DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 51



FUNDAMENTACIÓN Y DEFENSA 

DE SU MINISTERIO APOSTÓLICO (I)

 

Admirado Apóstol, ¿qué te han escrito?, ¿a qué se debe tu respuesta? Sin duda te enfrentas a tus detractores que se niegan a reconocer tu ministerio apostólico o que no comprenden el modo en el cual lo ejerces.

 

“¿No soy yo libre? ¿No soy yo apóstol? ¿Acaso no he visto yo a Jesús, Señor nuestro? ¿No son ustedes mi obra en el Señor? Si para otros no soy yo apóstol, para ustedes sí que lo soy; pues ¡ustedes son el sello de mi apostolado en el Señor! He aquí mi defensa contra mis acusadores.” 1 Cor 9,1-3

 

Tus preguntas iniciales, de carácter retórico, intentan ganar a los oyentes en tu favor. Insinúas las respuestas: soy libre, soy apóstol, he visto al Señor Resucitado y ustedes son el fruto de mi predicación apostólica y mi servicio misionero. Si yo, Pablo, no hubiese llegado a ustedes hoy no habría quizás Iglesia en Corinto.

Pero además parece que quienes no te reconocen te acusan de usufructuar indebidamente del ministerio.

 

“¿Por ventura no tenemos derecho a comer y beber? ¿No tenemos derecho a llevar con nosotros una mujer cristiana, como los demás apóstoles y los hermanos del Señor y Cefas? ¿Acaso únicamente Bernabé y yo estamos privados del derecho de no trabajar?” 1 Cor 9,4-6

 

Ahora entonces debes defender que tienes derecho al sustento por el servicio sin reservas al anuncio del Evangelio y a la formación y desarrollo de las comunidades cristianas.

 

“¿Quién ha militado alguna vez a costa propia? ¿Quién planta una viña y no come de sus frutos? ¿Quién apacienta un rebaño y no se alimenta de la leche del rebaño? ¿Hablo acaso al modo humano o no lo dice también la Ley? Porque está escrito en la Ley de Moisés: «No pondrás bozal al buey que trilla.» ¿Es que se preocupa Dios de los bueyes? O bien, ¿no lo dice expresamente por nosotros? Por nosotros ciertamente se escribió, pues el que ara, en esperanza debe arar; y el que trilla, con la esperanza de recibir su parte. Si en ustedes hemos sembrado bienes espirituales, ¡qué mucho que recojamos de ustedes bienes materiales! Si otros tienen estos derechos ustedes, ¿no los tenemos más nosotros? Sin embargo, nunca hemos hecho uso de estos derechos. Al contrario, todo lo soportamos para no crear obstáculo alguno al Evangelio de Cristo.” 1 Cor 9,7-12

 

Es interesante que al tiempo que reclamas tu derecho a ser auxiliado en tus necesidades por la comunidad para poder dedicarte enteramente a la propagación y consolidación de la fe en Cristo, como en la Iglesia se hace con el resto de los que son reconocidos como Apóstoles del Señor, también das testimonio que has renunciado libremente muchas veces a esta prerrogativa para que se vea con mayor transparencia la gratuidad con la que anuncias el Evangelio.

Debo decir, sin embargo, que en otras comunidades cristianas agradeces y hasta solicitas su ayuda. ¿Por qué aquí en Corinto recibir auxilios materiales puede ser un obstáculo a la labor apostólica? Aventuro mi interpretación: se trata de una ciudad verdaderamente populosa e importante, rica en recursos y plaza apetecible para todo predicador ambulante, ya de otras religiones, ya de diversas escuelas filosóficas. Debían ser numerosos quienes ofrecían doctrinas a cambio de remuneración. Como debía ser habitual acomodar el mensaje al gusto del cliente, por así decirlo, para obtener la mejor paga. Y tú no quieres que disminuya tu credibilidad ni que tu empeño sea asociado al afán de lucro, pues de percibirse así tu ministerio terminaría resultando un obstáculo para que por la fe puedan adherir a la Verdad de Cristo que no cambia, que permanece y que es tan plena como definitiva.

