SERVIDORES DE CRISTO
Y ADMINISTRADORES DE LOS MISTERIOS DE DIOS
Augustísimo
Pablo, santo de Dios y Apóstol de la Iglesia, en continuidad con la temática
que venías tratando, es decir, las divisiones en la Iglesia -causas y
orientaciones correctivas-, ahora introduces consejos acerca del comportamiento
de los ministros sagrados.
“Por
tanto, que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de
los misterios de Dios. Ahora bien, lo que en fin de cuentas se exige de los
administradores es que sean fieles.” 1 Cor 4,1-2
Permítanme
apoyado en esta breve sentencia una meditación sobre la actualidad eclesial. Sin
duda, innumerables veces en nuestra vida cristiana hemos escuchado este
criterio: “no somos dueños sino administradores”; aplicado a diversas
realidades y circunstancias. Y por supuesto que cobra especial relevancia al
tratarse de la Iglesia. No somos dueños de la Iglesia. Aunque lamentablemente
creo solemos manejarnos demasiado frecuentemente como si la Iglesia fuera de
nuestra propiedad.
Así
a menudo se acusa a los ministros sagrados de abusar de su autoridad,
excediendo los límítes de un simple servidor y enharbolando un protagonismo
exagerado que roza lo autoritario y lo autocrático. Sin duda mi propia
experiencia me dice que la tentación es constante y que solo una permanente
vigilancia y revisión de la práctica ministerial –de cara al Señor en el
encuentro personal y en diálogo sincero con la comunidad de fieles y con el
cuerpo ministerial- puede actuar de tutor que evite las desviaciones en el servicio.
¡La humildad y la recta intención pues no nos falten!
Me
sorprende sin embargo que la infidelidad en la sacra administración de los
misterios se adjudique casi exclusivamente al presbiterado. ¿El diaconado
permanente está excento y es inmune? Me consta que no. Pero como creo se tiende
a percibirlos más como laicos o ministros “de segunda” o como ministros “más
normales que los otros” por estar en su mayoría casados y tener familia, se suele
ser más indulgente en el juicio hacia ellos. Por otro lado, que yo sepa cuanto
más encumbrado es el cargo y más poder se concentra, mayor bien se puede hacer
como también aumenta el peligro de un mal uso. Así que los que más daño pueden
hacer en este sentido son los Obispos y el Papa. Y ejemplo hemos tenido en la
historia –algunos muy recientes- de actitudes y tiempos oscuros donde se ha
ejercido el ministerio episcopal y petrino en beneficio propio o de los allegados
y en desmedro del bien de la Iglesia. Pero de esto no se habla pues la
fantasmática que subyace es que algunos sitiales son intocables y además no
tendríamos la madurez necesaria para ver sus imperfecciones si las hubiese. Mas
aunque el ministerio que es de origen divino debe ser respetado y custodiado
entrañablemente, las personas que lo ejercen deben ser evaluadas por su
objetivo desempeño en el servicio. Y estoy seguro que Dios lo hará pues, “a
quién mucho se le dio mucho se le pedirá”. Los ministros sagrados seremos
juzgados con mayor severidad.
Advertencia
oportuna pues. No me sorprende sino que huele a estrategia demoníaca esta
concentración de la atención sobre el presbiterado, pues verdaderamente es el
cuerpo ministerial más cuantiosamente extenso en el orbe, que no solo
estructura operativamente a la Iglesia en el llano de lo cotidiano, sino que es
el cuerpo de ministros del que depende la confección de la Eucaristía –como de
la Reconciliación- y más habitualmente la predicación y enseñanza de la
Revelación Divina.
El
famosísimo “clericalismo” empero –sin negarlo-, no sólo depende de la voracidad
desviada por el poder de algunos ministros sino que -mal que le pese a tantos
ideólogos contemporáneos-, quizás también resulta de la degradación y retirada
del laicado. Aquí hay otro tabú por desmitificar: “el laicado siempre es bueno
porque el pueblo siempre es bueno”. O sea, la culpa siempre es enteramente “de
los ministros malos”. Nos bastaría una sincera revisión de la palabra “pueblo”
en la Sagrada Escritura para notar la ambivalencia del término y la exagerada
inflación teológica del concepto de “Pueblo de Dios” como central y prioritario.
Pienso
derivadamente en dos discursos y praxis eclesiales vigentes y creo se podrían
discernir desde esta perspectiva, “no somos dueños sino administradores”: la
sinodalidad y la ministerialidad.
