CONTEMPLANDO LA EUCARISTÍA



El Misterio salvífico de la Comunión 

y la Eucaristía

 

Quisiera contemplar a Jesucristo, como ese Misterio escondido y revelado,[1] en el cual se manifiesta el plan divino de salvación como un proyecto de comunión de Dios con el hombre. Me permito entonces una mirada personal sobre la Eucaristía en el contexto del Misterio salvífico de la comunión. El siguiente esquema insinúa apenas unas líneas teológicas globales que apuntan a comprender el sacramento en toda su rica dinámica.[2]

En el eje central se parte de la Santísima Trinidad como misterio de Comunión que quiere llegar a la humanidad para hacerla partícipe y consorte de la naturaleza divina. En el medio de ese eje Jesucristo, quien por la dinámica de la Encarnación posibilita y da acceso pleno a la participación del hombre en el misterio Trinitario. Aparece entonces la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Sacramento Universal de Salvación, y en ella los sacramentos, resaltándose la Eucaristía. Así la humanidad es alcanzada, llamada e invitada a vivir su vocación de comunión con Dios.

A los costados, los ya clásicos movimientos descendente y ascendente, tan propios de la patrología griega y que ya eran prefigurados por ejemplo en el himno paulino de Flp 2,6-11 en cuanto abajamiento y exaltación de Cristo.

 

En la Eucaristía, la Trinidad Santa, 

abraza en Jesucristo 

a la humanidad y a toda la creación.

 

Es decir, la Eucaristía no es solo memorial de la Pascua, sino antes memorial de la Encarnación. O para decirlo aún mejor, en sentido estricto, memorial del “acontecimiento pascual” en cuanto pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo; mas en sentido amplio, memorial del “proyecto pascual”[3] del Padre sobre la historia, preparado ya desde el inicio de la creación, que se manifiesta (epifanía) en la Encarnación del Verbo y que se cierra (consumación) con la Parusía, su segunda venida en Gloria y “Pascua de toda la creación”[4]. Pues el proyecto del Padre, en Cristo nuestra Pascua, es la Alianza entre Dios y los hombres.

Lo expresaba bellamente San Juan Pablo II, quien al recordar las diversas circunstancias y ambientes en los que como sacerdote había celebrado la Eucaristía, podía escribirnos:

 

“Estos escenarios tan variados de mis celebraciones eucarísti­cas me hacen experimentar intensamente su ca­rácter universal y, por así decir, cósmico. ¡Sí, cósmico! Porque también cuando se celebra sobre el pequeño altar de una iglesia en el campo, la Eucaristía se celebra, en cierto sentido, sobre el altar del mundo. Ella une el cielo y la tierra. Abarca e impregna toda la creación. El Hijo de Dios se ha hecho hombre, para reconducir todo lo creado, en un supremo acto de alabanza, a Aquél que lo hizo de la nada. De este modo, Él, el sumo y eterno Sacerdote, entrando en el santuario eterno mediante la sangre de su Cruz, devuelve al Creador y Padre toda la creación redimida. Lo hace a través del ministerio sacerdotal de la Iglesia y para gloria de la Santí­sima Trinidad. Verdaderamente, éste es el mysterium fidei que se realiza en la Eucaristía: el mundo nacido de las manos de Dios crea­dor retorna a Él redimido por Cristo.”[5]

 

Y también sobre el vínculo análogo entre encarnación y Eucaristía, al referirse a la Virgen Madre, expresa:

 

“En cierto sentido, María ha practicado su fe eucarística antes incluso de que ésta fuera instituida, por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios. La Eucaristía, mientras remite a la pa­sión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sa­cramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor.

Hay, pues, una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió creer que quien concibió «por obra del Espíritu Santo» era el «Hijo de Dios» (cf. Lc 1, 30.35). En continuidad con la fe de la Virgen, en el Misterio eucarístico se nos pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las espe­cies del pan y del vino.”[6]

 

De este modo la Eucaristía remite a ese plan de comunión que Dios ha trazado desde la eternidad, plan de comunión que se expresa en la creación, plan de comunión que se posibilita en la Encarnación (condescendencia) del Verbo. Este movimiento descendente de Dios hacia los hombres (abajamiento-anonadamiento) expresa-visibiliza en Jesucristo el Amor de Dios que nos busca para la comunión eterna con Él. La Eucaristía es pues signo y realidad del llamado vocacional que Dios nos ha dirigido como hijos en el Hijo, de modo que haciéndonos discípulos entremos al ámbito de la comunión salvífica que nos ofrece.


 

En la Eucaristía, la Trinidad Santa, 

nos abraza en Jesucristo por la Iglesia 

bajo el Espíritu Santo haciendo la comunión.

 

Este sacramento por excelencia del encuentro con el Padre, instituido por Jesucristo y su Pascua es actuado en la Iglesia bajo el influjo del Espíritu Santo.

