DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 61

 




EL MISTERIO DE LA COMUNIÓN ECLESIAL (II)

 

 

Queridísimo Apóstol de Dios, continuamos contemplando contigo el misterio de la comunión eclesial.

 

“Pues del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo. Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.  Así también el cuerpo no se compone de un solo miembro, sino de muchos. Si dijera el pie: «Puesto que no soy mano, yo no soy del cuerpo» ¿dejaría de ser parte del cuerpo por eso? Y si el oído dijera: «Puesto que no soy ojo, no soy del cuerpo» ¿dejaría de ser parte del cuerpo por eso? Si todo el cuerpo fuera ojo ¿dónde quedaría el oído? Y si fuera todo oído ¿donde el olfato?” 1 Cor 12,12-17

 

En verdad tu enseñanza es tan clara que no reclama demasiado comentario sino más bien un intenso ejercicio de meditación y oración. Varias veces utilizarás (ya lo habíamos considerado en tu carta a los Romanos) la comparación con el cuerpo para explicitar el misterio de la Iglesia configurada así como Cuerpo de Cristo.  Aunque en otros escritos distinguirás mejor a Cristo como Cabeza y a la Iglesia como su Cuerpo.

Por lo pronto, nos invitas a reconocernos en la comunidad eclesial como miembros que interdependen unos de otros. Ningún miembro agota la totalidad del cuerpo sino que el cuerpo resulta de la organización armónica de muchos miembros diversos. Como a veces se dice, el “nosotros” es mucho más que la sumatoria de los “yo”. Y cada miembro, cada uno de nosotros en la Iglesia, ha sido ubicado en un lugar del cuerpo con una misión única en favor de todo el organismo.

¿Cómo es posible que esta pluralidad tan diversa encuentre cohesión? “Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.”  Insistamos pues en el hecho de que la Iglesia es un misterio de comunión solo posible por la acción del Espíritu de Dios. Realmente siempre me ha parecido imposible que personas tan diversas en su historia y personalidad como pueblos tan plurales culturalmente hablando, puedan alcanzar alguna unidad por la sola acción humana. Es muy bonito y queda siempre bien afirmar aquello de la “unidad en la diversidad”, pero en la práctica ningún ser humano, ningún procedimiento, ningún reglamento podrá jamás lograrlo. Se trataría solo de una ilusión de omnipotencia. Por eso las fraternidades universales de corte humanista y las organizaciones globalistas con sus agendas siempre fracasarán: simplemente se proponen un fin para el cual carecen de recursos suficientes. Lo de la “unidad en la diversidad” suele terminar en un uniforme autoritario que anula la diversidad o en una diversidad anárquica que impide la unidad. La Comunión de los hombres solo puede ser posible como obra de Dios –no sin nosotros pero obra de su Gracia sin duda-. La Iglesia como Cuerpo y misterio de Comunión debe ser profesada entonces como un auténtico milagro de la acción del Espíritu Santo.

 

“Ahora bien, Dios puso cada uno de los miembros en el cuerpo según su voluntad. Si todo fuera un solo miembro ¿dónde quedaría el cuerpo? Ahora bien, muchos son los miembros, mas uno el cuerpo. Y no puede el ojo decir a la mano: «¡No te necesito!» Ni la cabeza a los pies: «¡No os necesito!» Más bien los miembros del cuerpo que tenemos por más débiles, son indispensables. Y a los que nos parecen los más viles del cuerpo, los rodeamos de mayor honor. Así a nuestras partes deshonestas las vestimos con mayor honestidad. Pues nuestras partes honestas no lo necesitan. Dios ha formado el cuerpo dando más honor a los miembros que carecían de él, para que no hubiera división alguna en el cuerpo, sino que todos los miembros se preocuparan lo mismo los unos de los otros. Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo.” 1 Cor 12,18-26

 

