Jeremías: el profeta de la interioridad, atravesado por el sufrimiento (14)

 


 

Cerrando ya nuestro acercamiento a la profecía de Jeremías insistamos sobre el tema de la “interiorización de la Alianza Nueva”. Veamos cuál es el contexto de este nuevo oráculo contenido en el capítulo 32.

 

“Palabra que fue dirigida a Jeremías de parte de Yahveh el año diez de Sedecías, rey de Judá - o sea, el año dieciocho de Nabucodonosor: A la sazón las fuerzas del rey de Babilonia sitiaban a Jerusalén, mientras el profeta Jeremías estaba detenido en el patio de la guardia de la casa del rey de Judá,  donde le tenía detenido Sedecías, rey de Judá, bajo esta acusación: «¿Por qué has profetizado: Así dice Yahveh: He aquí que yo entrego esta ciudad en manos del rey de Babilonia, que la tomará,  y el rey de Judá, Sedecías, no escapará de manos de los caldeos, sino que será entregado sin remisión en manos del rey de Babilonia, con quien hablará boca a boca, y sus ojos se encontrarán con sus ojos, y a Babilonia llevará a Sedecías, y allí estará (hasta que yo le visite - oráculo de Yahveh. ¡Aunque luchéis con los caldeos, no triunfaréis!)»” (Jer 32,1-5)

 

Dura situación vive el pueblo asediado, ya a punto de caer Jerusalén. El profeta por haberlo anunciado ha sido puesto bajo arresto y su vida está amenazada.

En 32,6-16 se narra que Dios avisa a Jeremías que le visitará en prisión un pariente para pedirle que compre un campo en su tierra natal de Anatot, sobre el cual el profeta tiene derecho y privilegio de adquisición. Así lo hará entendiendo que el Señor le pide realizar un signo y una vez adquirido pide a Baruc que todos los documentos de la transacción sean guardados en una vasija para que se conserven por largo tiempo inalterados. De esta forma se anuncia que Yahvéh no abandona a su pueblo y que hay esperanza.

A continuación el profeta ora a Dios reconociendo su poder y señorío, tanto como Creador del universo tanto como quien ha conducido al Pueblo en la historia liberándolo de Egipto y donándole la Tierra Prometida (32,17-23). Pero el Pueblo ha “provocado” a Dios con su idolatría incluso profanando la Casa que lleva su Nombre, el Templo; por eso el Señor ha decretado la caída y destrucción de Jerusalén (32,24-35).

Sin embargo –en consonancia con el gesto simbólico de la escritura de propiedad guardada para que se conserve- se anuncia una esperanza.

 

“Ahora, pues, en verdad así dice Yahveh, el Dios de Israel, acerca de esta ciudad que - al decir de vosotros - está ya a merced del rey de Babilonia por la espada, por el hambre y por la peste. He aquí que yo los reúno de todos los países a donde los empujé en mi ira y mi furor y enojo grande, y les haré volver a este lugar, y les haré vivir en seguridad, serán mi pueblo, y yo seré su Dios; y les daré otro corazón y otro camino, de suerte que me teman todos los días para bien de ellos y de sus hijos después de ellos. Les pactaré alianza eterna - que no revocaré después de ellos - de hacerles bien, y pondré mi temor en sus corazones, de modo que no se aparten de junto a mí;  me dedicaré a hacerles bien, y los plantaré en esta tierra firmemente, con todo mi corazón y con toda mi alma.” (Jer 32,36-41)

 

Este consolador oráculo no se saltea las consecuencias del pecado porque Dios perdona pero el hombre debe hacerse responsable por su conducta. La caída de Jerusalén y el destierro sucederán inexorablemente. Sin embargo el Señor que es fiel los hará retornar a la tierra, los volverá a reunir como Pueblo suyo. “Serán mi pueblo, y yo seré su Dios” es la clásica fórmula utilizada. Pero ahora con verdadera novedad agrega: “y les daré otro corazón y otro camino”. Si son el mismo Pueblo del pasado continuarán en la idolatría y el quebrantamiento de la Alianza; deben ser un Pueblo Nuevo con un corazón cambiado, con otro corazón, con un Nuevo Corazón. Y esto sólo puede realizarlo Dios. Solo entonces tendrán otro camino, es decir un destino diferente al que la fuerza del pecado nunca extirpado por completo los ha arrastrado. “Que me teman todos los días para bien de ellos y de sus hijos después de ellos”. Que ya no se aparten del Camino del Señor y que gocen de una fidelidad estable. “Les pactaré alianza eterna que no revocaré”, con lo cual se asevera que la intencionalidad de Yahvéh es ver plena y acabada su obra en el Pueblo de su propiedad. “Pondré mi temor en sus corazones, de modo que no se aparten de junto a mí”. Aquí reaparece el tema de la interiorización ya conocido. La acción de Dios se realizará tan “adentro” de ellos que será definitiva e irrevocable. “Me dedicaré a hacerles bien con todo mi corazón y con toda mi alma” es la bonita y luminosa expresión que cierra la profecía. En ella se da cuenta de un Dios que tiene corazón y que los ama con toda su alma. Tendrá que pasar aún el tiempo para que el sentido maduro de estas palabras nos haga oír: “Pondré mi Corazón en tu corazón”.

 

Un corazón que sea de Dios y sobre todo para Dios

 

¡Qué fuerte parece a veces la seducción del mal entre nosotros! La inclinación al pecado que nos pierde se vuelve obcecación. ¡Y qué poco disponibles nos hallamos al trabajo hondamente purificador que se requiere para una conversión total! Nos contentamos por lo general con realizar algunos cambios cosméticos, unas cuantas reparaciones y parches disimulados bajo barniz y alguna que otra reubicación del amueblamiento. Pero detrás del decorado… ¿qué? Las verdaderas transformaciones que son estructurales se postergan o directamente se cancelan. ¿Cómo pues habitará nuestra casa el Único y Gran Rey?

¡Un corazón nuevo! Cuántas veces me he descubierto lanzando al cielo esta plegaria. “Por favor, rescátame, dame un corazón nuevo. Pon en mí Tu Corazón. Este pobre corazón de carne solo vivirá inhabitado por tu Espíritu.”

Un corazón ya capaz en gracia de una fidelidad estable y de un amor inamovible. Un corazón que se quede en Dios y que lo ponga a Él por encima de todo. Un corazón que viva por, desde y para Dios. Un corazón que lata al unísono con el Corazón Divino.

Cada cristiano y la Iglesia peregrina toda debería clamar siempre y hoy quizás más que nunca: “¡Oh Señor, mi Dios, pon en mí tu Corazón!”.

 

 


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