DIALOGO VIVO CON SAN PABLO 4




 NO TIENES EXCUSAS QUIENQUIERA QUE SEAS

DESPRECIAS SU BONDAD, PACIENCIA Y LONGANIMIDAD

SIN RECONOCER QUE ESA BONDAD DE DIOS

TE IMPULSA A LA CONVERSIÓN

 

Queridísimo Pablo, santo Apóstol de los gentiles, comprendemos que estás atravesado por una tensión interior que te conmueve. Por un lado amas a tu pueblo y has sido educado apasionadamente en sus tradiciones, pero por otro has sido enviado a los paganos y viendo la Gracia de Dios actuando en ellos has redefinido todo tu pensar. Tu óptica ha cambiado desde la revelación del Evangelio de Cristo. Ahora en tu carta, tras mirar ese mundo sumido en el pecado no admites excusas, a nadie le faltaba la Ley de Dios y el Juicio pesa sobre todos.

 

“Por eso, no tienes excusa quienquiera que seas, tú que juzgas, pues juzgando a otros, a ti mismo te condenas, ya que obras esas mismas cosas tú que juzgas, y sabemos que el juicio de Dios es según verdad contra los que obran semejantes cosas. Y ¿te figuras, tú que juzgas a los que cometen tales cosas y las cometes tú mismo, que escaparás al juicio de Dios? O ¿desprecias, tal vez, sus riquezas de bondad, de paciencia y de longanimidad, sin reconocer que esa bondad de Dios te impulsa a la conversión? Por la dureza y la impenitencia de tu corazón vas atesorando contra ti cólera para el día de la cólera y de la revelación del justo juicio de Dios, el cual dará a cada cual según sus obras: a los que, por la perseverancia en el bien busquen gloria, honor e inmortalidad: vida eterna; mas a los rebeldes, indóciles a la verdad y dóciles a la injusticia: cólera e indignación.

Tribulación y angustia sobre toda alma humana que obre el mal: del judío primeramente y también del griego;  en cambio, gloria, honor y paz a todo el que obre el bien; al judío primeramente y también al griego;  que no hay acepción de personas en Dios.

Pues cuantos sin ley pecaron, sin ley también perecerán; y cuantos pecaron bajo la ley, por la ley serán juzgados;  que no son justos delante de Dios los que oyen la ley, sino los que la cumplen: ésos serán justificados. En efecto, cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia, y los juicios contrapuestos de condenación o alabanza...  en el día en que Dios juzgará las acciones secretas de los hombres, según mi Evangelio, por Cristo Jesús.” Rom 2,1-16

 

Aunque siempre a los hombres de todos los tiempos les ha causado resistencia y rechazo esta verdad, la verdad de que hay Juicio de Dios es una de esas verdades tan arraigadas en la Revelación que parece imposible remover. Hasta el mismo sentido común de la razón humana parece pedirlo: ¿acaso da lo mismo vivir de cualquier modo?, ¿no hay diferencia alguna entre los que obran el bien o el mal? Si el resultado es el mismo para todos: ¿por qué hacer distinción entre bien y mal?, ¿por qué elegir un camino difícil de donación de sí mismo si se puede transitar sin peligro el sendero fácil de una egoísta y permanente autocomplacencia? Si el resultado es el mismo y no hay Juicio o ese Juicio es para todos absolutorio sin necesidad alguna de enmienda: ¿qué sentido tiene aspirar a superarnos de algún modo?, ¿acaso la aspiración a la santidad no es un absurdo?

Así San Pablo vas entretejiendo el diálogo entre la realidad de los judíos y de los paganos. Unos tienen la Ley de Dios y orgullosos por ese don recibido creen estar en condición de superioridad para juzgar a los demás; sin embargo deben darse cuenta que ese juicio se vuelve contra ellos mismos sino son coherentes en su estilo de vida. Pues no tienen excusa quienes conocen la Ley divina y la transgreden. “No son justos delante de Dios los que oyen la ley, sino los que la cumplen: ésos serán justificados.”

Pero tampoco tienen excusa los otros, que no conocen la Ley escrita sobre tablas, pues la Ley de Dios está escrita en los corazones de los hombres y rige sobre su conciencia. “Los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley… muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia.”

Por lo tanto sobre unos y otros se levanta el horizonte del Juicio de Dios cuya voluntad se encuentra expresada y puede ser conocida por el orden natural de la Creación y el sobrenatural de la Ley revelada antes de la manifestación de Cristo Jesús. Nadie tiene en la humanidad de todos los tiempos excusa alguna: “Dará a cada cual según sus obras: a los que, por la perseverancia en el bien busquen gloria, honor e inmortalidad: vida eterna; mas a los rebeldes, indóciles a la verdad y dóciles a la injusticia: cólera e indignación.”

Tras lo cual me pregunto entonces temblando: ¿y para los cristianos qué? No solo poseemos con toda la humanidad esa ley del orden de la Creación naturalmente escrita en los corazones y grabada en las conciencias sino que somos herederos de la tradición de la primera Alianza dada a nuestros padres. Tenemos todo lo que los que aún no han llegado a la fe en Cristo tienen y que por ello serán juzgados, pero además tenemos la plenitud de la Revelación por la fe en Jesucristo Señor nuestro. ¿Qué será de nosotros “en el día en que Dios juzgará las acciones secretas de los hombres, según mi Evangelio, por Cristo Jesús”?

Lo cual nos trae a todos –a quienes dependen solo de su conciencia, a quienes son asistidos por la Ley mosaica y los profetas, o mucho más a quienes hemos sido plenamente iluminados por el Evangelio de la Salvación-, tener a mano esta advertencia y ponderarla con urgencia: “¿desprecias, tal vez, sus riquezas de bondad, de paciencia y de longanimidad, sin reconocer que esa bondad de Dios te impulsa a la conversión? Por la dureza y la impenitencia de tu corazón vas atesorando contra ti cólera para el día de la cólera y de la revelación del justo juicio de Dios.”

