LOS
HIJOS DE LA PROMESA (II)
Continuemos
querido San Pablo, Apóstol de Dios, contemplando cómo somos hijos de Dios según
su promesa.
“Como
dice también en Oseas: Llamaré pueblo mío al que no es mi pueblo: y amada mía a
la que no es mi amada. Y en el lugar mismo en que se les dijo: No son mi
pueblo, serán llamados: Hijos de Dios vivo.
Isaías también clama en favor de Israel: Aunque los hijos de Israel
fueran numerosos como las arenas del mar, sólo el resto será salvo. Porque
pronta y perfectamente cumplirá el Señor su palabra sobre la tierra. Y como
predijo Isaías: Si el Señor de los ejércitos no nos dejara una descendencia,
como Sodoma hubiéramos venido a ser, y semejantes a Gomorra.” Rom 9,25-29
Las
promesas de Dios dirigidas al pueblo de elección son promesas abiertas a la
universalidad. Justamente son los profetas quienes interpretarán el llamado, no
como una “exclusividad excluyente”, sino como una “consagración testimonial y
misionera” para que todas las naciones confluyan en el pueblo de la Alianza.
Por
lo pronto en esta etapa de la historia, tras la Encarnación en la plenitud de
los tiempos, se desarrolla un drama sorprendente: los gentiles son llamados y
respondiendo se incorporan a las promesas, mientras los israelitas rechazan al
Mesías enviado. El Apóstol se alegra por la sorpresa de una salvación que toca
los confines de lo humano, a la par que se conduele por la suerte de sus
hermanos de raza. Sin embargo a Israel se le había anunciado el misterio de la
purificación y del Resto fiel. Sin este germen santo que persevera en la
Alianza hubieran terminado en la devastación a causa del pecado.
Sin
duda lo que resalta en el fondo de la cuestión es la generosidad de Dios que
ama a los no amados y que permanece fiel a los que ama aunque no sea amado por
ellos.
“¿Qué
diremos, pues? Que los gentiles, que no buscaban la justicia, han hallado la
justicia - la justicia de la fe - mientras Israel, buscando una ley de
justicia, no llegó a cumplir la ley. ¿Por qué? Porque la buscaba no en la fe
sino en las obras. Tropezaron contra la piedra de tropiezo, como dice la
Escritura: He aquí que pongo en Sión piedra de tropiezo y roca de escándalo;
mas el que crea en él, no será confundido.” Rom 9,30-33
¿Por
qué?, se sigue interrogando el Apóstol, acerca de la situación inquietante de
su pueblo. Tropezaron porque no buscaban en la fe sino en sus obras. En típica
argumentación suya nos presenta el mundo de la gentilidad bajo el signo de la
gratuidad de Dios: ellos no buscaban pero Dios quiso hacerles gracia y esta
gracia encontró una fe agradecida por tal beneficio y alcanzaron justificación.
En tanto Israel concentrado en el cumplimiento de la ley para alcanzar justicia
no llegó a su objetivo. Casi como que la sugerencia implícita es la siguiente:
quienes ponen su confianza en Dios alcanzan justicia pero no quienes la ponen
es sí mismos. Diríamos anacrónicamente que pelagianismo siempre ha existido. Es
decir, no se desconoce la gracia pero se tiene una excesiva confianza en la
acción del hombre por sí mismo. El voluntarismo suele ser una clara expresión
de este desequilibrio. Y este camino se termina revelando insuficiente: nunca
sin el auxilio de la Gracia se puede. Claro que esta confianza en la primacía
de la Gracia no puede derivar en una “pura y sola fe” protestante donde ya no
hacen falta las obras o donde se crea que el hombre ya no puede hacer obras
buenas por sí. La historia del cristianismo ha sido atravesada por esta
tensión: quienes para afirmar la importancia de la responsabilidad humana han
terminado restringiendo la primacía de la acción divina o quienes por afirmar
la gratuidad de la gracia han disminuido la responsabilidad del hombre en su
respuesta al Amor ofrecido. No deja de ser esto una consecuencia de la
concepción cristológica, pues los hay absorcionistas de lo humano en lo divino
como adopcionistas de lo humano por lo divino. Se trata de un desequilibrio en
la profesión de fe acerca de una correcta y católica sinergia entre Dios el
hombre, quienes actuando siempre conjuntamente testimonian la primacía divina
de la Gracia como la plena cooperación de lo humano.
La
problemática se encuentra más que presente en la actualidad eclesial. ¿Acaso no
hemos diagnosticado ya hasta el hartazgo un excesivo activismo en detrimento de
la contemplación del Misterio? ¿O no hemos percibido un marcado pastoralismo
funcionalista, pragmático y de estudio de mercado que debilita la vida
sacramental y de oración como la confianza en la acción sorprendente e
inesperada de la Gracia? Por este camino seguro también tropezaremos.
“Hermanos,
el anhelo de mi corazón y mi oración a Dios en favor de ellos es que se salven.
Testifico en su favor que tienen celo de Dios, pero no conforme a un pleno
conocimiento. Pues desconociendo la justicia de Dios y empeñándose en
establecer la suya propia, no se sometieron a la justicia de Dios. Porque el
fin de la ley es Cristo, para justificación de todo creyente.” Rom 10,1-4
Permaneciendo
en la Caridad de Dios, el Apóstol, sigue esperando la salvación de su pueblo,
convencido que su actual situación es consecuencia de un proceso inconcluso de
maduración en la fe. Para que la promesa engendre hijos de Dios se requiere que
los hijos esperen en las promesas y esas promesas de salvación han encontrado
su cumplimiento en Cristo. Sin la acción redentora del Señor Jesús, por su
Encarnación y Pascua, el hombre no puede ser tocado para la justificación ni
podrá alcanzarla por sí mismo. Sin fe en Jesucristo y adhesión a su Persona lo
humano queda irredento o en el mejor de los casos, en un estado de
santificación insuficiente.
¿Acaso
la Iglesia no debe también siempre, en todo lugar y tiempo, anhelar el
encuentro de la humanidad con Cristo para su salvación? Me lo pregunto en esta
época en la cual, desde hace décadas, va creciendo la idea de que es posible
que todas las religiones por sí mismas alcancen a Dios, una suerte de
igualitarismo interreligioso en aras de una fraternidad universal pelagianista
y una futura religión global de corte sincretista, donde es posible el libre
diseño según la elección y mixturas que más le plazcan al consumidor. ¿Un tal
intento no culminará en un estrepitoso tropiezo también?
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