1. Sin
entrar en detalles sobre la sinodalidad y su naturaleza teológica, la forma en
que se ha planteado parece inclinarse a una suerte de “democratización eclesial”
que diluya el “orden jerárquico” –divinamente instituido- hacia un progresivo
emparejamiento en el sacerdocio común de los fieles, una suerte de perpetuo “conciliarismo
o asambleísmo parlamentario” –error ya condenado magisterialmente- y que
terminaría en la protestantización de la catolicidad. Pero más allá de esto, me
preocupa que el énfasis en que se escuchen “todas las voces” o que “todos se
expresen y voten”, la priorización del consenso del amplio abanico del espectro
eclesial para “caminar todos juntos”, quizás está gritando que “la Iglesia es
nuestra”. Sí, la Iglesia es principalmente nuestra y de nuestras voces. No veo
nada claro el acento puesto prioritariamente en escuchar la Voz del Dueño de la
viña. Más bien me resuena como eco la parábola de los viñadores homicidas. Se
trata de un asalto antropocéntrico –el de la modernidad- al teocentrismo eclesial.
La Voz de Dios que plugo en su bondad hablar a los hombres en lenguaje humano
ahora es puesta en duda. ¿Y si el lenguaje humano no ha sido un vehículo
apropiado? ¿Si el abajamiento kenótico supusiese una necesaria incapacidad de
expresar fielmente el lenguaje divino? Como si Dios mismo interpretara a ese
traductor que traiciona. ¿Y realmente podemos saber qué dijo Dios
verdaderamente o solo nos topamos una y otra vez con nuestro envoltorio humano
epocal como una barrera insoslayable que se extiende por doquier? Casi diría
que es una propuesta kantiana: el “en sí” de la Revelación permanece
incognoscible, solo queda el “para mi”. Más aún, bajo este tópico la fe en la Encarnación
del Verbo cruje pues la eternidad y el tiempo permanecen incomunicados. La
única forma de comunicación sería una emanación degradada, un neo-arrianismo
ahora de anclaje hermeneútico. Detrás de algunos matices de la sinodalidad como
ha sido presentada no se halla solo un relativismo sino una crisis de fe en la
Divinidad del Verbo y por consiguiente sobre la posibilidad efectiva de
comunicación auténtica entre la Gloria Eterna y la facticidad inmanente.
Entonces no quedará sino escuchar nuestras voces, confiando que el progreso
inevitable de la dialéctica hegeliana nos lleve en la historia a al
autoconciencia de nuestra divinidad. Para nada es poco lo que está en juego en
lo profundo de la sinodalidad contemporánea.
2. El
tema de la ministerialidad y el slogan de una “Iglesia toda ministerial”,
adolece de una insuficiente elaboración teológica sobre la Gracia y cierta
confusión y rudimentaria articulación entre don, carisma y ministerio. Aquí
probablemente no hay intencionalidad sino solo un escaso desarrollo de la
pneumatología occidental. Pero el problema evidente es que la “ministerialidad”
suele ser abordada como “empoderamiento” y “reclamo de derechos”. La verdad es
tan evidente: el discurso se aleja de la teología hacia otras ciencias. De
fondo se dirige a un acceso más igualitario al poder eclesial, con lo cual la
propia ministerialidad queda contradicha. Pues un ministro que piensa en sí
mismo ya no es ministro ni enviado ni servidor ni representa. No vale la pena ciertamente ahondar demasiado en este tópico tan anclado en “acceso a derechos”,
“poder”, “participación igualitaria” y “reclamos de justicia”. Aquí no hay más
que amor a sí mismo. Falta ese rasgo tan propio del Amor Divino: la gratuidad.
Son cuestiones de política eclesial, no más. Porque la Iglesia no es nuestra y
quien distribuye, ordena y organiza carismas y dones como regula el ejercicio
ministerial es Dios.
Me
he despachado con cuestiones urticantes y de profundidad quizás ajenas a la mayoría
de mis lectores. Pido disculpas si debo hacerlo. Si he sembrado alguna
inquietud teológica me alegro. Al final todo es tan simple. Volvamos a la
enseñanza del Apóstol: no somos dueños de la Iglesia sino administradores y lo
que se espera de nuestro servicio es la fidelidad a Dios. Esto vale para todos
los ministros que dispensamos los misterios de Dios y para todo miembro de la
Iglesia en todo tiempo y en toda latitud según el puesto que el Señor le ha
asignado en su Cuerpo.