¡Convirtámonos a Dios pues con premura! Seamos agradecidos y valoremos este tiempo de Misericordia que se nos ofrece. Sería bueno que consideremos esta vida histórica –desde nuestro nacimiento hasta nuestra muerte-, como el período de la generosa paciencia de Dios que nos llama al encuentro definitivo y nos regala un tiempo de peregrinación para purificarnos. Claro que no ha sido así desde los comienzos pero el pecado del hombre ha transformado esta vida terrena también en un arduo camino de retorno, en una escalera empinada. Y ya que nadie conoce ni el día ni la hora de rendir cuentas no desaprovechemos la oportunidad. Esta advertencia acerca del Juicio que tanto nos cuesta escuchar no es sino una delicada manifestación de su Amor por nosotros. Dios, que no hace acepción de personas, es tan imparcial para ofrecer Salvación a todos como para reconocer y distinguir a quienes han aceptado la Alianza o la han rechazado. El Dios que es Amor Salvador y el Justo Juez se identifican, son el mismo Dios. No olvidemos como Cristo inició su ministerio entre nosotros, predicando: “El Reino de Dios está cerca, conviértanse y crean en el Evangelio”. No seamos por tanto impenitentes. Esta vida es aquella Cuaresma que nos prepara para la Pascua eterna.


PROVERBIOS DE ERMITAÑO 152


 

PROVERBIOS DE ERMITAÑO 151


 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 3




DIOS LOS ENTREGÓ

A LAS APETENCIAS DE SU CORAZÓN, 

A SU MENTE INSENSATA,

RECIBIENDO EN SÍ MISMOS EL PAGO MERECIDO DE SU EXTRAVÍO

 

 

Estimadísimo    Apóstol de Jesucristo, tras escuchar que te presentases como quien ha sido escogido para el Evangelio y que no se avergüenza de él, dialogaremos contigo en el contexto de esta importantísima Carta dirigida a la comunidad cristiana de Roma.

Deben saber nuestros lectores que es un escrito de madurez donde explicitas tranquila y ordenadamente la novedad del Evangelio con todas sus implicancias, donde quieres mostrar tu comprensión del misterio de la Salvación manifestado y realizado en Cristo. También debo aclarar que este “Diálogo vivo” no tendrá carácter exegético ni la intención de un estudio bíblico sino simplemente una lectura espiritual, un dejar que resuene la Palabra de Dios comunicada por tu ministerio y que siga llegando fertilizante hasta nuestros días. Es pues desde el marco de mi propia oración personal y sus resonancias donde quisiera invitarlos a vivir su experiencia de encuentro con San Pablo.

 

“Porque en él (el Evangelio) se revela la justicia de Dios, de fe en fe, como dice la Escritura: El justo vivirá por la fe.

En efecto, la cólera de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que aprisionan la verdad en la injusticia; pues lo que de Dios se puede conocer, está en ellos manifiesto: Dios se lo manifestó. Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad, de forma que son inexcusables; porque, habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, antes bien se ofuscaron en sus razonamientos y su insensato corazón se entenebreció: jactándose de sabios se volvieron estúpidos, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por una representación en forma de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos, de reptiles.” Rom 1,17-23

 

Para llegar más adelante a concluir que todos necesitábamos ser redimidos por Cristo, contrapones la justicia de Dios manifestada por el Evangelio y que por la fe puede ser recibida justificándonos, con el estado generalizado de impiedad e injusticia en el que se encuentra sumida la humanidad sin fe y al cual le conviene la cólera de Dios. Y esta situación es inexcusable pues por el orden de la Creación el Señor se ha dejado conocer a la inteligencia pero los hombres no le quisieron reconocer, glorificándolo y dándole gracias. Usas términos duros: “antes bien se ofuscaron en sus razonamientos y su insensato corazón se entenebreció: jactándose de sabios se volvieron estúpidos”. La primera parada de este pecado es la idolatría, cambiando al Dios Creador por representaciones que son hechura de nuestras manos.

También en nuestra época parece ofuscada esta capacidad de la inteligencia para descubrir al Señor del universo en sus obras y para aceptar que hay un orden y sentido de cuanto existe. La “razón moderna” –que no ha pasado en algunos casos de proponer un difuminado teísmo- se ha empeñado en afirmar una exagerada capacidad de comprensión al pensamiento humano. Pero sin referencia a Dios que se manifiesta en el orden natural, desligados de la verdad metafísica, jactándonos de sabios terminamos haciéndonos estúpidos.

Y de hecho frente a las proclamas positivistas de un cientificismo extremo, la técnica cada vez más descontextualizada de un horizonte ético, a la vez que ha producido beneficios también ha provocado catastróficos males. Cuesta entender la paradoja vigente: que semejante credo racionalista empiece a convivir con el retorno del paganismo energético, animista y panteísta. A la fe en el progreso de la historia le ha sucedido el retroceso a la degradación de un primitivismo inhumano. Prácticamente parecemos asistir a un proceso de involución del hombre.

 

Por eso Dios los entregó a las apetencias de su corazón hasta una impureza tal que deshonraron entre sí sus cuerpos; a ellos que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y sirvieron a la criatura en vez del Creador, que es bendito por los siglos. Amén. Por eso los entregó Dios a pasiones infames; pues sus mujeres invirtieron las relaciones naturales por otras contra la naturaleza; igualmente los hombres, abandonando el uso natural de la mujer, se abrasaron en deseos los unos por los otros, cometiendo la infamia de hombre con hombre, recibiendo en sí mismos el pago merecido de su extravío.” Rom 1,24-27

 

“Por eso Dios los entregó”, nos dices. Resuena aquí todo el discernimiento del hombre bíblico que no adjudica los males presentes al Señor que es bueno y todo lo ha hecho bien sino al pecado del hombre. La ruptura de la Alianza por la infidelidad tiene consecuencias, nos enseñaron los profetas. Justamente se halla en la pedagogía de Dios –que respeta nuestras decisiones-, permitir que sopesemos nuestra responsabilidad érsonal. No se trata de un abandono desalmado o la venganza de un progenitor ofendido sino de la didáctica de un Padre que pone delante de sus hijos los frutos de la desobediencia para que se hagan cargo de sí mismos. Con verdadero amor los deja librados al derrotero que se han trazado, no les resuelve sobreprotectoramente los problemas, no les facilita que rehúyan del pesar que trae la autosuficiencia. El abandono del proyecto de Gracia los ha conducido a desbarrancar en una creciente espiral de impureza. La segunda parada es un desorden de las pasiones que se vuelve contra ellos mismos dañándolos, retorciéndolos fuera de eje sin referencia al orden creado, empujándolos contracorriente de la identidad por naturaleza.

