Escritos espirituales y florecillas de oración personal. Contemplaciones teologales tanto bíblicas como sobre la actualidad eclesial.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 63
EL EJERCICIO DE LOS DONES ESPIRITUALES
SEGÚN LA CARIDAD (I)
Estimadísimo
padre, hermano, maestro, Apóstol San Pablo, tras manifestarnos el misterio de
la Iglesia como comunión e invitarnos a considerar la caridad como el gran
quicio de la vida comunitaria, ahora nos exhortas a un recto ejercicio de los
dones y carismas que Dios nos otorga.
“Busquen
la caridad; pero aspiren también a los dones espirituales, especialmente a la
profecía. Pues el que habla en lengua no habla a los hombres sino a Dios. En
efecto, nadie le entiende: dice en espíritu cosas misteriosas. Por el
contrario, el que profetiza, habla a los hombres para su edificación,
exhortación y consolación. El que habla en lengua, se edifica a sí mismo; el
que profetiza, edifica a toda la asamblea. Deseo que hablen todos en lenguas;
prefiero, sin embargo, que profeticen. Pues el que profetiza, supera al que
habla en lenguas, a no ser que también interprete, para que la asamblea reciba
edificación.” 1 Cor 14,1-5
Como
ya habíamos anticipado, la comunidad de Corinto disfruta y sufre al mismo
tiempo un intenso fenómeno carismático que se hace presente en las asambleas
fraternas dedicadas a la oración o incluso quizás también a la Eucaristía.
Cuando la comunidad se reúne para ponerse delante de Dios experimenta la acción
del Espíritu Santo que como en Pentecostés unge, impulsa, enciende, ilumina y
transforma. Sin embargo a San Pablo le parece que aquella experiencia se torna
desordenada, quizás algo caótica. ¿Cómo dar criterios que permitan que la
asamblea se desarrolle con una armonía en la que todos puedan resultar
edificados y al mismo tiempo no imponer una disciplina que apague el Espíritu?
Ya nos lo ha dicho en el centro de esta unidad teológica en el capítulo 13: la
clave es la caridad.
También
adelantamos que hay dos carismas que son muy valorados y que se expresan
vigorosamente: el don de lenguas y la profecía. Ciertamente sería arduo
intentar describir y reponer exactamente el sentido de estos dones en aquella
circunstancia concreta. Accedemos humildemente desde la analogía con la
experiencia espiritual de la Iglesia peregrina en tres milenios y en el más
contemporáneo ejercicio de la renovación carismática, tanto reformada
pentecostal como católica.
El
don de lenguas es una comunicación en el Espíritu Santo que desde el orante
asciende a Dios. Comúnmente se la ha denominado también “glosolalia”, es decir,
la capacidad que tenemos de pronunciar y conectar sílabas en fórmulas
ininteligibles. No se trata de hablar otros idiomas que desconocemos (sería
posible a nivel infuso tanto esto como hablar nuestro idioma y que cada quien
lo comprenda en el suyo, como en el relato de Pentecostés según Hechos). Aquí
se nos refiere la aparición de un lenguaje ininteligible, digamos “místico”, un
lenguaje para comunicarse con Dios más directo e intuitivo.
El
don de lenguas es valioso a nivel espiritual para quien lo recibe, pues
básicamente es la experiencia de una nueva libertad para el trato con Dios.
Supone un cierto desatarse de moldes prefijados, un dejar el control en manos
de las mociones espirituales, un cierto abandonarse y confiarse al Señor y ser
regalado por una misteriosa comunicación que engendra en el alma tanto gozo
como comunión. Cuando verdaderamente es el Espíritu quien lo derrama se percibe
la suavidad de su unción y un contexto de armonía que incluso a veces en una
asamblea genera interconexión entre varios orantes que lo ejercen. Pero también
puede contaminarse y dar lugar a exaltaciones estruendosas y manifestaciones
con tinte de desequilibrio. Lo que el Apóstol quiere marcar es que en el mejor
de los casos le aprovecha al orante pero no tanto al resto de los hermanos. Una
y otra vez insistirá con el término “edificación” que muestra que la caridad
hace bien, produce frutos saludables y crecimiento en la comunión. El don de lenguas
según San Pablo, cuando es auténtico y se ejerce según el Espiritu, edifica al
orante mucho más que a la asamblea.