La epíclesis, oración litúrgica de invocación al Espíritu Santo, junto al gesto de imposición de manos, se realiza por vez primera en la Misa sobre las ofrendas de pan y vino. “Por eso, Padre, te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones…”[7] Sin embargo podemos reconocer una segunda epíclesis, que sin gesto de imposición de manos, se realiza sobre el pueblo.

“Lex orandi, lex credendi”. La Iglesia invoca al Espíritu Santo sobre ella misma en una súplica de comunión. Escuchemos y meditemos esta oración:

 

“Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y la Sangre de Cristo.”[8]

 

“…y llenos de tu Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu.”[9]

 

“…concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz, que congregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo, seamos en Cristo víctima viva para alabanza de tu gloria.”[10]

 

“…y concédeles, por la fuerza del Espíritu Santo, que, participando de un mismo pan y de un mismo cáliz, formen en Cristo un solo cuerpo, en el que no haya ninguna división.”[11]

 

“…concédenos el mismo Espíritu, que haga desaparecer toda enemistad entre nosotros. Que este Espíritu haga de tu Iglesia signo de unidad e instrumento de tu paz entre los hombres, y nos guarde en comunión…”[12]

 

“…concédenos por la fuerza del Espíritu de tu amor, ser contados ahora y por siempre entre el número de los miembros de tu Hijo, cuyo Cuerpo y Sangre comulgamos."[13]

 

“…y envíanos al Espíritu Santo para recibir el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, unidos como una sola familia.”[14]

 

“…y danos tu Espíritu de amor a todos los que participamos en esta comida, para que vivamos cada día más unidos en la Iglesia...”[15]

 

“…y por la presencia del Espíritu Santo formemos un solo cuerpo en el amor.”[16]

 

Recopilemos y ordenemos el sentido teologal de esta segunda epíclesis.

El Espíritu Santo, corriente de vida divina, cual savia en el tronco de la Vid-Hijo, congrega en la unidad, nos hace entrar en el número de los miembros del Hijo unidos como una sola familia; y pues quiere que vivamos siempre más unidos, forma un solo cuerpo y un solo espíritu –en el cual no haya ninguna división-, pues hace desaparecer toda enemistad, guardándonos en la comunión y haciéndonos signos de unidad e instrumentos de paz. Y todo esto lo hace en la comunión del Cuerpo y la Sangre del Hijo, Sacramento de su Pascua, por tanto forma un solo cuerpo en el amor asociándonos a esa dinámica de entrega de la vida, haciéndonos víctima viva para alabanza de su gloria.

¡Fantástico, verdad! ¡Quien pudiera tener conciencia de esta obra del Espíritu sobre la Iglesia! ¡Quien pudiera vivir contemplando en cada Eucaristía y en lo cotidiano este influjo constante del que es llamado Don y Unción sobre el cuerpo eclesial creando, sosteniendo y acrecentando la comunión!

 

La Trinidad Santa por la Eucaristía, sacramento memorial de la Pascua, 

configura a la Iglesia 

como sacramento de salvación.

 

No pretendo adentrarme sino solamente recordar aquel famoso axioma de Henri De Lubac en su obra Meditación sobre la Iglesia. “Es la Iglesia la que hace la Eucaristía, pero es también la Eucaristía la que hace la Iglesia.” 


Al respecto enseñaba San Juan Pablo II:


“El Concilio Vaticano II ha recordado que la celebración eucarística es el centro del proceso de creci­miento de la Iglesia. En efecto, después de haber dicho que «la Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio, crece visible­mente en el mundo por el poder de Dios» (LG 3), como queriendo responder a la pre­gunta: ¿Cómo crece?, añade: «Cuan­tas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado (1 Co 5,7), se rea­liza la obra de nuestra redención. El sacramento del pan eu­carístico significa y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un sólo cuerpo en Cristo (cf. 1 Co 10,17)» (LG 3).

Hay un influjo causal de la Eucaristía en los orígenes mismos de la Iglesia.”[17]

 

Así tras recordar la Última Cena y sus implicancias para los Apóstoles afirma:

 

“Los Apóstoles, aceptando la invitación de Jesús en el Cenáculo: «Tomad, comed... Bebed de ella todos...» (Mt 26, 26.27), entraron por vez primera en comunión sacramental con Él. Desde aquel momento, y hasta al final de los siglos, la Iglesia se edifica a través de la comunión sacramental con el Hijo de Dios inmolado por nosotros.”[18]

 

Y continúa la temática aludiendo a nuestra perícopa de la vid:

 