Nuestro tiempo conoce ampliamente esta desorientación pero ya no se la admite como tal. En el colmo de la necedad se la reivindica y hasta se la propone de parámetro, incluso bajo pretexto de discriminación inmisericorde se la asciende por victimización al ámbito de lo virtuoso. Por supuesto cualquier intento de reivindicación de la verdad en el orden de la Creación no tardará en ser catalogado como discurso de odio. Tal las cosas, lo que otrora causaba pudor hoy es causa de aplauso y premiación.

 

“Y como no tuvieron a bien guardar el verdadero conocimiento de Dios, los entregó Dios a su mente insensata, para que hicieran lo que no conviene: llenos de toda injusticia, perversidad, codicia, maldad, henchidos de envidia, de homicidio, de contienda, de engaño, de malignidad, chismosos, detractores, enemigos de Dios, ultrajadores, altaneros, fanfarrones, ingeniosos para el mal, rebeldes a sus padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados, los cuales, aunque conocedores del veredicto de Dios que declara dignos de muerte a los que tales cosas practican, no solamente las practican, sino que aprueban a los que las cometen.” Rom 1,28-32

 

“Dios los entregó”, insistes. ¿Por qué? Pues no quisieron guardar el conocimiento verdadero que tiene al Señor como fuente. ¿A qué los entregó? “A las apetencias de su corazón impuro, a su mente insensata, a pasiones infames.” Entonces aparece en la tercera parada un mundo totalmente inconveniente para lo humano, lleno de maldad, plagado de perversidad, colmado de impiedad y de mortíferos enfrentamientos. Con tu tremenda lista Apóstol Pablo pintas un paisaje del todo desolador, un infierno anticipado en la historia. Un mundo de corrupción creciente donde se arruina siempre más a las nuevas generaciones que llegan a él. Y nada de esto está lejos de nuestros días sino más bien en apabullante escalada de oscuridad.

¿Habrá alguna esperanza? Sabemos que la hay. Pero lamentablemente preferimos el camino difícil: no entraremos en humildad sin pasar primero por la ofuscación de las apetencias desenfrenadas de nuestro  corazón impuro y de nuestra mente insensata. ¡Verdaderamente qué lástima elijamos sufrir tanto para anhelar la Redención!

 

DIALOGO VIVO CON SAN PABLO 2



  


NO ME AVERGÜENZO DEL EVANGELIO


“No me avergüenzo del Evangelio, que es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree.” Rom 1,16

 

San Pablo, estimadísimo e inquebrantable evangelizador, te confieso a ti y a los lectores que escribo estas líneas como quien se deshace en un vertiginoso caudal de lágrimas. ¡Cómo hemos llegado en nuestro tiempo a sentir vergüenza y a esconder nuestra fe en el Evangelio de Jesucristo!

Vienen a mi memoria tantísimos ejemplos y debiera comenzar a confesar y pedir perdón por mis propias omisiones si las he tenido. En conciencia no me reprocho haber negado públicamente la fe o haber escondido la verdad revelada por Dios; creo nunca haberlo hecho y ruego a Dios no caer en esa tentación. Obviamente mis propios pecados han sido un anti-testimonio y una incoherencia que daña a la Iglesia y a los destinatarios del anuncio gozoso de Jesucristo, el único mediador entre Dios y los hombres. Pero el Señor me ha ayudado a permanecer penitente, pidiendo perdón, buscando permanentemente la conversión. Sin embargo reconozco a veces haber desfallecido y, -cansado de tantos obstáculos o resistencias, tal vez del paso aletargado  y desmotivado de otros,- haber claudicado en el empeño. Quizás me he retirado demasiado pronto creyendo que no era posible esperar que el Evangelio diese frutos en algunas situaciones, comunidades o personas. Pero también confieso que no he cesado de empujar banalmente o con enojo, sino al fin y al cabo en medio de una tremenda tristeza por el rechazo al Evangelio de Dios. Porque cuando uno en gracia ha sido encendido, arde y quema, y cuánto quisiera que se queme en el Amor Divino el mundo entero.

Lamentablemente en nuestros días hay tanta leña mojada y no dejan de verterle agua para que la llama no prenda. Y quienes deben cuidar los troncos para que combustionen parecen ocupados o distraídos en otros intereses o simplemente negligentes.

