¿QUIÉN
O QUÉ PODRÁ SEPARARNOS DEL AMOR DE DIOS?
Sin
duda, estimadísimo Pablo, santo Apóstol de nuestro Señor Jesús, contemplaremos
ahora uno de tus textos más hermosos e inspiradores, donde el Espíritu Santo te
ha hecho confesar apasionadamente que nada ni nadie podrán separarnos del Amor
de Dios que se ha manifestado plenamente en Cristo.
“Por
lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que
le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio. Pues a los que de
antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo,
para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó,
a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los
glorificó.” Rom 8,28-30
El
Dios que es Amor ama a todos pero no todos le aman. Comenzaría yo por aquí,
pues no estamos considerando ahora el derrotero de quienes rechazan la oferta
de Gracia sino de aquellos que la aceptan, llevando adelante una “vida nueva en
Cristo”.
Para
aquellos que le aman, Dios interviene en todo a favor de su Salvación. No
significa que no intervenga a favor de todos, sino que perciben y reciben
fecundamente su intervención quienes siendo amados le aman. ¡Nadie se
escandalice pues! Los que no le aman igual han sido amados por Dios pero
permaneciendo en la indiferencia y en una relación distante no pueden captar
tantos cuidados amorosos Suyos. Los que se han dejado amar y responden amándole
en cambio siempre terminan descubriendo la solicitud divina por ellos.
Y
anunciándonos la omnisciencia, que solo Dios detenta, nos planteas un camino
vocacional: reproducir la imagen del Hijo e ingresar junto con Él en la Gloria.
De nuevo, aunque este llamado es universal, el Padre conoce de antemano en su
Eternidad a quienes rechazan o aceptan esta predestinación a ser salvos en
Cristo. Ya sé que muchos quisieran que Dios ejerciera un amor despótico y que
nos salve por la fuerza y contra nosotros, pero esa exigencia es pueril e
inmadura. ¿Cómo llamar amor a la falta de respeto por nuestra libertad? Mejor
entonces nos hubiera creado sin libertad. ¿Y cómo podríamos llamar amor a una
relación que no puede ser de otra manera porque está atada a una necesidad
inflexible? El amor tiene siempre este riesgo, no siempre se hace efectiva la
reciprocidad. Que Dios nos ame sin reservas no significa que nos aprovechemos
todos de tan inmejorable oferta.
¿Quién
o qué podrá separarnos del Amor de Dios? La respuesta es: nosotros. Libremente
cada quien puede optar por no dejarse amar por Dios, llevando una vida que
conduce a la muerte por no permanecer en el ámbito de Gracia de ese Amor. Pero
a quienes aceptan la oferta salvífica que no es otra que la comunión con Dios
manifestada en Jesucristo y visibilizada refulgente en su Pascua, el camino
está trazado y el Señor interviene para llevarlo a buen término: elección,
justificación y glorificación. Y este camino no es otro sino reproducir en
nosotros la imagen de su Hijo.
“Ante
esto ¿qué diremos? Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros? El que no perdonó
ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos
dará con él graciosamente todas las cosas?
¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica. ¿Quién
condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió; más aún el que resucitó, el que
está a la diestra de Dios, y que intercede por nosotros?” Rom 8,31-34
Los
que nos hemos dejado amar por Dios y permanecemos unidos a Él, sabemos por la
fe que Dios está de nuestro lado. ¿Y con Dios a favor nuestro a quién temeremos
que se ponga en contra nuestro? Si el Padre nos ha perdonado y reconciliado en
la Pascua de su Hijo, toda deuda está paga y la nota de crédito abierta. ¿Acaso
el Padre que ha enviado a Cristo a pagar el precio de nuestra salvación mañana
se arrepentirá? ¿Y el mismo Señor Jesús se desdecirá de su gesta redentora
algún día en el futuro? El Dios eterno actúa eternamente: es eterno su Amor.