 

¿No saben que los ministros del templo viven del templo? ¿Que los que sirven al altar, del altar participan? Del mismo modo, también el Señor ha ordenado que los que predican el Evangelio vivan del Evangelio.”  1 Cor 9,13-14

 

Creo oportuno recordar que el sostenimiento del culto y de los ministros  se trata de uno de los preceptos de la Iglesia. Leemos en el Código de Derecho Canónico:

 

Canon 222 §1. Los fieles cristianos están obligados a ayudar a las necesidades de la Iglesia, a fin de que ésta disponga de lo necesario para el culto divino, para las obras de apostolado y de caridad, y para el decoroso sustento de los ministros.

 

Canon 281 § 1. Los clérigos dedicados al ministerio eclesiástico merecen una retribución conveniente a su condición, teniendo en cuenta tanto la naturaleza del oficio que desempeñan como las circunstancias del lugar y tiempo, de manera que puedan proveer a sus propias necesidades y a la justa remuneración de aquellas personas cuyo servicio necesitan.

 

 § 2.  Se ha de cuidar igualmente de que gocen de asistencia social, mediante la que se provea adecuadamente a sus necesidades en caso de enfermedad, invalidez o vejez.

 

Obviamente también se exhortará a los ministros a llevar un estilo de vida acorde a un decoroso sustento, evitando cualquier vanidad u opulencia y entregando cuanto exceda lo necesario y haya recibido de la Providencia, al servicio de la Iglesia y al auxilio de los pobres como cualquier otro cristiano.

Me permito una digresión o ampliación del alcance del tema. Sin duda es un tópico pendiente y difícil de tratar el de la evangelización de los bienes, pues del Señor los recibimos y a su servicio los dedicamos. La mayor parte de los cristianos católicos no aceptarían la imposición del diezmo como lo hacen otras confesiones cristianas, aduciendo que se trata de una doctrina bíblica. Las colectas y limosnas en la Santa Misa y por intenciones de difuntos y otras suelen ser exiguas. Hay conciencia de que el clérigo debe vivir austeramente y no poseer demasiados bienes personales. Así se lo exige y es fuente de escándalo quien no se ajusta. Pero no hay tanta conciencia de que el laico, aunque reciba sus ingresos por un trabajo remunerado o por emprendimientos económicos personales, no queda exento de vivir de un modo mesurado, sin vanidades ni opulencias, y abierto a ser generoso con la Iglesia y con los pobres.

¿Qué es verdaderamente necesario para el sustento? ¿Qué exceso puede ser escandaloso? ¿Cuál es mi criterio de austeridad y sobriedad de vida? ¿Qué placeres y comodidades lícitamente me permito? ¿Cuánto dedico a la limosna? Estos interrogantes y otros quizás debieran estar más presentes en la conciencia de todos nosotros, clérigos y laicos.

 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 50

 




EL ÍDOLO NO ES NADA

 

Apóstol Pablo, al introducir la presente sección avisábamos que responderías a cuestiones planteadas por la comunidad en dos grandes temas: ya hemos tratado la práctica ascética de abstinencia sexual en el matrimonio y el valor tanto de la virginidad como de las nupcias, y ahora tocaremos suscintamente la problemática de la ingesta de alimentos sacrificados a los ídolos. Lo haremos brevemente pues ya hemos elaborado este dilema en los numerales 25-26 al comentar el capítulo 14 de la carta a los Romanos, que en verdad es cronológicamente posterior al presente texto de corintios y donde te has explayado en una serie de criterios que constituyen un pequeño tratado sobre el ejercicio de la caridad fraterna.

