DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 43





LA PURIFICACIÓN INTERNA DE LA IGLESIA (II)

 

“Al escribirles en mi carta que no se relacionaran con los impuros, no me refería a los impuros de este mundo en general o a los avaros, a ladrones o idólatras. De ser así, tendrían que salir del mundo.” 1 Cor 5,9-10

 

¡Qué sencillo y contundente sentido de la realidad te asiste San Pablo! Los cristianos ni siquiera podríamos vivir en el mundo si pretendiésemos que todos fueran santos. Y hemos conocido etapas puristas en las cuales por miedo al contagio y para preservar la pureza hemos construido muros que nos defendieran de la realidad del mundo. ¿Pero cómo realizar entonces la misión de anunciar el Evangelio a todos si nos ponemos a distancia para preservarnos? De hecho no tendría razón de ser la Iglesia si la humanidad entera se hallase convertida y perseverase indefectible en Gracia.

No nos hablas en esta ocasión de romper con la impureza que por el pecado se establece a diario en la realidad de los hombres –ciertamente habrá que liberar a la humanidad del oscuro Príncipe de este mundo-, sino de una herida interna de la vida eclesial. No somos tan puros como pretendemos ni como debiéramos aspirar a ser.

 

“¡No!, les escribí que no se relacionaran con quien, llamándose hermano, es impuro, avaro, idólatra, ultrajador, borracho o ladrón. Con ésos ¡ni comer! Pues ¿por que voy a juzgar yo a los de fuera? ¿No es a los de dentro a quienes ustedes juzgan? A los de fuera Dios los juzgará. ¡Arrojen de entre ustedes al malvado!” 1 Cor 5,11-13

 

En este pequeño pasaje comprendemos que el Apóstol, no sin cierta ironía, les hace ver que no está de acuerdo con el juicio permisivo con el pecado que sostienen hacia el interior de la vida eclesial. No deben mirar hacia fuera y preocuparse por el pecado de quienes no son cristianos, sino volverse hacia adentro y ocuparse en resolver situaciones indebidas que viven miembros de la comunidad de fe. Obviamente la exhortación corresponde al caso puntual del incestuoso que ya hemos mencionado. Pero la breve lista que enuncia San Pablo habla también de otros excesos. Aquí el Apóstol es tajante: “Con esos ¡ni comer”. Y sugiere que aunque se llamen “hermanos” no actúan conforme a una vida en Gracia. Se deduce pues que el pecado rompe la fraternidad, la lesiona y obstaculiza. Somos hermanos en Cristo si objetivamente nos aunamos en un modo de vivir según aquellas “normas de comportamiento en Cristo” que los Apóstoles han recibido del Señor y transmitido a toda la Iglesia. En este sentido se pide arrojar fuera de la comunidad al que quiere permanecer impenitente, o sea, aquel miembro que habiendo sido advertido y exhortado a conversión no quiere salir del pecado sino permanecer en él. Esta expulsión o excomunión tiene un doble carácter medicinal: no permitir que la levadura vieja del pecado se extienda y contamine la vida de la Iglesia y poner un límite firme al pecador para que pueda reconsiderar su postura obstinada en el pecado, arrepentirse y hacer penitencia para poder volver a la comunión eclesial.

Ciertamente la Iglesia, desde los albores apostólicos a nuestros días, peregrinando en la historia ha experimentado la necesidad de exponer en textos legislativos la disciplina que es propia del modo de vida evangélico. Hoy esas regulaciones en gran medida se hallan contenidas y preservadas en el Código de Derecho Canónico, que bajo la luz de la Revelación y con la guía del Magisterio, permite establecer objetivamente el género de vida de los cristianos, garantizando los derechos de todos a perseverar y madurar según la Gracia, junto a los correctos procesos de discernimiento y las sanciones o penas correctivas y medicinales que se deban aplicar.

