DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 48

 



LA SEXUALIDAD EN CLAVE CRISTIANA (IV)

 

Augusto San Pablo, ahora nos introduces en la otra temática ya preanunciada: la virginidad, la castidad y el celibato.

 

“Acerca de la virginidad no tengo precepto del Señor. Doy, no obstante, un consejo, como quien, por la misericordia de Dios, es digno de crédito. Por tanto, pienso que es cosa buena, a causa de la necesidad presente, quedarse el hombre así. ¿Estás unido a una mujer? No busques la separación. ¿No estás unido a mujer? No la busques. Mas, si te casas, no pecas. Y, si la joven se casa, no peca. Pero todos ellos tendrán su tribulación en la carne, que yo quisiera evitarles.” 1 Cor 7,25-28

 

Estás respondiendo a cuestiones planteadas por la comunidad cristiana en Corinto. De nuevo con gran sinceridad y humildad explicitas que lo que dirás no es un mandato del Señor sino un consejo. Notemos que esta sección comienza afirmando que el Apóstol es “digno de crédito” y cerrará invitando a seguir su consejo pues “también creo tener el Espíritu de Dios”. Y recordemos que ya nos había dicho que le gustaría que todos abrazaran junto con él una opción celibataria. Como nos había enseñado que tal género de vida es un don de la Gracia dado no a todos sino a algunos.

Pero de nuevo reaparece el argumento escatológico, y a causa de “la necesidad presente”, es decir, estar atentos a la venida del Señor, le parece lo mejor permanecer virgen sin casarse. Como otra vez insiste en que cada quien permanezca en el estado en el cual lo encontró el llamado.

Ciertamente resulta llamativo que tenga que aclarar que casarse no es un pecado. Volviendo sobre nuestra presunción de que existía una corriente ascética que por motivos de un mayor trato espiritual con el Señor quería hacer abstinencia de la intimidad conyugal, también podemos suponer que incluso podían considerar como pecado la unión matrimonial con su lógica intimidad e intercambio en el ejercicio de la sexualidad. ¿Nos parece en nuestro tiempo increíble este planteo? Sin embargo era totalmente entendible en las coordenadas culturales de aquel momento histórico. Seguramente incluso hoy podemos admitir que en el intercambio íntimo no siempre todo es virtuoso y no tiene por qué estar garantizado el amor.

Sin embargo el Apóstol vuelve a sorprendernos con otro matiz: los casados “tendrán su tribulación en la carne, que yo quisiera evitarles”. ¿A qué se refiere?

 

 “Yo los quisiera libres de preocupaciones. El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer; está por tanto dividido. La mujer no casada, lo mismo que la doncella, se preocupa de las cosas del Señor, de ser santa en el cuerpo y en el espíritu. Mas la casada se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su marido.” 1 Cor 7,32-34

 

Pues bien, irrumpe una óptica que requiere un tratamiento delicado y que no dejará de ser espinosa. San Pablo nos quiere “libres de preocupaciones” para dedicarnos enteramente y sin divisiones al Señor. Y esta posibilidad la percibe más facilitada por una vida en castidad. De hecho a quienes optan por no contraer matrimonio les describe como “preocupados por las cosas del Señor” y “de cómo agradar al Señor y ser santo”. En cambio a los casados los presenta llevando una vida en tensión –aquella tribulación en la carne-, pues se ven obligados a atender múltiples aspectos de la vida mundana además de agradar a su cónyuge.

Como decía es un tema sensible que anticipo no voy a definir sino a analizar. Podríamos quizás objetar que todos conocemos consagrados, que aún llevando una vida en castidad, no se los visualiza enteramente atentos a agradar al Señor y tal vez también nos entristece admitir que se inclinan a otros “negocios seculares” como el poder, la fama, la riqueza y otras búsquedas de sí mismos lejos de Dios. Pero no me quedan dudas que hay consagrados luminosos, de vida totalmente entregada a Dios y a su santa voluntad, a la Iglesia y al servicio al prójimo, testimonios veraces de una disponibilidad generosa y de una vocación ardiente.

Por el lado del matrimonio, muy probablemente –dado la actual crisis y epidemia de separaciones- aún nos ha tocado conocer algún matrimonio añoso y bien logrado, no solo como pareja, sino como proyecto de común santificación y permanente búsqueda de Dios y sus designios. Pero por lo general debemos aceptar que ni siquiera los que se casan por Iglesia tienen una profunda conciencia de su vocación a través del sacramento. ¡Cuántos amigos y amigas se nos han quejado pues sus cónyuges no solo no los acompañan en el camino de fe sino que encima se lo obstaculizan con fiereza! Al menos yo he contemplado procesos desparejos, donde en el camino cristiano un cónyuge tenía que retrasarse y cargar al otro -permítanme la expresión antipática- casi como un lastre o peso muerto. Por supuesto que allí hay amor que busca redimir, lo que falta es la recíproca disponibilidad para vivir como un matrimonio que desea y busca agradar al Señor.

