EL
MISTERIO DE LA COMUNIÓN ECLESIAL (II)
Queridísimo
Apóstol de Dios, continuamos contemplando contigo el misterio de la comunión
eclesial.
“Pues
del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los
miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo,
así también Cristo. Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados,
para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos
hemos bebido de un solo Espíritu. Así
también el cuerpo no se compone de un solo miembro, sino de muchos. Si dijera
el pie: «Puesto que no soy mano, yo no soy del cuerpo» ¿dejaría de ser parte
del cuerpo por eso? Y si el oído dijera: «Puesto que no soy ojo, no soy del
cuerpo» ¿dejaría de ser parte del cuerpo por eso? Si todo el cuerpo fuera ojo
¿dónde quedaría el oído? Y si fuera todo oído ¿donde el olfato?” 1 Cor 12,12-17
En
verdad tu enseñanza es tan clara que no reclama demasiado comentario sino más
bien un intenso ejercicio de meditación y oración. Varias veces utilizarás (ya
lo habíamos considerado en tu carta a los Romanos) la comparación con el cuerpo
para explicitar el misterio de la Iglesia configurada así como Cuerpo de
Cristo. Aunque en otros escritos
distinguirás mejor a Cristo como Cabeza y a la Iglesia como su Cuerpo.
Por
lo pronto, nos invitas a reconocernos en la comunidad eclesial como miembros
que interdependen unos de otros. Ningún miembro agota la totalidad del cuerpo
sino que el cuerpo resulta de la organización armónica de muchos miembros diversos.
Como a veces se dice, el “nosotros” es mucho más que la sumatoria de los “yo”.
Y cada miembro, cada uno de nosotros en la Iglesia, ha sido ubicado en un lugar
del cuerpo con una misión única en favor de todo el organismo.
¿Cómo
es posible que esta pluralidad tan diversa encuentre cohesión? “Porque en un solo Espíritu hemos sido todos
bautizados, para no formar más que un cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo
Espíritu.” Insistamos pues en el
hecho de que la Iglesia es un misterio de comunión solo posible por la acción
del Espíritu de Dios. Realmente siempre me ha parecido imposible que personas
tan diversas en su historia y personalidad como pueblos tan plurales
culturalmente hablando, puedan alcanzar alguna unidad por la sola acción
humana. Es muy bonito y queda siempre bien afirmar aquello de la “unidad en la
diversidad”, pero en la práctica ningún ser humano, ningún procedimiento,
ningún reglamento podrá jamás lograrlo. Se trataría solo de una ilusión de
omnipotencia. Por eso las fraternidades universales de corte humanista y las
organizaciones globalistas con sus agendas siempre fracasarán: simplemente se
proponen un fin para el cual carecen de recursos suficientes. Lo de la “unidad
en la diversidad” suele terminar en un uniforme autoritario que anula la
diversidad o en una diversidad anárquica que impide la unidad. La Comunión de
los hombres solo puede ser posible como obra de Dios –no sin nosotros pero obra
de su Gracia sin duda-. La Iglesia como Cuerpo y misterio de Comunión debe ser
profesada entonces como un auténtico milagro de la acción del Espíritu Santo.
“Ahora
bien, Dios puso cada uno de los miembros en el cuerpo según su voluntad. Si
todo fuera un solo miembro ¿dónde quedaría el cuerpo? Ahora bien, muchos son
los miembros, mas uno el cuerpo. Y no puede el ojo decir a la mano: «¡No te
necesito!» Ni la cabeza a los pies: «¡No os necesito!» Más bien los miembros
del cuerpo que tenemos por más débiles, son indispensables. Y a los que nos
parecen los más viles del cuerpo, los rodeamos de mayor honor. Así a nuestras
partes deshonestas las vestimos con mayor honestidad. Pues nuestras partes
honestas no lo necesitan. Dios ha formado el cuerpo dando más honor a los miembros
que carecían de él, para que no hubiera división alguna en el cuerpo, sino que
todos los miembros se preocuparan lo mismo los unos de los otros. Si sufre un
miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los
demás toman parte en su gozo.” 1 Cor 12,18-26
Ahora
bien, siempre esta vigente la tentación en los miembros de querer imponerse
sobre los otros. Quizás porque un miembro de la comunidad se estime como más
importante o más necesario que los demás. Tal vez porque otro miembro quiera
reducirlos a todos a su discurso, pensamiento o modo de acción. Lo sabemos bien
por experiencia, la vida eclesial está llena de tensiones de este tipo.