 

“Ahora bien, respecto del comer lo sacrificado a los ídolos, sabemos que el ídolo no es nada en el mundo y no hay más que un único Dios. Pues aun cuando se les dé el nombre de dioses, bien en el cielo bien en la tierra, de forma que hay multitud de dioses y de señores, para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros.”  1 Cor 8,4-6

 

¡Menudo tema y tan actual se nos abre! Fortísima expresión apostólica: “El ídolo no es nada en el mundo y no hay más que un solo Dios”. Sabemos que todo el Antiguo Testamento, sobre todo a través de los Profetas, es una constante invectiva contra la idolatría. De hecho era considerada como el pecado más grave y tratada analógicamente como una prostitución, un abandono del Dios Único y Verdadero, una ruptura y traición a la Alianza para entregarse “fornicariamente” a la seducción de los falsos dioses que no eran sino una invención humana.

Diría en principio que esta óptica con matices se mantuvo durante los dos primeros milenios de la Iglesia Católica. En términos clásicos hay un solo Dios verdadero y por tanto una sola religión verdadera. Hay una sola Revelación de Dios plena y acabada en Jesucristo y solo en la adhesión de fe a esta comunicación de Dios acerca de Sí mismo y del camino a recorrer por el hombre hay certeza de Salvación.

Todos los matices en estos dos milenios han surgido por el ejercicio de la caridad y en pos de una convivencia pacífica. Obviamente hemos dejado de predicar y organizar cruzadas militares y guerras santas pero no por eso hemos admitido que las otras religiones fueran verdaderos caminos de salvación. Por iniciar un diálogo propositivo hemos quizás facilitado el reconocimiento inicial de aspectos comunes en torno al bien del prójimo y a valores saludables para la vida social, lo cual no supuso dejar de anunciar a Jesucristo como el único Salvador, Dios e Hijo de Dios, enviado por la Encarnación y propiciador de rescate y redención por su Pascua. Así hemos podido distinguir en el diálogo inter-religioso una evidente mayor proximidad con el Judaísmo y una mayor distancia con el Islam. Con estas religiones tenemos al menos el punto de contacto por la fe en un Dios único o el carácter monoteísta, ciertas Escrituras Santas y tradiciones comunes y una tremenda e infranqueable divergencia: su no aceptación de Jesucristo y de la Revelación del Dios Trinitario, solo por señalar lo más crucial. La lista de discrepancias supera por mucho lo que puede ser común.

Ni hablar del resto de las religiones de algún modo politeístas y con doctrinas absolutamente incompatibles con la fe cristiana. La Iglesia durante casi dos milenios ha tenido claro que verdadera caridad era proponer la conversión a aquellos hermanos cuyas creencias eran elaboraciones humanas, incompletas y limitadas experiencias numinosas de lo divino. Dejarlos en el error era privarlos de la Salvación a la cual se accede por la fe en la Revelación cristiana y la incorporación por el Bautismo a la Iglesia para participar de la Gracia de la Redención o Justificación.

Y hacia dentro del movimiento cristiano, que lamentablemente ha sufrido cismas, divisiones dolorosas y rupturas de la unidad querida por el Señor, desde los primeros siglos se ha mantenido un diálogo apologético para intentar devolver al seno de la Madre Iglesia a aquellos creyentes que adhiriéndose a la herejía se apartaban de la comunión o a veces por influencia de contextos políticos, económicos y culturales habían seguido caminos de desarrollo diverso. Así también supo discernir y valorar cuando las comunidades separadas conservaban la auténtica sucesión apostólica, cuando su Bautismo era válido y la común adhesión a los grandes símbolos o confesiones de fe y a cierto Magisterio admitido en consenso. Así también en el amplio mundo del diálogo ecuménico hay mayores acercamientos y mayores distancias en cuestiones de doctrina, de sacramentos y de disciplina eclesiástica. Y la Iglesia Católica siempre en dos milenios ha sostenido la intención de que sea reintegrada la unidad como nunca ha renunciado a la confesión de que solo en la Iglesia Católica subsisten íntegros y completos todos los medios de Salvación comunicados por su fundador, Jesucristo.

