LA VIRGEN MARÍA, CAMINO DE FE

 


 

El Camino de la Salvación encuentra en la Virgen María el modelo más excelente. Ella, como nadie, ha sabido caminar detrás del Señor Jesús y mirándola a ella nosotros aprendemos a andar por el Camino de Dios.

El Camino de María  tiene estaciones:

1 Anunciación

2 Visitación         Camino

3 Natividad

4 Presentación en el templo               Misterio del dolor

5 Perdido en el templo                       y de la fidelidad

6 Cruz                                              en el Camino

 

Adentrémonos en el camino que la Virgen Santa ha recorrido y que ella –la primera y mejor de todos los discípulos y “estrella de la evangelización”- nos ayude con su ejemplo e intercesión a profundizar el camino de la fe.

 

1 Anunciación: (Lc 1,26-38) 


El Camino se pone en marcha. Dios sale al encuentro, revela el Camino de Salvación, promete su asistencia y espera ser o no acogido.

Se trata de un típico relato bíblico de vocación-misión. Este género literario básicamente nos presenta la irrupción de Dios y/o su mensajero; la reacción de asombro y de estupor del personaje; el llamado de Dios a una misión-vocación particular; la objeción y dificultades que encuentra quien es llamado; la superación del problema por la promesa de asistencia divina, a veces con un signo que acompaña; y finalmente la aceptación, la respuesta de fe de quien ha sido elegido.

Presentemos esquemáticamente las fuerzas dinámicas del texto:

 

DIOS                                VIRGEN MARÍA

kerygma                          respuesta

encuentro                      escucha de la Palabra   

Vocación                       libertad

 

Alégrate llena de gracia, el Señor está contigo… Mira concebirás y darás a luz un hijo, a quien llamarás Jesús. Será grande, llevará el título de Hijo del Altísimo… Resumidamente ese es el anuncio misterioso y fundante del comienzo del camino de fe. Y la respuesta no tardará en llegar como aceptación a ponerse en marcha: Yo soy la esclava-servidora-sirvienta del Señor, que se cumpla en mí tu palabra. Dios ha provocado el encuentro irrumpiendo en la vida de la Virgen Madre, y ella ha escuchado y entrado en el diálogo: ¿Cómo podrá ser esto…?. El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra… Y en ese encuentro y esa escucha realizada desde la fe, la Virgen María descubre que ha sido elegida y favorecida, amada y destinada. Es la experiencia más honda de la fe: la vocación. Y María en su libertad debe elegir si acepta esos cimientos para toda su vida, enraizarse en la propuesta de Dios.

En esta escena del Camino de María se nos revela que la fe es fundante de la vida, que la fe consiste en optar por Dios y aceptar su proyecto.

 

2 Visitación: (Lc 1,39-56) 


Este Camino que la Virgen se ha decidido a andar es un Camino de Salvación operante. Así podríamos contemplar esta escena evangélica desde la perspectiva misionera y no dudar en titularlo justamenteLa Misión de María”. San Lucas, colaborador en la tarea evangelizadora del Apóstol San Pablo, es sensible a reflejar en su evangelio la experiencia y reflexión misionera de las primeras comunidades cristianas.

La tarea misionera  podría describirse así:

a) “pasiva e implícita” = Servicio a Isabel (1,39-45.56)

b) “activa y explícita” = Magnificat; (1,46-55).

Toda la sección tiende a afirmar que en la misión de la Iglesia y de todo cristiano lo primero es el servicio, el anuncio explícito es segundo y fundado en aquel.

Así la mujer de fe movida por la caridad no se queda detenida  en el misterio de su propio Hijo, sino que atenta al detalle del anuncio del Ángel se pone en camino. El signo de Dios, -tu parienta Isabel ha concebido en su vejez, y la que se consideraba estéril está ya de seis meses…-, la ha decidido a posponerse a sí misma por el amor: la servidora del Señor es también la servidora de la humanidad.

La escena es conmovedora: la Virgen servicial es mucho más que ella misma, es portadora de Dios; la visitada Isabel y el hijo de su vientre -Juan, el Bautista y precursor- son los primeros en descubrir este misterio que sobrepasa cualquier auxilio esperado: ¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor me visite?; el Espíritu Santo actúa en todos los personajes para que comprendan la hondura verdadera del acontecimiento vivido e infunde en ellos el gozo y la alegría desbordantes que provoca la Salvación que da Dios.

El bellísimo cántico del Magnificat es el momento del anuncio explícito apoyado en la experiencia precedente. La Virgen Madre, parada desde el punto más alto del Misterio de la Encarnación, mira con ojos de fe agradecida toda la historia porque el Señor ha cumplido sus promesas y porque el Grande ha mirado la pequeñez-humildad de su servidora y la ha elegido para hacer por medio de ella grandes cosas.

En esta escena el Camino de María nos muestra que una opción de fe fundamental transforma la propia vida y es operante en el entorno del mundo. Al aceptar el llamado de Dios y su proyecto la Virgen Madre por la fe, traducida en una actitud de vida servicial, puede ser descubierta como la portadora de Dios. Y San Lucas no puede dejar de tender un puente con su experiencia personal: la otra Madre, la Iglesia misionera  en el servicio, también es portadora de Dios. Y en aquel María se quedó con ella tres meses y después se volvió a su casa (hasta el parto) que cierra el texto, la Iglesia descubre su misión-servicio de ayudar a dar a luz por la fe a Jesús.