Pero
nosotros, que aún caminamos en el tiempo, no debemos soltarnos de la mano de
este Amor a favor nuestro pues nos pondríamos en peligro. Si no perseveramos
fielmente en el Amor de Dios debilitamos los lazos del rescate y nos alejamos
de su intervención bondadosa por nosotros. Es comprensible entonces por qué la
apostasía constituye el más grave de los pecados para un bautizado: se trata ni
más ni menos del rechazo de la salvación. Y estos tiempos que corren parecen
ser jornadas de una creciente y silenciosa apostasía masiva.
¿Acaso
pueden ser tantos los que no han llegado a descubrir el Amor de Dios revelado
en Jesucristo? ¿Tendrá alguna responsabilidad la Iglesia peregrina en su
concreta configuración pastoral histórica? ¿Cómo es posible que multitud de
bautizados no maduren su vida de fe y no se apropien de la Gracia recibida
mediante una sólida y estable relación amorosa con Cristo? Esta realidad se
alza hoy como un grito desgarrador y una tragedia eclesial que sin embargo
pocos parecen ver. ¿Tan anestesiados nos hallamos? ¿Tanto han penetrado las
herejías y la confusión doctrinal? ¿Tanto hemos perdido el sentido sobrenatural?
¿Tanto se ha enfriado en nosotros la verdadera caridad?
“¿Quién
nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la
persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?, como
dice la Escritura: Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas
destinadas al matadero. Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel
que nos amó. Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni
los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni
la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro.” Rom 8,35-39
Al
mismo tiempo que confieso que nada ni nadie puede separarnos del Amor de
Cristo, debo advertir la profunda debilidad de nuestro vínculo con Él. Ya hemos
insertado el drama de tantos que no alcanzan a descubrir la envergadura de este
Amor y le desaprovechan, señalando que probablemente la comunidad eclesial no
se halle exenta de grave responsabilidad en tal asunto. Pero también es preocupante que los
cristianos que habitualmente siguen participando de la vida eclesial se
encuentren sometidos constantemente a los vaivenes de una fe personal inestable
y frágil. Al revés de lo esperable, casi parece que cualquier evento de menor
importancia podría rápidamente ponerlos en crisis de fe. ¿Dónde esa fe
victoriosa y serena que sabe en esperanza que nada podrá separarnos del Amor de
Cristo?
Como
suelo afirmar, el gran problema de fondo en la moderna configuración de la
Iglesia peregrina, es un déficit y vaciamiento de verdadera espiritualidad.
Porque la espiritualidad cristiana auténtica debe ayudarnos a plasmar una
concreta configuración con Cristo. San Pablo nos lo expresaba crudamente, dando
testimonio personal y en nombre de aquella generación de hermanos de la Iglesia
naciente: “Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas
destinadas al matadero. Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel
que nos amó.”
Es
muy fácil separar a los cristianos del Amor de Cristo cuando el cuerpo eclesial
deriva en un activismo desenfrenado –de estridente parentesco secular- y en un
extenso desprecio por la contemplación humilde y silenciosa del Misterio. Es
muy fácil la separación de Cristo cuando las pseudo-espiritualidades que se
ofrecen son meras búsquedas de goces narcisistas e intencionalmente se excluye de
ellas el sacrificio de la Cruz. Es muy fácil pues separar a los discípulos del
Amor de Cristo cuando se predican falsas inclusiones absolutas donde el
despreciado y cancelado, el Gran Excluido, termina siendo el Señor Crucificado
y Santo en aras de una fraudulenta misericordia que convalida el pecado
impenitente.
¿Cuánto
vale el Amor de Dios entonces para nosotros hoy? El gran tesoro de la ascética
y la mística de dos milenios, lastimosamente yace arrumbado en un costado de la
casa eclesial, pues fue arrojado por la ventana y sustituido por sospechosas
novedades. ¡Hermanos todos, nada ni nadie podrán separarnos del Amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús! Claro, ningún miedo le tengo a Dios. Y sin embargo
temo tanto por nosotros.
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