Ya ven pues por qué sentenciaba que “menudo tema nos traes”. No es este el momento de entrar en análisis pero todos percibimos que la sensibilidad ha cambiado y el discurso también, al menos desde el final del segundo milenio hasta nuestros días. Como el debate es ya bastante público calculo que todos hemos escuchado deslizar comentarios críticos de algunos al tratamiento del diálogo inter-religioso y ecuménico por los documentos pertinentes del Concilio Vaticano II, a los cuales se les adjudica utilizar algunas expresiones o fórmulas que pueden dejar lugar a interpretaciones ambiguas; sobre todo una fuerte oposición de algunos teólogos y entendidos al aparente viraje en la comprensión de la libertad religiosa. Al mismo tiempo desde otra vereda soplan aires de una gran tolerancia que a veces bordea el peligro del relativismo religioso y la fusión sincretista. Se popularizan frases como “al fin y al cabo Dios es el mismo para todos”, que partiendo de la verdad de un solo único Dios verdadero esconde la realidad de que no todos lo conciben igual, ni comprenden igual el camino de redención ni  sus medios y que si ese Dios se ha revelado no puede ser inocuo o insignificante rechazar la comunicación del Señor. Otros parecen difundir que “todos los caminos conducen a Dios” partiendo erróneamente de que la búsqueda que el hombre por naturaleza hace de Dios no pueden ser ni completa ni acertada por sí misma; por lo contrario es Dios quien busca al hombre y quien le manifiesta el Camino y le desvela su Misterio excedente.

En medio de estas confusiones, a veces incluso propiciadas por gestos pastorales no del todo prudentes y en otras ocasiones corregidas por declaraciones públicas como la “Dominus Iesus” de la que se cumplen 25 años, polémica y controvertida en su publicación y que hoy parece imprescindible volver a estudiar.

Sin duda una cuestión actual y vigente, de alta sensibilidad y de urgente clarificación. Las expresiones de San Pablo resuenan aún estridentes y potentes: “Sabemos que el ídolo no es nada en el mundo y no hay más que un único Dios. Pues aun cuando se les dé el nombre de dioses, bien en el cielo bien en la tierra, de forma que hay multitud de dioses y de señores, para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros.”

 

Finalmente arribamos al planteo sobre los alimentos.

 

“Mas no todos tienen este conocimiento. Pues algunos, acostumbrados hasta ahora al ídolo, comen la carne como sacrificada a los ídolos, y su conciencia, que es débil, se mancha. No es ciertamente la comida lo que nos acercará a Dios. Ni somos menos porque no comamos, ni somos más porque comamos. Pero tengan cuidado que esa su libertad no sirva de tropiezo a los débiles. En efecto, si alguien te ve a ti, que tienes conocimiento, sentado a la mesa en un templo de ídolos, ¿no se creerá autorizado por su conciencia, que es débil, a comer de lo sacrificado a los ídolos? Y por tu conocimiento se pierde el débil: ¡el hermano por quien murió Cristo! Y pecando así contra sus hermanos, hiriendo su conciencia, que es débil, pecan contra Cristo. Por tanto, si un alimento causa escándalo a mi hermano, nunca comeré carne para no dar escándalo a mi hermano." 1 Cor 8,7-13

 

No abundaremos en el comentario, ya que ampliamente lo hemos tratado como dijimos en Romanos 14. Quizás solo aportar que no se trataba necesariamente de participar en comidas sacrificiales paganas ni en eventos organizados por los cultos paganos, sino probablemente con la costumbre de comercializar públicamente el excedente de carne de los animales sacrificados; así aquellos cortes se ponían en disponibilidad para el consumo de la población. Como sea, el Apóstol propone la caridad y el respeto por el proceso de maduración de la conciencia de los hermanos para no provocar escándalos. La Caridad pues siempre es la gran clave de interpretación de todo el actuar cristiano.