3 Natividad: (Lc 2,1-20) 


La Virgen sigue en Camino para que se cumplan las promesas mesiánicas en Belén. Ella está en las manos de Dios que conduce la historia. Pero toda la escena del nacimiento está construida hacia un centro de atracción al que todo confluye: el Niño recién nacido y acostado en un pesebre. Cielo y tierra (el coro de los ángeles, los pastores y las animales del campo), con la primacía del primer elemento, se unen en un cántico de alabanza: Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres amados por Él. La eternidad y el tiempo en misteriosa alianza y un abanico de creaturas celestiales y terrestres rodeando la Gloria de Dios en ese Niño. Aquella Gloria que antaño reposaba en la montaña santa en el desierto, sobre la Tienda del Encuentro o sobre el Templo, que se ha encarnado y hecho Niño recién parido. Y la Virgen Madre también entorno, concentrada en el Salvador esperado –su Hijo por gracia-, y a la vez atenta a todo ese entorno misterioso. Ella ha cantado un pequeño cántico al Dios que la ha elegido y ahora le parece escuchar que todo el universo entona el cántico al Hijo encarnado que ha elegido a la humanidad entera. Contempla y calla sobre el misterio de que su “si” pequeño halla posibilitado tanta grandeza. La fe ha crecido y madurado en ella al tomar verdadera magnitud del misterio del Camino: y conserva y medita todo en su corazón.

Para Lucas la irrupción del Camino, por el nacimiento del Salvador, que es Cristo Señor (2,10-12), tiene una continuación mistérica en la vida eclesial. Así lo insinúan los sumarios de Hch 2,42-44; 4,32-35: allí se describe la novedad de la vida de la Iglesia naciente. Por debajo está aquella enseñanza del Maestro: cuando hay dos o más reunidos en su Nombre, Él está en medio de ellos. La Encarnación-Nacimiento de María está en paralelo con el Camino que llega a su término en la concreción de su Presencia en la vida comunitaria. El Espíritu Santo gesta una nueva forma de encarnación, la del Jesús celeste (Lc 1,35; Hch 2,1-4). El poder del Altísimo que ha cubierto a la Virgen Madre también ha cubierto a la Madre Iglesia en Pentecostés. La Iglesia que conoce Lucas es la resultante de la expansión misionera: en cada lugar donde se predica el Evangelio se produce como un nuevo Pentecostés. El Espíritu encarna al Jesús glorioso en medio de ellos y conduce la vida comunitaria.

Esta escena del Camino de María nos hace percibir la maduración de la fe hacia la contemplación del Misterio del Dios Salvador. También la Iglesia portadora de Dios lo recuesta recién nacido sobre el suelo del mundo y en silencio guarda en su corazón el impresionante cántico que escucha en derredor por la gracia de la fe.

 

Contemplemos ahora más brevemente el resto del itinerario:


4 Presentación en el templo: (Lc 2,21-35) 


El Camino a la Virgen se le torna misteriosamente paradójico: se han juntado en una misma profecía la alegría de un anciano cercano a la muerte porque ha visto a la luz de todas las naciones y como una figura anticipada de su futura amargura en la espada que atravesara su corazón. La fe de la Madre es desafiada: ¿cómo juntar Gloria y sufrimiento? ¿Será también para ella su Hijo piedra de escándalo y contradicción? Pero María guardaba todo  en el corazón: era capaz de guardar el anuncio del dolor y de la gloria (29-35).

Esta escena del Camino de María nos revela que la fe debe estar dispuesta a atravesar las misteriosas circunstancias y parajes que depara el seguimiento de Jesús.

 

5 Perdido en el templo: (Lc 2,41-52) 


Ya aparece más evidente el dolor de descubrir que el Camino de Dios es distinto de las interpretaciones que hacemos del proyecto de Dios que hemos acogido. El Hijo tiene que estar en los asuntos de su Padre. ¿Pero qué significa esto? ¿Cuáles son los asuntos del Padre? La experiencia de María es propia de todo discípulo: “ser llevado”, ”dejarse llevar” por el Camino. Y como me gusta decir: los caminos de Dios no son primeramente para ser comprendidos sino para ser caminados; seguramente será hacia el fin del Camino cuando volvamos la mirada atrás que entenderemos mejor la Sabiduría de Dios que nos sobrepasa y agradeceremos habernos dejado conducir.

Esta escena del Camino de María nos trae la temática central de la voluntad de Dios como fuerza y guía de la vida de Jesús. Y María vuelve a guardar en el corazón. La fe madurada en el Nacimiento hacia la contemplación ahora debe seguir creciendo hacia la decisión de Getsemaní y la acción salvífica de la Cruz. Y la Virgen Madre casi desaparece enteramente de escena en el evangelio. Quiero contemplarla caminado humildemente detrás de su Hijo, alumbrada por esa Luz oscura que es la fe.