“La incorporación a Cristo, que tiene lugar por el Bautismo, se renueva y se consolida continuamente con la partici­pación en el Sacrificio eucarístico, sobre todo cuando ésta es plena mediante la comunión sacra­mental. Podemos decir que no solamente cada uno de nosotros recibe a Cristo, sino que también Cristo nos recibe a cada uno de nosotros. Él estrecha su amistad con nosotros: «Vosotros sois mis amigos» (Jn 15,14). Más aún, nosotros vivimos gracias a Él: «el que me coma vivirá por mí» (Jn 6, 57). En la comunión eucarística se realiza de manera sublime que Cristo y el dis­cí­pulo «estén» el uno en el otro: «Permaneced en mí, como yo en vosotros» (Jn 15,4).”[19]

 

            Podríamos decir que el Sacramento de la Fe “sacramentaliza” a la Iglesia:

 

“Al unirse a Cristo, en vez de encerrarse en sí mismo, el Pueblo de la nueva Alianza se convierte en «sacra­mento» para la humanidad, (LG1) signo e instrumento de la salvación, en obra de Cristo, en luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5,13-16), para la redención de todos. (LG1) La misión de la Iglesia continúa la de Cristo: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21). Por tanto, la Iglesia recibe la fuerza espiritual necesaria para cumplir su misión perpetuando en la Eucaristía el sacrificio de la Cruz y comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo. Así, la Eucaristía es la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de toda la evange­lización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con el Es­píritu Santo. (PO5)”[20]


            Y que en la Eucaristía, por la obra conjunta del Hijo y del Espíritu, la Iglesia se configura como Cuerpo de Cristo:

 

“Con la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como cuerpo de Cristo. (…) La acción conjunta e inseparable del Hijo y del Espíritu Santo, que está en el origen de la Iglesia, de su cons­titución y de su permanencia, continúa en la Eucaristía. (…) La Iglesia es reforzada por el divino Paráclito a través la santifica­ción eucarística de los fieles.”[21]

 

La Eucaristía pues colma el anhelo de fraternidad de la humanidad y lo eleva en gracia:

 

“El don de Cristo y de su Espíritu que recibimos en la comunión eucarística colma con sobrada plenitud los anhelos de unidad fraterna que alberga el corazón humano y, al mismo tiempo, eleva la experiencia de fraternidad, propia de la participación común en la misma mesa eucarística, a niveles que están muy por en­cima de la simple experiencia convi­val humana. Mediante la comunión del cuerpo de Cristo, la Iglesia al­canza cada vez más profundamente su ser «en Cristo como sacramento o signo e instrumento de la unión ín­tima con Dios y de la unidad de todo el género humano».(LG1) (…) La Euca­ristía, construyendo la Iglesia, crea precisamente por ello comunidad entre los hombres.”[22]

 

            Por tanto en esta enseñanza magisterial se explicita sobradamente como la Trinidad Santa, hace a la Iglesia “sacramento de salvación” para el género humano, fundado causalmente en la Pascua y en su memorial eucarístico.

 

La Eucaristía: 

fiesta de nupcias, 

sacrificio de comunión 

y presencia divinizadora.

 

            Ya sabemos que el culto cristiano suele definirse dirigido “hacia el Padre por el Hijo en el Espíritu Santo”. Menos receptada en general es la noción del culto como “opus Dei” (obra de Dios) en el sentido más estricto de la espiritualidad benedictina. Se trata de la obra más perfecta y acabada: dar culto a Dios por sí mismo, lo cual en definitiva es la primaria vocación eterna de los llamados a la Gloria. En efecto, la comunión de los santos bienaventurados es consecuencia de estar aunados en la adoración y comunión eterna con el Señor.

Pero también la “obra de Dios” quiere significar que es Él mismo el agente principal del culto, pues el hombre no podría por sí mismo adorarlo sino fuese convocado, animado y sostenido en Gracia. Este aspecto se halla bastante desdibujado en la praxis cotidiana de la liturgia cristiana, digo esta conciencia de la acción de Dios en el culto. Un culto cristiano cuya experiencia más masiva es la Eucaristía y en todo caso la celebración de los Sacramentos de Iniciación Cristiana, quizás ritos exequiales y casi restringido a los consagrados la Liturgia de las Horas. Considero en mi experiencia pastoral como presbítero que generalmente se observa en la acción litúrgica la obra de los ministros, sea el ministro ordenado que preside, o los ministerios laicales diversos como lector y acólito, animación musical, guía y otros. Solemos hablar de lo que hicieron u olvidaron, de las equivocaciones y aciertos, del gusto o disgusto que nos causó su actuación. ¿Y Dios?

Ciertamente parece haberse diluido el Misterio en el culto. Tal vez en la consagración eucarística se tenga noticia de la epíclesis al Espíritu o de las palabras y gestos del mismo Jesucristo que se repiten como memorial. ¿Pero no es verdad que vivimos la liturgia más como el resultados de nuestra acción? ¿Qué tan a menudo encontramos en los participantes una mirada que penetre más allá de lo sensorio y contemple la obra invisible de Dios o exactamente la obra visible a la fe que busca la unión?

