre las ofrendas de pan y vino y luego de realizar el sacerdote los gestos y pronunciar
las mismísimas palabras del Señor en la última cena, todo ha cambiado y ha
escalado de nivel superlativamente: Dios está presente, real y substancialmente
bajo estas especies. Por eso se proclama: “Este es el Misterio o Sacramento de
la Fe”. O también puede proponerse: “Este es el Misterio de la Fe, Cristo nos
redimió” y “Este es el Misterio de la fe, Cristo se entregó por nosotros”. A lo
cual se responde en ese mismo orden: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección.
¡Ven Señor Jesús!”, o: “Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este
cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas”, y finalmente: “Salvador
del mundo, sálvanos, que nos has liberado por tu cruz y resurrección”.
Pronto
llegará, previo al rito de comunión, el gesto de la fracción del pan acompañado
por la aclamación: “Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad
de nosotros y danos la paz”. ¿Qué duda pues queda que estamos participando de un
sacrificio de comunión y que vamos a consumir la Víctima ofrecida en rescate
nuestro? Sin embargo es posible que nuestra percepción de lo que celebramos no
sea tan aguda como es de esperar.
Lo
que San Pablo intenta hace dos mil años es evitar el peligro de celebrar el
sacramento sin conciencia de su sacralidad, transformándolo quizás en una
comida más al estilo de lo cotidiano. (Ya veremos próximamente como este
peligro se había concretado en unas celebraciones eucarísticas confusas y con
excesos más semejantes a comilonas mundanas.) Si ese pan y esa copa de vino no
remiten por la fe al Cuerpo y la Sangre, al Cordero Pascual… ¿qué estamos
haciendo y ante quién?
Algunos
me dirán hoy que sobre muchos o pocos presbiterios y altares ya no hay Cruz. Otros
me dirán que todo se ha reducido a una comida fraternal, a un estar
festivamente juntos. Ciertamente observo que demasiado frecuentemente nuestras
Eucaristías contemporáneas han puesto en su centro la dimensión horizontal del
encuentro comunitario y han debilitado el ejercicio de levantar la mirada a lo
alto, hacia la Cruz elevada donde Cristo atrae a todos hacia sí y desde la cual
derrama bendición y crea comunión. Lo enuncio sin poder profundizar el tema: ha
entrado en crisis el valor del Sacrificio. No queremos mirar el Sacrificio del
Cordero de Dios o solo hacerlo los que se animen el Viernes Santo. Menos
deseamos darnos cuenta que nos está invitando a unirnos a Él en sacrificio de
amor entregando nuestra propia vida. Entonces: ¿qué celebramos en nuestras Eucaristías?
y ¿cuál es nuestra fe sobre la Pascua?
“Fíjense
en el Israel según la carne. Los que comen de las víctimas ¿no están acaso en
comunión con el altar? ¿Qué digo, pues? ¿Que lo inmolado a los ídolos es algo? O
¿que los ídolos son algo? Pero si lo que inmolan los gentiles, ¡lo inmolan a
los demonios y no a Dios! Y yo no quiero que entren en comunión con los
demonios. No pueden beber de la copa del Señor y de la copa de los demonios. No
pueden participar de la mesa del Señor y de la mesa de los demonios. ¿O es que
queremos provocar los celos del Señor? ¿Somos acaso más fuertes que él?” 1 Cor
10,18-22
Aventuro
que es posible que no recuerdes este texto paulino y quizás nunca lo hayas
escuchado. ¿Alguien te ha predicado sobre él? Es verdad que son expresiones tan
complejas como osadas. ¿Cómo se ofrece sacrificio a los demonios y cómo se
entra en comunión con ellos? El apóstol está señalando a la participación en
los cultos idolátricos, a la adoración de las falsas divinidades paganas y a
los ritos engañosos de las religiones que no adhieren al Único Dios Verdadero.
¡Tremendo rechazo experimentaría hoy San Pablo frente a la actual moda de un
diálogo interreligioso más cercano al sincretismo relativista!
Si
quieren podríamos extender el argumento así: ¿podemos celebrar a la vez la
Eucaristía y vivir en comunión con ese mundo que se entrega a la seducción del
Príncipe de las tinieblas? ¿No puede sucedernos que intentemos participar al
mismo tiempo de dos mesas que se excluyen? ¿Ofrecemos sacrificios en el altar
del Dios Trinitario o en el altar del dios del mundo o hasta quizás en ambos?
