DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 57

 




 NORMAS PARA VARONES Y MUJERES

QUE PARTICIPAN DE LAS ASAMBLEAS LITÚRGICAS

 

 

Queridísimo San Pablo, confieso que al comenzar este “Diálogo vivo” contigo, solo pretendía comentar en clima de oración, algunos pasajes de tus escritos que me habían resultado significativos durante toda mi vida. Se trataba pues de un empeño totalmente subjetivo que seleccionaría solo  algunos textos entre tantos. Sin embargo, pronto me topé con la necesidad interior de un ejercicio de diálogo más profundo, abriéndome enteramente a ti, incluso redescubriendo diversas enseñanzas tuyas que quizás había pasado un poco por alto. Y realmente no dejo de sorprenderme al comprender la lógica de tu razonamiento y la delicadeza con la cuál entretejes tantas temáticas, que fuera de parecerme ya secciones o apartados distintos, las veo inmersas en un dinamismo más abarcador.

Ahora propondré un comentario a uno de esos pasajes que cualquiera –incluso yo- de primera mano quisiera evitar por su dificultad aparente. Pero en mis días, querido Apóstol, debo advertirte que estás siendo enjuiciado. No faltan quienes desean desautorizar algunas de tus enseñanzas –sobre todo de carácter moral- ya que les parecen incompatibles con la sensibilidad de nuestra época. Los consejos que darás sobre la participación litúrgica de varones y mujeres se encontrará hoy en colición directa con los diversos planteos de género y será acusada de discriminación y machismo con certeza. Por fidelidad fraterna y amistad, me veo obligado a presentar tu enseñanza con toda inteligencia y corazón por mi parte. Vayamos sin más demora al texto en cuestión, el cual se encuentra subsumido en una sección más amplia dedicada a correcciones a excesos en las asambleas litúrgicas en Corinto.

 

 

“Sin embargo, quiero que sepan que la cabeza de todo hombre es Cristo; y la cabeza de la mujer es el hombre; y la cabeza de Cristo es Dios. Todo hombre que ora o profetiza con la cabeza cubierta, afrenta a su cabeza. Y toda mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta, afrenta a su cabeza; es como si estuviera rapada. Por tanto, si una mujer no se cubre la cabeza, que se corte el pelo. Y si es afrentoso para una mujer cortarse el pelo o raparse, ¡que se cubra! El hombre no debe cubrirse la cabeza, pues es imagen y reflejo de Dios; pero la mujer es reflejo del hombre.

En efecto, no procede el hombre de la mujer, sino la mujer del hombre. Ni fue creado el hombre por razón de la mujer, sino la mujer por razón del hombre. He ahí por qué debe llevar la mujer sobre la cabeza una señal de sujeción por razón de los ángeles. Por lo demás, ni la mujer sin el hombre, ni el hombre sin la mujer, en el Señor. Porque si la mujer procede del hombre, el hombre, a su vez, nace mediante la mujer. Y todo proviene de Dios. Juzguen por ustedes mismos. ¿Está bien que la mujer ore a Dios con la cabeza descubierta? ¿No se enseña la misma naturaleza que es una afrenta para el hombre la cabellera, mientras es una gloria para la mujer la cabellera? En efecto, la cabellera le ha sido dada a modo de velo. De todos modos, si alguien quiere discutir, no es ésa nuestra costumbre ni la de las Iglesias de Dios.” 1 Cor 11,3-16

 

Supongo que ya se pudo haber levantado polvareda. Desgranemos algunas líneas maestras.

“Sin embargo, quiero que sepan que la cabeza de todo hombre es Cristo; y la cabeza de la mujer es el hombre; y la cabeza de Cristo es Dios.” Aquí debemos detenernos serenamente. ¿Qué significa esto de la cabeza? Pues de este principio se derivarán luego los consejos prácticos. Uno podría mal entender el concepto pues en nuestros días el “ser cabeza” o “encabezar” suele asimilarse a una cuestión de mando o poder, la forma de designar al jefe y sugerir una cadena de subordinación. Sin embargo el concepto semítico de “cabeza” remite más bien a la idea de fuente, origen y procedencia. Sin duda quien es cabeza precede pero esta precedencia no tiene por qué significar desigualdad y superioridad sino fuente y origen de identidad.

Se aclara al considerar la expresión acerca de que “Dios, el Padre, es la cabeza de Cristo”. Por supuesto que San Pablo está comenzando a delinear una teología trinitaria. No es el momento ahora de abordar este tema que supondría una ponderación global de toda su obra y específicamente de las formulas trinitarias que utiliza. Pero sabemos que en el desarrollo doctrinal, la Iglesia ha afirmado y confesado solemnemente al mismo tiempo la fontalidad del Padre de quien el Hijo procede eternamente y su cosubstancialidad. Que el Padre preceda eternamente –no en sentido temporal sino ontológico- no supone que el Hijo sea menor o inferior al Padre.

“La cabeza de la mujer es el hombre” no tiene por qué leerse obligadamente en clave de desigualdad. En el estilo propio de la lectura rabínica de aquel tiempo y como con sentido común se desprende de una lectura literal no afectada del relato de la creación, se podría descriptivamente decir que “la mujer procede del hombre”. Esta precedencia o fuente de origen no implica desigualdad y nos guste o no, así está relatado y así Dios proveyó que se consignara. Ciertamente una lectura más ajustada del pasaje descubrirá que solo al ser dos –uno frente al otro- se esclarece que son él y ella, varón y mujer.