Ahora bien, siempre esta vigente la tentación en los miembros de querer imponerse sobre los otros. Quizás porque un miembro de la comunidad se estime como más importante o más necesario que los demás. Tal vez porque otro miembro quiera reducirlos a todos a su discurso, pensamiento o modo de acción. Lo sabemos bien por experiencia, la vida eclesial está llena de tensiones de este tipo. Obviamente estas divisiones y disenciones son resultado de nuestros pecados personales, inmadureces y heridas por sanar. Y si todos los miembros de este Cuerpo que peregrina en la historia –porque quienes ya han sido admitidos a la Jerusalén celeste, santificados gozan de la Comunión-, debemos partir de esta fragilidad que nos aflige y disgrega… ¿cómo seremos reunidos al fin en la unidad?

“Dios puso cada uno de los miembros en el cuerpo según su voluntad.” Entonces respondemos lo habitual: ¡necesitamos convertirnos! Cada quien debe preguntarse: ¿qué miembro me ha llamado a ser el Señor en el Cuerpo de su Iglesia?, ¿y qué funciones y misión me ha querido encargar? Más aun, ¿con qué otros miembros más cercanos a mi posición debo interactuar en favor de todo el Cuerpo?, ¿y a qué otros miembros debo servir y ayudar a veces dirigiendo, nutriendo y animando o a veces recibiendo, dejándome modelar y obedeciendo? ¿Quién soy yo en la Iglesia y qué lugar ocupo? ¿Cómo Dios ha querido ubicarme en el Cuerpo de Cristo?

Necesitamos convertirnos claro, pues sucede a menudo que nos rebelamos contra el puesto que nos ha sido asignado, que pretendemos ocupar otro lugar distinto y a veces ambicionamos con malas artes desplazar a otros, lesionando al cuerpo entero. ¡Cuánta humildad nos hará falta para reconocernos en el Cuerpo de la Iglesia como Dios con su sabia voluntad ha querido ubicarnos para el propio provecho y para el bien de todos!

“Que no hubiera división alguna en el cuerpo, sino que todos los miembros se preocuparan lo mismo los unos de los otros.” He aquí la orientación que el Apóstol descubre en el plan de Dios sobre su Iglesia. “Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo.” Esta solidaridad de todos los miembros en un mismo cuerpo, este resonar todo en cada uno en la armonía de un mismo organismo, requiere mucho más que aceptación humilde de la voluntad de Dios, requiere amor.

 

“Ahora bien, ustedes son el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte. Y así los puso Dios en la Iglesia, primeramente como apóstoles; en segundo lugar como profetas; en tercer lugar como maestros; luego, los milagros; luego, el don de las curaciones, de asistencia, de gobierno, diversidad de lenguas. ¿Acaso todos son apóstoles? O ¿todos profetas? ¿Todos maestros? ¿Todos con poder de milagros?  ¿Todos con carisma de curaciones? ¿Hablan todos lenguas? ¿Interpretan todos? ¡Aspirad a los carismas superiores! Y aun os voy a mostrar un camino más excelente.” 1 Cor 12,27-31

 

Así San Pablo vuelve al tema de los dones y carismas del Espíritu que deben ser ejercitados rectamente, pues de lo contrario, lo que el Señor da para la unidad lo transformamos nosotros en elemento de disturbio y división. Y de nuevo, lamentablemente, es una experiencia tan frecuente en la vida comunitaria de los creyentes.

En principio el Apóstol nos adelanta que los dones han sido jerarquizados y ordenados en el plan de Dios y que obviamente debemos ceñirnos a esa organización querida por el Señor para su Cuerpo. Ya en el capítulo 14 volverá San Pablo muy concretamente a enseñarnos acerca del recto ejercicio de los carismas. Ahora en el capítulo 13 introducirá la clave fundamental sin la cual nada sería posible. No podrá Dios realizar la “unidad en la diversidad” si en el Cuerpo de la Iglesia no circula su Amor.

 

 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

EVANGELIO DE FUEGO 27 de Noviembre de 2025