EL
ESPIRITU SANTO, TESTIGO DEL SEÑOR JESÚS
Estimadísimo
Apóstol Pablo, nos introducimos en dos capítulos, fundamentales y famosísimos,
de esta primera carta a los corintios. Si en Rom 5,5 habías afirmado que “…el amor de Dios ha sido derramado en
nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” y en Rom
8,39 sentenciado que estabas seguro de que nada ni nadie “…podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor
nuestro”; ahora nos invitarás a contemplar cómo éste Espíritu Santo derrama
el amor de Dios sobre el Cuerpo de Cristo, la Iglesia, reuniéndolo en comunión
a la vez que generando las diversas funciones de sus miembros, capacitando a
todos con diversidad de gracias y organizando la cohesión orgánica. Pero antes
de introducirnos en la cuestión de los dones espirituales colocas esta premisa.
“En
cuanto a los dones espirituales, no quiero, hermanos, que estén en la
ignorancia. Saben que cuando eran gentiles, se dejaban arrastrar ciegamente
hacia los ídolos mudos. Por eso les hago saber que nadie, hablando con el
Espíritu de Dios, puede decir: «¡Anatema es Jesús!»; y nadie puede decir:
«¡Jesús es Señor!» sino con el Espíritu Santo.” 1 Cor 12,1-3
Anticipando
y coincidiendo con la tradición sinóptica –sobre todo lucana- y con la joánica,
nos enseñas que la misión básica del Espíritu es dar testimonio de Jesús como
Señor. Sólo puede el que es llamado Don y Unción derramar la Caridad divina en
los fieles y adornarlos con carismas y dones si previamente ha suscitado y
animado la fe en el Cristo de Dios. Permítanme mi forma de expresarlo: el
Espíritu con su unción permite reconocer y adherirse al Hijo Ungido del Padre.
¿Qué
sucedía cuando estos fieles cristianos aún no conocían la acción del Espíritu? “Cuando eran gentiles, se dejaban arrastrar
ciegamente hacia los ídolos mudos.” ¿Quién los arrastraba y a quién le
permitían influenciarlos de ese modo? Pues claramente a otro espíritu –el Adversario
y sus demonios- o a sus pasiones desordenadas e inteligencia enceguecida por
permanecer aún bajo la herida del pecado irredento.
San
Pablo, en clara continuidad con la mirada de los Profetas, quiere arrancar a
las gentes de la mano de los ídolos y de las potencias demoníacas para que sean
libres en Cristo. En todo el testimonio neotestamentario se percibe una
unanimidad de acción: traer a todos los pueblos y a los que profesan otras
creencias hacia la única fe verdadera en el Señor Jesús. El Espíritu que sopló
en Pentecostés y los hizo andar todos los caminos conocidos, adelantándose a
los Apóstoles, les abrió el mundo de los paganos para rescatarlos por la
predicación del Evangelio de la Salvación.
No
dejo de inquietarme en nuestros días por la forma en la cual algunos, en la
Iglesia peregrina, comprenden el llamado “diálogo interreligioso”. Obviamente
la caridad nunca se puede exceptuar en el trato con ninguna persona o comunidad.
¿Pero cuál es el fin del diálogo de la Iglesia del Señor con otras creencias? ¿Evangelizarlas?
¿Realmente es respeto no anunciarles al Cristo o se trata de esa “tolerancia”
que brota del relativismo, del indiferentismo y del irenismo? ¿No proclamar con
claridad la unicidad de la salvación en el Hijo Unigénito no nos lleva a la
desevangelizacion? La invitación a la conversión al cristianismo en el contacto
con otras visiones religiosas, ¿en serio es una actitud invasiva, supremacista
y discriminatoria? Me resulta paradojal que el Espíritu Santo, que es Amor de
Dios, quiera rescatar a todos los hombres arrojados a los falsos dioses, mientras
que algunos eclesiásticos quieren dejarlos en las manos de los ídolos mudos y
parecen contentarse con que allí quizás puedan atisbar de lejos y nebulosamente
algunos reflejos de la Luz potente de la Verdad que no han abrazado en su plenitud
liberadora. El Espíritu de Dios, uno de los dos enviados del Padre que en
Pentecostés empujó a la “Iglesia en salida” hacia los confines del mundo, ¿terminará
enjuiciado hoy por “proselitismo” bajo la mirada ideológica de los
inquisidores de una nueva teología secularizada, muy moderna y alineada con la
agenda global?
Pero
el Apóstol es contundente en su principio de discernimiento hacia el interior
de la vida eclesial. “Por eso les hago
saber que nadie, hablando con el Espíritu de Dios, puede decir: «¡Anatema es
Jesús!»; y nadie puede decir: «¡Jesús es Señor!» sino con el Espíritu Santo.” Quien
disminuya o niegue la Divinidad de Jesucristo, quien pretenda emparejarlo como
uno más entre otros o quien considere que no sea necesaria la fe en el Hijo Redentor
para la Salvación, simplemente no puede estar animado por el Espíritu Santo,
que básicamente es el Divino Testigo Trinitario de que el Hijo ha sido enviado
por el Padre. Diríamos en términos clásicos: “allí huele a mal espíritu”.
Porque el Adversario, que no solo es homicida desde el principio sino también maestro
de la división y promotor de mentira y engaño, es un espíritu de confusión y
ambigüedad, que extiende las tinieblas para que no permitan ver con claridad la
Luz de Dios. ¿Cómo el Espíritu del Amor y la Verdad va a desear que nos
quedemos lejos de las manos de Cristo,
en otras manos que no son divinas? No dudo que el Demonio en nuestro tiempo
está intentando incoar una suerte de anti-Pentecostés, seduciendo a la Iglesia
que camina a retrotraerse sobre sí misma, en vanas disquisiciones tan
autoreferenciales como estériles, para paralizar la Misión evangelizadora del
mundo entero.
Sin
embargo, cuando oigas que se proclama fuerte y caritativamente que “Jesucristo
es el Señor” y que “solo en Él, Cordero de Dios inmolado por nosotros, se
halla Salvación”, sabrás que el Espíritu Santo está obrando como ayer, hoy y
siempre en la Iglesia: dando testimonio del Señorío de Jesús.

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