 

6 Cruz: (Lc 23,26-56) 


El Camino fracasa, es destruido en apariencia. Es la hora de la soledad más absoluta. María es atravesada por el dolor del que lo pierde todo según la profecía de la espada que se le había dirigido. ¿Desaparecen las esperanzas misteriosas guardadas en el corazón?. María cree: no está lo que interpretó se le prometía pero sigue estando Aquel que lo prometió. Estar ahí, permanecer como actitud, sigue definiendo la fe de la Virgen Madre. Ella está en la escucha atenta por el amor: ella está para que se le revele el Misterio de Dios, para acoger ese Misterio y ayudar al mundo a creerlo y vivir de él.

Recibir exánime en sus brazos junto al suelo al Viviente que había depositado en el pesebre. Siempre me ha impresionado que no exista ningún relato de aparición del Resucitado a su Madre. Es como si se dijese: su fe no lo no lo necesita porque permaneció fiel en la Cruz a Aquel que promete. Y entonces la Madre creyente reúne a la Iglesia para que espere como ella la fuerza que viene de lo alto (Hch. 1,14) La reúne hacia Pentecostés para que la Madre Iglesia de algún modo continúe lo que ella es como tipo y modelo. La sigue reuniendo para que la Iglesia emprenda el Camino de la fe y de a luz a Jesucristo en el mundo.

 

EVANGELIO DE FUEGO 25 de Septiembre de 2024


 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 18




LA PREDICACIÓN ES NECESARIA PARA LA SALVACIÓN

 

“Cerca de ti está la palabra: en tu boca y en tu corazón, es decir, la palabra de la fe que nosotros proclamamos.”  Rom 10,8

 

Apóstol Pablo, seguramente te haces eco de aquel maravilloso pasaje del Deuteronomio: “Porque estos mandamientos que yo te prescribo hoy no son superiores a tus fuerzas, ni están fuera de tu alcance. No están en el cielo, para que hayas de decir: «¿Quién subirá por nosotros al cielo a buscarlos para que los oigamos y los pongamos en práctica?» Ni están al otro lado del mar, para que hayas de decir: «¿Quién irá por nosotros al otro lado del mar a buscarlos para que los oigamos y los pongamos en práctica?» Sino que la palabra está bien cerca de ti, está en tu boca y en tu corazón para que la pongas en práctica.” (Dt 30,11-14)

Y ciertamente la Palabra de Dios, Verbo Eterno del Padre Eterno, siempre está cerca de todo hombre. Pues por ella fue hecho cuanto existe, es su fundamento y todo en ella recibe consistencia. Es Sabiduría que ha acampado entre nosotros. Ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Pidiendo disculpas, claro, por esta “intromisión joánica”, querido San Pablo nos remites a esa Palabra de Dios, Jesucristo Señor, que ha sido proclamada por la Iglesia misionera, Palabra de la fe anunciada en la predicación apostólica y principio de salvación para los creyentes.

 

“Porque, si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo. Pues con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para conseguir la salvación. Porque dice la Escritura: Todo el que crea en él no será confundido. Que no hay distinción entre judío y griego, pues uno mismo es el Señor de todos, rico para todos los que le invocan. Pues todo el que invoque el nombre del Señor se salvará.” Rom 10,9-13

 

En este pasaje –sin entrar en las discusiones y matices teológicos entre católicos y reformados, ya definidos dogmáticamente-, se expresa una dinámica doble: creer y confesar. La salvación se ofrece en Jesucristo en quien se debe creer, invocando pues la gracia de su Pascua redentora, pero a quien también se debe proclamar. Pues la fe que recibe salvación es una fe informada por el amor. No se trata solo de una cuestión interna de la persona sino de una vida configurada en Cristo. No se trata restrictivamente de un beneficio individual sino de la participación en la Iglesia, en la comunión que Dios ofrece universalmente a los hombres con Él.

 

 Catecismo 1816 “El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla: "Todos vivan preparados para confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia". El servicio y el testimonio de la fe son requeridos para la salvación: "Todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos" (Mt 10,32 - 33).”

 

Pues en definitiva quien se ha encontrado con Cristo quiere que todos le encuentren también, que todos se sacien en este manantial de Vida Eterna y a nadie le falte la alegre contemplación y posesión del más grande Tesoro. ¿Pues qué clase de fe sería una fe que no se anuncia y comparte? Una fe muerta a la cual le falta el amor. Pues verdaderamente no hay mayor Caridad que proclamar nuestra fe en Cristo y anunciarlo como único Salvador y procurar que todos se unan a Él.

 

“Pero ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados? Como dice la Escritura: ¡Cuán hermosos los pies de los que anuncian el bien!”  Rom 10,14-15

 

Evidentemente el ministerio de la predicación es necesario para la salvación. ¿Cómo puede alguien llegar a la fe en el Señor Jesús y por Él a la fe en  el Dios Uno y Trino, si nadie lo señala, lo propone, lo muestra y educa en la doctrina revelada procurando introducir a su interlocutor en tan luminosa comunión de Vida y Amor que se nos dona? De hecho sería una gran falta de amor y un pecado contra la fe dejar intencionalmente sin evangelizar a cuanto humano se nos cruce en nuestro camino. Es fácil “vender y publicitar” a un Dios que quiere la salvación de todos pero. lo verdaderamente urgente y crucial. es ayudar a tender los puentes que faciliten a todos encontrarse con el Señor.

