Escritos espirituales y florecillas de oración personal. Contemplaciones teologales tanto bíblicas como sobre la actualidad eclesial.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 41
LOS
MINISTROS DE DIOS (II)
Ilustrísimo
San Pablo, Apóstol del Señor, nos invitas a dar un paso más en la consideración
de aquellos que han recibido el ministerio sagrado de “servidores de Cristo y
administradores de los misterios de Dios”.
“Porque
pienso que a nosotros, los apóstoles, Dios nos ha asignado el último lugar,
como condenados a muerte, puestos a modo de espectáculo para el mundo, los
ángeles y los hombres. Nosotros, necios por seguir a Cristo; ustedes, sabios en
Cristo. Débiles nosotros; mas ustedes, fuertes. Ustedes llenos de gloria; mas
nosotros, despreciados. Hasta el presente, pasamos hambre, sed, desnudez. Somos
abofeteados, y andamos errantes. Nos fatigamos trabajando con nuestras manos.
Si nos insultan, bendecimos. Si nos persiguen, lo soportamos. Si nos difaman,
respondemos con bondad. Hemos venido a ser, hasta ahora, como la basura del
mundo y el desecho de todos.” 1 Cor
4,9-13
Una
contundente expresión, testimonial, de tu propia experiencia. De tanto en tanto
me repito a mí mismo y se lo he comunicado a las nuevas generaciones en cuanto
he encontrado oportunidad: “un sacerdote no conoce otros derechos sino los
derechos de la Cruz”. ¿Cómo ejercer fiel y fecundamente el sacerdocio
ministerial sin hallarse configurado al Crucificado, a su Sacrificio redentor?
¿Cómo celebrar la Eucaristía sin esta conciencia religiosa?
Obviamente
“los derechos de la Cruz” primero se enuncian, luego se aceptan en un proceso
de maduración que supone una inmensa cuota de purificación y se viven cuando en
gracia se alcanza una estable y serena unión con Cristo en su inmolación
amorosa. Un sacerdote debe volverse cordero en el Cordero de Dios que quita el
pecado del mundo.
Una
y otra vez debe negarse a sí mismo y cargar la Cruz. Una y otra vez debe
orientarse a morir él para dar vida. Así lo manifiestas San Pablo en tus
paradojas. Y sería bueno que todos los que ejercemos el ministerio lo grabemos
a fuego en el corazón. “Yo he sido ubicado por Dios en el último lugar como
condenado a muerte, he sido elegido para ser víctima de propiciación.” Entonces
la orientación de nuestro servicio y la administración de los misterios nos
será totalmente clara en su naturaleza sobrenatural. “Yo seré considerado necio
para que ellos sean admirados como sabios. Yo seré debilitado para que ellos
sean fortalecidos. Mis hermanos e hijos llenos de gloria y yo despreciado.” No
es éste el lenguaje de la victimización sino el del Sacrificio; es el lenguaje
del Amor. No de cualquier amor humano sino del Amor Divino. Es el Amor de Dios
manifestado en la Pascua de Cristo Jesús.
¿Hambre,
sed, desnudez, pobreza, andar errantes e itinerantes sin demasiadas seguridades
humanas, ser insultados y abofeteados, hombres cargados de fatigas? ¿Por qué
nos quejamos los ministros cuando esto nos sucede? ¿Por qué aún me asombro?
¿Acaso no hemos sido llamados y hemos respondido a esto por amor de Cristo?
Pero cuando respondimos al llamado iniciamos un camino y ahora el camino nos
hace acelerar el paso de la conversión y de la entrega de la vida. “Ser el
Crucificado” es la vocación del sacerdote, hermosa, viril, desafiante, cruda y
permítanme mortal. Adentrarnos en esa Muerte que da Vida.
No
debiera razonablemente un ministro sagrado esperar de Dios otra cosa que ser
con-crucificado con el Señor Jesús. Todo el camino ministerial apunta a esta
cumbre. Estar y permanecer con Él siendo considerados malditos e insultados
pero devolviendo bendición; perseguidos y difamados pero soportando con bondad.
Con Cristo, el Amado y Esposo, basura y desecho para el mundo y elegidos por
Dios para unirnos a Él en la cima de la Cruz. Pues para ser los ministros “servidores
de Cristo y administradores de los misterios de Dios” debemos adelantarnos al
Pueblo y vivir la Pascua. ¿Cómo podremos celebrar y comunicar lo que aún no somos?
La vocación sacerdotal hace temblar, primero a los llamados, pero configurados
tras la maduración penitencial a Cristo, bien templados, conmueve al mundo.
“No
os escribo estas cosas para avergonzarlos, sino más bien para amonestarlos como
a hijos míos queridos. Pues aunque hayan
tenido 10.000 pedagogos en Cristo, no han tenido muchos padres. He sido yo
quien, por el Evangelio, los engendré en Cristo Jesús. Les ruego, pues, que sean mis imitadores.” 1
Cor 4,14-16
Recordemos
nuevamente que las exhortaciones del Apóstol tienen como punto de partida las
divisiones comunitarias, de carácter partidista. “Yo soy de éste, yo de aquel”.