Pues en la Eucaristía la obra de Dios se constituye en esta triple dinámica: celebración del banquete nupcial, sacrificio de comunión y presencia divinizadora.

Pues la Eucaristía es celebración de la Alianza nueva y definitiva rubricada en la Pascua de Jesucristo. Y conforme a la espiritualidad bíblica –prefigurada por los profetas, manifestada en la Cruz e iluminada en Pentecostés- celebración de las bodas del Cordero con su esposa la Iglesia. Es fiesta del amor entre Dios y la Iglesia, entre Dios y cada fiel participante. A veces he dicho al pueblo antes de acceder a la comunión: ¿qué pasaría si ahora les tomase el consentimiento matrimonial? Ese AMÉN mal traducido por “así sea” parece introducir lo dubitativo cuando tiene el sentido de la profesión de fe: “Creo, Señor, en tu presencia real en este sacramento. ¡Comulgo contigo, oh Dios!”. Entonces juguemos didácticamente. Antes de comulgar con el Cuerpo del Señor le diremos como en el rito matrimonial: “Yo te recibo a ti, mi Señor Jesucristo, como ESPOSO y prometo serte fiel tanto en la prosperidad como en la adversidad, en la salud como en la enfermedad, amándote y respetándote durante toda la vida.” ¿Cómo cambia la perspectiva, verdad? Aquí se comprende mejor, en resonancia eucarística, el “Permanezcan en mi amor”.

Pues la Eucaristía también es sacrificio de comunión, no sólo del Esposo que entrega su vida en rescate y salvación, sino también de la esposa que solicita ser convertida por amor en “víctima ofrecida y ofrenda permanente” según la oración litúrgica. Es que el amor cristiano se define propiamente por el don de sí. Se funda en este “éxtasis” que bien podría caracterizar la vida intratrinitaria, la perijóresis por la cual cada una de las Personas divinas está totalmente en la otra, en una circulación y rotación de amor, en una compenetración e intercambio y estar una en la otra. De esta vida intratrinitaria y de estas procesiones eternas se sigue el envío y las misiones económicas del Hijo y del Espíritu.

Así, en clave del don de sí, se ha elaborado esa relación entre amor “eros” y amor “ágape”; tradicionalmente adjudicando al primero, el movimiento de retorno sobre sí mismo por el disfrute y gozo del bien amado; y al segundo, el movimiento de salida de sí hacia el gozo de la benevolencia para elevar al amado con la propia donación condescendiente. El “don de sí” tiene como un antecesor mucho más rico en sentido, el preclaro concepto teológico de “sacrificio”. Digo más amplio ya que se trata de “rescate y redención”, tiene todo un matiz “expiatorio de la culpa y de la deuda” por tanto un aspecto de “perdón y reconciliación”. Y en cada Eucaristía celebramos agradecidos el Sacrificio amoroso que nos ha salvado y esta donación de Dios debería movernos a devolvernos en amor a Él y al prójimo, instarnos a transformar nuestra vida hacia un creciente impulso de donación y ofrenda.

Sólo si efectivamente la esposa consiente y concreta este intercambio sacrificial en el amor; sólo si se configura a su Esposo y saliendo de sí misma y de su bienestar, rompiendo la posición de estar como quien siempre recibe y pasando a ser también quien se entrega y ofrece junto a su Amado; se podría hablar de una Alianza y de unas nupcias. Una comunión que se establece por la mutua donación sacrificial, siempre salvando en Dios la primacía que engendra, sostiene y conduce todo el proceso. No se trata sólo de ser amado sino de convertirse al Amor y de amar sin reserva de sí como respuesta. Creo que por supuesto aquí se comprende mejor aquello de: “Permanezcan en mi amor porque sin mí nada pueden hacer, solo en mí pueden dar fruto. Nadie tiene mayor amor que quien da su vida por los amigos.”

Pues finalmente la Eucaristía es presencia divinizadora. La “divinización del hombre”, que a primeras oídas suena escandalosa y exagerada, es un tema recurrente de los Santos Padres. El Dios que se acerca y asume nuestra humanidad -como se dirá al pensar los efectos de la Gracia- sana y eleva la naturaleza humana. Claramente no se puede dar una interpretación panteísta o absorcionista sino en clave de “participación de la creatura en la naturaleza divina”. La comunión sacramental es prenda y arras de la comunión eterna y gloriosa. Al fin y al cabo comulgamos con el mismo Dios en la Eucaristía, incrementándose –sin descontar las disposiciones- la caridad y el estado de gracia santificante en el alma. Entre la inhabitación trinitaria y la comunión eucarística se produce una comunicación fructuosa. Si quieren podríamos introducir análogamente el término místico de “unión transformante”. ¿Qué conciencia tenemos los cristianos de esta obra misericordiosa de Dios que dándose a nosotros nos comunica su propia Vida y nos transfigura hacia Él? Aquí se comprende bien aquello de: “Permanezcan en mi amor para que mi gozo esté en ustedes y su gozo sea colmado.”