“Y ¿cómo predicarán si no son enviados?” Pues siguiendo el mandato del Señor a los Apóstoles cuando la Ascensión, nunca ha dejado la Iglesia de enviar misioneros y predicadores al mundo entero, ya que nunca ha dejado el Espíritu Santo de suscitarlos. ¿Nunca ha dejado la Iglesia de enviarnos a la predicación del Evangelio? Bueno, quizás nuestros días nos amarguen un tanto y quedemos perplejos.

Porque lamentablemente a veces hemos escuchado a alguna eminencia ilustrísima advertir preventivamente  y comunicar con algarabía que nos reuníamos “sin ánimo de convertir a nadie”. Como si predicar la fe fuese una violencia o un acto temerario e invasivo. ¿Y para qué nos convocaron: solo para encontrarnos entre nosotros? A veces me parece que crece vertiginosamente una pseudo-iglesia paralela y sustituta, de diseño mundano y globalista; una fraternidad sin Jesucristo en medio, como fundamento y a la vez fin trascendente. La verticalidad de lo Divino es censurada. Una horizontalidad diluida y sincretista parece ser requerida por la agenda –currículum no tan oculto- para que la fe no quite a nadie de su zona de confort.

En esta nueva eclesialidad tan disruptiva con la Tradición, la misión y predicación del Evangelio se van abandonando, diría casi que desaconsejando. ¿La misión es proselitismo? ¿La predicación de la única fe verdadera que nos da acceso a la salvación es un discurso de odio?  Claramente sí para la mentalidad del mundo que quiere erigirse hacia el futuro próximo. ¿Y para muchos cristianos, incluso pastores encumbrados, también? ¿Habremos perdido la fe? ¿Ustedes no se dieron cuenta lo mucho que hablamos de nosotros mismos y de la necesidad de adecuarnos al mundo y al espíritu de nuestra época y lo ausente que se encuentra Jesucristo en la vida eclesial actual? ¿La nueva evangelización ha dado paso a la resignada o fervorosa mundanización?

 

“Pero no todos obedecieron a la Buena Nueva. Porque Isaías dice: ¡Señor!, ¿quién ha creído a nuestra predicación? Por tanto, la fe viene de la predicación, y la predicación, por la Palabra de Cristo. Y pregunto yo: ¿Es que no han oído? ¡Cierto que sí! Por toda la tierra se ha difundido su voz y hasta los confines de la tierra sus palabras.” Rom   10,16-18

 

Queridísimo San Pablo, en los tiempos apostólicos tú mismo y tus hermanos, han caminado los senderos del mundo entero proclamando la fe en Jesucristo. Y verdaderamente podía tu generación excusarse de responsabilidad: si no han creído es porque no quisieron y no porque no se les haya predicado el Evangelio. ¿Qué dirías tú, el prisionero de Cristo encadenado al Espíritu, de nuestra generación cristiana al comienzo del tercer milenio? Porque hoy sí, multitudes podrían excusarse: no hemos creído por que la Iglesia peregrina no nos ha predicado y no nos ha llamado a la conversión. ¿Acaso conocerán el Amor de Jesucristo una porción importante de católicos que ya no anuncia su fe en Él o que lo hace solo tímidamente y disculpándose por su atrevimiento? ¿Se han convencido de que son culpables de disturbar injustamente el status quo de una resurgida polis neo-paganizante? ¿Cómo creerán y se salvarán si nadie les predica? Yo me resisto a dejar que se apague la Palabra de Cristo en mi predicación. Resístete tú también. No nos faltará el Espíritu de Dios.


DIALOGO VIVO CON SAN PABLO 17

 





 LOS HIJOS DE LA PROMESA (II)

 

Continuemos querido San Pablo, Apóstol de Dios, contemplando cómo somos hijos de Dios según su promesa.

 

“Como dice también en Oseas: Llamaré pueblo mío al que no es mi pueblo: y amada mía a la que no es mi amada. Y en el lugar mismo en que se les dijo: No son mi pueblo, serán llamados: Hijos de Dios vivo.  Isaías también clama en favor de Israel: Aunque los hijos de Israel fueran numerosos como las arenas del mar, sólo el resto será salvo. Porque pronta y perfectamente cumplirá el Señor su palabra sobre la tierra. Y como predijo Isaías: Si el Señor de los ejércitos no nos dejara una descendencia, como Sodoma hubiéramos venido a ser, y semejantes a Gomorra.” Rom 9,25-29

 

Las promesas de Dios dirigidas al pueblo de elección son promesas abiertas a la universalidad. Justamente son los profetas quienes interpretarán el llamado, no como una “exclusividad excluyente”, sino como una “consagración testimonial y misionera” para que todas las naciones confluyan en el pueblo de la Alianza.