 

 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 49

 


LA CIENCIA HINCHA, EL AMOR EDIFICA

 

“Respecto a lo inmolado a los ídolos, es cosa sabida, pues todos tenemos ciencia. Pero la ciencia hincha, el amor en cambio edifica. Si alguien cree conocer algo, aún no lo conoce como se debe conocer. Mas si uno ama a Dios, ése es conocido por él.” 1 Cor 8,1-3

 

Iluminadísimo maestro de la fe, Apóstol Pablo, una vez mas nos encontramos con tu necesidad de tratar el tema de los alimentos que se consumen y sobre todo de los sacrificios rituales a los ídolos. Pero antes de realizar tu enseñanza, introduces unos principios que vale la pena comprender en sí mismos, pues son tan universales y hondos en sentido que resultan aplicables en múltiples contextos.

1.      El primer principio es: “La ciencia hincha, el amor edifica”. Es decir, todo saber que no se halla animado por la virtud teologal de la caridad puede desviarse hacia el orgullo y entonces hacia la ruptura. Donde no reina el Amor de Dios, irrumpe el pecado.

Y el ejercicio de la caridad recordemos, tiene un doble destinatario. Porque la caridad cristiana en primera instancia se vuelve a Dios que nos amó primero. Es pues respuesta al Don, la acogida y agradecimiento por la Caridad salvífica que Él nos ofrece, que también nos supone obediencia sin reservas a su Voluntad divina y respuesta fidelísima a su Gracia. Habitualmente en la Iglesia peregrina de estos tiempos, hemos reducido la caridad a la dimensión horizontal entre nosotros los humanos y nos hemos olvidado que la caridad también y principalmente se debe a Dios.

Además la caridad cristiana hacia el prójimo bien entendida nos orienta a amarlo como Dios lo ama; por tanto amar al hermano por Amor de Dios y con Amor de Dios, amarlo para su salvación, amarlo para la comunión con Dios. Lamentablemente también hemos reducido la caridad fraterna a una menguada preocupación por las necesidades temporales y “por la dimensión corpóreo-sensitiva”, descuidando la salvación eterna de la persona, “la dimensión espiritual” que tiene primacía y sustenta todo sentido y dirección de la existencia histórica, abriéndola hacia nuestra vocación a la Gloria.

Sin duda hay que confortar al prójimo como hizo Jesucristo, saciando su hambre, sanando su enfermedad, consolándolo en sus múltiples sufrimientos y devolviéndole dignidad frente a tantas injusticias; sobre todo dándole alimento de Vida Eterna, exorcisándolo de los demonios que lo perturban y liberándolo del Malo, auxiliándolo para que halle el camino hacia la Comunión con el Padre que lo busca y le sale al encuentro en su Hijo y en el Espíritu santificador para la Alianza.

El Amor de Dios pues edifica. Sin la primacía y la orientación del Amor Divino todo saber humano se vuelve sobre sí mismo, se desorienta y se infla de amor propio, o sea, de orgullo y vanagloria. Como toda acción humana desvinculada de la Caridad de Dios, aunque pretenda presentarse como acción pastoral eclesial, pierde su alma y su brújula, se deja seducir al fin por la tentación de los paraísos terrenales y de las ideologías secularizantes. Sin Amor de Dios, todo degenera.

2.      El segundo principio es: “Si alguien cree conocer algo, aún no lo conoce como se debe conocer. Mas si uno ama a Dios, ése es conocido por él.” Surge la pregunta: ¿cómo se debe conocer? Creo que todos podemos percibir el trasfondo: si alguien cree conocer solo por sus propias capacidades humanas debería no engreírse y al menos aceptar humildemente que su conocimiento permanece limitado. No quiere afirmarse que no conozca con verdad sino que aún no lo hace con plenitud, sino en la medida de lo que le fue dado naturalmente. Todos podríamos aceptar que nuestro conocimiento depende por ejemplo de la agudeza de nuestra inteligencia, del método utilizado, de las circunstancias personales y contextos culturales que señalan una perspectiva y otros factores. ¿Quién pues conoce acabadamente todo cuanto existe? Evidentemente Dios y por tanto, apoyado en la Sabiduría y Ciencia de Dios, nuestro conocimiento de la realidad alcanza otra profundidad y madurez. La razón humana por sí misma es capaz de alcanzar la verdad hasta cierto punto pero, iluminada por la fe mediante la Revelación, es guiada hacia el Misterio insondable y excedente, hacia la plenitud de la Verdad.