En
cambio el carisma de profecía es justamente una palabra descendente desde Dios
hacia los hombres. ¿A qué llamaban profecía? Difícil saberlo con exactitud.
Pero conocemos que la Iglesia primitiva reconocía por ejemplo el ministerio de
“profetas itinerantes” que iban de comunidad en comunidad predicando y
enseñando. Digamos que tanto en aquel especialísimo carisma –conectado al
ministerio apostólico- como en el contexto de la asamblea de oración o
litúrgica, la profecía se trata de una “palabra ungida”. Puede tomar múltiples
formas y no debe identificarse con éxtasis de videntes místicos. Quizás es una
palabra de sabiduría o de consejo, o una palabra de exhortación a la conversión
o de promesa de sanación y transformación por la Gracia, incluso una palabra
que hace comprensible la historia y su devenir, quizás un discurso vibrante o
predicación provocadora. Lo cierto es que la profecía es recibida como una
palabra que viene de Dios. En esta palabra humana late y palpita la unción del
Espíritu Santo, la voz Divina, la Sabiduría eterna.
Obviamente
San Pablo prefiere este carisma por sobre el anterior. Pues aquí esta palabra
comprensible -aunque seguramente deberá ser digerida en toda su profundidad-,
es una locución cargada de sentido, que anuncia, explica y orienta. Claro que
también este don puede contaminarse tanto por la regulación o manipulación
interesada –conciente o no- del mensajero, tanto como por sus propias
coordenadas personales de recepción y transmisión. Una palabra profética
auténtica se reconoce por esa “unción espiritual” que la caracteriza y que le
confiere simplicidad, luz y paz. Más allá de su contenido tiende a invitar a la
consolación interior, a la libertad para entregarse a Dios y a confiar en su
Gracia. Cuando no llega prístina sino embarrada con nuestros ruidos, suele
manifestarse extravagante, algo compleja e intrincada, esotérica y pretenciosa.
Obviamente provocará mas bien confusión, una insana curiosidad y un temor a lo
oculto que limita y amenaza nuestra libertad. Como la verdadera profecía es muy
valiosa en cuanto palabra ungida por el Señor, la falsa profecía es
tremendamente riesgosa como palabra manipulada por el Demonio.
Volvamos
a nuestro eje: la caridad. La caridad edifica. El don de lenguas edifica sobre
todo al orante. El de profecía en cambio edifica indirectamente al humilde
mensajero pero básicamente se dirige al provecho de la comunidad. En la lógica
de Pablo pues en la profecía hay mayor amor. Aunque reconoce que puede darse
otro carisma: el de interpretación de lenguas. Si lo recibe el mismo orante u
otro hermano en la asamblea, logrando hacer inteligible para todos ese lenguaje
místico de comunicación unitiva con Dios y de glorificación de su Señorío,
entonces el don de lenguas se emparentaría al de profecía en su capacidad de
edificación. Como sea el Apóstol nos invita a aspirar a los dones y carismas
espirituales sabiendo que son regalos del Amor de Dios, ejercitándolos rectamente
según su Caridad divina para el bien de toda la Iglesia.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 62
SI
NO TENGO CARIDAD… NADA SOY, NADA APROVECHA
Ya
anticipamos augusto San Pablo, que el misterio de la comunión de la Iglesia
solo puede realizarse en, por y para el amor. En el exquisito desarrollo que
sigue nos has presentado una de las páginas más bellas del Nuevo Testamento.
“Aunque
hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy
como bronce que suena o címbalo que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía,
y conociera todos los misterios y toda la ciencia; aunque tuviera plenitud de
fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, nada soy. Aunque
repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo
caridad, nada me aprovecha. La caridad es paciente, es servicial; la caridad no
es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su
interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia;
se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo
soporta.” 1 Cor 13,1-7
Verdaderamente
no hay mucho por interpretar. Todo don o carisma, por excelente y encumbrado
que parezca, no tiene substancia sin amor, sin caridad carece como de su alma,
se vacía de sentido a tal punto que no aprovecha sino que estorba, introduce
ruido y disturba. Como ya dijimos, lo que Dios dio para el bien de todos, mal
ejercitado genera superposiciones, competencias, roces, tironeos, exhibicionismo,
luchas por el protagonismo y la centralidad, un sinfín de males.
