LOS
MINISTROS DE DIOS (I)
Recuperemos
querido San Pablo tu sentencia inicial sobre la cual nos hemos permitido un
excursus:
“Por
tanto, que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de
los misterios de Dios. Ahora bien, lo que en fin de cuentas se exige de los
administradores es que sean fieles.” 1 Cor 4,1-2
Y continuemos:
“Aunque
a mí lo que menos me importa es ser juzgado por ustedes o por un tribunal
humano. ¡Ni siquiera me juzgo a mí mismo! Cierto que mi conciencia nada me
reprocha; mas no por eso quedo justificado. Mi juez es el Señor. Así que, no
juzguen nada antes de tiempo hasta que venga el Señor. El iluminará los
secretos de las tinieblas y pondrá de manifiesto los designios de los
corazones. Entonces recibirá cada cual del Señor la alabanza que le
corresponda.” 1 Cor 4,3-5
¿Cómo
valorar la actuación de un ministro dispensador de los misterios de Dios? Si
bien ya pusiste como clave general que sea fiel en cuanto administrador y que
no se adueñe, ahora insistes en otro rasgo. Que sea humilde y siempre atento al
juicio de Dios. Aunque la propia conciencia no le acuse de falta, no se sienta
por ello exonerado, sino que permanezca siempre en un sano y santo temor de
Dios que verdaderamente lo sabe todo y que escruta los corazones, que nos
conoce a nosotros más que nosotros mismos. Que tampoco dependa demasiado del
juicio de los demás –sea negativo o positivo-. También el juicio de los pares
en el ministerio, del entorno de colaboradores en el ejercicio de su autoridad
y de los fieles que le han sido confiados, no alcanza a dar certeza. Puede ser
una indicación, marcar un humor comunitario acerca de su servicio, actuar como
espejo que refleja la imagen que el servidor no ve de sí mismo, pero al fin y
al cabo si todos lo aplauden o todos lo resisten, el juicio certero sigue
siendo de Dios.
No
se trata pues de desconocer ni la propia conciencia ni de anular el diálogo y
discernimiento eclesial, sino de relativizarlos, es decir, ponerlos en relación
y bajo la mirada de Dios. No pocas veces vemos ministros sagrados que apelando
a su sola conciencia, en lo más alto de la cumbre eclesiástica, se exponen a la
tentación de tornarse desconectados del cuerpo, autosuficientes y por tanto
autocráticos. Como también vemos otros ministros que demasiado pendientes de la
recepción de su ejercicio corren la tentación de la demagogia, de volverse
adaptables y acomodaticios, de someterse al consenso de las mayorías.
El
ministro debe ante todo ser maduro para afirmarse inconmovible en la voluntad
de Dios -conocida por Revelación y contenida en el depositum fidei, transmitida
fielmente por el Magisterio-. Y en todo cuanto sea prudencial y de aplicación,
sostener con recta intención la búsqueda y recepción de esa Voluntad Divina. Y
animar a todos a vivir en este temple. Y someterse humilde y exhortar a todos a
someterse al juicio definitivo de Dios. Viviendo en esta tensión e
incertidumbre la Iglesia permanece abierta a la Verdad que no crea sino que
recibe, descubre y acepta como don de lo alto.
“En
esto, hermanos, me he puesto como ejemplo a mí y a Apolo, en orden a ustedes;
para que aprendan de nosotros aquello de «No propasarse de lo que está escrito»
y para que nadie se engría en favor de uno contra otro. Pues ¿quién es el que
te distingue? ¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿a
qué gloriarte cual si no lo hubieras recibido? ¡Ya están hartos! ¡Ya son ricos!
¡Se han hecho reyes sin nosotros! ¡Y ojalá reinaran, para que también nosotros
reináramos con ustedes!” 1 Cor 4,6-8
Retomando
la temática inicial de las divisiones en la comunidad, donde unos se pensaban
como partidarios de tal ministro y otros como enfrentados y partidarios de
aquel otro, San pablo insiste en que no seguimos ministros sino a Cristo. Que
los ministros son valorables en cuanto administradores fieles que nunca se
adueñan de la Iglesia. Que ningún ministro ni la Iglesia entera se fundan sobre
sí mismos, que lo que somos lo hemos recibido, que debemos fundarnos en la
Gracia. Y sobre todo que debemos guardarnos humildes servidores en las manos y
bajo la mirada de Dios.
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