Ya sé que hablar de Leyes suena frío a una gran mayoría –me incluyo-. Pero también reconozco que vivir sin normas, en una pura libertad según el Espíritu, es engañoso y fuente de grandes males. Nos guste o no la disciplina es necesaria. La vida en el Espíritu no puede desarrollarse rectamente sin tutores objetivos, librada a la caprichosa subjetividad. De no mediar en la vida eclesial una disciplina común la comunidad de los creyentes derivaría hacia una inmadura y permanente adolescencia en conflicto interminable con la autoridad; una constante crisis de identidad y con ella la anarquía y la disgregación. Quizás a quienes el lenguaje de la ley y la disciplina les resulte amargo, coercitivo o censurador, les recordaría que se trata simplemente de ajustarnos “a las normas de comportamiento en Cristo”. Tal vez podríamos expresarlo así –lo cual ya San Pablo ha hecho en otros lugares-: Cristo es el Legislador y la Ley viva y definitiva. Jesucristo es aquel tutor que el Padre clavó junto al tronco de la humanidad para que creciera rectamente en Gracia y Comunión. O tal vez lo diría mejor así: solo injertada en el árbol recto y firme de la Cruz –Cruz que es ley de Vida y disciplina en el Espíritu-, la humanidad puede celebrar aquella Alianza que engendra Salvación.

Lo cual de nuevo me lleva a concluir que necesitamos hoy revisar algunas actitudes. No es muy fiable una fraternidad universal que se apoye  en el hecho de que todos pertenecemos al género humano y que tenemos asignada una casa común donde cohabitar. Este dato ha estado permanentemente accesible en la historia –con diversos grados de conciencia cultural- y sin embargo no se ha derivado de él ni la concordia planetaria ni la paz globalizada. Sabemos los cristianos que la raíz de todos los males se hunde en cada corazón y que la medicina es la conversión a Cristo pues solo en la Cruz de Cristo, en su inmolación como Cordero Pascual, por la gracia de una Fe animada por la Caridad pueden ser derribados los muros que nos separan y superadas las fronteras que nos distancian. La adhesión a “las normas de comportamiento en Cristo” es lo que garantiza una verdadera fraternidad.

También debemos creo replantearnos el camino de relajar la disciplina moral para intentar una mayor inclusión de personas en la Iglesia. Este camino es falso: degrada la calidad de vida discipular convalidando el pecado y no rescata a los pecadores para vivir en la Gracia de Dios. Además es un sendero imposible para la Iglesia pues ella no crea la Ley de Salvación sino que la recibe. Cristo es la Ley Viva que Vivifica y con fe humilde los cristianos hacemos penitencia y dejamos dócilmente que el Buen Dios y Padre nos purifique, pasándonos por el crisol de la Cruz para que resurjamos aquilatados y resplandecientes a imagen y semejanza de su Unigénito.

 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 42




LA PURIFICACIÓN INTERNA DE LA IGLESIA (I)

 

“Por esto mismo les he enviado a Timoteo, hijo mío querido y fiel en el Señor; él les recordará mis normas de conducta en Cristo, conforme enseño por doquier en todas las Iglesias.”  1 Cor 4,17

 

Agradecidos estamos San Pablo contigo y con todos los Apóstoles que nos enseñaron las “normas de conducta en Cristo” y que velaron para que sigan siendo transmitidas. Así el Espíritu Santo, mediante la suceción apostólica, sigue recordándonos y haciéndonos comprender y creer cuanto el Señor Jesús nos comunicó para nuestra salvación.

Como estas páginas son un “diálogo vivo”, un ejercicio de oración personal, no pretendo tocar íntegramente las cartas paulinas sino algunos pasajes escogidos, seguramente medulares pero quizás seleccionados un tanto subjetivamente, ciertamente aquellos con los que queda resonando mi sediento corazón. Y aunque no sea pues este diálogo espiritual una labor exegética o de comentarista, a veces requiero poner en contexto a mis lectores, sobre todo cuando dejo fragmentos fuera. Ésta es una de esas ocasiones.

