FUNDAMENTACIÓN Y DEFENSA
DE SU MINISTERIO APOSTÓLICO (II)
Continuemos,
querido San Pablo, con la defensa del ministerio que te ha sido encomendado.
“Mas
yo, de ninguno de esos derechos he hecho uso. Y no escribo esto para que se
haga así conmigo. ¡Antes morir que...! Mi timbre de gloria ¡nadie lo eliminará!
Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber
que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio! Si lo hiciera por
propia iniciativa, ciertamente tendría derecho a una recompensa. Mas si lo hago
forzado, es una misión que se me ha confiado. Ahora bien, ¿cuál es mi
recompensa? Predicar el Evangelio entregándolo gratuitamente, renunciando al
derecho que me confiere el Evangelio.” 1 Cor 9,15-18
“Y ¡ay de mí si no
predicara el Evangelio!” ¿A quién de nosotros no se nos ha
presentado esta famosa sentencia, ya para argumentar la misión evangelizadora
de la Iglesia ya para invitarnos a vivir el carácter propio del bautismo
madurado en la confirmación?
De
hecho el Apóstol presenta esta urgente necesidad que se le impone y este deber
que tan íntimamente le incumbe como la corona que detenta celosamente: “Mi timbre de gloria ¡nadie lo eliminará!”
Y su testimonio personal asume un lenguaje extremo: “Mas si lo hago forzado, es una misión que se me ha confiado.” Se
trata de estar como forzado por una conciencia imperiosa de su llamado y por un
santo apasionamiento que da cuenta de la llama divina que le inflama en Gracia
y a la cual se entrega fielmente sin reservas.
Permítanme
los lectores que trace un paralelo con el profeta Jeremías, quien en otro
contexto, en un momento de crisis vocacional, lleno de angustia y frustración a
causa de las numerosas contradicciones y sufrimientos que le ha traído su
ministerio, también puede experimentar esta quemazón abrasadora: “Yo decía: «No volveré a recordarlo, ni
hablaré más en su Nombre.» Pero había en mi corazón algo así como fuego
ardiente, prendido en mis huesos, y aunque yo trabajaba por ahogarlo, no podía.”
Jer 20,9
San
Pablo nos deja sintetizada esta pasión vehemente que se encuentra en el centro
de su identidad apostólica con la maravillosa fórmula: “Predicar el Evangelio entregándolo gratuitamente”.
¡Pidamos
pues al Señor, roguemos insistentemente que encienda en toda la Iglesia y en
nosotros mismos este fuego para que arda inextinguible! ¿O acaso no es esto Pentecostés:
una efusión imparable y potente del Espíritu Santo en su Iglesia para desatar en
el mundo una quemazón misionera y una pasión evangelizadora que llegue a todos?
¿Y hasta que extremos del amor nos empujará?
“Efectivamente,
siendo libre de todos, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más que
pueda. Con los judíos me he hecho judío para ganar a los judíos; con los que
están bajo la Ley, como quien está bajo la Ley - aun sin estarlo - para ganar a
los que están bajo ella. Con los que están sin ley, como quien está sin ley
para ganar a los que están sin ley, no estando yo sin ley de Dios sino bajo la
ley de Cristo. Me he hecho débil con los débiles para ganar a los débiles. Me
he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos. Y todo esto lo hago por el Evangelio para ser
partícipe del mismo.” 1 Cor 9,19-23
A
veces me han llegado interpretaciones de este pasaje que enfatizan reductiva y superficialmente
la “versatilidad pastoral”, como si lo importante fuese saber adaptarse para
dialogar con el mundo, lograr ser flexible para impostarse según los cánones de
la cultura vigente y el espíritu de una época. Incluso tal vez haciendo que el
mismo Evangelio de Dios se rinda a las más extrañas contorsiones. Sin embargo
es del todo evidente que la llave de esta perícopa la hallamos en el repetido
verbo “ganar”. San Pablo hace todo cuanto hace para “ganarlos para el Evangelio”.
Afirma: “para ganar a los que más pueda”.
Y en osada expresión: “Me he hecho todo a
todos para salvar a toda costa a algunos.” Ganarlos para salvarlos y
salvarlos a toda costa. Se acerca a todos con gran disponibilidad a compartir
su situación para sacarlos de esa situación y acercarlos al Evangelio de la
Salvación en Cristo.
No
tengo dudas que la Iglesia peregrina de comienzos del siglo XXI debe sacudirse
pronto los límites que ciertas ideologías mundanas han querido imponerle.
Anunciar el Evangelio nunca es una discriminación excluyente ni un discurso de
odio, tampoco debe avergonzarse ni pedir timorata permisos porque tan solo esta
amando y amando según Dios que es el Amor. Si el Evangelio de Jesucristo señala
pecados no es una agresión sino un colirio y un cauterio. Si el Evangelio pide
conversión no es una demanda autoritaria que no comprende mi situación sino una
invitación a la sanación y a encontrar el verdadero rumbo. Debemos recordarnos
que no hay mayor Caridad que la Iglesia pueda hacerle a la humanidad que
proponerle aceptar y adherirse al Señor Jesucristo, Camino, Verdad y Vida.
Profesar la fe en Jesucristo como el único Salvador del mundo, pues no hay otro
Nombre que nos haya sido dado, no es fanatismo sino simplemente amor.
Creo
que San Pablo en el fondo nos dice algo así: ¿Amas a tu hermano? ¿Amas a la
humanidad según Dios la ama? Pues entonces intentas, por todos los medios que
sean santos, ganarlos para el Evangelio.

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