DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 39

 


SERVIDORES DE CRISTO 

Y ADMINISTRADORES DE LOS MISTERIOS DE DIOS

 

Augustísimo Pablo, santo de Dios y Apóstol de la Iglesia, en continuidad con la temática que venías tratando, es decir, las divisiones en la Iglesia -causas y orientaciones correctivas-, ahora introduces consejos acerca del comportamiento de los ministros sagrados.

 

“Por tanto, que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, lo que en fin de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles.” 1 Cor 4,1-2

 

Permítanme apoyado en esta breve sentencia una meditación sobre la actualidad eclesial. Sin duda, innumerables veces en nuestra vida cristiana hemos escuchado este criterio: “no somos dueños sino administradores”; aplicado a diversas realidades y circunstancias. Y por supuesto que cobra especial relevancia al tratarse de la Iglesia. No somos dueños de la Iglesia. Aunque lamentablemente creo solemos manejarnos demasiado frecuentemente como si la Iglesia fuera de nuestra propiedad.

Así a menudo se acusa a los ministros sagrados de abusar de su autoridad, excediendo los límítes de un simple servidor y enharbolando un protagonismo exagerado que roza lo autoritario y lo autocrático. Sin duda mi propia experiencia me dice que la tentación es constante y que solo una permanente vigilancia y revisión de la práctica ministerial –de cara al Señor en el encuentro personal y en diálogo sincero con la comunidad de fieles y con el cuerpo ministerial- puede actuar de tutor que evite las desviaciones en el servicio. ¡La humildad y la recta intención pues no nos falten!

Me sorprende sin embargo que la infidelidad en la sacra administración de los misterios se adjudique casi exclusivamente al presbiterado. ¿El diaconado permanente está excento y es inmune? Me consta que no. Pero como creo se tiende a percibirlos más como laicos o ministros “de segunda” o como ministros “más normales que los otros” por estar en su mayoría casados y tener familia, se suele ser más indulgente en el juicio hacia ellos. Por otro lado, que yo sepa cuanto más encumbrado es el cargo y más poder se concentra, mayor bien se puede hacer como también aumenta el peligro de un mal uso. Así que los que más daño pueden hacer en este sentido son los Obispos y el Papa. Y ejemplo hemos tenido en la historia –algunos muy recientes- de actitudes y tiempos oscuros donde se ha ejercido el ministerio episcopal y petrino en beneficio propio o de los allegados y en desmedro del bien de la Iglesia. Pero de esto no se habla pues la fantasmática que subyace es que algunos sitiales son intocables y además no tendríamos la madurez necesaria para ver sus imperfecciones si las hubiese. Mas aunque el ministerio que es de origen divino debe ser respetado y custodiado entrañablemente, las personas que lo ejercen deben ser evaluadas por su objetivo desempeño en el servicio. Y estoy seguro que Dios lo hará pues, “a quién mucho se le dio mucho se le pedirá”. Los ministros sagrados seremos juzgados con mayor severidad.

Advertencia oportuna pues. No me sorprende sino que huele a estrategia demoníaca esta concentración de la atención sobre el presbiterado, pues verdaderamente es el cuerpo ministerial más cuantiosamente extenso en el orbe, que no solo estructura operativamente a la Iglesia en el llano de lo cotidiano, sino que es el cuerpo de ministros del que depende la confección de la Eucaristía –como de la Reconciliación- y más habitualmente la predicación y enseñanza de la Revelación Divina.

El famosísimo “clericalismo” empero –sin negarlo-, no sólo depende de la voracidad desviada por el poder de algunos ministros sino que -mal que le pese a tantos ideólogos contemporáneos-, quizás también resulta de la degradación y retirada del laicado. Aquí hay otro tabú por desmitificar: “el laicado siempre es bueno porque el pueblo siempre es bueno”. O sea, la culpa siempre es enteramente “de los ministros malos”. Nos bastaría una sincera revisión de la palabra “pueblo” en la Sagrada Escritura para notar la ambivalencia del término y la exagerada inflación teológica del concepto de “Pueblo de Dios” como central y prioritario.

Pienso derivadamente en dos discursos y praxis eclesiales vigentes y creo se podrían discernir desde esta perspectiva, “no somos dueños sino administradores”: la sinodalidad y la ministerialidad.