El Apóstol anuncia que irá a verlos pero el tono es controversial, hay dificultades en la comunidad y debe poner orden. Por eso se prepara el camino y les dice: “¿Qué prefieren, que vaya a ustedes con palo o con amor y espíritu de mansedumbre?” (1 Cor 4,21). Nos enteramos pronto que ha sucedido entre ellos un hecho grave: “Sólo se oye hablar de inmoralidad entre ustedes, y una inmoralidad tal, que no se da ni entre los gentiles” (1 Cor 5,1). Se trata de un caso de incesto, público y escandaloso (cf. 1 Cor 5. 1-5). San Pablo percibe la inacción de la comunidad, la tolerancia a ese pecado y claramente da un juicio acerca del tema y cómo debe procederse expulsando al pecador. Probablemente se trata de una excomunión medicinal para que se arrepienta, haga penitencia y se convierta.

Pues bien, abordaremos de aquí en más -en varias entregas- el pensamiento del Apóstol acerca de una necesaria purificación hacia el interior de la comunidad cristiana. ¿Pero la Iglesia entonces es pecadora? ¿Cómo la una, santa, católica y apostólica puede necesitar purificarse? Permítanme entonces introducir un texto del catecismo de la Iglesía Católica que nos recuerda que la Iglesia en sí misma es santa pero recibe en ella a miembros pecadores.

 

Catecismo Nº 827  "Mientras que Cristo, santo, inocente, sin mancha, no conoció el pecado, sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo, la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación y busca sin cesar la conversión y la renovación" (LG 8; UR 3; 6). Todos los miembros de la Iglesia, incluso sus ministros, deben reconocerse pecadores (1 Jn 1,8-10). En todos, la cizaña del pecado todavía se encuentra mezclada con la buena semilla del Evangelio hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 13,24-30). La Iglesia, pues, congrega a pecadores alcanzados ya por la salvación de Cristo, pero aún en vías de santificación: “La Iglesia es, pues, santa aunque abarque en su seno pecadores; porque ella no goza de otra vida que de la vida de la gracia; sus miembros,  ciertamente, si se alimentan de esta vida se santifican; si se apartan de ella, contraen pecados y manchas del alma, que impiden que la  santidad de ella se difunda radiante. Por lo que se aflige y hace  penitencia por aquellos pecados, teniendo poder de librar de ellos a  sus hijos por la sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo” (Pablo VI; SPF 19).

 

Continuemos ahora nuestra lectura orante y diálogo vivo con San Pablo.

 

“¡No es como para gloriarse! ¿No saben que un poco de levadura fermenta toda la masa? Purifíquense de la levadura vieja, para ser masa nueva; pues son ázimos. Porque nuestro cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado. Así que, celebremos la fiesta, no con vieja levadura, ni con levadura de malicia e inmoralidad, sino con ázimos de pureza y verdad.” 1 Cor 5,6-8

 

 La exhortación pues es bellísima y contundente en su expresión. No se debe permitir en forma alguna que se propague entre la comunidad la levadura vieja del pecado y de la inmoralidad. Los que son de Cristo, Cordero inmolado y nuestra Pascua, deben permanecer como panes ázimos, ofrecidos en pureza y verdad al Padre en unión a su Hijo. Aquí la levadura tiene connotaciones negativas: la irrupción y expansión contaminante del mal dentro de la Iglesia.

Y ésta me parece una temática tan actual. Ya me he pronunciado - hasta el hartazgo- acerca de la publicidad dada entre nosotros hoy a una “falsa misericordia”, que con pretexto de inclusión absoluta, evita considerar seriamente la necesidad de conversión. Deriva en una pastoral buenista, populista y demagógica que convalida el mal y difumina la realidad del pecado como también anestesia o confunde la conciencia moral de los creyentes. Seguramente San Pablo se opondría tan firmemente en el presente como nos lo muestra en el pasado. También a nuestra Iglesia peregrina de comienzos del tercer milenio le advertiría: “Miren que iré pronto entre ustedes, espero que se pongan en orden según las normas de conducta en Cristo antes que yo arribe. Se los anticipo para que elijan: ¿voy con vara para corregir y restablecer la disciplina evangélica? Ojalá no hiciera falta y enmienden su desvarío con prontitud.”