Vienen a mí algunos ejemplos que espero presentar sin faltar a la caridad ni ofender a nadie.

a.       ¿Cuándo hemos renunciado a la educación cristiana? Yo he nacido y crecido en una familia no cristiana. Aunque la Providencia de Dios y alguna siembra que permanecía vigente en la cultura de antaño, permitió que mis padres favorecieran mi acceso a los sacramentos.  Cuando narro mi historia suelen preguntarme cómo ha podido surgir una vocación sacerdotal en medio de un ámbito familiar tan poco favorable. Me alegra poder decir que así de grande y maravilloso es Dios que puede sacar hijos suyos de las piedras del desierto. Que no me ha faltado el buen testimonio de la Madre Iglesia en tantos hermanos al comienzo de mi camino. Y que a través de mi perseverancia y crecimiento en la fe también mi familia ha sido bendecida, principalmente mis padres. Pero justamente por esto me veo impulsado a responder con otra pregunta: ¿cómo es posible que en tantas familias que se dicen cristianas no se hayan logrado dar a luz hijos y nietos fervorosos discípulos de Jesús e hijos de la Iglesia? Como conozco tantos padres dolidos debo responder tal cual los consuelo a ellos: has realizado tu siembra, acepta ahora la libertad y el camino misterioso de tus hijos, confía en la fuerza de la gracia y en la fidelidad de Dios que los seguirá buscando. Aunque otras veces me temo que somos responsables por ser displicentes, no colocar límites, justificar el pecado porque nuestro afecto se desvincula de la verdad y no somos capaces de decirles a los nuestros que los seguimos amando pero por amor debemos corregirlos pues el camino que toman no es de Dios.

Así también me viene el recuerdo del colegio católico al que le debo mi formación. No fui enviado allí por ser “católico” sino porque era considerado mejor que el estatal y más barato que otros privados. Aquella institución educativa de los setenta y ochenta del siglo pasado –en pleno posconcilio- era inmensamente más católica que en la actualidad. Por lo pronto no faltaba a diario el nombre de Jesucristo que te llegaba desde algún punto resonando en todo el ambiente escolar. Las aulas y los pasillos estaban siempre señalizados con el Crucifijo y las imágenes del Señor, de la Virgen y los santos. Las autoridades se preocupaban porque hiciéramos la catequesis sacramental en la Parroquia y tomábamos la primera comunión con el uniforme del colegio.  En los festivales, junto a otras temáticas, nunca faltaba alguna representación de un pasaje del Evangelio y las canciones religiosas. Pero cuando ejercí como docente en la década del noventa ya el nombre de Jesús quedaba implícito pero no pronunciado detrás de una “educación en los valores” y se percibía una fuerte descristianización con la pérdida de costumbres y simbolismos; la secularización del colegio cristiano avanzaba irrefrenable. Ya en el siglo XXI el colegio católico se ha transformado netamente en zona de misión: las aulas despojadas de cruces, la mayoría del plantel docente no es cristiano en la práctica e incluso dentro del ámbito de la institución enseña en contra de la fe de la Iglesia, las familias menos que antes acuden al colegio confesional por ser confesional y los obispos y el clero lo perciben más como un generador de recursos económicos que como un aporte a la cultura cristiana o a la inculturación misionera y apostólica del Evangelio en la sociedad humana. No pocos se preguntan para qué la Iglesia tiene colegios en esta situación.

b.      ¿Cuándo hemos renunciado a ser apóstoles? Lo que sigue es doloroso y quiero ser más que prudente. Tiempo atrás he comenzado a observar que los obispos de cierta región eclesiástica tenían la costumbre de introducir la Cruz pectoral en el bolsillo de la camisa quedando pues oculta. He podido preguntar en confianza y humildad por el sentido del gesto. La respuesta me ha parecido honesta y bien intencionada pues aducían que el pectoral episcopal podría ser para algunos una muestra de opulencia o de Iglesia triunfalista que causara rechazo o limitase una vinculación más llana. Sin embargo me he animado a decir que los pectorales no los veo hoy en día como una joya, no me parece los usen incrustados con piedras preciosas y más que ser plateados o dorados no sugieren riqueza. En todo caso propuse pueden hacerlos de madera o de hojalata si les preocupa que se vean pobres. Y por ahí más que en los pectorales debieran pensar en los automóviles o en los viajes al exterior. En fin, no me parece prudente poner la Cruz pectoral dentro del bolsillo frente a nadie siendo obispo pues no me parece que ningún laico deba hacerlo tampoco. Y pasados los años veo que vamos derivando en frases como “no buscamos convertirlos” o “evangelizar no es proselitismo” y otras expresiones que ofrecemos ambiguamente. Pues por un lado quieren ofrecer respeto a todos los hombres y al derecho a su libertad religiosa –como se la conciba-; mas por otro lado incluyen una cierta confesión pública de nuestra renuncia a proclamar el único Evangelio de la Salvación a todos para que todos -si es posible- se hagan cristianos. ¿Es respeto o es una fe vergonzante? No veo que otros credos tengan este escrúpulo o sean presa de este pudor. Como sea el enfriamiento del fervor misionero y del celo apostólico entre los católicos surge evidente e incontrastable en muchas regiones del planeta con honrosas y esperanzadoras excepciones. Excepciones generalmente vinculadas a contextos de persecución o de Iglesias jóvenes porque las comunidades con mayor historia las vemos inclinadas a la tentación de una mundanización que las disuelve.

c.       ¿Cuándo hemos dejado de creer en la Revelación? Aquí ya me da pena seguir avanzando. Bajo incontables artilugios y sofismas, por académicos y exegéticos que simulen ser, asistimos a un intento de reescribir la Palabra de Dios a nuestro modo y según el espíritu de nuestra época. La torcemos, la forzamos, la mutilamos o censuramos. Sin duda éste es el gran pecado eclesial de nuestros días, esta manipulación de la Sagrada Escritura, este olvido de la Tradición, esta creciente infidelidad al Depositum Fidei. Claro, nunca tal empresa abiertamente explicitada sino camuflada, sutil, engañosa.

Quisiera San Pablo que caminases hoy entre nosotros. Seguramente nos encararías con franqueza paternal y apostólica interrogándonos a todos: ¿Te avergüenzas del Evangelio de Jesucristo? ¿Has cambiado el Evangelio que te hemos anunciado los Apóstoles por falsos evangelios de vana locuacidad humana? ¿Sigues creyendo que el Evangelio de Dios es fuerza de Salvación para quienes crean? “Por mi parte -nos dirías-, yo no me avergüenzo del único Evangelio de Cristo, el Señor.”