Al
describir entonces las virtudes de una caridad que ejercita los carismas en bien
de todo el cuerpo eclesial, nos señalas un horizonte claro de crecimiento como
pautas muy concretas para revisar nuestras actitudes.
“La caridad es
paciente.” Por tanto, el don que administro y el
lugar que ocupo en la Iglesia, debo vivirlos como un proceso que requiere
tiempo. Si me apuro o me retraso malograré la intervención. Amar significa
acompasarme al ritmo de Dios, unirme al ritmo de paso que propone el Espíritu.
Y ante todo darme cuenta que debo respetar el proceso de todos los miembros del
Cuerpo. Ser paciente es dejar que el Señor conduzca, esperar a Dios, dejar que
Él tenga la iniciativa y secundarlo.
“La caridad es
servicial”. ¡Y qué mejor imagen podemos traer que la
de Cristo abajándose para lavar los pies a sus discípulos! El carisma que he
recibido debe arrodillarse frente al prójimo y frente a toda la comunidad. Un
carisma ejercido humildemente tiene la suavidad y la eficacia del amor.
“La caridad no es
envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés.” Lo
expresaría así: “el amor hace morir al yo”. Un don que Dios ha dado debe ser
vivido según la Pascua del Señor porque de ella ha brotado. Son dones de la
Pascua los que tengo entre mis manos. ¿Cómo pretendo hacer uso de ellos sin la
Cruz? No me han sido ofrecidos para que me eleve sobre los demás, ni para
competir con nadie, ni para pretender que todos pongan sus ojos en mí. Me han
sido regalados para que haga donación y ofrenda de mi persona, uniéndome a
Jesús en su Sacrificio de Amor. Si los dones del amor no me llevan a amar,
simplemente se corrompen. Es verdad que a veces estoy herido y me veo tan pobre
y tan poco estimado que quisiera poner en la vidriera los carismas personales
para ser reconocido. Pero no, si los uso estando enfermo será enfermo mi ejercicio
y enfermará por ello al Cuerpo. Primero deja que el Señor te sane y ordene,
luego con libertad bien intencionada despliega los carismas –que en verdad son
Suyos- según su plan y no el tuyo.
“La caridad no se irrita; no toma en cuenta el
mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad.” El
amor obra el bien en la verdad. Cuando me irrito y ando masticando rencor, es
que me he puesto por encima de mi hermano y me he sentido lesionado en algo, he
visto amenazada mi posición. No soy pobre ni estoy entregado. Me he vuelto
sobre mí mismo y me he ubicado en el centro y en lo alto. Es mi falsa
omnipotencia herida la que habla por mi enojo.
Y
cuando me alegro del mal que sufre otro, es que he puesto a mi hermano por
debajo y miro placenteramente que sea inferior a mí, que la vida a él lo
degrade y a mí me exalte me resulta ordenado y normal. Nunca he estado pues tan
lejos de la Cruz y del Amor.
Lamentablemente
a veces disponemos de los dones y carismas de Dios en modo prepotente. Más que
ofrecerlos, los imponemos. Si al ejercitarlos no somos recibidos y honrados nos
sentimos defraudados y ofendidos. Esa caricia del Espíritu que es un carisma,
se ha transformado en mis manos atrofiadas en un arma para competir,
distinguirme y vanagloriarme. Lo que fue dado para unir, se vuelve un elemento
de división y contraposición. Lo que fue ofrecido para armonizar según el
Espíritu, se ha desvirtuado en un factor de disgregación y desencuentro. Si los
dones y carismas traen tristeza probablemente habrán sido contaminados de un
mal espíritu.
La
alegría del amor que se goza al ejercitar los dones y carismas de Dios es ésta:
el amor se alegra cuando realiza el bien en la verdad.
“La caridad todo lo
excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta.” ¡Que
fiesta sería la Iglesia peregrina si lo que hemos recibido del Espíritu Santo
realmente nos impulsara a excusar, creer, esperar y soportar. Entonces reinaría
el Crucificado victorioso entre nosotros. Ese traspasado del cual brota como
de una fuente la corriente inagotable del Espíritu.