Quizás la evidencia más dolorosa de esta deficiencia es el masivo fracaso de tantos padres cristianos en transmitir la fe a sus hijos. Lo cual no es necesariamente consecuencia de la disparidad en los procesos de fe que transitan los conyúges, pues todos conocemos excelentes matrimonios de discípulos de Jesucristo que tampoco logran transmitir la fe a su descendencia. Mas bien creo que sobre todo resulta de la deficiente resolución de como equilibrar las lógicas “obligaciones en el mundo” propias de la vida laical con las “obligaciones debidas al Señor”. Claramente en la mayoría de los matrimonios y familias Dios queda postergado tras un sin número de urgencias temporales. Es esa tensión entre concentrarse en Dios y concentrarse en las necesidades de la vida en el mundo la que genera en el decir paulino “una tribulación en la carne”.

Porque créanme que como hay célibes que quisieran casarse y que se vuelven atrás de sus votos, también conozco casados que a veces suspiran y anhelan poder encontrar más y más tiempo para dedicarse al Señor y a la Iglesia. Sólo es indicativo en los consagrados de una maduración vocacional accidentada y en los casados de una tensión hacia la santidad que busca un nuevo punto de equilibrio y superación.

Insisto que el tema es complejo e imposible de abordar tan brevemente. Como anotación final advierto que durante gran tiempo en la Iglesia se presentó a la vida consagrada en castidad como el “estado de perfección” que permitía el desarrollo de una donación sin reservas al Señor, la opción mejor para una disponibilidad generosa. Últimamente la convicción de que todos hemos sido llamados a la santidad supone asumir que también por la vocación al matrimonio y la familia se ofrece un camino igualmente confiable, querido por Dios desde la Creación y dotado de Gracia para tal fin. Sin duda tanto la vida en castidad como la vida conyugal nos someten a diversas “tribulaciones en la carne” que si no son bien maduradas y resueltas afectan la salud de la opción vocacional. Y fuera de toda discusión que todos naturalmente nos sentimos llamados al amor conyugal pero que solo algunos son llamados y pueden dar el paso hacia una vida en castidad.

 

 “Les digo esto para su provecho, no para tenderles un lazo, sino para moverlos a lo más digno y al trato asiduo con el Señor, sin división. Pero si alguno teme faltar a la conveniencia respecto de su novia, por estar en la flor de la edad, y conviene actuar en consecuencia, haga lo que quiera: no peca, cásense. Mas el que ha tomado una firme decisión en su corazón, y sin presión alguna, y en pleno uso de su libertad está resuelto en su interior a respetar a su novia, hará bien. Por tanto, el que se casa con su novia, obra bien. Y el que no se casa, obra mejor. La mujer está ligada a su marido mientras él viva; mas una vez muerto el marido, queda libre para casarse con quien quiera, pero sólo en el Señor. Sin embargo, será feliz si permanece así según mi consejo; que también yo creo tener el Espíritu de Dios.” 1 Cor 7,35-40

 

 “Moverlos a los más digno y al trato asiduo con el Señor, sin división”. Es clara la motivación del Apóstol y la meta a la cual desea conducirnos: la unión con Dios como el mayor bien y de hecho la más contundente definición de la salvación a la que aspiramos. Salvación es unión con Dios. Afirmaría de mi parte sin demasiado temor a equivocarme, que durante dos milenios hemos desarrollado ampliamente una educación espiritual que ayude a los consagrados en tal camino, sin embargo la espiritualidad matrimonial y la vida espiritual en matrimonio aún está en pañales.

Por último San Pablo va cerrando esta cuestión aludiendo a algunos casos concretos como los que ya están prometidos en matrimonio pero aún son solteros, o a quienes enviudan. A todos aconseja en definitiva actuar con recta conciencia, en pleno uso de su libertad y con sincera valoración de sus intenciones, límites y posibilidades reales. Aunque sigue inclinando su preferencia a la vida casta.

Igual que San Pablo -supongo, por también hallarme feliz en mi vocación-, me gustaría invitar a la vida consagrada al mayor número posible de discípulos del Señor Jesús, porque sin minimizar sus peligros y dificultades, veo sobre todo las bondades y la gran libertad y capacidad de unidad interior que ofrece este género de vida. Obviamente los matrimonios dichosos también podrían decir otro tanto desde su óptica. ¿No deberíamos dialogar más sincera y profundamente sobre estos dos grandes caminos vocacionales en la Iglesia? Al menos quizás admitir que la perspectiva paulina, la cual resulta inquietante para nuestra actual mentalidad eclesial y quizás escandalosa para el mundo, ciertamente reclama ser atendida. No solo por su equilibrio pastoral sino también por su sinceridad personal y sobre todo porque el Apóstol es digno de crédito, pues tenía el Espíritu de Dios.

 

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