Antes de
continuar quisiera señalar una peculiaridad: los “oráculos actuados”.
Oseas en su
matrimonio con una mujer prostituida había iniciado este recurso. Así
entrelazaba fuertemente su propia vida, presentada como símbolo, con la
profecía que Dios le encargaba comunicar. También Jeremías lo hará con el gesto
simbólico de su celibato. El capítulo 16 nos narra la orden de Dios de no tomar
mujer ni concebir hijos. Esta infecundidad del profeta será signo de la
desolación a la que será sometido Judá por su pecado. Como la otra orden de no
entrar en ninguna casa donde se celebre un duelo o un banquete, dos ocasiones
significativas de la vida del pueblo. Tanto en la tristeza por el dolor de la
muerte o en la alegría de una fiesta de bodas o por un nacimiento, Dios estará
ausente, no acompañará, se retirará y no asistirá a sus momentos importantes.
Pero también Jeremías
insistirá en introducir pequeñas escenificaciones que en sinergia con la
palabra profética hacen más evidente y contundente el mensaje proclamado. No se
trata de una entera novedad, los profetas suelen realizar gestos de este
estilo. Jeremías lo hace con cierta frecuencia y luego será el profeta Ezequiel
quien llevará a esplendor esta forma de anuncio profético.
Leemos en
13,1-12 que el Señor le manda comprarse una faja o cinturón de lino, el cual luego
de habérselo ceñido, le pide esconder en la cercanía del río Éufrates. Al
tiempo le solicita ir a recuperarlo y al desenterrarlo ya lo encuentra gastado
e inservible. Dios establece la comparación afirmando que su Pueblo es como ese
cinturón. Él se lo ató a la cintura, es decir estableció Alianza con ellos,
pero desobedecieron, por tanto doblegará su orgullo y castigará su pecado por
el exilio en Babilonia y su suerte también será el desgaste y la inutilidad.
Veamos un caso
típico de esta forma de profetizar:
“Entonces Yahveh dijo a Jeremías: Ve y compras un
jarro de cerámica; tomas contigo a algunos ancianos del pueblo y algunos
sacerdotes, sales al valle de Ben Hinnom, a la entrada de la Puerta de los Cascotes,
y pregonas allí las palabras que voy a decirte. Luego rompes el jarro a la
vista de los hombres que vayan contigo y les dices: Así dice Yahveh Sebaot:
«Asimismo quebrantaré yo a este pueblo y a esta ciudad, como quien rompe un
cacharro de alfarería, que ya no tiene arreglo.» Partió Jeremías de la Puerta a
donde le había enviado Yahveh a profetizar y, parándose en el atrio de la Casa
de Yahveh, dijo a todo el pueblo: «Así dice Yahveh Sebaot, el Dios de Israel:
He aquí que yo traigo a esta ciudad y a todos sus aledaños toda la calamidad
que he pronunciado contra ella, porque te has puesto terco, desoyendo mis
palabras.»” (Jer 19,1-2.10.14-15)
En 27,1-15 Dios
le manda hacer cuerdas y ponérselas junto a un yugo sobre el cuello como se
hace con los bueyes para arar. Debe decirles a los reyes vecinos por medio de
sus embajadores y al Rey de Judá, Sedecías, que todos deben someterse a Babilonia
y al Rey Nabucodonosor. No se trata de una interpretación política de la
situación de la región sino de una lectura religiosa: Dios es el Señor de la
historia y ha decidido entregarle todo el dominio a aquel pueblo por un tiempo
provisorio. Será inevitable que queden bajo su yugo pues es el Señor quien lo
respalda y le ha dado poder y autoridad sobre los demás. Resistirse es una
necedad.
Podríamos dar
algún ejemplo más pero es suficiente. ¿Por qué he querido rescatar brevemente
esta temática? Habitualmente pensamos a los profetas como quienes reciben en
fenómenos místicos palabras y visiones de Dios, pero aquí también se muestra cuán
didácticos pueden ser. No temen a hacer el ridículo o ser tomados por locos o
delirantes. En este caso Jeremías hace cuanto haga falta y agota todos los
recursos a su alcance con tal de captar la atención y lograr que la Palabra del
Señor sea escuchada.
Servicio pleno a la Palabra de Dios
“Captatio
benevolentiae” era llamado por los antiguos romanos el recurso literario o retórico
por el cual se intentaba atraer la atención y buena disposición del público, ya
lector u oyente. Podía consistir en una expresión llamativa por su belleza y
ritmo o por ser escandalosa o enigmática, tal vez con refuerzo de ademanes
corporales y gestos faciales como por el tono de voz utilizado. Había que
conquistarse al auditorio, comenzar el hecho de la comunicación mostrando que
había algo muy interesante por descubrir.
En el arte de
la homilética este elemento era considerado muy valioso en la introducción del sermón
o como un estribillo repetido que hacía de eje de toda la predicación y también
necesario al cerrar el discurso de modo que quede resonando.
Creo que
raramente hoy podamos apreciarlo pues ya no se enseña retórica y no siempre los
predicadores tienen carisma personal para este tipo de exteriorizaciones. Si
bien la homilía es un elemento fundamental de la Liturgia de la Palabra en la Santa
Misa, el don de la Predicación justamente es un carisma que el Espíritu
distribuye con intensidad diversa entre sus ministros. Y cuando el don escasea,
lamentablemente en nuestros días, la preparación de la homilía también suele
ser mezquina. Todos percibimos un marcado empobrecimiento del servicio a la Palabra
de Dios en la acción litúrgica.
Lo que
permanece inalterado en el tiempo es esa misteriosa resistencia e indiferencia
del auditorio raramente bien dispuesto. Las causas son múltiples: la poca
preparación espiritual y la superficialidad de inteligencia y corazón, el
ajetreo de la vida moderna con sus apuros, la falta de entrenamiento para
concentrarnos siempre más habituados a la dispersión y las distracciones
constantes, el desinterés o la rebeldía frente a lo que no quisiéramos oír como
la insuficiente apertura a la conversión.
Quizás en el ámbito
más amplio de la evangelización exista una mayor valoración de recursos
audio-visuales o actorales. Pero la palabra ha caído en el descrédito.
¿Cómo
prepararnos hoy para ofrecer a la Palabra de Dios el mejor servicio que nos sea
posible? Más aún… ¿la Iglesia de nuestro tiempo está apasionada por anunciarla
a tiempo y a destiempo agotando cuanto medio tenga a su alcance? ¿Tú y yo,
nosotros, escuchamos su Palabra de tal forma que nos quede ardiendo el corazón y
en esa quemazón espiritual terminemos rogándole al Señor que se quede con
nosotros? ¿Proclamaremos el Evangelio de la Salvación amando la Palabra divina
con tal entereza que podamos ser santos instrumentos de su poder transformador?
Los profetas y los apóstoles nos han dado ejemplo. Pero ahora es nuestro
tiempo.
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