Por lo pronto en esta etapa de la historia, tras la Encarnación en la plenitud de los tiempos, se desarrolla un drama sorprendente: los gentiles son llamados y respondiendo se incorporan a las promesas, mientras los israelitas rechazan al Mesías enviado. El Apóstol se alegra por la sorpresa de una salvación que toca los confines de lo humano, a la par que se conduele por la suerte de sus hermanos de raza. Sin embargo a Israel se le había anunciado el misterio de la purificación y del Resto fiel. Sin este germen santo que persevera en la Alianza hubieran terminado en la devastación a causa del pecado.

Sin duda lo que resalta en el fondo de la cuestión es la generosidad de Dios que ama a los no amados y que permanece fiel a los que ama aunque no sea amado por ellos.

 

“¿Qué diremos, pues? Que los gentiles, que no buscaban la justicia, han hallado la justicia - la justicia de la fe - mientras Israel, buscando una ley de justicia, no llegó a cumplir la ley. ¿Por qué? Porque la buscaba no en la fe sino en las obras. Tropezaron contra la piedra de tropiezo, como dice la Escritura: He aquí que pongo en Sión piedra de tropiezo y roca de escándalo; mas el que crea en él, no será confundido.” Rom 9,30-33

 

¿Por qué?, se sigue interrogando el Apóstol, acerca de la situación inquietante de su pueblo. Tropezaron porque no buscaban en la fe sino en sus obras. En típica argumentación suya nos presenta el mundo de la gentilidad bajo el signo de la gratuidad de Dios: ellos no buscaban pero Dios quiso hacerles gracia y esta gracia encontró una fe agradecida por tal beneficio y alcanzaron justificación. En tanto Israel concentrado en el cumplimiento de la ley para alcanzar justicia no llegó a su objetivo. Casi como que la sugerencia implícita es la siguiente: quienes ponen su confianza en Dios alcanzan justicia pero no quienes la ponen es sí mismos. Diríamos anacrónicamente que pelagianismo siempre ha existido. Es decir, no se desconoce la gracia pero se tiene una excesiva confianza en la acción del hombre por sí mismo. El voluntarismo suele ser una clara expresión de este desequilibrio. Y este camino se termina revelando insuficiente: nunca sin el auxilio de la Gracia se puede. Claro que esta confianza en la primacía de la Gracia no puede derivar en una “pura y sola fe” protestante donde ya no hacen falta las obras o donde se crea que el hombre ya no puede hacer obras buenas por sí. La historia del cristianismo ha sido atravesada por esta tensión: quienes para afirmar la importancia de la responsabilidad humana han terminado restringiendo la primacía de la acción divina o quienes por afirmar la gratuidad de la gracia han disminuido la responsabilidad del hombre en su respuesta al Amor ofrecido. No deja de ser esto una consecuencia de la concepción cristológica, pues los hay absorcionistas de lo humano en lo divino como adopcionistas de lo humano por lo divino. Se trata de un desequilibrio en la profesión de fe acerca de una correcta y católica sinergia entre Dios el hombre, quienes actuando siempre conjuntamente testimonian la primacía divina de la Gracia como la plena cooperación de lo humano.

La problemática se encuentra más que presente en la actualidad eclesial. ¿Acaso no hemos diagnosticado ya hasta el hartazgo un excesivo activismo en detrimento de la contemplación del Misterio? ¿O no hemos percibido un marcado pastoralismo funcionalista, pragmático y de estudio de mercado que debilita la vida sacramental y de oración como la confianza en la acción sorprendente e inesperada de la Gracia? Por este camino seguro también tropezaremos.

 

“Hermanos, el anhelo de mi corazón y mi oración a Dios en favor de ellos es que se salven. Testifico en su favor que tienen celo de Dios, pero no conforme a un pleno conocimiento. Pues desconociendo la justicia de Dios y empeñándose en establecer la suya propia, no se sometieron a la justicia de Dios. Porque el fin de la ley es Cristo, para justificación de todo creyente.” Rom 10,1-4

 

Permaneciendo en la Caridad de Dios, el Apóstol, sigue esperando la salvación de su pueblo, convencido que su actual situación es consecuencia de un proceso inconcluso de maduración en la fe. Para que la promesa engendre hijos de Dios se requiere que los hijos esperen en las promesas y esas promesas de salvación han encontrado su cumplimiento en Cristo. Sin la acción redentora del Señor Jesús, por su Encarnación y Pascua, el hombre no puede ser tocado para la justificación ni podrá alcanzarla por sí mismo. Sin fe en Jesucristo y adhesión a su Persona lo humano queda irredento o en el mejor de los casos, en un estado de santificación insuficiente.

¿Acaso la Iglesia no debe también siempre, en todo lugar y tiempo, anhelar el encuentro de la humanidad con Cristo para su salvación? Me lo pregunto en esta época en la cual, desde hace décadas, va creciendo la idea de que es posible que todas las religiones por sí mismas alcancen a Dios, una suerte de igualitarismo interreligioso en aras de una fraternidad universal pelagianista y una futura religión global de corte sincretista, donde es posible el libre diseño según la elección y mixturas que más le plazcan al consumidor. ¿Un tal intento no culminará en un estrepitoso tropiezo también?