Banquete nupcial, intercambio sacrificial, divinización: el Amor de Dios manifestado en la Pascua de Jesucristo y hecho Eucaristía. Misterio de Comunión salvífica.

 

La Eucaristía significa y contiene 

el obrar de Dios 

que desciende santificando 

y asciende glorificando.

 

Es ampliamente conocido este movimiento o dinámica como esquema teológico para la comprensión del plan de salvación. Sólo rescato la configuración al Misterio de Cristo que se opera en la Iglesia por la celebración y comunión eucarística.

            -Desde la Cabeza hacia el cuerpo eclesial, el Amor de Dios que se manifiesta y se derrama por la presencia del sacrificio de Cristo, por el memorial de su Pascua, genera la comunión en la Iglesia y la impulsa a la oblación misionera en el mundo; la configura como signo del Reino y sacramento universal de salvación. La Eucaristía es pues sacramento de las apariciones pascuales y de la efusión pentecostal, encuentro permanente con el Resucitado y con su Espíritu, que da inicio y sostiene la vida eclesial en el mundo y la historia.

-Desde el cuerpo eclesial hacia la Cabeza, la respuesta en amor al Amor receptado, pone a la Iglesia en un movimiento de retorno hacia el Padre, por la asociación nupcial al sacrificio de Cristo en el Espíritu. Así la configura como Esposa, como aquella esposa del Cantar de los Cantares que corre y se fuga tras el Amado que la atrae;  se trata de la Iglesia que peregrina hacia la Patria. Pero también la asocia en clave elevante como víctima ofrecida, es la Esposa del triunfante Cordero degollado que canta sin cesar la Gloria del Amor que recibe en arras y que anhela sea eterno. La Eucaristía es pues sacramento hacia la Parusía, que adelanta en cuanto primicia, la consumación del Reino en el banquete celeste.







[1] Cf. Rom 16,25-27

[2] Esta síntesis programática resultó de la reelaboración personal del esquema más primario y de las intuiciones generales pero más aisladas ofrecidas por el docente de la asignatura en la Facultad de Teología del Uruguay, R.P.  Mario Piaggio sdb, durante el curso del año 2001.

[3] Mi distinción entre “acontecimiento” y “proyecto” pascual tiene la intención de dar cuenta de un plan de comunión fundado en la libre y eterna voluntad de Dios al predestinarnos a la Salvación. Desde San Agustín la “predestinación a la salvación” ha sido interpretada con diversos matices en la historia de la teología. De trasfondo estoy aludiendo a la cuestión planteada por el Beato Juan Duns Escoto y presente en otros autores medievales. Podría expresarse así: ¿si el hombre no hubiese pecado el Verbo se habría encarnado? Lo dado es tanto el pecado del hombre como la Pascua redentora de Cristo, esta es la economía real. La hipótesis tiende a descentrar el pecado, a salirnos de una mirada “amartiocéntrica” de la historia. Sin negar el dato revelado de que el Hijo murió “por nuestros pecados” nos invita a pensar el “pecado de los hombres” como coyuntura de la Encarnación. No es el hombre con su pecado quien pide la Encarnación del Verbo, sino que la misma está contenida en un libérrimo y eterno proyecto creador de comunión y salvación.

[4] La expresión es utilizada por el teólogo Juan Ruiz de la Peña al titular su obra sobre Escatología.

[5] San Juan Pablo II, “Ecclesia de Eucharistía”, n. 8

[6] op. cit., n. 55

[7] MISAL ROMANO, PE III y las diversas variaciones en la fórmula que ofrece cada plegaria.

[8] op. cit., PE II

[9] op. cit., PE III

[10] op. cit., PE IV

[11] op. cit., PE R I

[12] op. cit., PE R II

[13] op. cit., PE DC I-IV

[14] op. cit., PE MCN I

[15] op. cit., PE MCN II

[16] op. cit., PE MCN III

[17] San Juan Pablo II, “Ecclesia de Eucharistía”, n. 21

[18] op. cit., n. 21

[19] op. cit., n. 22

[20] op. cit., n. 22

[21] op. cit., n. 23

[22] op. cit., n. 24

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 1

 





ESCOGIDO PARA EL EVANGELIO DE DIOS


“Pablo, siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación, escogido para el Evangelio de Dios, que había ya prometido por medio de sus profetas en las Escrituras Sagradas, acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos, Jesucristo Señor nuestro, por quien recibimos la gracia y el apostolado, para predicar la obediencia de la fe a gloria de su nombre.” Rom 1,1-5