Por mi parte ruego a Dios que no nos falten ministros sagrados que con rectitud apostólica nos exhorten y nos despierten. Comprendo que no será grato para nadie. Unos se sentirán juzgados, quizás agredidos o no estimados, ofrecerán tal vez resistencia férrea, aunque la caridad eclesial los invite simplemente a salir del pecado para unirse plenamente a Cristo. Otros se verán sorprendidos pues les parecerá excesiva la exigencia de la santidad de vida; la cual es nuestra vocación pero evidentemente es incómoda, interpela y desafía y no admite medias tintas o el vago deambular de la mediocridad reinante. Lamentablemente no faltarán quienes ya infestados por la tentación han dejado que su mente y corazón se retuerzan; estos tales actuarán como justificadores ideológicos de una cercanía al mundo y de un espíritu de modernización que traiciona al Evangelio de la Gracia. Finalmente quienes ejerzan el ministerio apostólico sufrirán como todos los profetas sufren y padecerán probablemente con más intensidad los embates desde dentro de la Iglesia que desde fuera de ella. El interrogante está en el aire: ¿la Iglesia santa que abraza pecadores en camino de penitencia admitirá en su seno la levadura del mal y del pecado? Como reza antiguo adagio: “aversión al pecado y misericordia al pecador”. El pecado debe ser erradicado; el pecador en cambio liberado y rescatado para la santidad de la Gracia.

 

 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 41

 

 


LOS MINISTROS DE DIOS (II)

 


Ilustrísimo San Pablo, Apóstol del Señor, nos invitas a dar un paso más en la consideración de aquellos que han recibido el ministerio sagrado de “servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios”.

 

“Porque pienso que a nosotros, los apóstoles, Dios nos ha asignado el último lugar, como condenados a muerte, puestos a modo de espectáculo para el mundo, los ángeles y los hombres. Nosotros, necios por seguir a Cristo; ustedes, sabios en Cristo. Débiles nosotros; mas ustedes, fuertes. Ustedes llenos de gloria; mas nosotros, despreciados. Hasta el presente, pasamos hambre, sed, desnudez. Somos abofeteados, y andamos errantes. Nos fatigamos trabajando con nuestras manos. Si nos insultan, bendecimos. Si nos persiguen, lo soportamos. Si nos difaman, respondemos con bondad. Hemos venido a ser, hasta ahora, como la basura del mundo y el desecho de todos.”  1 Cor 4,9-13

 

Una contundente expresión, testimonial, de tu propia experiencia. De tanto en tanto me repito a mí mismo y se lo he comunicado a las nuevas generaciones en cuanto he encontrado oportunidad: “un sacerdote no conoce otros derechos sino los derechos de la Cruz”. ¿Cómo ejercer fiel y fecundamente el sacerdocio ministerial sin hallarse configurado al Crucificado, a su Sacrificio redentor? ¿Cómo celebrar la Eucaristía sin esta conciencia religiosa?

Obviamente “los derechos de la Cruz” primero se enuncian, luego se aceptan en un proceso de maduración que supone una inmensa cuota de purificación y se viven cuando en gracia se alcanza una estable y serena unión con Cristo en su inmolación amorosa. Un sacerdote debe volverse cordero en el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

Una y otra vez debe negarse a sí mismo y cargar la Cruz. Una y otra vez debe orientarse a morir él para dar vida. Así lo manifiestas San Pablo en tus paradojas. Y sería bueno que todos los que ejercemos el ministerio lo grabemos a fuego en el corazón. “Yo he sido ubicado por Dios en el último lugar como condenado a muerte, he sido elegido para ser víctima de propiciación.” Entonces la orientación de nuestro servicio y la administración de los misterios nos será totalmente clara en su naturaleza sobrenatural. “Yo seré considerado necio para que ellos sean admirados como sabios. Yo seré debilitado para que ellos sean fortalecidos. Mis hermanos e hijos llenos de gloria y yo despreciado.” No es éste el lenguaje de la victimización sino el del Sacrificio; es el lenguaje del Amor. No de cualquier amor humano sino del Amor Divino. Es el Amor de Dios manifestado en la Pascua de Cristo Jesús.

