La profecía humilde versus la arrogancia del poder mundano

 


El gran comienzo de la profecía (siglo VIII a.C.)

 

Es inevitable que realicemos una breve contextualización histórica.

En el siglo X a.C., tras la muerte de Salomón (931), se forman dos reinos. Jeroboam, el representante de las tribus del Norte en la corte, procedente de Efraím, apoyado por los profetas yavistas se levanta en rebelión aduciendo que en el Sur se habían introducido bajo Salomón cultos cananeos. Esta rebelión forma el reino del Norte (Israel). La separación no es traumática pero desde ahora habrá dos reinos hermanos que conviven con cierta rivalidad. De hecho esta separación ya existía desde antes: entre las doce tribus siempre hubo competencia entre Judá (S) y Efraím-José (N); una competencia que sólo cesó con David (el genio unificador) y que comenzó a resurgir con Salomón.

Hacia el siglo IX a.C., el reino del Sur de dinastía davídica, ostenta una fuerte fundamentación religiosa. El reino del Norte en cambio, debe buscar el argumento de su existencia y mostrar que es querida por el Señor. Será el rey Omrí (885-874) el genio fundacional del Norte: defiende el sur de su reino y establece fronteras con filistea; hacia el norte conquista el valle de Yizreel (el lugar más rico en producción agrícola); se relaciona diplomáticamente con las ciudades fenicias (Tiro, Sidón, Ugarit) asegurando un próspero comercio de los productos agrícolas y para consolidar la alianza une en nupcias a su hijo con la hija del gobernante de Tiro. También compra un lugar neutral, el monte Garizim (Siquem), y allí funda la capital (Samaria) y el templo yavista (intentando emular lo hecho por David con Jerusalén). Como era territorio cananeo comienza a darse progresivamente el sincretismo religioso. Ante una población heterogénea (Israel yavista y Canaán baalista) Omrí opta por mantener la pluralidad.

Le sucede Ajab (874-853) y su esposa Jezabel que logran el refinamiento cultural y el esplendor del reino. Pero en este período el yavismo del Norte se vuelve abstracto, ritualista y no fundado en la Alianza. Es en cambio el baalismo, quien logra configurarse como religiosidad popular. A la vez comienza a emerger una marcada injusticia social. Éste será el tiempo de Elías y luego de Eliseo, luchando por mantener la pureza yavista.

Será en el Siglo VIII a.C., con Jeroboam II (750-745 / reino del Norte) que hará su gran eclosión la profecía. Damasco presiona sobre la frontera norte y Moab aprovecha para intentar independizarse. Israel junto con Fenicia pone límite al avance de Siria y hasta logra anexar en Moab-Transjordania el territorio de Basán. Se aumentan los tributos a los pueblos vasallos y se abre una época de prosperidad. Pero hacia el 750 y hasta el 600 comienza la hegemonía de Asiria sobre la región. Para Israel, presionada por el Imperio emergente, la alternativa era una alianza militar con Egipto. En el territorio comprendido por Fenicia-Israel-Moab-Judá-Edom hay dos partidos: los que querían rendirse a Asiria pagándole tributo y los que querían resistir militarmente aliándose con Egipto. En el 745 la coalición Fenicia-Israel-Edom-Egipto se enfrenta a Asiria, quien en el 732 reduce a tributo al reino del Norte (Israel) y en el 722 (tras un intento de rebelión) destruye Samaria y deporta a los habitantes. Éste es el fin del Reino del Norte o Israel. Será en este convulsionado panorama que irrumpirá con fuerza purificadora la predicación de los primeros profetas escritores: Amós, Oseas, Miqueas e Isaías I.

 

¿En quién dime, esposa mía, tienes puesta tu confianza?

 

Cuando escuchemos el mensaje de los profetas de este tiempo, seguramente resonará inquietante la pregunta: ¿Dime, en quien tienes puesta tu confianza?

Ciertamente estos hombres de Dios le recordarán al pueblo que ha roto la Alianza, sea por el pecado de la idolatría o por la creciente injusticia contra sus propios hermanos. Cebados por las riquezas y los éxitos mundanos se han olvidado del Señor. Simplemente se han vuelto arrogantes y piensan poder sostener su vida con sus propias fuerzas y recursos. Han perdido la fe en el Dios que los liberó de la esclavitud de Egipto y han encadenado su suerte a los pueblos con los que urden estrategias humanas. Han desviado su corazón hacia los ídolos.

Los profetas, con humilde presencia pero con el vigor del Espíritu de Dios, llamarán al pueblo a convertirse, a retornar a la Alianza y a fundar la vida solo en el Señor. ¿Dime, en quien tienes puesta tu confianza?

El peligro inminente del Imperio Asirio, que amenaza conquistarlo todo, será interpretado por ellos como “el nuevo Egipto”. Si Israel no se convierte de corazón y vuelve a su Señor, Dios permitirá pedagógicamente que vuelva a la esclavitud que lo haga medicinalmente recapacitar. ¿Dime, en quien tienes puesta tu confianza?

Pienso que este interrogante y esta situación siguen siendo tan actuales para la Iglesia. ¿En quién dime, esposa mía, tienes puesta tu confianza? Repasando la historia, uno puede hallar momentos en los cuales la comunidad de la fe –o al menos sus representantes institucionales-, se han inclinado a trabar alianzas con los poderosos de este mundo, ya para ganar privilegios, ya para no perderlos y frenar los embates. ¿Pero ha dado esta opción un incremento de la fe? ¿Cuál ha sido el resultado de estas alianzas estratégicas? Hoy mismo la Iglesia se ve tentada a dialogar en un fantasmagórico foro globalizado de gobernanza universal y hasta parece intentar asegurarse una suerte de capellanía del nuevo orden: ¿para qué?, ¿a costa de qué?

Nosotros mismos, cada uno de nosotros, cristianos de a pie y sin encumbramiento, no estamos exentos de la tremenda interpelación profética: ¿Dime, en quien tienes puesta tu confianza? Porque frente a la enfermedad y la muerte que nos dejan atónitos (la pandemia rudamente nos ha confrontado); o ante las diversas vicisitudes y pruebas que nos trae la vida, ante las cuales parece temblorosamente tambalear nuestra fe mal cimentada; y sobre todo cuando el iluso corazón se desvía fascinado hacia los falsos paraísos terrenales que se nos proponen a diario; seguimos todos escuchando esa humilde y purificadora insistencia profética: ¿En quién dime, esposa mía, tienes puesta tu confianza?

 

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