DIALOGOGO VIVO CON SAN PABLO 16

 



LOS HIJOS DE LA PROMESA (I)

 

“Digo la verdad en Cristo, no miento, - mi conciencia me lo atestigua en el Espíritu Santo -, siento una gran tristeza y un dolor incesante en el corazón. Pues desearía ser yo mismo anatema, separado de Cristo, por mis hermanos, los de mi raza según la carne,  - los israelitas -, de los cuales es la adopción filial, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas, y los patriarcas; de los cuales también procede Cristo según la carne, el cual está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos. Amén.” Rom 9,1-5

 

Estimado Pablo, la caridad te urge y desearías entregarte a ti mismo en beneficio de tus hermanos israelitas, padecer tú en lugar de ellos incluso la separación de Cristo a quien tanto amas. Misterio doloroso sin duda, que el Pueblo de elección, tras su larga peregrinación y preparación en la historia, no haya podido aceptar en el Señor Jesús a Aquel Mesías anunciado, a quien con vigilante celo aguardaba.

La cerrazón de Israel –nadie perciba aquí antisemitismo alguno-, junto al Apóstol debe ser para la Iglesia motivo de caritativa preocupación. ¿Cómo no desear que aquel pueblo, primer depositario de la Revelación divina, alcance la plenitud de la Verdad en Cristo? Por lo pronto San Pablo, abriéndonos su corazón sufriente, ensaya la comprensión de esta situación difícil.

 

“No es que haya fallado la palabra de Dios. Pues no todos los descendientes de Israel son Israel. Ni por ser descendientes de Abraham, son todos hijos. Sino que «por Isaac llevará tu nombre una descendencia»; es decir: no son hijos de Dios los hijos según la carne, sino que los hijos de la promesa se cuentan como descendencia.”  Rom 9,6-8

 

Evidentemente el punto de partida es afirmar que Dios no puede ser responsable del rechazo de su Gracia por el pueblo. Su Palabra viva y eficaz, poderosa y fecunda, no ha fallado. Es el corazón humano quien se ha endurecido hasta volverse casi impenetrable. Digo “casi” porque el Amor de Dios no puede ser vencido y ponemos nuestra confianza en su misericordioso rescate de nosotros.

Pero, “no todos los descendientes de Israel son Israel”. ¡Cómo no saberlo! También nosotros comprendemos que no todos los bautizados llevan vida cristiana. En este sentido es Saulo de Tarso, criado en la más firme tradición de los padres, quien llegando a ser Pablo de Cristo y Apóstol de los gentiles, expresa la plenitud vocacional a la que es llamado todo israelita.

“No son hijos de Dios los hijos según la carne, sino que los hijos de la promesa se cuentan como descendencia.”  Una vez más nos encontramos con este paradigma de comprensión tan propiamente paulino: la carne y el Espíritu, la letra de la Ley que mata y el Espíritu que da Vida. ¿Qué es ser hijo según la promesa pues? Ciertamente aquí se anuncia que la verdadera filiación pasa por vivir en sintonía con el espíritu de la promesa, es decir, con el plan de Salvación de Dios.

 

“Porque éstas son las palabras de la promesa: «Por este tiempo volveré; y Sara tendrá un hijo.»  Y más aún; también Rebeca concibió de un solo hombre, nuestro padre Isaac; ahora bien, antes de haber nacido, y cuando no habían hecho ni bien ni mal - para que se mantuviese la libertad de la elección divina, que depende no de las obras sino del que llama - le fue dicho a Rebeca: El mayor servirá al menor, como dice la Escritura: Amé a Jacob y odié a Esaú.” Rom 9,9-12

 

Ponderando la primacía de la elección divina, que es anterior a nuestras obras, San Pablo coloca la filiación bajo la entera voluntad del Padre que llama.

 

“¿Qué diremos, pues? ¿Que hay injusticia en Dios? ¡De ningún modo!, dice él a Moisés: Seré misericordioso con quien lo sea: me apiadaré de quien me apiade. Por tanto, no se trata de querer o de correr, sino de que Dios tenga misericordia. Pues dice la Escritura a Faraón: Te he suscitado precisamente para mostrar en ti mi poder, y para que mi nombre sea conocido en toda la tierra.  Así pues, usa de misericordia con quien quiere, y endurece a quien quiere.” Rom 9,14-18

 

La clara intención del Apóstol es confesar la prioridad del llamado misericordioso de Dios, tanto como que toda la historia se encuentra entre sus manos y bajo su plan providente. Obviamente surge el interrogante si tal afirmación es entendida mecánicamente pues, ¿dónde quedaría la libertad humana?, y por tanto ¿qué responsabilidad se nos podría exigir? Así mismo lo prevé Pablo.

