LA
PURIFICACIÓN INTERNA DE LA IGLESIA (II)
“Al
escribirles en mi carta que no se relacionaran con los impuros, no me refería a
los impuros de este mundo en general o a los avaros, a ladrones o idólatras. De
ser así, tendrían que salir del mundo.” 1 Cor 5,9-10
¡Qué
sencillo y contundente sentido de la realidad te asiste San Pablo! Los
cristianos ni siquiera podríamos vivir en el mundo si pretendiésemos que todos
fueran santos. Y hemos conocido etapas puristas en las cuales por miedo al
contagio y para preservar la pureza hemos construido muros que nos defendieran
de la realidad del mundo. ¿Pero cómo realizar entonces la misión de anunciar el
Evangelio a todos si nos ponemos a distancia para preservarnos? De hecho no
tendría razón de ser la Iglesia si la humanidad entera se hallase convertida y
perseverase indefectible en Gracia.
No
nos hablas en esta ocasión de romper con la impureza que por el pecado se
establece a diario en la realidad de los hombres –ciertamente habrá que liberar
a la humanidad del oscuro Príncipe de este mundo-, sino de una herida interna
de la vida eclesial. No somos tan puros como pretendemos ni como debiéramos
aspirar a ser.
“¡No!,
les escribí que no se relacionaran con quien, llamándose hermano, es impuro,
avaro, idólatra, ultrajador, borracho o ladrón. Con ésos ¡ni comer! Pues ¿por
que voy a juzgar yo a los de fuera? ¿No es a los de dentro a quienes ustedes
juzgan? A los de fuera Dios los juzgará. ¡Arrojen de entre ustedes al malvado!”
1 Cor 5,11-13
En
este pequeño pasaje comprendemos que el Apóstol, no sin cierta ironía, les hace
ver que no está de acuerdo con el juicio permisivo con el pecado que sostienen
hacia el interior de la vida eclesial. No deben mirar hacia fuera y preocuparse
por el pecado de quienes no son cristianos, sino volverse hacia adentro y
ocuparse en resolver situaciones indebidas que viven miembros de la comunidad
de fe. Obviamente la exhortación corresponde al caso puntual del incestuoso que
ya hemos mencionado. Pero la breve lista que enuncia San Pablo habla también de
otros excesos. Aquí el Apóstol es tajante: “Con esos ¡ni comer”. Y sugiere que
aunque se llamen “hermanos” no actúan conforme a una vida en Gracia. Se deduce
pues que el pecado rompe la fraternidad, la lesiona y obstaculiza. Somos
hermanos en Cristo si objetivamente nos aunamos en un modo de vivir según
aquellas “normas de comportamiento en Cristo” que los Apóstoles han recibido
del Señor y transmitido a toda la Iglesia. En este sentido se pide arrojar
fuera de la comunidad al que quiere permanecer impenitente, o sea, aquel
miembro que habiendo sido advertido y exhortado a conversión no quiere salir del
pecado sino permanecer en él. Esta expulsión o excomunión tiene un doble
carácter medicinal: no permitir que la levadura vieja del pecado se extienda y
contamine la vida de la Iglesia y poner un límite firme al pecador para que
pueda reconsiderar su postura obstinada en el pecado, arrepentirse y hacer
penitencia para poder volver a la comunión eclesial.
Ciertamente
la Iglesia, desde los albores apostólicos a nuestros días, peregrinando en la
historia ha experimentado la necesidad de exponer en textos legislativos la
disciplina que es propia del modo de vida evangélico. Hoy esas regulaciones en
gran medida se hallan contenidas y preservadas en el Código de Derecho Canónico,
que bajo la luz de la Revelación y con la guía del Magisterio, permite
establecer objetivamente el género de vida de los cristianos, garantizando los
derechos de todos a perseverar y madurar según la Gracia, junto a los correctos
procesos de discernimiento y las sanciones o penas correctivas y medicinales
que se deban aplicar.
Ya
sé que hablar de Leyes suena frío a una gran mayoría –me incluyo-. Pero también
reconozco que vivir sin normas, en una pura libertad según el Espíritu, es
engañoso y fuente de grandes males. Nos guste o no la disciplina es necesaria.
La vida en el Espíritu no puede desarrollarse rectamente sin tutores objetivos,
librada a la caprichosa subjetividad. De no mediar en la vida eclesial una
disciplina común la comunidad de los creyentes derivaría hacia una inmadura y
permanente adolescencia en conflicto interminable con la autoridad; una
constante crisis de identidad y con ella la anarquía y la disgregación. Quizás a
quienes el lenguaje de la ley y la disciplina les resulte amargo, coercitivo o
censurador, les recordaría que se trata simplemente de ajustarnos “a las normas
de comportamiento en Cristo”. Tal vez podríamos expresarlo así –lo cual ya San
Pablo ha hecho en otros lugares-: Cristo es el Legislador y la Ley viva y
definitiva. Jesucristo es aquel tutor que el Padre clavó junto al tronco de la
humanidad para que creciera rectamente en Gracia y Comunión. O tal vez lo diría
mejor así: solo injertada en el árbol recto y firme de la Cruz –Cruz que es ley
de Vida y disciplina en el Espíritu-, la humanidad puede celebrar aquella
Alianza que engendra Salvación.
Lo
cual de nuevo me lleva a concluir que necesitamos hoy revisar algunas
actitudes. No es muy fiable una fraternidad universal que se apoye en el hecho de que todos pertenecemos al
género humano y que tenemos asignada una casa común donde cohabitar. Este dato
ha estado permanentemente accesible en la historia –con diversos grados de
conciencia cultural- y sin embargo no se ha derivado de él ni la concordia
planetaria ni la paz globalizada. Sabemos los cristianos que la raíz de todos
los males se hunde en cada corazón y que la medicina es la conversión a Cristo
pues solo en la Cruz de Cristo, en su inmolación como Cordero Pascual, por la
gracia de una Fe animada por la Caridad pueden ser derribados los muros que nos
separan y superadas las fronteras que nos distancian. La adhesión a “las normas
de comportamiento en Cristo” es lo que garantiza una verdadera fraternidad.
También
debemos creo replantearnos el camino de relajar la disciplina moral para
intentar una mayor inclusión de personas en la Iglesia. Este camino es falso:
degrada la calidad de vida discipular convalidando el pecado y no rescata a los
pecadores para vivir en la Gracia de Dios. Además es un sendero imposible para
la Iglesia pues ella no crea la Ley de Salvación sino que la recibe. Cristo es
la Ley Viva que Vivifica y con fe humilde los cristianos hacemos penitencia y
dejamos dócilmente que el Buen Dios y Padre nos purifique, pasándonos por el
crisol de la Cruz para que resurjamos aquilatados y resplandecientes a imagen y
semejanza de su Unigénito.
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