“La
caridad no acaba nunca. Desaparecerán las profecías. Cesarán las lenguas.
Desaparecerá la ciencia. Porque parcial es nuestra ciencia y parcial nuestra
profecía. Cuando venga lo perfecto, desaparecerá lo parcial. Cuando yo era
niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño. Al hacerme
hombre, dejé todas las cosas de niño. Ahora vemos en un espejo, en enigma.
Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré
como soy conocido. Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas
tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad.” 1 Cor 13,8-13
Cuando
aún somos inmaduros vivimos los dones y carismas de Dios como si fueran
nuestros y en lugar de ponerlos al servicio del bien común los utilizamos para
el propio interés. Nuestra inmadurez consiste en no poder salir del amor propio.
Nos estamos buscando a nosotros mismos; no al hermano, no a Dios. No hemos
podido atravesar las fronteras del yo. ¿A qué “nosotros” entonces podremos
aspirar?
Llegada
la hora de la madurez pasaremos por la Cruz. Solo al morir a nosotros mismos
por amor podremos ser Iglesia. La entrega de la vida en el seguimiento del Señor
es la clave indiscutible para vivir rectamente en el Espíritu.
Afirmamos
que el amor no pasará jamás. Dios es Amor. Los dones y carismas con los que
hemos sido adornados provienen de su Amor y son para amar. Son gracia. Gratuitamente
nos han sido concedidos. Apenas los toque el interés se volverán un obstáculo.
Mientras los sigamos recibiendo y ofreciendo humildemente serán una escalera
para alcanzar el Amor que es comunión; comunión con el Misterio del Dios
Amor en el misterio de la Iglesia llamada a participar de su Comunión.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 61
EL
MISTERIO DE LA COMUNIÓN ECLESIAL (II)
Queridísimo
Apóstol de Dios, continuamos contemplando contigo el misterio de la comunión
eclesial.
“Pues
del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los
miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo,
así también Cristo. Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados,
para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos
hemos bebido de un solo Espíritu. Así
también el cuerpo no se compone de un solo miembro, sino de muchos. Si dijera
el pie: «Puesto que no soy mano, yo no soy del cuerpo» ¿dejaría de ser parte
del cuerpo por eso? Y si el oído dijera: «Puesto que no soy ojo, no soy del
cuerpo» ¿dejaría de ser parte del cuerpo por eso? Si todo el cuerpo fuera ojo
¿dónde quedaría el oído? Y si fuera todo oído ¿donde el olfato?” 1 Cor 12,12-17
En
verdad tu enseñanza es tan clara que no reclama demasiado comentario sino más
bien un intenso ejercicio de meditación y oración. Varias veces utilizarás (ya
lo habíamos considerado en tu carta a los Romanos) la comparación con el cuerpo
para explicitar el misterio de la Iglesia configurada así como Cuerpo de
Cristo. Aunque en otros escritos
distinguirás mejor a Cristo como Cabeza y a la Iglesia como su Cuerpo.
Por
lo pronto, nos invitas a reconocernos en la comunidad eclesial como miembros
que interdependen unos de otros. Ningún miembro agota la totalidad del cuerpo
sino que el cuerpo resulta de la organización armónica de muchos miembros diversos.
Como a veces se dice, el “nosotros” es mucho más que la sumatoria de los “yo”.
Y cada miembro, cada uno de nosotros en la Iglesia, ha sido ubicado en un lugar
del cuerpo con una misión única en favor de todo el organismo.
¿Cómo
es posible que esta pluralidad tan diversa encuentre cohesión? “Porque en un solo Espíritu hemos sido todos
bautizados, para no formar más que un cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo
Espíritu.” Insistamos pues en el
hecho de que la Iglesia es un misterio de comunión solo posible por la acción
del Espíritu de Dios. Realmente siempre me ha parecido imposible que personas
tan diversas en su historia y personalidad como pueblos tan plurales
culturalmente hablando, puedan alcanzar alguna unidad por la sola acción
humana. Es muy bonito y queda siempre bien afirmar aquello de la “unidad en la
diversidad”, pero en la práctica ningún ser humano, ningún procedimiento,
ningún reglamento podrá jamás lograrlo. Se trataría solo de una ilusión de
omnipotencia. Por eso las fraternidades universales de corte humanista y las
organizaciones globalistas con sus agendas siempre fracasarán: simplemente se
proponen un fin para el cual carecen de recursos suficientes. Lo de la “unidad
en la diversidad” suele terminar en un uniforme autoritario que anula la
diversidad o en una diversidad anárquica que impide la unidad. La Comunión de
los hombres solo puede ser posible como obra de Dios –no sin nosotros pero obra
de su Gracia sin duda-. La Iglesia como Cuerpo y misterio de Comunión debe ser
profesada entonces como un auténtico milagro de la acción del Espíritu Santo.
