Cerrando ya nuestro acercamiento a la profecía de Jeremías insistamos sobre el tema de la “interiorización de la Alianza Nueva”. Veamos cuál es el contexto de este nuevo oráculo contenido en el capítulo 32.
“Palabra que fue
dirigida a Jeremías de parte de Yahveh el año diez de Sedecías, rey de Judá - o
sea, el año dieciocho de Nabucodonosor: A la sazón las fuerzas del rey de
Babilonia sitiaban a Jerusalén, mientras el profeta Jeremías estaba detenido en
el patio de la guardia de la casa del rey de Judá, donde le tenía detenido Sedecías, rey de
Judá, bajo esta acusación: «¿Por qué has profetizado: Así dice Yahveh: He aquí
que yo entrego esta ciudad en manos del rey de Babilonia, que la tomará, y el rey de Judá, Sedecías, no escapará de
manos de los caldeos, sino que será entregado sin remisión en manos del rey de
Babilonia, con quien hablará boca a boca, y sus ojos se encontrarán con sus
ojos, y a Babilonia llevará a Sedecías, y allí estará (hasta que yo le visite -
oráculo de Yahveh. ¡Aunque luchéis con los caldeos, no triunfaréis!)»” (Jer
32,1-5)
Dura situación vive el pueblo asediado, ya a
punto de caer Jerusalén. El profeta por haberlo anunciado ha sido puesto bajo
arresto y su vida está amenazada.
En 32,6-16 se narra que Dios avisa a Jeremías
que le visitará en prisión un pariente para pedirle que compre un campo en su
tierra natal de Anatot, sobre el cual el profeta tiene derecho y privilegio de
adquisición. Así lo hará entendiendo que el Señor le pide realizar un signo y
una vez adquirido pide a Baruc que todos los documentos de la transacción sean
guardados en una vasija para que se conserven por largo tiempo inalterados. De
esta forma se anuncia que Yahvéh no abandona a su pueblo y que hay esperanza.
A continuación el profeta ora a Dios reconociendo
su poder y señorío, tanto como Creador del universo tanto como quien ha
conducido al Pueblo en la historia liberándolo de Egipto y donándole la Tierra Prometida
(32,17-23). Pero el Pueblo ha “provocado” a Dios con su idolatría incluso
profanando la Casa que lleva su Nombre, el Templo; por eso el Señor ha decretado
la caída y destrucción de Jerusalén (32,24-35).
Sin embargo –en consonancia con el gesto simbólico
de la escritura de propiedad guardada para que se conserve- se anuncia una
esperanza.
“Ahora, pues, en
verdad así dice Yahveh, el Dios de Israel, acerca de esta ciudad que - al decir
de vosotros - está ya a merced del rey de Babilonia por la espada, por el
hambre y por la peste. He aquí que yo los reúno de todos los países a donde los
empujé en mi ira y mi furor y enojo grande, y les haré volver a este lugar, y les
haré vivir en seguridad, serán mi pueblo, y yo seré su Dios; y les daré otro
corazón y otro camino, de suerte que me teman todos los días para bien de ellos
y de sus hijos después de ellos. Les pactaré alianza eterna - que no revocaré
después de ellos - de hacerles bien, y pondré mi temor en sus corazones, de
modo que no se aparten de junto a mí; me
dedicaré a hacerles bien, y los plantaré en esta tierra firmemente, con todo mi
corazón y con toda mi alma.” (Jer 32,36-41)
Este consolador oráculo no se saltea las
consecuencias del pecado porque Dios perdona pero el hombre debe hacerse
responsable por su conducta. La caída de Jerusalén y el destierro sucederán
inexorablemente. Sin embargo el Señor que es fiel los hará retornar a la
tierra, los volverá a reunir como Pueblo suyo. “Serán mi pueblo, y yo seré su Dios” es la clásica fórmula
utilizada. Pero ahora con verdadera novedad agrega: “y les daré otro corazón y otro camino”. Si son el mismo Pueblo del
pasado continuarán en la idolatría y el quebrantamiento de la Alianza; deben
ser un Pueblo Nuevo con un corazón cambiado, con otro corazón, con un Nuevo Corazón.
Y esto sólo puede realizarlo Dios. Solo entonces tendrán otro camino, es decir
un destino diferente al que la fuerza del pecado nunca extirpado por completo los
ha arrastrado. “Que me teman todos los
días para bien de ellos y de sus hijos después de ellos”. Que ya no se
aparten del Camino del Señor y que gocen de una fidelidad estable. “Les pactaré alianza eterna que no revocaré”,
con lo cual se asevera que la intencionalidad de Yahvéh es ver plena y acabada su
obra en el Pueblo de su propiedad. “Pondré
mi temor en sus corazones, de modo que no se aparten de junto a mí”. Aquí
reaparece el tema de la interiorización ya conocido. La acción de Dios se
realizará tan “adentro” de ellos que será definitiva e irrevocable. “Me dedicaré a hacerles bien con todo mi
corazón y con toda mi alma” es la bonita y luminosa expresión que cierra la
profecía. En ella se da cuenta de un Dios que tiene corazón y que los ama con
toda su alma. Tendrá que pasar aún el tiempo para que el sentido maduro de
estas palabras nos haga oír: “Pondré mi Corazón en tu corazón”.
Un corazón que sea
de Dios y sobre todo para Dios
¡Qué fuerte parece a veces la seducción del
mal entre nosotros! La inclinación al pecado que nos pierde se vuelve obcecación.
¡Y qué poco disponibles nos hallamos al trabajo hondamente purificador que se
requiere para una conversión total! Nos contentamos por lo general con realizar
algunos cambios cosméticos, unas cuantas reparaciones y parches disimulados bajo
barniz y alguna que otra reubicación del amueblamiento. Pero detrás del
decorado… ¿qué? Las verdaderas transformaciones que son estructurales se
postergan o directamente se cancelan. ¿Cómo pues habitará nuestra casa el Único
y Gran Rey?
¡Un corazón nuevo! Cuántas veces me he
descubierto lanzando al cielo esta plegaria. “Por favor, rescátame, dame un
corazón nuevo. Pon en mí Tu Corazón. Este pobre corazón de carne solo vivirá
inhabitado por tu Espíritu.”
Un corazón ya capaz en gracia de una
fidelidad estable y de un amor inamovible. Un corazón que se quede en Dios y
que lo ponga a Él por encima de todo. Un corazón que viva por, desde y para Dios.
Un corazón que lata al unísono con el Corazón Divino.
Cada cristiano y la Iglesia peregrina toda
debería clamar siempre y hoy quizás más que nunca: “¡Oh Señor, mi Dios, pon en
mí tu Corazón!”.
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