Cuando
hablamos tanto pero tanto de Cristo y el Anti-Cristo y de horizontes
apocalípticos (tema al que nuestro tiempo se acerca con morbo estrafalario), no
nos percatamos que podríamos también entonces hablar de Eucaristía y Anti-Eucaristía,
de culto Divino o culto demoníaco, de Sacrificio o Anti-Sacrificio y de ofrenda
de comunión y anti-ofrenda de ruptura. ¿Qué es sino el culto satanista y la
llamada “misa negra”? Es la otra mesa, la anti-mesa de los demonios. Y no cabe
duda de que corren días en los cuales resurgen vigorosos los hechiceros, las
brujas y una caterva de esbirros oscuros. Crece en el orbe la fascinación
esotérica al mismo tiempo que nuestras Eucaristías cristianas aparecen frágiles,
superficiales y poco concurridas.
¿Cómo
interpretar esta realidad, con qué clave? La tradición bíblica sapiencial nos
advertiría de los dos caminos por delante; la tradición joánica nos presentaría
dicotomías como Luz-tinieblas o Vida-muerte y San Ignacio de Loyola nos
predicaría sobre las dos banderas. Que se retomen los antiguos cultos paganos y
se abandone el culto al Único Dios, ¿quizás no está indicando que no pocos
cristianos transitan una doble vida, intentando participar a la vez de una
doble mesa? No será quizás una real participación en cultos demoníacos, pero
hay tantas veladas y engañosas formas de sacrificar la vida en los altares del
mundo y consumir la falsa anti-comunión que ofrece el Adversario.
Me
sigo pues con urgencia y caritativa inquietud preguntando: ¿qué fe estaremos
expresando y ante quien estaremos celebrando verdaderamente hoy nuestras tibias y deslucidas Eucaristías?
¡Volvamos a religarlas al sacrificio de Cristo!
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 53
EXHORTACIÓN
A PERSEVERAR HASTA LA META
Estimado
padre y hermano, augusto San Pablo, atleta de Dios, ¡que bien nos hace tu
exhortación fuerte y cruda para que no abandonemos la carrera iniciada hacia
Cristo!
“¿No
saben que en las carreras del estadio todos corren, mas uno solo recibe el
premio? ¡Corran de manera que lo consigan! Los atletas se privan de todo; y eso
¡por una corona corruptible!; nosotros, en cambio, por una incorruptible. Así
pues, yo corro, no como a la ventura; y ejerzo el pugilato, no como dando
golpes en el vacío, sino que golpeo mi cuerpo y lo esclavizo; no sea que,
habiendo proclamado a los demás, resulte yo mismo descalificado.” 1 Cor 9,24-27
“Corran
de manera que consigan el premio.” ¿Y cuál es el premio, me preguntas? Lo sabes
bien: Jesucristo es nuestro premio, la comunión plena e inextinguible con Él y
con su Padre en el Espíritu Santo, la Vida Eterna que es participación consumada
en la Gloria de Dios.
A
veces pienso que aquella primera generación cristiana experimentaba a un tiempo
la potente y asombrosa novedad del Evangelio como el peligro real que los
amenazaba –de corriente agazapado e inminente-, el alto riesgo que significaba
seguir a Cristo. El contexto no permitía tibiezas y todo discípulo rápidamente
era formado en la espiritualidad martirial y en el anhelo escatológico.
Podríamos
discutir si ese contexto adverso no se ha estado reproduciendo en nuestros días
con creciente evidencia. Probablemente la diferencia que hallemos es que no son
tantos los cristianos que aspiran a un premio en el horizonte escatológico,
sino que más bien están cooptados por la efímera temporalidad, viviendo cabisbajos,
embotados en la escena de este mundo que pasa. La cultura del bienestar y el confort
accesibles por consumo y la ilusión de los paraísos terrenales tampoco ayudan
evidentemente, por lo contrario desestimulan el desarrollo de la dimensión
ascética. ¿Han dejado un importante número de cristianos de correr la carrera?,
¿ya no hay una meta ardua por alcanzar enfrente?, ¿solo existe también para
ellos cuanto se ofrece disponible en el mundo?
El
Apóstol a sus contemporáneos les daba el ejemplo del atleta y del púgil,
quienes se entrenan disciplinadamente y someten a un duro adiestramiento su
cuerpo. Sabedores de la corona a la que aspiran no corren como si nada a lo
tonto sino que buscan ganar, no dan golpes en el aire sin más sino que intentan
ser certeros para salir victoriosos. Y San Pablo habla de sí mismo para que
vean sus discípulos al maestro y padre que los engendró en la fe dar ejemplo de
perseverancia.
Ya
no quisiera abundar y repetirme en el olvido casi absoluto que la Iglesia de
nuestro tiempo ha hecho de la dimensión ascética y de las prácticas
penitenciales. ¿Así desentrenados y en mala forma queremos correr la carrera y
pelear el combate? Sería realmente absurdo.