Empero mi comentario hasta aquí es demasiado occidental y no debiéramos descuidar la matriz oriental de la educación paulina: “Mas si uno ama a Dios, es conocido por él”. ¿Acaso a Dios le falta conocernos y tiene que seguir haciéndolo? ¿Y qué tiene que ver amar a Dios con conocer? Sucede que el conocimiento en la cultura semítica tiene más que ver con el intercambio y la reciprocidad que con un aséptico y distante análisis. El conocimiento pues –sobre todo a nivel del sentido de la vida y de la razón y orden de ser de cuanto existe-, es posible en el ámbito de la comunicación y comunión. Por eso también creo podemos asimilar que el amor –no la emoción psicológica sino la virtud- sobre todo en los vínculos personales, es fuente de conocimiento verdadero y agudo.

“Ser conocido por Dios” supone pues la Alianza en el Amor, la reciprocidad e intercambio con Él que nos hace participar de su Sabiduría. Si todo queda bajo la Luz del Amor de Dios, la verdad última es desvelada y todo lo que excede inagotable, cuanto debemos ubicar en el horizonte del Misterio, puede ser bajo el influjo de la Gracia sobrenaturalmente saboreado y aquilatado, redescubierto como fuente de saciedad y gozo.

“La ciencia hincha, el amor edifica”. Quizás ahora tras este ejercicio de comprensión también podríamos aseverarlo así: la Ciencia del Amor nos introduce en la verdad total. O llevando la cuestión un poco más allá: la mística es la experiencia infusa del encuentro amoroso con el Misterio del Dios que es Amor y la pregustación de aquella Luz de Gloria con la cual los bienaventurados en la eternidad conocen a Dios, a sí mismos y a todo como Dios se conoce y nos conoce con Amor y para el Amor.

 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 48

 



LA SEXUALIDAD EN CLAVE CRISTIANA (IV)

 

Augusto San Pablo, ahora nos introduces en la otra temática ya preanunciada: la virginidad, la castidad y el celibato.

 

“Acerca de la virginidad no tengo precepto del Señor. Doy, no obstante, un consejo, como quien, por la misericordia de Dios, es digno de crédito. Por tanto, pienso que es cosa buena, a causa de la necesidad presente, quedarse el hombre así. ¿Estás unido a una mujer? No busques la separación. ¿No estás unido a mujer? No la busques. Mas, si te casas, no pecas. Y, si la joven se casa, no peca. Pero todos ellos tendrán su tribulación en la carne, que yo quisiera evitarles.” 1 Cor 7,25-28

 

Estás respondiendo a cuestiones planteadas por la comunidad cristiana en Corinto. De nuevo con gran sinceridad y humildad explicitas que lo que dirás no es un mandato del Señor sino un consejo. Notemos que esta sección comienza afirmando que el Apóstol es “digno de crédito” y cerrará invitando a seguir su consejo pues “también creo tener el Espíritu de Dios”. Y recordemos que ya nos había dicho que le gustaría que todos abrazaran junto con él una opción celibataria. Como nos había enseñado que tal género de vida es un don de la Gracia dado no a todos sino a algunos.

Pero de nuevo reaparece el argumento escatológico, y a causa de “la necesidad presente”, es decir, estar atentos a la venida del Señor, le parece lo mejor permanecer virgen sin casarse. Como otra vez insiste en que cada quien permanezca en el estado en el cual lo encontró el llamado.

Ciertamente resulta llamativo que tenga que aclarar que casarse no es un pecado. Volviendo sobre nuestra presunción de que existía una corriente ascética que por motivos de un mayor trato espiritual con el Señor quería hacer abstinencia de la intimidad conyugal, también podemos suponer que incluso podían considerar como pecado la unión matrimonial con su lógica intimidad e intercambio en el ejercicio de la sexualidad. ¿Nos parece en nuestro tiempo increíble este planteo? Sin embargo era totalmente entendible en las coordenadas culturales de aquel momento histórico. Seguramente incluso hoy podemos admitir que en el intercambio íntimo no siempre todo es virtuoso y no tiene por qué estar garantizado el amor.