¿Hambre, sed, desnudez, pobreza, andar errantes e itinerantes sin demasiadas seguridades humanas, ser insultados y abofeteados, hombres cargados de fatigas? ¿Por qué nos quejamos los ministros cuando esto nos sucede? ¿Por qué aún me asombro? ¿Acaso no hemos sido llamados y hemos respondido a esto por amor de Cristo? Pero cuando respondimos al llamado iniciamos un camino y ahora el camino nos hace acelerar el paso de la conversión y de la entrega de la vida. “Ser el Crucificado” es la vocación del sacerdote, hermosa, viril, desafiante, cruda y permítanme mortal. Adentrarnos en esa Muerte que da Vida.

No debiera razonablemente un ministro sagrado esperar de Dios otra cosa que ser con-crucificado con el Señor Jesús. Todo el camino ministerial apunta a esta cumbre. Estar y permanecer con Él siendo considerados malditos e insultados pero devolviendo bendición; perseguidos y difamados pero soportando con bondad. Con Cristo, el Amado y Esposo, basura y desecho para el mundo y elegidos por Dios para unirnos a Él en la cima de la Cruz. Pues para ser los ministros “servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios” debemos adelantarnos al Pueblo y vivir la Pascua. ¿Cómo podremos celebrar y comunicar lo que aún no somos? La vocación sacerdotal hace temblar, primero a los llamados, pero configurados tras la maduración penitencial a Cristo, bien templados, conmueve al mundo.

 

“No les escribo estas cosas para avergonzarlos, sino más bien para amonestarlos como a hijos míos queridos.  Pues aunque hayan tenido 10.000 pedagogos en Cristo, no han tenido muchos padres. He sido yo quien, por el Evangelio, los engendré en Cristo Jesús.  Les ruego, pues, que sean mis imitadores.” 1 Cor 4,14-16

 

Recordemos nuevamente que las exhortaciones del Apóstol tienen como punto de partida las divisiones comunitarias, de carácter partidista. “Yo soy de éste, yo de aquel”. Se encaminan a predicarnos con fuerza que todos somos de Cristo. Y concluye San Pablo que lo que viven los Apóstoles como vocación en Cristo lo debe vivir también toda la comunidad, cada uno de los discípulos. Finalmente también creo que un buen y fiel ministro no solo se deja con-crucificar con Cristo sino que invita a todo el Pueblo de Dios al que sirve, a dejarse con-crucificar también. Lamentablemente existe hoy la tentación de un falso “buenismo pastoral”, sobreprotector, que mantiene a los cristianos pueriles y que no habla de conversión, penitencia, purificación y santidad. ¿Cómo decirlo? Con riesgo de ser demasiado simplista –en tono didáctico- lo expresaría así: “hemos caído en la telaraña de aquella modernidad que para levantar los derechos del hombre niega los derechos de Dios”. Los ministros sagrados primero, todo el Pueblo de Dios animado por nuestro ejemplo, debemos recordar nuestra vocación luminosa y bella a “los derechos de la Cruz”. Entonces una Iglesia con-crucificada podrá ser servidora de Cristo y dispensadora de los misterios de Dios.


DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 40

 




LOS MINISTROS DE DIOS (I)

 

Recuperemos querido San Pablo tu sentencia inicial sobre la cual nos hemos permitido un excursus:

 

“Por tanto, que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, lo que en fin de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles.” 1 Cor 4,1-2

 Y continuemos:

 

“Aunque a mí lo que menos me importa es ser juzgado por ustedes o por un tribunal humano. ¡Ni siquiera me juzgo a mí mismo! Cierto que mi conciencia nada me reprocha; mas no por eso quedo justificado. Mi juez es el Señor. Así que, no juzguen nada antes de tiempo hasta que venga el Señor. El iluminará los secretos de las tinieblas y pondrá de manifiesto los designios de los corazones. Entonces recibirá cada cual del Señor la alabanza que le corresponda.” 1 Cor 4,3-5

 

¿Cómo valorar la actuación de un ministro dispensador de los misterios de Dios? Si bien ya pusiste como clave general que sea fiel en cuanto administrador y que no se adueñe, ahora insistes en otro rasgo. Que sea humilde y siempre atento al juicio de Dios. Aunque la propia conciencia no le acuse de falta, no se sienta por ello exonerado, sino que permanezca siempre en un sano y santo temor de Dios que verdaderamente lo sabe todo y que escruta los corazones, que nos conoce a nosotros más que nosotros mismos. Que tampoco dependa demasiado del juicio de los demás –sea negativo o positivo-. También el juicio de los pares en el ministerio, del entorno de colaboradores en el ejercicio de su autoridad y de los fieles que le han sido confiados, no alcanza a dar certeza. Puede ser una indicación, marcar un humor comunitario acerca de su servicio, actuar como espejo que refleja la imagen que el servidor no ve de sí mismo, pero al fin y al cabo si todos lo aplauden o todos lo resisten, el juicio certero sigue siendo de Dios.

No se trata pues de desconocer ni la propia conciencia ni de anular el diálogo y discernimiento eclesial, sino de relativizarlos, es decir, ponerlos en relación y bajo la mirada de Dios. No pocas veces vemos ministros sagrados que apelando a su sola conciencia, en lo más alto de la cumbre eclesiástica, se exponen a la tentación de tornarse desconectados del cuerpo, autosuficientes y por tanto autocráticos. Como también vemos otros ministros que demasiado pendientes de la recepción de su ejercicio corren la tentación de la demagogia, de volverse adaptables y acomodaticios, de someterse al consenso de las mayorías.

El ministro debe ante todo ser maduro para afirmarse inconmovible en la voluntad de Dios -conocida por Revelación y contenida en el depositum fidei, transmitida fielmente por el Magisterio-. Y en todo cuanto sea prudencial y de aplicación, sostener con recta intención la búsqueda y recepción de esa Voluntad Divina. Y animar a todos a vivir en este temple. Y someterse humilde y exhortar a todos a someterse al juicio definitivo de Dios. Viviendo en esta tensión e incertidumbre la Iglesia permanece abierta a la Verdad que no crea sino que recibe, descubre y acepta como don de lo alto.

 

“En esto, hermanos, me he puesto como ejemplo a mí y a Apolo, en orden a ustedes; para que aprendan de nosotros aquello de «No propasarse de lo que está escrito» y para que nadie se engría en favor de uno contra otro. Pues ¿quién es el que te distingue? ¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿a qué gloriarte cual si no lo hubieras recibido? ¡Ya están hartos! ¡Ya son ricos! ¡Se han hecho reyes sin nosotros! ¡Y ojalá reinaran, para que también nosotros reináramos con ustedes!” 1 Cor 4,6-8

 

Retomando la temática inicial de las divisiones en la comunidad, donde unos se pensaban como partidarios de tal ministro y otros como enfrentados y partidarios de aquel otro, San pablo insiste en que no seguimos ministros sino a Cristo. Que los ministros son valorables en cuanto administradores fieles que nunca se adueñan de la Iglesia. Que ningún ministro ni la Iglesia entera se fundan sobre sí mismos, que lo que somos lo hemos recibido, que debemos fundarnos en la Gracia. Y sobre todo que debemos guardarnos humildes servidores en las manos y bajo la mirada de Dios.

 

EVANGELIO DE FUEGO 31 de Octubre de 2025