 

“Pero me dirás: Entonces ¿de qué se enoja? Pues ¿quién puede resistir a su voluntad? ¡Oh hombre! Pero ¿quién eres tú para pedir cuentas a Dios? ¿Acaso la pieza de barro dirá a quien la modeló: "por qué me hiciste así"? O ¿es que el alfarero no es dueño de hacer de una misma masa unas vasijas para usos nobles y otras para usos despreciables?” Rom 9,19-21

 

Sin duda el Apóstol, que se anticipa a la debilidad de su argumento teológico, intenta dar una solución que sin embargo tampoco termina de romper con la objeción. Pues si nos hizo así, ¿qué culpa tenemos, verdad? Pero sinceramente creo que hay que rescatar el trasfondo implícito en la afirmación: Dios es Misterio y el Misterio de Dios y de su voluntad van más allá de cualquier comprensión humana. La fe bíblica muchas veces atestigua esta humilde y libre sumisión al Señor de la Sabiduría y la Gloria. Justamente la filiación debe apoyarse en esta confianza en el Padre que a veces parece superar con sus designios insondables nuestra capacidad racional. No se trata de caer en el fideísmo. Solo de aceptar que nos hallamos en la frontera del Misterio, justamente allí donde su riqueza desborda nuestra capacidad y su excedencia nos invita a ponernos de rodillas o postrarnos. Que la razonabilidad de Dios supere a la nuestra no la vuelve irracional.

Entiendo que San Pablo experimenta al mismo tiempo la tragedia misteriosa de su pueblo como la santidad de Dios y se invita a sí mismo y a todos nosotros a una actitud humilde de fe, tan conforme al vínculo de la filiación.

 

“Pues bien, si Dios, queriendo manifestar su cólera y dar a conocer su poder, soportó con gran paciencia objetos de cólera preparados para la perdición, a fin de dar a conocer la riqueza de su gloria con los objetos de misericordia que de antemano había preparado para gloria: con nosotros, que hemos sido llamados no sólo de entre los judíos sino también de entre los gentiles...” Rom 9,22-24

 

Claro que esta doctrina paulina sobre la predestinación es compleja de interpretar. De hecho en la historia del cristianismo ha sido propuesta numerosas veces de modo erróneo y herético. Como ya hemos comentado en otro artículo, debemos considerar que la omnisciencia de Dios –que eternamente penetra todos los tiempos y conoce absolutamente todo el universo creado de principio a fin- no quita nada de movimiento a la libertad humana y no exonera de responsabilidad personal a cada hombre que viene a este mundo. Que el Señor anticipe nuestra autodeterminación no significa que no nos siga llamando a la Gloria ni asistiendo con su oferta de Salvación. Uno podría preguntarse con tantos otros: ¿por qué Jesús eligió a Judas sabiendo que lo iba a traicionar? No lo indujo ni le obligó a traicionarlo, solo conoció que lo haría. Y lo eligió porque lo amaba. Justamente allí se manifiesta la exquisita fidelidad del amor divino y su inviolable respeto por nosotros.

 

PROVERBIOS DE ERMITAÑO 163


 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 15

 



¿QUIÉN O QUÉ PODRÁ SEPARARNOS DEL AMOR DE DIOS?

 

Sin duda, estimadísimo Pablo, santo Apóstol de nuestro Señor Jesús, contemplaremos ahora uno de tus textos más hermosos e inspiradores, donde el Espíritu Santo te ha hecho confesar apasionadamente que nada ni nadie podrán separarnos del Amor de Dios que se ha manifestado plenamente en Cristo.

 

“Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio. Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los glorificó.”  Rom 8,28-30

 

El Dios que es Amor ama a todos pero no todos le aman. Comenzaría yo por aquí, pues no estamos considerando ahora el derrotero de quienes rechazan la oferta de Gracia sino de aquellos que la aceptan, llevando adelante una “vida nueva en Cristo”.

Para aquellos que le aman, Dios interviene en todo a favor de su Salvación. No significa que no intervenga a favor de todos, sino que perciben y reciben fecundamente su intervención quienes siendo amados le aman. ¡Nadie se escandalice pues! Los que no le aman igual han sido amados por Dios pero permaneciendo en la indiferencia y en una relación distante no pueden captar tantos cuidados amorosos Suyos. Los que se han dejado amar y responden amándole en cambio siempre terminan descubriendo la solicitud divina por ellos.

Y anunciándonos la omnisciencia, que solo Dios detenta, nos planteas un camino vocacional: reproducir la imagen del Hijo e ingresar junto con Él en la Gloria. De nuevo, aunque este llamado es universal, el Padre conoce de antemano en su Eternidad a quienes rechazan o aceptan esta predestinación a ser salvos en Cristo. Ya sé que muchos quisieran que Dios ejerciera un amor despótico y que nos salve por la fuerza y contra nosotros, pero esa exigencia es pueril e inmadura. ¿Cómo llamar amor a la falta de respeto por nuestra libertad? Mejor entonces nos hubiera creado sin libertad. ¿Y cómo podríamos llamar amor a una relación que no puede ser de otra manera porque está atada a una necesidad inflexible? El amor tiene siempre este riesgo, no siempre se hace efectiva la reciprocidad. Que Dios nos ame sin reservas no significa que nos aprovechemos todos de tan inmejorable oferta.