Sin embargo el Apóstol vuelve a sorprendernos con otro matiz: los casados “tendrán su tribulación en la carne, que yo quisiera evitarles”. ¿A qué se refiere?

 

 “Yo los quisiera libres de preocupaciones. El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer; está por tanto dividido. La mujer no casada, lo mismo que la doncella, se preocupa de las cosas del Señor, de ser santa en el cuerpo y en el espíritu. Mas la casada se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su marido.” 1 Cor 7,32-34

 

Pues bien, irrumpe una óptica que requiere un tratamiento delicado y que no dejará de ser espinosa. San Pablo nos quiere “libres de preocupaciones” para dedicarnos enteramente y sin divisiones al Señor. Y esta posibilidad la percibe más facilitada por una vida en castidad. De hecho a quienes optan por no contraer matrimonio les describe como “preocupados por las cosas del Señor” y “de cómo agradar al Señor y ser santo”. En cambio a los casados los presenta llevando una vida en tensión –aquella tribulación en la carne-, pues se ven obligados a atender múltiples aspectos de la vida mundana además de agradar a su cónyuge.

Como decía es un tema sensible que anticipo no voy a definir sino a analizar. Podríamos quizás objetar que todos conocemos consagrados, que aún llevando una vida en castidad, no se los visualiza enteramente atentos a agradar al Señor y tal vez también nos entristece admitir que se inclinan a otros “negocios seculares” como el poder, la fama, la riqueza y otras búsquedas de sí mismos lejos de Dios. Pero no me quedan dudas que hay consagrados luminosos, de vida totalmente entregada a Dios y a su santa voluntad, a la Iglesia y al servicio al prójimo, testimonios veraces de una disponibilidad generosa y de una vocación ardiente.

Por el lado del matrimonio, muy probablemente –dado la actual crisis y epidemia de separaciones- aún nos ha tocado conocer algún matrimonio añoso y bien logrado, no solo como pareja, sino como proyecto de común santificación y permanente búsqueda de Dios y sus designios. Pero por lo general debemos aceptar que ni siquiera los que se casan por Iglesia tienen una profunda conciencia de su vocación a través del sacramento. ¡Cuántos amigos y amigas se nos han quejado pues sus cónyuges no solo no los acompañan en el camino de fe sino que encima se lo obstaculizan con fiereza! Al menos yo he contemplado procesos desparejos, donde en el camino cristiano un cónyuge tenía que retrasarse y cargar al otro -permítanme la expresión antipática- casi como un lastre o peso muerto. Por supuesto que allí hay amor que busca redimir, lo que falta es la recíproca disponibilidad para vivir como un matrimonio que desea y busca agradar al Señor.

Quizás la evidencia más dolorosa de esta deficiencia es el masivo fracaso de tantos padres cristianos en transmitir la fe a sus hijos. Lo cual no es necesariamente consecuencia de la disparidad en los procesos de fe que transitan los conyúges, pues todos conocemos excelentes matrimonios de discípulos de Jesucristo que tampoco logran transmitir la fe a su descendencia. Mas bien creo que sobre todo resulta de la deficiente resolución de como equilibrar las lógicas “obligaciones en el mundo” propias de la vida laical con las “obligaciones debidas al Señor”. Claramente en la mayoría de los matrimonios y familias Dios queda postergado tras un sin número de urgencias temporales. Es esa tensión entre concentrarse en Dios y concentrarse en las necesidades de la vida en el mundo la que genera en el decir paulino “una tribulación en la carne”.