“No
quiero que ignoren, hermanos, que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube
y todos atravesaron el mar; y todos fueron bautizados en Moisés, por la nube y
el mar; y todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la
misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que les seguía; y la
roca era Cristo. Pero la mayoría de ellos no fueron del agrado de Dios, pues
sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto. Estas cosas sucedieron en figura
para nosotros para que no codiciemos lo malo como ellos lo codiciaron.” 1 Cor
10,1-6
¡Cuánto
realismo pastoral y educativo! Yo al menos escucho en el transfondo al Señor Jesús
anunciando: “muchos son los llamados pero pocos los elegidos” y “el camino es
angosto, la puerta estrecha”. ¿No te gusta que te lo recuerde? Mi querido
hermano, tú como yo al ponernos a intentar vivir el Evangelio –más temprano que
tarde- hemos descubierto que es tan alto, grande y luminoso que parece fuera de
nuestro alcance y no en pocas propuestas. Sin el auxilio de la Gracia y sin un
fiel y permanente ejercicio de conversión y purificación simplemente no
podremos sostener la vida cristiana. No debemos engañarnos más ni permitir que
nos engañen. La carrera es larga y el combate es rudo, y después de incontables
pero parciales triunfos en un solo momento podemos perderlo todo.
Me
doy licencia para recrear el pasaje paulino. Egipto es la esclavitud del pecado
de la que hemos sido rescatados por el Bautismo. La peregrinación por el
desierto es esta vida terrena, histórica y finita. La tierra prometida es el
Cielo. Pues entonces podría resonar así:
“No quiero que ignoren,
hermanos, que también otros cristianos estuvieron todos bajo la voz de Dios en
su Palabra y cruzaron el puente de la conversión; y todos fueron bautizados en Cristo,
por el Espíritu Santo y el agua; y todos comieron el mismo alimento espiritual,
el Cuerpo del Señor; y todos bebieron la misma bebida espiritual, la Sangre del
Señor. Pero aún así quizás no todos fueron del agrado de Dios, pues algunos de
sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto de este mundo ya que sus almas
retornaron a las cadenas del pecado.”
Estoy
seguro –así lo demuestran las fuentes- que muchos santos han predicado con este
estilo sus sermones. Tristemente hoy se oye poco tan incómoda pero caritativa
exhortación entre nosotros.
“No
se hagan idólatras al igual de algunos de ellos, como dice la Escritura:
«Sentóse el pueblo a comer y a beber y se levantó a divertirse.» Ni forniquemos como algunos de ellos
fornicaron y cayeron muertos 23.000 en un solo día. Ni tentemos al Señor como
algunos de ellos le tentaron y perecieron víctimas de las serpientes. Ni murmuren
como algunos de ellos murmuraron y perecieron bajo el Exterminador. Todo esto
les acontecía en figura, y fue escrito para aviso de los que hemos llegado a la
plenitud de los tiempos. Así pues, el que crea estar en pie, mire no caiga. No
han sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá
sean tentados sobre sus fuerzas. Antes bien, con la tentación les dará modo de poderla
resistir con éxito. Por eso, queridos, huyan de la idolatría. Les hablo como a prudentes. Juzguen ustedes
lo que digo.” 1 Cor 10,7-14
La
actitud de la Iglesia que peregrina a inicios del siglo XXI quizás podría describirse
con esta simpática pero aterrorizadora frase: “están bailando, bebiendo y
festejando en la cubierta del Titanic”. ¿Será una exageración? Lo que antes era
pecado ahora parece convalidarse bajo pretexto de compasión. La salvación se
ofrece automática e inclusiva sin necesidad alguna de conversión, sin un proceso
intenso de purificación y crecimiento. Ya no son necesarias por tanto las medicinas
penitenciales, los sacramentos son relativos y han sido sobrestimados, la
Sagrada Escritura puede reescribirse en traducciones más ajustadas al espíritu
de la época y el cultivo del trato con Dios por la oración resulta una pérdida
del valioso tiempo que debemos dedicar a los avatares del mundo. Prefiero
equivocarme por exagerado pero igual que San Pablo no quisiera que Dios me
regañara por no haber dado la voz de alarma, ya que me ha puesto en el atalaya –al
decir del profeta Ezequiel-. No sea que sea cierto que algún cristiano corra
desmotivado sin querer llegar a la meta o se encuentre dando golpes y golpes al
puro aire. Dios no lo permita. Mejor dicho, nosotros no lo permitamos.
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