¿Quién o qué podrá separarnos del Amor de Dios? La respuesta es: nosotros. Libremente cada quien puede optar por no dejarse amar por Dios, llevando una vida que conduce a la muerte por no permanecer en el ámbito de Gracia de ese Amor. Pero a quienes aceptan la oferta salvífica que no es otra que la comunión con Dios manifestada en Jesucristo y visibilizada refulgente en su Pascua, el camino está trazado y el Señor interviene para llevarlo a buen término: elección, justificación y glorificación. Y este camino no es otro sino reproducir en nosotros la imagen de su Hijo.

 

“Ante esto ¿qué diremos? Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros? El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas?  ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió; más aún el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, y que intercede por nosotros?” Rom 8,31-34

 

Los que nos hemos dejado amar por Dios y permanecemos unidos a Él, sabemos por la fe que Dios está de nuestro lado. ¿Y con Dios a favor nuestro a quién temeremos que se ponga en contra nuestro? Si el Padre nos ha perdonado y reconciliado en la Pascua de su Hijo, toda deuda está paga y la nota de crédito abierta. ¿Acaso el Padre que ha enviado a Cristo a pagar el precio de nuestra salvación mañana se arrepentirá? ¿Y el mismo Señor Jesús se desdecirá de su gesta redentora algún día en el futuro? El Dios eterno actúa eternamente: es eterno su Amor.

Pero nosotros, que aún caminamos en el tiempo, no debemos soltarnos de la mano de este Amor a favor nuestro pues nos pondríamos en peligro. Si no perseveramos fielmente en el Amor de Dios debilitamos los lazos del rescate y nos alejamos de su intervención bondadosa por nosotros. Es comprensible entonces por qué la apostasía constituye el más grave de los pecados para un bautizado: se trata ni más ni menos del rechazo de la salvación. Y estos tiempos que corren parecen ser jornadas de una creciente y silenciosa apostasía masiva.

¿Acaso pueden ser tantos los que no han llegado a descubrir el Amor de Dios revelado en Jesucristo? ¿Tendrá alguna responsabilidad la Iglesia peregrina en su concreta configuración pastoral histórica? ¿Cómo es posible que multitud de bautizados no maduren su vida de fe y no se apropien de la Gracia recibida mediante una sólida y estable relación amorosa con Cristo? Esta realidad se alza hoy como un grito desgarrador y una tragedia eclesial que sin embargo pocos parecen ver. ¿Tan anestesiados nos hallamos? ¿Tanto han penetrado las herejías y la confusión doctrinal? ¿Tanto hemos perdido el sentido sobrenatural? ¿Tanto se ha enfriado en nosotros la verdadera caridad?

 

“¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?, como dice la Escritura: Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas destinadas al matadero. Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó. Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro.” Rom 8,35-39

 

Al mismo tiempo que confieso que nada ni nadie puede separarnos del Amor de Cristo, debo advertir la profunda debilidad de nuestro vínculo con Él. Ya hemos insertado el drama de tantos que no alcanzan a descubrir la envergadura de este Amor y le desaprovechan, señalando que probablemente la comunidad eclesial no se halle exenta de grave responsabilidad en tal asunto.  Pero también es preocupante que los cristianos que habitualmente siguen participando de la vida eclesial se encuentren sometidos constantemente a los vaivenes de una fe personal inestable y frágil. Al revés de lo esperable, casi parece que cualquier evento de menor importancia podría rápidamente ponerlos en crisis de fe. ¿Dónde esa fe victoriosa y serena que sabe en esperanza que nada podrá separarnos del Amor de Cristo?

Como suelo afirmar, el gran problema de fondo en la moderna configuración de la Iglesia peregrina, es un déficit y vaciamiento de verdadera espiritualidad. Porque la espiritualidad cristiana auténtica debe ayudarnos a plasmar una concreta configuración con Cristo. San Pablo nos lo expresaba crudamente, dando testimonio personal y en nombre de aquella generación de hermanos de la Iglesia naciente: “Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas destinadas al matadero. Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó.”

Es muy fácil separar a los cristianos del Amor de Cristo cuando el cuerpo eclesial deriva en un activismo desenfrenado –de estridente parentesco secular- y en un extenso desprecio por la contemplación humilde y silenciosa del Misterio. Es muy fácil la separación de Cristo cuando las pseudo-espiritualidades que se ofrecen son meras búsquedas de goces narcisistas e intencionalmente se excluye de ellas el sacrificio de la Cruz. Es muy fácil pues separar a los discípulos del Amor de Cristo cuando se predican falsas inclusiones absolutas donde el despreciado y cancelado, el Gran Excluido, termina siendo el Señor Crucificado y Santo en aras de una fraudulenta misericordia que convalida el pecado impenitente.

¿Cuánto vale el Amor de Dios entonces para nosotros hoy? El gran tesoro de la ascética y la mística de dos milenios, lastimosamente yace arrumbado en un costado de la casa eclesial, pues fue arrojado por la ventana y sustituido por sospechosas novedades. ¡Hermanos todos, nada ni nadie podrán separarnos del Amor de Dios manifestado en Cristo Jesús! Claro, ningún miedo le tengo a Dios. Y sin embargo temo tanto por nosotros.

 

EVANGELIO DE FUEGO 4 de Octubre de 2024