“Ahora
bien, Dios puso cada uno de los miembros en el cuerpo según su voluntad. Si
todo fuera un solo miembro ¿dónde quedaría el cuerpo? Ahora bien, muchos son
los miembros, mas uno el cuerpo. Y no puede el ojo decir a la mano: «¡No te
necesito!» Ni la cabeza a los pies: «¡No os necesito!» Más bien los miembros
del cuerpo que tenemos por más débiles, son indispensables. Y a los que nos
parecen los más viles del cuerpo, los rodeamos de mayor honor. Así a nuestras
partes deshonestas las vestimos con mayor honestidad. Pues nuestras partes
honestas no lo necesitan. Dios ha formado el cuerpo dando más honor a los miembros
que carecían de él, para que no hubiera división alguna en el cuerpo, sino que
todos los miembros se preocuparan lo mismo los unos de los otros. Si sufre un
miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los
demás toman parte en su gozo.” 1 Cor 12,18-26
Ahora
bien, siempre esta vigente la tentación en los miembros de querer imponerse
sobre los otros. Quizás porque un miembro de la comunidad se estime como más
importante o más necesario que los demás. Tal vez porque otro miembro quiera
reducirlos a todos a su discurso, pensamiento o modo de acción. Lo sabemos bien
por experiencia, la vida eclesial está llena de tensiones de este tipo.
Obviamente estas divisiones y disenciones son resultado de nuestros pecados
personales, inmadureces y heridas por sanar. Y si todos los miembros de este
Cuerpo que peregrina en la historia –porque quienes ya han sido admitidos a la Jerusalén
celeste, santificados gozan de la Comunión-, debemos partir de esta fragilidad
que nos aflige y disgrega… ¿cómo seremos reunidos al fin en la unidad?
“Dios puso cada uno de
los miembros en el cuerpo según su voluntad.” Entonces
respondemos lo habitual: ¡necesitamos convertirnos! Cada quien debe
preguntarse: ¿qué miembro me ha llamado a ser el Señor en el Cuerpo de su
Iglesia?, ¿y qué funciones y misión me ha querido encargar? Más aun, ¿con qué
otros miembros más cercanos a mi posición debo interactuar en favor de todo el
Cuerpo?, ¿y a qué otros miembros debo servir y ayudar a veces dirigiendo,
nutriendo y animando o a veces recibiendo, dejándome modelar y obedeciendo? ¿Quién
soy yo en la Iglesia y qué lugar ocupo? ¿Cómo Dios ha querido ubicarme en el
Cuerpo de Cristo?
Necesitamos
convertirnos claro, pues sucede a menudo que nos rebelamos contra el puesto que
nos ha sido asignado, que pretendemos ocupar otro lugar distinto y a veces
ambicionamos con malas artes desplazar a otros, lesionando al cuerpo entero.
¡Cuánta humildad nos hará falta para reconocernos en el Cuerpo de la Iglesia
como Dios con su sabia voluntad ha querido ubicarnos para el propio provecho y
para el bien de todos!
“Que no hubiera
división alguna en el cuerpo, sino que todos los miembros se preocuparan lo mismo
los unos de los otros.” He aquí la orientación que el
Apóstol descubre en el plan de Dios sobre su Iglesia. “Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es
honrado, todos los demás toman parte en su gozo.” Esta solidaridad de todos
los miembros en un mismo cuerpo, este resonar todo en cada uno en la armonía de un mismo organismo, requiere mucho más que aceptación humilde de la voluntad de
Dios, requiere amor.
