LOS
HIJOS DE LA PROMESA (I)
“Digo
la verdad en Cristo, no miento, - mi conciencia me lo atestigua en el Espíritu
Santo -, siento una gran tristeza y un dolor incesante en el corazón. Pues
desearía ser yo mismo anatema, separado de Cristo, por mis hermanos, los de mi
raza según la carne, - los israelitas -,
de los cuales es la adopción filial, la gloria, las alianzas, la legislación,
el culto, las promesas, y los patriarcas; de los cuales también procede Cristo
según la carne, el cual está por encima de todas las cosas, Dios bendito por
los siglos. Amén.” Rom 9,1-5
Estimado
Pablo, la caridad te urge y desearías entregarte a ti mismo en beneficio de tus
hermanos israelitas, padecer tú en lugar de ellos incluso la separación de
Cristo a quien tanto amas. Misterio doloroso sin duda, que el Pueblo de
elección, tras su larga peregrinación y preparación en la historia, no haya
podido aceptar en el Señor Jesús a Aquel Mesías anunciado, a quien con
vigilante celo aguardaba.
La
cerrazón de Israel –nadie perciba aquí antisemitismo alguno-, junto al Apóstol
debe ser para la Iglesia motivo de caritativa preocupación. ¿Cómo no desear que
aquel pueblo, primer depositario de la Revelación divina, alcance la plenitud
de la Verdad en Cristo? Por lo pronto San Pablo, abriéndonos su corazón
sufriente, ensaya la comprensión de esta situación difícil.
“No
es que haya fallado la palabra de Dios. Pues no todos los descendientes de
Israel son Israel. Ni por ser descendientes de Abraham, son todos hijos. Sino
que «por Isaac llevará tu nombre una descendencia»; es decir: no son hijos de
Dios los hijos según la carne, sino que los hijos de la promesa se cuentan como
descendencia.” Rom 9,6-8
Evidentemente
el punto de partida es afirmar que Dios no puede ser responsable del rechazo de
su Gracia por el pueblo. Su Palabra viva y eficaz, poderosa y fecunda, no ha
fallado. Es el corazón humano quien se ha endurecido hasta volverse casi
impenetrable. Digo “casi” porque el Amor de Dios no puede ser vencido y ponemos
nuestra confianza en su misericordioso rescate de nosotros.
Pero,
“no todos los descendientes de Israel son Israel”. ¡Cómo no saberlo! También
nosotros comprendemos que no todos los bautizados llevan vida cristiana. En
este sentido es Saulo de Tarso, criado en la más firme tradición de los padres,
quien llegando a ser Pablo de Cristo y Apóstol de los gentiles, expresa la
plenitud vocacional a la que es llamado todo israelita.
“No
son hijos de Dios los hijos según la carne, sino que los hijos de la promesa se
cuentan como descendencia.” Una vez
más nos encontramos con este paradigma de comprensión tan propiamente paulino:
la carne y el Espíritu, la letra de la Ley que mata y el Espíritu que da Vida.
¿Qué es ser hijo según la promesa pues? Ciertamente aquí se anuncia que la
verdadera filiación pasa por vivir en sintonía con el espíritu de la promesa,
es decir, con el plan de Salvación de Dios.
“Porque
éstas son las palabras de la promesa: «Por este tiempo volveré; y Sara tendrá
un hijo.» Y más aún; también Rebeca
concibió de un solo hombre, nuestro padre Isaac; ahora bien, antes de haber
nacido, y cuando no habían hecho ni bien ni mal - para que se mantuviese la
libertad de la elección divina, que depende no de las obras sino del que llama
- le fue dicho a Rebeca: El mayor servirá al menor, como dice la Escritura: Amé
a Jacob y odié a Esaú.” Rom 9,9-12
Ponderando
la primacía de la elección divina, que es anterior a nuestras obras, San Pablo
coloca la filiación bajo la entera voluntad del Padre que llama.