 

PROVERBIOS DE ERMITAÑO 147


 

PROVERBIOS DE ERMITAÑO 146


 

CONTEMPLANDO LA EUCARISTÍA



El Misterio salvífico de la Comunión 

y la Eucaristía

 

Quisiera contemplar a Jesucristo, como ese Misterio escondido y revelado,[1] en el cual se manifiesta el plan divino de salvación como un proyecto de comunión de Dios con el hombre. Me permito entonces una mirada personal sobre la Eucaristía en el contexto del Misterio salvífico de la comunión. El siguiente esquema insinúa apenas unas líneas teológicas globales que apuntan a comprender el sacramento en toda su rica dinámica.[2]

En el eje central se parte de la Santísima Trinidad como misterio de Comunión que quiere llegar a la humanidad para hacerla partícipe y consorte de la naturaleza divina. En el medio de ese eje Jesucristo, quien por la dinámica de la Encarnación posibilita y da acceso pleno a la participación del hombre en el misterio Trinitario. Aparece entonces la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Sacramento Universal de Salvación, y en ella los sacramentos, resaltándose la Eucaristía. Así la humanidad es alcanzada, llamada e invitada a vivir su vocación de comunión con Dios.

A los costados, los ya clásicos movimientos descendente y ascendente, tan propios de la patrología griega y que ya eran prefigurados por ejemplo en el himno paulino de Flp 2,6-11 en cuanto abajamiento y exaltación de Cristo.

 

En la Eucaristía, la Trinidad Santa, 

abraza en Jesucristo 

a la humanidad y a toda la creación.

 

Es decir, la Eucaristía no es solo memorial de la Pascua, sino antes memorial de la Encarnación. O para decirlo aún mejor, en sentido estricto, memorial del “acontecimiento pascual” en cuanto pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo; mas en sentido amplio, memorial del “proyecto pascual”[3] del Padre sobre la historia, preparado ya desde el inicio de la creación, que se manifiesta (epifanía) en la Encarnación del Verbo y que se cierra (consumación) con la Parusía, su segunda venida en Gloria y “Pascua de toda la creación”[4]. Pues el proyecto del Padre, en Cristo nuestra Pascua, es la Alianza entre Dios y los hombres.

Lo expresaba bellamente San Juan Pablo II, quien al recordar las diversas circunstancias y ambientes en los que como sacerdote había celebrado la Eucaristía, podía escribirnos:

 

“Estos escenarios tan variados de mis celebraciones eucarísti­cas me hacen experimentar intensamente su ca­rácter universal y, por así decir, cósmico. ¡Sí, cósmico! Porque también cuando se celebra sobre el pequeño altar de una iglesia en el campo, la Eucaristía se celebra, en cierto sentido, sobre el altar del mundo. Ella une el cielo y la tierra. Abarca e impregna toda la creación. El Hijo de Dios se ha hecho hombre, para reconducir todo lo creado, en un supremo acto de alabanza, a Aquél que lo hizo de la nada. De este modo, Él, el sumo y eterno Sacerdote, entrando en el santuario eterno mediante la sangre de su Cruz, devuelve al Creador y Padre toda la creación redimida. Lo hace a través del ministerio sacerdotal de la Iglesia y para gloria de la Santí­sima Trinidad. Verdaderamente, éste es el mysterium fidei que se realiza en la Eucaristía: el mundo nacido de las manos de Dios crea­dor retorna a Él redimido por Cristo.”[5]

 

Y también sobre el vínculo análogo entre encarnación y Eucaristía, al referirse a la Virgen Madre, expresa:

 

“En cierto sentido, María ha practicado su fe eucarística antes incluso de que ésta fuera instituida, por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios. La Eucaristía, mientras remite a la pa­sión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sa­cramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor.

Hay, pues, una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió creer que quien concibió «por obra del Espíritu Santo» era el «Hijo de Dios» (cf. Lc 1, 30.35). En continuidad con la fe de la Virgen, en el Misterio eucarístico se nos pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las espe­cies del pan y del vino.”[6]

 

De este modo la Eucaristía remite a ese plan de comunión que Dios ha trazado desde la eternidad, plan de comunión que se expresa en la creación, plan de comunión que se posibilita en la Encarnación (condescendencia) del Verbo. Este movimiento descendente de Dios hacia los hombres (abajamiento-anonadamiento) expresa-visibiliza en Jesucristo el Amor de Dios que nos busca para la comunión eterna con Él. La Eucaristía es pues signo y realidad del llamado vocacional que Dios nos ha dirigido como hijos en el Hijo, de modo que haciéndonos discípulos entremos al ámbito de la comunión salvífica que nos ofrece.


 

En la Eucaristía, la Trinidad Santa, 

nos abraza en Jesucristo por la Iglesia 

bajo el Espíritu Santo haciendo la comunión.

 

Este sacramento por excelencia del encuentro con el Padre, instituido por Jesucristo y su Pascua es actuado en la Iglesia bajo el influjo del Espíritu Santo.

La epíclesis, oración litúrgica de invocación al Espíritu Santo, junto al gesto de imposición de manos, se realiza por vez primera en la Misa sobre las ofrendas de pan y vino. “Por eso, Padre, te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones…”[7] Sin embargo podemos reconocer una segunda epíclesis, que sin gesto de imposición de manos, se realiza sobre el pueblo.