Obviamente estas divisiones y disenciones son resultado de nuestros pecados
personales, inmadureces y heridas por sanar. Y si todos los miembros de este
Cuerpo que peregrina en la historia –porque quienes ya han sido admitidos a la Jerusalén
celeste, santificados gozan de la Comunión-, debemos partir de esta fragilidad
que nos aflige y disgrega… ¿cómo seremos reunidos al fin en la unidad?
“Dios puso cada uno de
los miembros en el cuerpo según su voluntad.” Entonces
respondemos lo habitual: ¡necesitamos convertirnos! Cada quien debe
preguntarse: ¿qué miembro me ha llamado a ser el Señor en el Cuerpo de su
Iglesia?, ¿y qué funciones y misión me ha querido encargar? Más aun, ¿con qué
otros miembros más cercanos a mi posición debo interactuar en favor de todo el
Cuerpo?, ¿y a qué otros miembros debo servir y ayudar a veces dirigiendo,
nutriendo y animando o a veces recibiendo, dejándome modelar y obedeciendo? ¿Quién
soy yo en la Iglesia y qué lugar ocupo? ¿Cómo Dios ha querido ubicarme en el
Cuerpo de Cristo?
Necesitamos
convertirnos claro, pues sucede a menudo que nos rebelamos contra el puesto que
nos ha sido asignado, que pretendemos ocupar otro lugar distinto y a veces
ambicionamos con malas artes desplazar a otros, lesionando al cuerpo entero.
¡Cuánta humildad nos hará falta para reconocernos en el Cuerpo de la Iglesia
como Dios con su sabia voluntad ha querido ubicarnos para el propio provecho y
para el bien de todos!
“Que no hubiera
división alguna en el cuerpo, sino que todos los miembros se preocuparan lo mismo
los unos de los otros.” He aquí la orientación que el
Apóstol descubre en el plan de Dios sobre su Iglesia. “Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es
honrado, todos los demás toman parte en su gozo.” Esta solidaridad de todos
los miembros en un mismo cuerpo, este resonar todo en cada uno en la armonía de un mismo organismo, requiere mucho más que aceptación humilde de la voluntad de
Dios, requiere amor.
“Ahora
bien, ustedes son el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte. Y
así los puso Dios en la Iglesia, primeramente como apóstoles; en segundo lugar
como profetas; en tercer lugar como maestros; luego, los milagros; luego, el
don de las curaciones, de asistencia, de gobierno, diversidad de lenguas. ¿Acaso
todos son apóstoles? O ¿todos profetas? ¿Todos maestros? ¿Todos con poder de
milagros? ¿Todos con carisma de
curaciones? ¿Hablan todos lenguas? ¿Interpretan todos? ¡Aspirad a los carismas
superiores! Y aun os voy a mostrar un camino más excelente.” 1 Cor 12,27-31
Así
San Pablo vuelve al tema de los dones y carismas del Espíritu que deben ser
ejercitados rectamente, pues de lo contrario, lo que el Señor da para la unidad
lo transformamos nosotros en elemento de disturbio y división. Y de nuevo,
lamentablemente, es una experiencia tan frecuente en la vida comunitaria de los
creyentes.
En
principio el Apóstol nos adelanta que los dones han sido jerarquizados y
ordenados en el plan de Dios y que obviamente debemos ceñirnos a esa
organización querida por el Señor para su Cuerpo. Ya en el capítulo 14 volverá
San Pablo muy concretamente a enseñarnos acerca del recto ejercicio de los
carismas. Ahora en el capítulo 13 introducirá la clave fundamental sin la cual
nada sería posible. No podrá Dios realizar la “unidad en la diversidad” si en
el Cuerpo de la Iglesia no circula su Amor.

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