Veneradísimo apóstol de Jesucristo, San Pablo, columna central de la Iglesia, ¡qué alegría comenzar este extenso y sereno diálogo contigo! “Diálogo vivo” será con certeza, pues no nos faltará el encuentro con aquella vehemencia ardiente de tu fe. Seguramente nos encenderás con el testimonio de tu amor. No posterguemos pues más la escucha de tu voz.
Prudente es pues dejar que te presentes y nos dices que eres siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación, escogido para el Evangelio de Dios. ¡Meridiana claridad! ¿Quién de nosotros tiene tan asumida su identidad en Dios? ¿Quién de nosotros se presenta a sí mismo poniendo en la base, en el centro y en el horizonte al único Señor? San Pablo, Cristo Jesús es toda tu vida, y no hay forma ya de comprenderte a ti mismo sin referencia a Él. Ruega por nosotros pecadores, aún en proceso de conversión, todavía no abandonados del todo a Cristo.
Eres “siervo de Cristo Jesús” pues ya no existes para ti mismo sino para Alguien más. Has sido alcanzado, tocado y conquistado en el amor. Has sabido capitular y dejarte vencer, te has entregado al Amado y Esposo. Doblas tu rodilla y te postras presuroso, ya tienes Dueño y estarás siempre gozoso a su servicio. ¡Cuánto anhelamos para nosotros esa dicha desbordante de sabernos convocados a ser humildes instrumentos de un tan grande y bello Señor! Pero fue primero la Virgen Madre quien cantó esta estrepitosa vocación a la Gloria: “yo soy la humilde y pequeña servidora que anhela, aguarda y escucha tu Palabra, recibiéndola en la hondura del corazón, siempre dispuesta a tu Santa Voluntad”. Y tras ella toda la Iglesia, los santos de ayer, de hoy y de mañana. Intercede hermano Pablo por nosotros, que esta sea nuestra carta de presentación: somos siervos de Cristo Jesús. ¡Que el mundo entero oiga la proclamación fervorosa: “Yo soy la Iglesia, humildísima y agraciada sierva de Cristo Jesús”!
Eres “apóstol por vocación”. Y enviado con tal porción de Espíritu que incendiaste el mundo conocido por entonces. Incansable, infatigable, irrefrenable. Contigo la vocación misionera combustionó en tantos cristianos a lo largo de toda la historia. Tu chispa se expandió como un reguero de pólvora apostólica por todo el Cuerpo eclesial. Inflamado inflamaste. ¡Oh venturoso varón de Dios a quien el anuncio de la salvación en Cristo le apremia y urge de tal modo que no puede ser contenido ni impedido por las confabulaciones mundanas ni por los poderes demoníacos! ¡Impetra santo apóstol al Espíritu para que reencienda de continuo en la Iglesia aquel fervor misionero que consumía tus huesos y tu alma entera!
Eres “escogido para el Evangelio de Dios”. Evangelio que no es otro que el mismísimo Señor Jesucristo. ¿Qué mayor regalo se le puede hacer a una persona que elegirlo y dedicarlo al Evangelio? Te confieso que desde mi juventud, y luego con un salto de nivel tras los pasos del pobrecillo de Asís, San Francisco, el Evangelio es mi vida. Por eso al despertar cada día, ya hace algún tiempo mediante una personal oración de consagración como presbítero repito: “hago voto a Dios de vivir el Santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo como mi única vida y regla”. Hoy junto contigo queridísimo San Pablo quisiera motivar en cada lector y si es posible en todo cristiano -como si fuese un mantra permanente- tu aseveración en gracia: “escogido para el Evangelio de Dios”. ¿Quién eres? Repítelo hasta convencerte: soy escogido para el Evangelio de Dios. Y tú Iglesia, Madre mía y Esposa de Cristo: ¿quién eres? ¿qué dices de ti misma? Que lo escuche todo el orbe y el universo entero lo replique en jubilosas resonancias: “Yo soy la Iglesia, escogida y consagrada para el Evangelio de Dios”.
Comencemos –los invito- por este “diálogo vivo”, el camino que quiera abrirnos y despejarnos el Señor. ¿Qué nos queda se preguntan por delante? Vivir nuestra vocación cristiana iluminados con el testimonio de San Pablo y alentados con su ejemplo. “Recibimos la gracia y el apostolado, para predicar la obediencia de la fe a gloria de su Nombre.” Digamos con clamor agradecido: “Amén, toda la gloria sea dada a Dios que nos ha escogido para su Evangelio”.