“Lex orandi, lex credendi”. La Iglesia invoca al Espíritu Santo sobre ella misma en una súplica de comunión. Escuchemos y meditemos esta oración:

 

“Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y la Sangre de Cristo.”[8]

 

“…y llenos de tu Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu.”[9]

 

“…concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz, que congregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo, seamos en Cristo víctima viva para alabanza de tu gloria.”[10]

 

“…y concédeles, por la fuerza del Espíritu Santo, que, participando de un mismo pan y de un mismo cáliz, formen en Cristo un solo cuerpo, en el que no haya ninguna división.”[11]

 

“…concédenos el mismo Espíritu, que haga desaparecer toda enemistad entre nosotros. Que este Espíritu haga de tu Iglesia signo de unidad e instrumento de tu paz entre los hombres, y nos guarde en comunión…”[12]

 

“…concédenos por la fuerza del Espíritu de tu amor, ser contados ahora y por siempre entre el número de los miembros de tu Hijo, cuyo Cuerpo y Sangre comulgamos."[13]

 

“…y envíanos al Espíritu Santo para recibir el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo, unidos como una sola familia.”[14]

 

“…y danos tu Espíritu de amor a todos los que participamos en esta comida, para que vivamos cada día más unidos en la Iglesia...”[15]

 

“…y por la presencia del Espíritu Santo formemos un solo cuerpo en el amor.”[16]

 

Recopilemos y ordenemos el sentido teologal de esta segunda epíclesis.

El Espíritu Santo, corriente de vida divina, cual savia en el tronco de la Vid-Hijo, congrega en la unidad, nos hace entrar en el número de los miembros del Hijo unidos como una sola familia; y pues quiere que vivamos siempre más unidos, forma un solo cuerpo y un solo espíritu –en el cual no haya ninguna división-, pues hace desaparecer toda enemistad, guardándonos en la comunión y haciéndonos signos de unidad e instrumentos de paz. Y todo esto lo hace en la comunión del Cuerpo y la Sangre del Hijo, Sacramento de su Pascua, por tanto forma un solo cuerpo en el amor asociándonos a esa dinámica de entrega de la vida, haciéndonos víctima viva para alabanza de su gloria.

¡Fantástico, verdad! ¡Quien pudiera tener conciencia de esta obra del Espíritu sobre la Iglesia! ¡Quien pudiera vivir contemplando en cada Eucaristía y en lo cotidiano este influjo constante del que es llamado Don y Unción sobre el cuerpo eclesial creando, sosteniendo y acrecentando la comunión!

 

La Trinidad Santa por la Eucaristía, sacramento memorial de la Pascua, 

configura a la Iglesia 

como sacramento de salvación.

 

No pretendo adentrarme sino solamente recordar aquel famoso axioma de Henri De Lubac en su obra Meditación sobre la Iglesia. “Es la Iglesia la que hace la Eucaristía, pero es también la Eucaristía la que hace la Iglesia.” 


Al respecto enseñaba San Juan Pablo II:


“El Concilio Vaticano II ha recordado que la celebración eucarística es el centro del proceso de creci­miento de la Iglesia. En efecto, después de haber dicho que «la Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio, crece visible­mente en el mundo por el poder de Dios» (LG 3), como queriendo responder a la pre­gunta: ¿Cómo crece?, añade: «Cuan­tas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado (1 Co 5,7), se rea­liza la obra de nuestra redención. El sacramento del pan eu­carístico significa y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un sólo cuerpo en Cristo (cf. 1 Co 10,17)» (LG 3).

Hay un influjo causal de la Eucaristía en los orígenes mismos de la Iglesia.”[17]

 

Así tras recordar la Última Cena y sus implicancias para los Apóstoles afirma:

 

“Los Apóstoles, aceptando la invitación de Jesús en el Cenáculo: «Tomad, comed... Bebed de ella todos...» (Mt 26, 26.27), entraron por vez primera en comunión sacramental con Él. Desde aquel momento, y hasta al final de los siglos, la Iglesia se edifica a través de la comunión sacramental con el Hijo de Dios inmolado por nosotros.”[18]

 

Y continúa la temática aludiendo a nuestra perícopa de la vid:

 

“La incorporación a Cristo, que tiene lugar por el Bautismo, se renueva y se consolida continuamente con la partici­pación en el Sacrificio eucarístico, sobre todo cuando ésta es plena mediante la comunión sacra­mental. Podemos decir que no solamente cada uno de nosotros recibe a Cristo, sino que también Cristo nos recibe a cada uno de nosotros. Él estrecha su amistad con nosotros: «Vosotros sois mis amigos» (Jn 15,14). Más aún, nosotros vivimos gracias a Él: «el que me coma vivirá por mí» (Jn 6, 57). En la comunión eucarística se realiza de manera sublime que Cristo y el dis­cí­pulo «estén» el uno en el otro: «Permaneced en mí, como yo en vosotros» (Jn 15,4).”[19]

 

            Podríamos decir que el Sacramento de la Fe “sacramentaliza” a la Iglesia:

 

“Al unirse a Cristo, en vez de encerrarse en sí mismo, el Pueblo de la nueva Alianza se convierte en «sacra­mento» para la humanidad, (LG1) signo e instrumento de la salvación, en obra de Cristo, en luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5,13-16), para la redención de todos. (LG1) La misión de la Iglesia continúa la de Cristo: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21). Por tanto, la Iglesia recibe la fuerza espiritual necesaria para cumplir su misión perpetuando en la Eucaristía el sacrificio de la Cruz y comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo. Así, la Eucaristía es la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de toda la evange­lización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con el Es­píritu Santo. (PO5)”[20]


            Y que en la Eucaristía, por la obra conjunta del Hijo y del Espíritu, la Iglesia se configura como Cuerpo de Cristo:

 

“Con la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como cuerpo de Cristo. (…) La acción conjunta e inseparable del Hijo y del Espíritu Santo, que está en el origen de la Iglesia, de su cons­titución y de su permanencia, continúa en la Eucaristía. (…) La Iglesia es reforzada por el divino Paráclito a través la santifica­ción eucarística de los fieles.”[21]

 

La Eucaristía pues colma el anhelo de fraternidad de la humanidad y lo eleva en gracia:

 

“El don de Cristo y de su Espíritu que recibimos en la comunión eucarística colma con sobrada plenitud los anhelos de unidad fraterna que alberga el corazón humano y, al mismo tiempo, eleva la experiencia de fraternidad, propia de la participación común en la misma mesa eucarística, a niveles que están muy por en­cima de la simple experiencia convi­val humana. Mediante la comunión del cuerpo de Cristo, la Iglesia al­canza cada vez más profundamente su ser «en Cristo como sacramento o signo e instrumento de la unión ín­tima con Dios y de la unidad de todo el género humano».(LG1) (…) La Euca­ristía, construyendo la Iglesia, crea precisamente por ello comunidad entre los hombres.”[22]

 

            Por tanto en esta enseñanza magisterial se explicita sobradamente como la Trinidad Santa, hace a la Iglesia “sacramento de salvación” para el género humano, fundado causalmente en la Pascua y en su memorial eucarístico.