“¿Qué
diremos, pues? ¿Que hay injusticia en Dios? ¡De ningún modo!, dice él a Moisés:
Seré misericordioso con quien lo sea: me apiadaré de quien me apiade. Por
tanto, no se trata de querer o de correr, sino de que Dios tenga misericordia. Pues
dice la Escritura a Faraón: Te he suscitado precisamente para mostrar en ti mi
poder, y para que mi nombre sea conocido en toda la tierra. Así pues, usa de misericordia con quien quiere,
y endurece a quien quiere.” Rom 9,14-18
La
clara intención del Apóstol es confesar la prioridad del llamado misericordioso
de Dios, tanto como que toda la historia se encuentra entre sus manos y bajo su
plan providente. Obviamente surge el interrogante si tal afirmación es
entendida mecánicamente pues, ¿dónde quedaría la libertad humana?, y por tanto
¿qué responsabilidad se nos podría exigir? Así mismo lo prevé Pablo.
“Pero
me dirás: Entonces ¿de qué se enoja? Pues ¿quién puede resistir a su voluntad? ¡Oh
hombre! Pero ¿quién eres tú para pedir cuentas a Dios? ¿Acaso la pieza de barro
dirá a quien la modeló: "por qué me hiciste así"? O ¿es que el
alfarero no es dueño de hacer de una misma masa unas vasijas para usos nobles y
otras para usos despreciables?” Rom 9,19-21
Sin
duda el Apóstol, que se anticipa a la debilidad de su argumento teológico,
intenta dar una solución que sin embargo tampoco termina de romper con la
objeción. Pues si nos hizo así, ¿qué culpa tenemos, verdad? Pero sinceramente
creo que hay que rescatar el trasfondo implícito en la afirmación: Dios es
Misterio y el Misterio de Dios y de su voluntad van más allá de cualquier
comprensión humana. La fe bíblica muchas veces atestigua esta humilde y libre
sumisión al Señor de la Sabiduría y la Gloria. Justamente la filiación debe
apoyarse en esta confianza en el Padre que a veces parece superar con sus
designios insondables nuestra capacidad racional. No se trata de caer en el
fideísmo. Solo de aceptar que nos hallamos en la frontera del Misterio,
justamente allí donde su riqueza desborda nuestra capacidad y su excedencia nos
invita a ponernos de rodillas o postrarnos. Que la razonabilidad de Dios supere
a la nuestra no la vuelve irracional.
Entiendo
que San Pablo experimenta al mismo tiempo la tragedia misteriosa de su pueblo
como la santidad de Dios y se invita a sí mismo y a todos nosotros a una
actitud humilde de fe, tan conforme al vínculo de la filiación.
“Pues
bien, si Dios, queriendo manifestar su cólera y dar a conocer su poder, soportó
con gran paciencia objetos de cólera preparados para la perdición, a fin de dar
a conocer la riqueza de su gloria con los objetos de misericordia que de
antemano había preparado para gloria: con nosotros, que hemos sido llamados no
sólo de entre los judíos sino también de entre los gentiles...” Rom 9,22-24
Claro
que esta doctrina paulina sobre la predestinación es compleja de interpretar.
De hecho en la historia del cristianismo ha sido propuesta numerosas veces de
modo erróneo y herético. Como ya hemos comentado en otro artículo, debemos
considerar que la omnisciencia de Dios –que eternamente penetra todos los
tiempos y conoce absolutamente todo el universo creado de principio a fin- no
quita nada de movimiento a la libertad humana y no exonera de responsabilidad
personal a cada hombre que viene a este mundo. Que el Señor anticipe nuestra
autodeterminación no significa que no nos siga llamando a la Gloria ni
asistiendo con su oferta de Salvación. Uno podría preguntarse con tantos otros:
¿por qué Jesús eligió a Judas sabiendo que lo iba a traicionar? No lo indujo ni
le obligó a traicionarlo, solo conoció que lo haría. Y lo eligió porque lo
amaba. Justamente allí se manifiesta la exquisita fidelidad del amor divino y
su inviolable respeto por nosotros.
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