PROVERBIOS DE ERMITAÑO 145


 

PROVERBIOS DE ERMITAÑO 144


 

POESÍA DEL ALMA UNIDA 35

 



Oh Llama imparable del Espíritu

Que lo deja todo en quemazón de Gloria

 

Oh incendios de Amor Divino

Que ascienden poderosos

 

Oh incandescencias palpitantes

Ardores inextinguibles cuán certeros hacen presa

 

Oh raptos benditos y vuelos súbitos

Arrobamientos fuertes y exultantes gozos

 

Oh arras oh primicias oh adelantos

Bendita agonía de Amor en gemido Vivo

 

Oh ruptura oh elevación oh tránsito

Al borde del Misterio tan deseado

 

Oh Llaga siempre abierta y caudalosa

Transfixión escondida y holocausto santo

 

Oh Amante Amado Esposo Cristo

Oh Cordero Victorioso oh Testigo Fiel

 

Se eleva pues el sacrificial aroma hacia lo alto

Y me lleva consigo este Viento vigoroso

 

Oh manos del Padre que reciben

Oh mirada prístina oh voz de Paz Eterna

 

Qué cercano me sé ya de tu anhelada Casa

Porque Tú me habitas donde yo te habito

 

Oh secreta y bendita Unión que no cesa ahondándose

Oh Jardín de maravillas donde las palabras huelgan

 

Oh Amor que me amas tan desproporcionado

Oh Amor absolutamente inmerecido

 

Oh mar de Consolación que me cubre por entero

Oh torrencial aguacero gratuito y desbordante

 

Oh Trinidad Santa oh Luz sin mengua

Oh Fuente inagotable que mana y mana sin reserva

 

Oh Sabiduría secreta que aún me depositas y retienes

Suavemente en tierra transverberado en fulgurante Cielo


Ya no tardes Amor mío ya no tardes

Este cuerpo frágil se deshace cuando Tú te arrimas tanto

 


PROVERBIOS DE ERMITAÑO 143


 

PROVERBIOS DE ERMITAÑO 142


 

DIÁLOGO VIVO CON SAN JUAN DE LA CRUZ 46





CONVERSACIONES SUBIENDO AL MONTE 46


LOS PREDICADORES

 

“La segunda manera de bienes distintos sabrosos en que vanamente se puede gozar la voluntad, son los que provocan o persuaden a servir a Dios, que llamamos provocativos. Estos son los predicadores.” (SMC L3, Cap. 45,1)

 

 “El predicador, para aprovechar al pueblo y no embarazarse a sí mismo con vano gozo y presunción, conviénele advertir que aquel ejercicio más es espiritual que vocal; porque, aunque se ejercita con palabras de fuera, su fuerza y eficacia no la tiene sino del espíritu interior.” (SMC L3, Cap. 45,2)

 

Querido Doctor Místico, son pocos los que verdaderamente advierten que lo importante sucede en lo invisible, inaudible, intangible, es decir en resumen, más allá de cuanto puede ser registrable por los sentidos corporales. El interior, la profundidad escondida, el corazón, el alma, el misterio. Porque Dios obra en lo secreto y en lo que florece se manifiesta su toque discreto, su paso humilde, su acción inadvertida.

 

“Y para que la doctrina pegue su fuerza, dos disposiciones ha de haber: una del que predica y otra del que oye.” (SMC L3, Cap. 45,3)

 

Para juzgar pues la eficacia en gracia de una predicación no tendremos casi forma inmediata de hacerlo y menos debemos valorarla por los efectos exteriores cuantificables. Por ser breve no es mejor ni por extensa más elocuente o erudita y ambas pueden ser igualmente vacías o llenas de sentido. Si al concluir brota un estruendoso aplauso no sabremos si se trata tan solo de un efímero fervor causado por cuestiones estéticas y simpatías carismáticas o realmente ha dado en el núcleo de la cuestión de todos. Y si se cierra dejando al auditorio en silencio no podremos concluir con exactitud si se han aburrido y no han comprendido casi nada o si han sido presa de inquietudes y cuestionamientos que seguirán procesando o si han tocado el Misterio conducidos a las orillas de la  contemplación.

Ciertamente los predicadores por gracia y oficio suelen intuir el proceso mientras lo viven pero su discernimiento también dependerá de su fineza de espíritu y maduración interior. No pocas veces son sorprendidos por comentarios adversos o elogiosos que les resultan tan desproporcionados como imprevisibles.

Es que la predicación es mucho más que un orador y un oyente. Supone capacidades y disposiciones. Y por supuesto es el Espíritu Santo quien predica al predicador y le mueve como su instrumento y quien unge a la asamblea y a cada discípulo para que escuche la voz de Dios. Pero también el predicador y el pueblo pueden estar mal dispuestos, escasamente preparados o faltarles capacidad para expresar o recibir.

Eres sacerdote y predicas la homilía frente a unas varias decenas de personas… ¿qué sabes? Sabes si lo haces en el Espíritu o no si te examinas y conoces sinceramente y eres apto para registrar en ti mismo los movimientos de la Gracia. Quizás también intuyes en general si hay receptividad, si el clima espiritual es benéfico o si por lo contrario cansas y molestas. ¿Debes pues guiarte por qué reglas? Solo por una: decir lo que crees que Dios quiere decir sin importarte demasiado las repercusiones inmediatas. Intentarás no hablar lo que tu Señor no te invita a proferir y no callar cuanto tu Señor te empuja a profetizar. Eres un instrumento y no es tuya la obra.