 

La Eucaristía: 

fiesta de nupcias, 

sacrificio de comunión 

y presencia divinizadora.

 

            Ya sabemos que el culto cristiano suele definirse dirigido “hacia el Padre por el Hijo en el Espíritu Santo”. Menos receptada en general es la noción del culto como “opus Dei” (obra de Dios) en el sentido más estricto de la espiritualidad benedictina. Se trata de la obra más perfecta y acabada: dar culto a Dios por sí mismo, lo cual en definitiva es la primaria vocación eterna de los llamados a la Gloria. En efecto, la comunión de los santos bienaventurados es consecuencia de estar aunados en la adoración y comunión eterna con el Señor.

Pero también la “obra de Dios” quiere significar que es Él mismo el agente principal del culto, pues el hombre no podría por sí mismo adorarlo sino fuese convocado, animado y sostenido en Gracia. Este aspecto se halla bastante desdibujado en la praxis cotidiana de la liturgia cristiana, digo esta conciencia de la acción de Dios en el culto. Un culto cristiano cuya experiencia más masiva es la Eucaristía y en todo caso la celebración de los Sacramentos de Iniciación Cristiana, quizás ritos exequiales y casi restringido a los consagrados la Liturgia de las Horas. Considero en mi experiencia pastoral como presbítero que generalmente se observa en la acción litúrgica la obra de los ministros, sea el ministro ordenado que preside, o los ministerios laicales diversos como lector y acólito, animación musical, guía y otros. Solemos hablar de lo que hicieron u olvidaron, de las equivocaciones y aciertos, del gusto o disgusto que nos causó su actuación. ¿Y Dios?

Ciertamente parece haberse diluido el Misterio en el culto. Tal vez en la consagración eucarística se tenga noticia de la epíclesis al Espíritu o de las palabras y gestos del mismo Jesucristo que se repiten como memorial. ¿Pero no es verdad que vivimos la liturgia más como el resultados de nuestra acción? ¿Qué tan a menudo encontramos en los participantes una mirada que penetre más allá de lo sensorio y contemple la obra invisible de Dios o exactamente la obra visible a la fe que busca la unión?

Pues en la Eucaristía la obra de Dios se constituye en esta triple dinámica: celebración del banquete nupcial, sacrificio de comunión y presencia divinizadora.

Pues la Eucaristía es celebración de la Alianza nueva y definitiva rubricada en la Pascua de Jesucristo. Y conforme a la espiritualidad bíblica –prefigurada por los profetas, manifestada en la Cruz e iluminada en Pentecostés- celebración de las bodas del Cordero con su esposa la Iglesia. Es fiesta del amor entre Dios y la Iglesia, entre Dios y cada fiel participante. A veces he dicho al pueblo antes de acceder a la comunión: ¿qué pasaría si ahora les tomase el consentimiento matrimonial? Ese AMÉN mal traducido por “así sea” parece introducir lo dubitativo cuando tiene el sentido de la profesión de fe: “Creo, Señor, en tu presencia real en este sacramento. ¡Comulgo contigo, oh Dios!”. Entonces juguemos didácticamente. Antes de comulgar con el Cuerpo del Señor le diremos como en el rito matrimonial: “Yo te recibo a ti, mi Señor Jesucristo, como ESPOSO y prometo serte fiel tanto en la prosperidad como en la adversidad, en la salud como en la enfermedad, amándote y respetándote durante toda la vida.” ¿Cómo cambia la perspectiva, verdad? Aquí se comprende mejor, en resonancia eucarística, el “Permanezcan en mi amor”.

Pues la Eucaristía también es sacrificio de comunión, no sólo del Esposo que entrega su vida en rescate y salvación, sino también de la esposa que solicita ser convertida por amor en “víctima ofrecida y ofrenda permanente” según la oración litúrgica. Es que el amor cristiano se define propiamente por el don de sí. Se funda en este “éxtasis” que bien podría caracterizar la vida intratrinitaria, la perijóresis por la cual cada una de las Personas divinas está totalmente en la otra, en una circulación y rotación de amor, en una compenetración e intercambio y estar una en la otra. De esta vida intratrinitaria y de estas procesiones eternas se sigue el envío y las misiones económicas del Hijo y del Espíritu.

Así, en clave del don de sí, se ha elaborado esa relación entre amor “eros” y amor “ágape”; tradicionalmente adjudicando al primero, el movimiento de retorno sobre sí mismo por el disfrute y gozo del bien amado; y al segundo, el movimiento de salida de sí hacia el gozo de la benevolencia para elevar al amado con la propia donación condescendiente. El “don de sí” tiene como un antecesor mucho más rico en sentido, el preclaro concepto teológico de “sacrificio”. Digo más amplio ya que se trata de “rescate y redención”, tiene todo un matiz “expiatorio de la culpa y de la deuda” por tanto un aspecto de “perdón y reconciliación”. Y en cada Eucaristía celebramos agradecidos el Sacrificio amoroso que nos ha salvado y esta donación de Dios debería movernos a devolvernos en amor a Él y al prójimo, instarnos a transformar nuestra vida hacia un creciente impulso de donación y ofrenda.