1.      Sin entrar en detalles sobre la sinodalidad y su naturaleza teológica, la forma en que se ha planteado parece inclinarse a una suerte de “democratización eclesial” que diluya el “orden jerárquico” –divinamente instituido- hacia un progresivo emparejamiento en el sacerdocio común de los fieles, una suerte de perpetuo “conciliarismo o asambleísmo parlamentario” –error ya condenado magisterialmente- y que terminaría en la protestantización de la catolicidad. Pero más allá de esto, me preocupa que el énfasis en que se escuchen “todas las voces” o que “todos se expresen y voten”, la priorización del consenso del amplio abanico del espectro eclesial para “caminar todos juntos”, quizás está gritando que “la Iglesia es nuestra”. Sí, la Iglesia es principalmente nuestra y de nuestras voces. No veo nada claro el acento puesto prioritariamente en escuchar la Voz del Dueño de la viña. Más bien me resuena como eco la parábola de los viñadores homicidas. Se trata de un asalto antropocéntrico –el de la modernidad- al teocentrismo eclesial. La Voz de Dios que plugo en su bondad hablar a los hombres en lenguaje humano ahora es puesta en duda. ¿Y si el lenguaje humano no ha sido un vehículo apropiado? ¿Si el abajamiento kenótico supusiese una necesaria incapacidad de expresar fielmente el lenguaje divino? Como si Dios mismo interpretara a ese traductor que traiciona. ¿Y realmente podemos saber qué dijo Dios verdaderamente o solo nos topamos una y otra vez con nuestro envoltorio humano epocal como una barrera insoslayable que se extiende por doquier? Casi diría que es una propuesta kantiana: el “en sí” de la Revelación permanece incognoscible, solo queda el “para mi”. Más aún, bajo este tópico la fe en la Encarnación del Verbo cruje pues la eternidad y el tiempo permanecen incomunicados. La única forma de comunicación sería una emanación degradada, un neo-arrianismo ahora de anclaje hermeneútico. Detrás de algunos matices de la sinodalidad como ha sido presentada no se halla solo un relativismo sino una crisis de fe en la Divinidad del Verbo y por consiguiente sobre la posibilidad efectiva de comunicación auténtica entre la Gloria Eterna y la facticidad inmanente. Entonces no quedará sino escuchar nuestras voces, confiando que el progreso inevitable de la dialéctica hegeliana nos lleve en la historia a al autoconciencia de nuestra divinidad. Para nada es poco lo que está en juego en lo profundo de la sinodalidad contemporánea.

2.      El tema de la ministerialidad y el slogan de una “Iglesia toda ministerial”, adolece de una insuficiente elaboración teológica sobre la Gracia y cierta confusión y rudimentaria articulación entre don, carisma y ministerio. Aquí probablemente no hay intencionalidad sino solo un escaso desarrollo de la pneumatología occidental. Pero el problema evidente es que la “ministerialidad” suele ser abordada como “empoderamiento” y “reclamo de derechos”. La verdad es tan evidente: el discurso se aleja de la teología hacia otras ciencias. De fondo se dirige a un acceso más igualitario al poder eclesial, con lo cual la propia ministerialidad queda contradicha. Pues un ministro que piensa en sí mismo ya no es ministro ni enviado ni servidor ni representa. No vale la pena ciertamente ahondar demasiado en este tópico tan anclado en “acceso a derechos”, “poder”, “participación igualitaria” y “reclamos de justicia”. Aquí no hay más que amor a sí mismo. Falta ese rasgo tan propio del Amor Divino: la gratuidad. Son cuestiones de política eclesial, no más. Porque la Iglesia no es nuestra y quien distribuye, ordena y organiza carismas y dones como regula el ejercicio ministerial es Dios.

Me he despachado con cuestiones urticantes y de profundidad quizás ajenas a la mayoría de mis lectores. Pido disculpas si debo hacerlo. Si he sembrado alguna inquietud teológica me alegro. Al final todo es tan simple. Volvamos a la enseñanza del Apóstol: no somos dueños de la Iglesia sino administradores y lo que se espera de nuestro servicio es la fidelidad a Dios. Esto vale para todos los ministros que dispensamos los misterios de Dios y para todo miembro de la Iglesia en todo tiempo y en toda latitud según el puesto que el Señor le ha asignado en su Cuerpo.

 

 


 

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