“Ahora
bien, ustedes son el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte. Y
así los puso Dios en la Iglesia, primeramente como apóstoles; en segundo lugar
como profetas; en tercer lugar como maestros; luego, los milagros; luego, el
don de las curaciones, de asistencia, de gobierno, diversidad de lenguas. ¿Acaso
todos son apóstoles? O ¿todos profetas? ¿Todos maestros? ¿Todos con poder de
milagros? ¿Todos con carisma de
curaciones? ¿Hablan todos lenguas? ¿Interpretan todos? ¡Aspirad a los carismas
superiores! Y aun os voy a mostrar un camino más excelente.” 1 Cor 12,27-31
Así
San Pablo vuelve al tema de los dones y carismas del Espíritu que deben ser
ejercitados rectamente, pues de lo contrario, lo que el Señor da para la unidad
lo transformamos nosotros en elemento de disturbio y división. Y de nuevo,
lamentablemente, es una experiencia tan frecuente en la vida comunitaria de los
creyentes.
En
principio el Apóstol nos adelanta que los dones han sido jerarquizados y
ordenados en el plan de Dios y que obviamente debemos ceñirnos a esa
organización querida por el Señor para su Cuerpo. Ya en el capítulo 14 volverá
San Pablo muy concretamente a enseñarnos acerca del recto ejercicio de los
carismas. Ahora en el capítulo 13 introducirá la clave fundamental sin la cual
nada sería posible. No podrá Dios realizar la “unidad en la diversidad” si en
el Cuerpo de la Iglesia no circula su Amor.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 60
EL
MISTERIO DE LA COMUNIÓN ECLESIAL (I)
Nos
hallamos, augusto San Pablo, frente a una de tus grandes elaboraciones
teológicas. La vida eclesial de la comunidad de Corinto es rica, pujante y
diversa, incluso tiene rasgos extraordinarios, pero también se halla por ello
en peligro de tensiones que provoquen rupturas, desorden y desviaciones.
Un
par de fenómenos carismáticos referidos a la palabra resaltan en tu
consideración: esa palabra en el Espíritu que es una plegaria dirigida a Dios,
denominada como “don de lenguas”, y aquella otra palabra que inspirada por el Espíritu
se dirige a los hombres, “la profecía”. Si antes, arrastrados hacia los ídolos
mudos se hallaban incapaces de conectar con la Palabra de Dios, ahora por la fe
en Jesucristo han escuchado y pueden expresar la Palabra de Dios, pero deben
aún aprender a hacerlo rectamente en el Espíritu. Obviamente la Caridad será la
clave pedagógica de todo el planteo.
Así
en los capítulos 12-14 abordarás la temática de la unidad eclesial y de la
diversidad de carismas en un mismo Espíritu. Intentaremos acompañarte en tu
proceso de predicación con hondura contemplativa pues nos anunciarás el gran
misterio de la Iglesia.
“Hay
diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios,
pero el Señor es el mismo; diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que
obra en todos. A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para
provecho común. Porque a uno se le da por el Espíritu palabra de sabiduría; a
otro, palabra de ciencia según el mismo Espíritu; a otro, fe, en el mismo
Espíritu; a otro, carismas de curaciones, en el único Espíritu; a otro, poder
de milagros; a otro, profecía; a otro, discernimiento de espíritus; a otro,
diversidad de lenguas; a otro, don de interpretarlas. Pero todas estas cosas
las obra un mismo y único Espíritu, distribuyéndolas a cada uno en particular
según su voluntad.” 1 Cor 12,4-11
“El
Espíritu es el mismo, el Señor es el mismo, es el mismo Dios”. Y todo es
manifestación y obra de un “mismo y único Espíritu”. Con mirada simple
comprendemos que la misma Iglesia es un misterio fruto de la manifestación y
obra del Espíritu Santo. Pentecostés no debe ser reducido a un momento puntual
en la historia, por lo contrario Pentecostés es una efusión del Espíritu -por
la Pascua de Cristo- que permanece vigente en la Iglesia. Es este Don de lo
Alto, Unción y Sello, que distribuye en el Cuerpo de Cristo diversidad de
carismas, ministerios y operaciones. Sin embargo a cada quien se le otorga no
todas sino algunas de las capacidades con las cuales nos dota el Espíritu. ¿Para
qué regala sus dones a los miembros de la Iglesia? “Para provecho común”. ¿Y
qué criterio de distribución utiliza? “Según su voluntad”.