Sólo si efectivamente la esposa consiente y concreta este intercambio sacrificial en el amor; sólo si se configura a su Esposo y saliendo de sí misma y de su bienestar, rompiendo la posición de estar como quien siempre recibe y pasando a ser también quien se entrega y ofrece junto a su Amado; se podría hablar de una Alianza y de unas nupcias. Una comunión que se establece por la mutua donación sacrificial, siempre salvando en Dios la primacía que engendra, sostiene y conduce todo el proceso. No se trata sólo de ser amado sino de convertirse al Amor y de amar sin reserva de sí como respuesta. Creo que por supuesto aquí se comprende mejor aquello de: “Permanezcan en mi amor porque sin mí nada pueden hacer, solo en mí pueden dar fruto. Nadie tiene mayor amor que quien da su vida por los amigos.”

Pues finalmente la Eucaristía es presencia divinizadora. La “divinización del hombre”, que a primeras oídas suena escandalosa y exagerada, es un tema recurrente de los Santos Padres. El Dios que se acerca y asume nuestra humanidad -como se dirá al pensar los efectos de la Gracia- sana y eleva la naturaleza humana. Claramente no se puede dar una interpretación panteísta o absorcionista sino en clave de “participación de la creatura en la naturaleza divina”. La comunión sacramental es prenda y arras de la comunión eterna y gloriosa. Al fin y al cabo comulgamos con el mismo Dios en la Eucaristía, incrementándose –sin descontar las disposiciones- la caridad y el estado de gracia santificante en el alma. Entre la inhabitación trinitaria y la comunión eucarística se produce una comunicación fructuosa. Si quieren podríamos introducir análogamente el término místico de “unión transformante”. ¿Qué conciencia tenemos los cristianos de esta obra misericordiosa de Dios que dándose a nosotros nos comunica su propia Vida y nos transfigura hacia Él? Aquí se comprende bien aquello de: “Permanezcan en mi amor para que mi gozo esté en ustedes y su gozo sea colmado.”

Banquete nupcial, intercambio sacrificial, divinización: el Amor de Dios manifestado en la Pascua de Jesucristo y hecho Eucaristía. Misterio de Comunión salvífica.

 

La Eucaristía significa y contiene 

el obrar de Dios 

que desciende santificando 

y asciende glorificando.

 

Es ampliamente conocido este movimiento o dinámica como esquema teológico para la comprensión del plan de salvación. Sólo rescato la configuración al Misterio de Cristo que se opera en la Iglesia por la celebración y comunión eucarística.

            -Desde la Cabeza hacia el cuerpo eclesial, el Amor de Dios que se manifiesta y se derrama por la presencia del sacrificio de Cristo, por el memorial de su Pascua, genera la comunión en la Iglesia y la impulsa a la oblación misionera en el mundo; la configura como signo del Reino y sacramento universal de salvación. La Eucaristía es pues sacramento de las apariciones pascuales y de la efusión pentecostal, encuentro permanente con el Resucitado y con su Espíritu, que da inicio y sostiene la vida eclesial en el mundo y la historia.

-Desde el cuerpo eclesial hacia la Cabeza, la respuesta en amor al Amor receptado, pone a la Iglesia en un movimiento de retorno hacia el Padre, por la asociación nupcial al sacrificio de Cristo en el Espíritu. Así la configura como Esposa, como aquella esposa del Cantar de los Cantares que corre y se fuga tras el Amado que la atrae;  se trata de la Iglesia que peregrina hacia la Patria. Pero también la asocia en clave elevante como víctima ofrecida, es la Esposa del triunfante Cordero degollado que canta sin cesar la Gloria del Amor que recibe en arras y que anhela sea eterno. La Eucaristía es pues sacramento hacia la Parusía, que adelanta en cuanto primicia, la consumación del Reino en el banquete celeste.







[1] Cf. Rom 16,25-27

[2] Esta síntesis programática resultó de la reelaboración personal del esquema más primario y de las intuiciones generales pero más aisladas ofrecidas por el docente de la asignatura en la Facultad de Teología del Uruguay, R.P.  Mario Piaggio sdb, durante el curso del año 2001.

[3] Mi distinción entre “acontecimiento” y “proyecto” pascual tiene la intención de dar cuenta de un plan de comunión fundado en la libre y eterna voluntad de Dios al predestinarnos a la Salvación. Desde San Agustín la “predestinación a la salvación” ha sido interpretada con diversos matices en la historia de la teología. De trasfondo estoy aludiendo a la cuestión planteada por el Beato Juan Duns Escoto y presente en otros autores medievales. Podría expresarse así: ¿si el hombre no hubiese pecado el Verbo se habría encarnado? Lo dado es tanto el pecado del hombre como la Pascua redentora de Cristo, esta es la economía real. La hipótesis tiende a descentrar el pecado, a salirnos de una mirada “amartiocéntrica” de la historia. Sin negar el dato revelado de que el Hijo murió “por nuestros pecados” nos invita a pensar el “pecado de los hombres” como coyuntura de la Encarnación. No es el hombre con su pecado quien pide la Encarnación del Verbo, sino que la misma está contenida en un libérrimo y eterno proyecto creador de comunión y salvación.

[4] La expresión es utilizada por el teólogo Juan Ruiz de la Peña al titular su obra sobre Escatología.

[5] San Juan Pablo II, “Ecclesia de Eucharistía”, n. 8

[6] op. cit., n. 55

[7] MISAL ROMANO, PE III y las diversas variaciones en la fórmula que ofrece cada plegaria.

[8] op. cit., PE II

[9] op. cit., PE III

[10] op. cit., PE IV

[11] op. cit., PE R I

[12] op. cit., PE R II

[13] op. cit., PE DC I-IV

[14] op. cit., PE MCN I

[15] op. cit., PE MCN II

[16] op. cit., PE MCN III

[17] San Juan Pablo II, “Ecclesia de Eucharistía”, n. 21

[18] op. cit., n. 21

[19] op. cit., n. 22

[20] op. cit., n. 22

[21] op. cit., n. 23

[22] op. cit., n. 24

EVANGELIO DE FUEGO 4 de Octubre de 2024