 

“Cuanto el predicador es de mejor vida, mayor es el fruto que hace por bajo que sea su estilo, y poca su retórica, y su doctrina común, porque del espíritu vivo se pega el calor.

Porque, aunque es verdad que el buen estilo y acciones y subida doctrina y buen lenguaje mueven y hacen efecto acompañado de buen espíritu; pero sin él, aunque da sabor y gusto el sermón al sentido y al entendimiento, muy poco o nada de jugo pega a la voluntad.” (SMC L3, Cap. 45,4)

 

“De la abundancia o escasez del corazón habla la boca”, podríamos decir. Hay una realidad que se percibe más allá de la palabra exterior: la ejemplaridad, lo que está verdaderamente vivo, la santidad. Y se nota tarde o temprano si el predicador anuncia lo que no vive y exige aquello a lo que no está dispuesto. No es la letra sino el Espíritu el que da vida. Un mensaje formalmente correcto y oportuno elaborado con el mejor estilo no podrá a la larga sino pasar por desabrido pues no tiene sustancia mística. Gustará tal vez a los oídos, pondrá enseñanzas en la inteligencia pero no pasará más allá de las emociones pasajeras. Para que toque la voluntad debe haber fuego del Espíritu Santo que encienda en la persona el anhelo de la transformación de su vida por la Gracia de su Señor. “Porque del espíritu vivo se pega el calor”. Por tanto lo más óptimo será la confluencia de un predicador con espíritu vivo y un oyente con ese mismo espíritu. Disposiciones interiores que serán fruto tanto de una preparación inmediata como de una sostenida preparación mediata, es decir, una vida espiritual metódica y seria. Ese será nuestro aporte. Lo demás es obra misteriosa de la gratuidad del Espíritu.

 

“No hace mucho fruto aquella presa que hace el sentido en el gusto de la tal doctrina, impide que no pase al espíritu, quedándose sólo en estimación del modo y accidentes con que va dicha, alabando al predicador en esto o aquello y por esto siguiéndole, más que por la enmienda que de ahí saca.” (SMC L3, Cap. 45,5)

 

Adherirse a un predicador no significa siempre adherirse al Evangelio. Sentirse reconfortado por una predicación no determina que se haya proclamado la Verdad. La mejor disposición será siempre querer escuchar la voz de Dios que nos invita a la Alianza, que promueve y sostiene el proceso de conversión, que nos hace madurar en santidad. No por nada el ministro ordenado tras proclamar el Evangelio besa el libro y ora en secreto: “Las palabras del Santo Evangelio borren nuestros pecados”. Ese ministro al que le fue confiada la Sagrada Escritura en estos términos: “Cree lo que lees, enseña lo que crees, vive lo que enseñas.” Así bien dispuesto a la propia conversión personal, el predicador encara a sus oyentes para arrancarlos de las manos de Satanás y devolverlos a Dios, para llamarlos a la conversión y animarlos a sellar Alianza, para curar sus heridas y alentarlos con el consuelo de la Gracia y para alimentarlos con el Pan de esa Palabra Santa que no es suya y que le reclama ser su fiel y humilde servidor.

¿Su predicación en nombre del Señor Jesús será aceptada o rechazada, oída o desoída, valorada o desestimada? El predicador honesto, que no se busca a sí mismo intentando cosechar adhesiones personales, elogios y aplausos, sino solo permanecer fiel en el servicio de anunciar el Evangelio, sabe que de algún modo está en la Cruz. En esperanza confía que el Espíritu Santo le haya preparado un pueblo bien dispuesto y que la semilla que el predicador plante, Dios con su Sabiduría la haga crecer en el tiempo de su Providencia. Permanecerá pues luego en la oración que otea en lo escondido de los corazones la acción del Dios Invisible.

Pero mi queridísimo Fray Juan, ahora mismo llegamos al final de este trecho de camino. Esperemos que este diálogo vivo haya sido fecundo en Espíritu para quienes lo hayan seguido. Me quedo claro aguardando un pronto reencuentro con nuevos y luminosos diálogos de amor enamorado. Que las bendiciones de la Santísima Trinidad, el único Dios verdadero, lleguen a todos y les alcance la Unión a la que santamente aspiran.


PROVERBIOS DE ERMITAÑO 141


 

PROVERBIOS DE ERMITAÑO 140


 

PROVERBIOS DE ERMITAÑO 139


 

PROVERBIOS DE ERMITAÑO 138


 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 26

    QUE CADA UNO TRATE DE AGRADAR A SU PRÓJIMO PARA EL BIEN, BUSCANDO SU EDIFICACIÓN (II)   Continuemos, ilustre San Pablo, tu enseñ...