De
esta bella enseñanza del Apóstol emerge la imagen de una Iglesia que es obra
del Espíritu, que Él mismo enriquece, organiza y anima. El Cuerpo de Cristo es vivo
bajo el influjo del Espíritu Santo, por eso aquello de que el Espíritu es “como
el alma de la Iglesia”.
Creo
que podríamos detenernos aquí, meditar largamente y hacer oración. ¿Pues no es
verdad que tantas veces nos falta esta mirada sobrenatural sobre la Iglesia?
Solemos con demasiada frecuencia observarla bajo categorías exclusivamente humanas
y solo la percibimos como un fenómeno político de entrecruzamiento de poderes y
tendencias o una institución con estatutos, organización jerárquica y
funciones. Y aunque este rostro visible de la Iglesia es real y constatable,
incluso ineludible, ella es tanto más. El rostro profundo y más invisible del
Cuerpo de Cristo nos deja entrever la permanente efusión del Espíritu de Dios.
Debemos
detenernos y contemplar. En éstas o aquellas capacidades de los hermanos,
confesaremos que hay un don del Espíritu que los regala a ellos como a nosotros
y tan diversamente. Y en esta distribución de carismas comprenderemos que hay
un plan que nos supera; ni construimos ni modelamos principalmente nosotros la Iglesia, sino
que somos invitados a participar del misterioso diseño que el Espíritu hace
posible con sus dones y sobre el cual dará ciencia a los pastores que han sido
llamados a representar en ella a Cristo
Cabeza.
¿De
dónde entonces, esta pretensión nuestra de meter tanta mano en la vida de la
Iglesia, con orgulloso protagonismo, en lugar de secundar humildemente al
Espíritu que va delante y tiene primacía? Seguramente aquí se trata de
convertirnos al Espíritu Santo, sin lo cual podríamos caer en la tentación de
adueñarnos del Cuerpo; o de usar carismas, ministerios y operaciones para el
propio provecho; en fin, de obstaculizar la comunión en armonía de dones
diversos que el Paráclito intenta. ¿Se imaginan una competencia y
enfrentamiento de dones contra dones, de carismas contra carismas y de
ministerios contra ministerios? Lamentablemente no solo la imaginamos sino que
la reconocemos como una triste realidad que a veces nos aflige y amarga la vida
eclesial.
Mis
hermanos, el Señor Jesús nos advirtió que hay un pecado imperdonable, el pecado
contra el Espíritu Santo. Ríos de tinta han corrido para intentar identificar
este pecado. No sé si hay que ir más allá de lo que Cristo quiso revelar. En
todo caso me inclino a suponer por el contexto de aquella cita bíblica y a otros
elementos de cristología y pneumatología neotestamentaria, que podría tratarse
de no reconocer a Cristo, Hijo y Salvador, a quien llamamos Mesías es decir
Ungido, portador y comunicador con el Padre del Espíritu santificador, del cual
se manifiesta en el Bautismo que está rebosante de su compañía y acción.
En
una suerte de analogía diría, que de algún modo se participa de aquel pecado sin
perdón contra el Espíritu cuando se niega, mal utiliza o impide la presencia y
operación del Don de Dios que viene de lo alto, Sello y Unción, en la Iglesia
que es el Cuerpo de la Cabeza, Jesucristo Señor.
Contemplemos
todos maravillados este rostro no tan conocido de la Iglesia: ella es el fruto
de un permanente y renovado Pentecostés. E imploremos a la Virgen María, llena
de Gracia y siempre disponible y dócil al Espíritu, tipo y modelo de la Iglesia,
que interceda para que el Espíritu también nos cubra con su sombra y poder
desde lo alto y nos configure y una a Cristo, el Señor. Pues nada es imposible
para Dios.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 59
EL
ESPIRITU SANTO, TESTIGO DEL SEÑOR JESÚS
Estimadísimo
Apóstol Pablo, nos introducimos en dos capítulos, fundamentales y famosísimos,
de esta primera carta a los corintios. Si en Rom 5,5 habías afirmado que “…el amor de Dios ha sido derramado en
nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” y en Rom
8,39 sentenciado que estabas seguro de que nada ni nadie “…podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor
nuestro”; ahora nos invitarás a contemplar cómo éste Espíritu Santo derrama
el amor de Dios sobre el Cuerpo de Cristo, la Iglesia, reuniéndolo en comunión
a la vez que generando las diversas funciones de sus miembros, capacitando a
todos con diversidad de gracias y organizando la cohesión orgánica. Pero antes
de introducirnos en la cuestión de los dones espirituales colocas esta premisa.