“Por lo demás, ni la mujer sin el hombre, ni el hombre sin la mujer, en el Señor. Porque si la mujer procede del hombre, el hombre, a su vez, nace mediante la mujer. Y todo proviene de Dios.” Esta otra aseveración deja en claro que San Pablo no está enseñando una desigualdad en dignidad entre varón y mujer. Lo que afirma con la fórmula ”en el Señor” y que se corresponde con el “todo proviene de Dios” es que hay un orden que nos precede, el de la mente o razón creadora de Dios. Este orden supone una “jerarquización por precedencia”. De nuevo tendemos a pensar “jerarquía” en términos de poder, desde el binomio superior-inferior o señor-súbdito, es decir en una cadena donde uno manda y el otro obedece.  Pero también se puede entender “jerarquía” como una lógica de procedencia que intenta narrar cómo del origen y fuente todo proviene y depende en su identidad.

Esta dinámica de procedencia, San Pablo intenta mostrarla con el concepto “reflejo”. Nuestra sensibilidad contemporánea se siente más cómoda afirmando que ambos, varón y mujer en su complementariedad, son “reflejo e imagen” de Dios.

Lo que me lleva –antes de continuar con las sentencias más polémicas-, a traer la cuestión del “anacronismo”. Se trata de un grave error de la ciencia histórica y consiste en introducir descontextualizados elementos de una época en otra, o lo que es más frecuente, juzgar un período histórico con categorías del presente. Por ejemplo, para juzgar que San Pablo puede ser “machista”, primero deberíamos asegurarnos que un concepto como “machismo” es concebido en su época. Evidentemente la dignidad de la mujer a la par con el varón –en su diferenciación complementaria- es un principio supratemporal, atestiguado por la Revelación o en otros términos un “absoluto moral”. Pero cómo cada época lo interpretó y plasmó en la relación varón-mujer en su propio contexto cultural puede variar. Hoy algunas feministas llamarían machismo o pretensión de superioridad a lo que en otro tiempo se consideraba galantería o caballerosidad. Lo que hoy en día se considera un gesto de humildad y acompañamiento del varón en las tareas domésticas en otro tiempo se consideraba falta de autoridad o virilidad.

Dicho esto, acometamos la aclaración en cuanto sea posible sobre la costumbre de participar el varón en las asambleas litúrgicas con la cabeza descubierta y la mujer al contrario. Algunas precisiones:

·         En la asamblea litúrgica, ambos varón y mujer, pueden orar y profetizar. Por cuestión de su género uno debe cubrirse la cabeza y otro no. No hay desigualdad en la participación sino en el modo.

·         La mentalidad paulina sugiere que el varón en la asamblea representa al Señor, el Esposo y la mujer a la esposa, la Iglesia. Solo de ese modo dialógico podría entenderse la idea de “sujeción” –descartada una disparidad en dignidad-, expresando que a uno como “reflejo del Señor” le toca preceder fontalmente y al otro recibir y responder configurando lo mutuo.

·         En cuanto a por qué la cabellera puede ser afrenta para uno y no para otro género o la introducción de la “sujeción por razón de los ángeles”, el sentido permanece incierto. Se han propuesto variadas hipótesis, desde cánones estéticos acerca de la cabellera recogida en peinado de la mujer como signo cultural de honestidad y belleza hasta la cabellera suelta de la mujer como signo de desenfreno en los cultos paganos. Y también sobre la participación de los ángeles en la liturgia guardando en el culto el orden jerárquico de precedencia hasta la intromisión de los demonios. Por lo pronto no parece relevante la incertidumbre acerca del sentido de estos términos para afectar substancialmente a la interpretación.

·         Ciertamente destaca el deseo de San Pablo de poner orden en las asambleas litúrgicas. Por un lado, debido a la introducción de costumbres o excesos que desvirtúan el sentido del culto; por otro, dada la necesidad de distinguirse la asamblea cristiana y no ser confundida con las prácticas religiosas paganas y finalmente quizás, para guardar una cierta conducta externa que no escandalice o provoque malas interpretaciones, generando el rechazo.

·         Por último diría que es importante delimitar el nivel que el Apóstol adjudica a su intervención. No se trata de “un mandato recibido del Señor”, ni de un consejo Apostólico en virtud “de la asistencia del Espíritu Santo”, sino de costumbres comunitarias que se han ido asentando en la Iglesia primitiva.

Quisiera terminar esta lectura invitándonos a todos a encontrarnos siempre serena y respetuosamente con la Palabra de Dios, sin prejuicios que sesguen nuestra mirada, implorando a Dios que nos auxilie con esa sabiduría que permite discernir lo que es esencial y profundo de lo que es más superficial y periférico, pudiendo reconocer a qué debemos adherir indefectiblemente pues viene del Señor y en todo caso ubicar en su justo nivel las costumbres y experiencias personales y comunitarias en las cuales la fe se contiene y expresa pero que tal vez no deban permanecer inmutables. Ya lo hemos hablado al distinguir entre Tradición y tradiciones. Sobre todo que nos de una inteligencia humilde y un corazón simple, que no busque revolver lo que parece oscuro de modo imprudente y que sepa acoger con sencillez cuanto nos es dado recibir del Espíritu.


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