Porque créanme que como hay célibes que quisieran casarse y que se vuelven atrás de sus votos, también conozco casados que a veces suspiran y anhelan poder encontrar más y más tiempo para dedicarse al Señor y a la Iglesia. Sólo es indicativo en los consagrados de una maduración vocacional accidentada y en los casados de una tensión hacia la santidad que busca un nuevo punto de equilibrio y superación.

Insisto que el tema es complejo e imposible de abordar tan brevemente. Como anotación final advierto que durante gran tiempo en la Iglesia se presentó a la vida consagrada en castidad como el “estado de perfección” que permitía el desarrollo de una donación sin reservas al Señor, la opción mejor para una disponibilidad generosa. Últimamente la convicción de que todos hemos sido llamados a la santidad supone asumir que también por la vocación al matrimonio y la familia se ofrece un camino igualmente confiable, querido por Dios desde la Creación y dotado de Gracia para tal fin. Sin duda tanto la vida en castidad como la vida conyugal nos someten a diversas “tribulaciones en la carne” que si no son bien maduradas y resueltas afectan la salud de la opción vocacional. Y fuera de toda discusión que todos naturalmente nos sentimos llamados al amor conyugal pero que solo algunos son llamados y pueden dar el paso hacia una vida en castidad.

 

 “Les digo esto para su provecho, no para tenderles un lazo, sino para moverlos a lo más digno y al trato asiduo con el Señor, sin división. Pero si alguno teme faltar a la conveniencia respecto de su novia, por estar en la flor de la edad, y conviene actuar en consecuencia, haga lo que quiera: no peca, cásense. Mas el que ha tomado una firme decisión en su corazón, y sin presión alguna, y en pleno uso de su libertad está resuelto en su interior a respetar a su novia, hará bien. Por tanto, el que se casa con su novia, obra bien. Y el que no se casa, obra mejor. La mujer está ligada a su marido mientras él viva; mas una vez muerto el marido, queda libre para casarse con quien quiera, pero sólo en el Señor. Sin embargo, será feliz si permanece así según mi consejo; que también yo creo tener el Espíritu de Dios.” 1 Cor 7,35-40

 

 “Moverlos a los más digno y al trato asiduo con el Señor, sin división”. Es clara la motivación del Apóstol y la meta a la cual desea conducirnos: la unión con Dios como el mayor bien y de hecho la más contundente definición de la salvación a la que aspiramos. Salvación es unión con Dios. Afirmaría de mi parte sin demasiado temor a equivocarme, que durante dos milenios hemos desarrollado ampliamente una educación espiritual que ayude a los consagrados en tal camino, sin embargo la espiritualidad matrimonial y la vida espiritual en matrimonio aún está en pañales.

Por último San Pablo va cerrando esta cuestión aludiendo a algunos casos concretos como los que ya están prometidos en matrimonio pero aún son solteros, o a quienes enviudan. A todos aconseja en definitiva actuar con recta conciencia, en pleno uso de su libertad y con sincera valoración de sus intenciones, límites y posibilidades reales. Aunque sigue inclinando su preferencia a la vida casta.

Igual que San Pablo -supongo, por también hallarme feliz en mi vocación-, me gustaría invitar a la vida consagrada al mayor número posible de discípulos del Señor Jesús, porque sin minimizar sus peligros y dificultades, veo sobre todo las bondades y la gran libertad y capacidad de unidad interior que ofrece este género de vida. Obviamente los matrimonios dichosos también podrían decir otro tanto desde su óptica. ¿No deberíamos dialogar más sincera y profundamente sobre estos dos grandes caminos vocacionales en la Iglesia? Al menos quizás admitir que la perspectiva paulina, la cual resulta inquietante para nuestra actual mentalidad eclesial y quizás escandalosa para el mundo, ciertamente reclama ser atendida. No solo por su equilibrio pastoral sino también por su sinceridad personal y sobre todo porque el Apóstol es digno de crédito, pues tenía el Espíritu de Dios.

 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 53

  EXHORTACIÓN A PERSEVERAR HASTA LA META   Estimado padre y hermano, augusto San Pablo, atleta de Dios, ¡que bien nos hace tu exhortació...