Se encaminan a predicarnos con fuerza que todos somos de Cristo. Y concluye San Pablo que lo que viven los Apóstoles como vocación en Cristo lo debe vivir también
toda la comunidad, cada uno de los discípulos. Finalmente también creo que un
buen y fiel ministro no solo se deja con-crucificar con Cristo sino que invita
a todo el Pueblo de Dios al que sirve, a dejarse con-crucificar también.
Lamentablemente existe hoy la tentación de un falso “buenismo pastoral”, sobreprotector,
que mantiene a los cristianos pueriles y que no habla de conversión,
penitencia, purificación y santidad. ¿Cómo decirlo? Con riesgo de ser demasiado
simplista –en tono didáctico- lo expresaría así: “hemos caído en la telaraña de
aquella modernidad que para levantar los derechos del hombre niega los derechos de Dios”. Los ministros sagrados primero, todo el Pueblo de Dios
animado por nuestro ejemplo, debemos recordar nuestra vocación luminosa y bella
a “los derechos de la Cruz”. Entonces una Iglesia con-crucificada podrá ser
servidora de Cristo y dispensadora de los misterios de Dios.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 40
LOS
MINISTROS DE DIOS (I)
Recuperemos
querido San Pablo tu sentencia inicial sobre la cual nos hemos permitido un
excursus:
“Por
tanto, que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de
los misterios de Dios. Ahora bien, lo que en fin de cuentas se exige de los
administradores es que sean fieles.” 1 Cor 4,1-2
Y continuemos:
“Aunque
a mí lo que menos me importa es ser juzgado por ustedes o por un tribunal
humano. ¡Ni siquiera me juzgo a mí mismo! Cierto que mi conciencia nada me
reprocha; mas no por eso quedo justificado. Mi juez es el Señor. Así que, no
juzguen nada antes de tiempo hasta que venga el Señor. El iluminará los
secretos de las tinieblas y pondrá de manifiesto los designios de los
corazones. Entonces recibirá cada cual del Señor la alabanza que le
corresponda.” 1 Cor 4,3-5
¿Cómo
valorar la actuación de un ministro dispensador de los misterios de Dios? Si
bien ya pusiste como clave general que sea fiel en cuanto administrador y que
no se adueñe, ahora insistes en otro rasgo. Que sea humilde y siempre atento al
juicio de Dios. Aunque la propia conciencia no le acuse de falta, no se sienta
por ello exonerado, sino que permanezca siempre en un sano y santo temor de
Dios que verdaderamente lo sabe todo y que escruta los corazones, que nos
conoce a nosotros más que nosotros mismos. Que tampoco dependa demasiado del
juicio de los demás –sea negativo o positivo-. También el juicio de los pares
en el ministerio, del entorno de colaboradores en el ejercicio de su autoridad
y de los fieles que le han sido confiados, no alcanza a dar certeza. Puede ser
una indicación, marcar un humor comunitario acerca de su servicio, actuar como
espejo que refleja la imagen que el servidor no ve de sí mismo, pero al fin y
al cabo si todos lo aplauden o todos lo resisten, el juicio certero sigue
siendo de Dios.
No
se trata pues de desconocer ni la propia conciencia ni de anular el diálogo y
discernimiento eclesial, sino de relativizarlos, es decir, ponerlos en relación
y bajo la mirada de Dios. No pocas veces vemos ministros sagrados que apelando
a su sola conciencia, en lo más alto de la cumbre eclesiástica, se exponen a la
tentación de tornarse desconectados del cuerpo, autosuficientes y por tanto
autocráticos. Como también vemos otros ministros que demasiado pendientes de la
recepción de su ejercicio corren la tentación de la demagogia, de volverse
adaptables y acomodaticios, de someterse al consenso de las mayorías.
El
ministro debe ante todo ser maduro para afirmarse inconmovible en la voluntad
de Dios -conocida por Revelación y contenida en el depositum fidei, transmitida
fielmente por el Magisterio-. Y en todo cuanto sea prudencial y de aplicación,
sostener con recta intención la búsqueda y recepción de esa Voluntad Divina. Y
animar a todos a vivir en este temple. Y someterse humilde y exhortar a todos a
someterse al juicio definitivo de Dios. Viviendo en esta tensión e
incertidumbre la Iglesia permanece abierta a la Verdad que no crea sino que
recibe, descubre y acepta como don de lo alto.
“En
esto, hermanos, me he puesto como ejemplo a mí y a Apolo, en orden a ustedes;
para que aprendan de nosotros aquello de «No propasarse de lo que está escrito»
y para que nadie se engría en favor de uno contra otro. Pues ¿quién es el que
te distingue? ¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿a
qué gloriarte cual si no lo hubieras recibido? ¡Ya están hartos! ¡Ya son ricos!
¡Se han hecho reyes sin nosotros! ¡Y ojalá reinaran, para que también nosotros
reináramos con ustedes!” 1 Cor 4,6-8
Retomando
la temática inicial de las divisiones en la comunidad, donde unos se pensaban
como partidarios de tal ministro y otros como enfrentados y partidarios de
aquel otro, San pablo insiste en que no seguimos ministros sino a Cristo. Que
los ministros son valorables en cuanto administradores fieles que nunca se
adueñan de la Iglesia. Que ningún ministro ni la Iglesia entera se fundan sobre
sí mismos, que lo que somos lo hemos recibido, que debemos fundarnos en la
Gracia. Y sobre todo que debemos guardarnos humildes servidores en las manos y
bajo la mirada de Dios.
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