“En
cuanto a los dones espirituales, no quiero, hermanos, que estén en la
ignorancia. Saben que cuando eran gentiles, se dejaban arrastrar ciegamente
hacia los ídolos mudos. Por eso les hago saber que nadie, hablando con el
Espíritu de Dios, puede decir: «¡Anatema es Jesús!»; y nadie puede decir:
«¡Jesús es Señor!» sino con el Espíritu Santo.” 1 Cor 12,1-3
Anticipando
y coincidiendo con la tradición sinóptica –sobre todo lucana- y con la joánica,
nos enseñas que la misión básica del Espíritu es dar testimonio de Jesús como
Señor. Sólo puede el que es llamado Don y Unción derramar la Caridad divina en
los fieles y adornarlos con carismas y dones si previamente ha suscitado y
animado la fe en el Cristo de Dios. Permítanme mi forma de expresarlo: el
Espíritu con su unción permite reconocer y adherirse al Hijo Ungido del Padre.
¿Qué
sucedía cuando estos fieles cristianos aún no conocían la acción del Espíritu? “Cuando eran gentiles, se dejaban arrastrar
ciegamente hacia los ídolos mudos.” ¿Quién los arrastraba y a quién le
permitían influenciarlos de ese modo? Pues claramente a otro espíritu –el Adversario
y sus demonios- o a sus pasiones desordenadas e inteligencia enceguecida por
permanecer aún bajo la herida del pecado irredento.
San
Pablo, en clara continuidad con la mirada de los Profetas, quiere arrancar a
las gentes de la mano de los ídolos y de las potencias demoníacas para que sean
libres en Cristo. En todo el testimonio neotestamentario se percibe una
unanimidad de acción: traer a todos los pueblos y a los que profesan otras
creencias hacia la única fe verdadera en el Señor Jesús. El Espíritu que sopló
en Pentecostés y los hizo andar todos los caminos conocidos, adelantándose a
los Apóstoles, les abrió el mundo de los paganos para rescatarlos por la
predicación del Evangelio de la Salvación.
No
dejo de inquietarme en nuestros días por la forma en la cual algunos, en la
Iglesia peregrina, comprenden el llamado “diálogo interreligioso”. Obviamente
la caridad nunca se puede exceptuar en el trato con ninguna persona o comunidad.
¿Pero cuál es el fin del diálogo de la Iglesia del Señor con otras creencias? ¿Evangelizarlas?
¿Realmente es respeto no anunciarles al Cristo o se trata de esa “tolerancia”
que brota del relativismo, del indiferentismo y del irenismo? ¿No proclamar con
claridad la unicidad de la salvación en el Hijo Unigénito no nos lleva a la
desevangelizacion? La invitación a la conversión al cristianismo en el contacto
con otras visiones religiosas, ¿en serio es una actitud invasiva, supremacista
y discriminatoria? Me resulta paradojal que el Espíritu Santo, que es Amor de
Dios, quiera rescatar a todos los hombres arrojados a los falsos dioses, mientras
que algunos eclesiásticos quieren dejarlos en las manos de los ídolos mudos y
parecen contentarse con que allí quizás puedan atisbar de lejos y nebulosamente
algunos reflejos de la Luz potente de la Verdad que no han abrazado en su plenitud
liberadora. El Espíritu de Dios, uno de los dos enviados del Padre que en
Pentecostés empujó a la “Iglesia en salida” hacia los confines del mundo, ¿terminará
enjuiciado hoy por “proselitismo” bajo la mirada ideológica de los
inquisidores de una nueva teología secularizada, muy moderna y alineada con la
agenda global?
Pero
el Apóstol es contundente en su principio de discernimiento hacia el interior
de la vida eclesial. “Por eso les hago
saber que nadie, hablando con el Espíritu de Dios, puede decir: «¡Anatema es
Jesús!»; y nadie puede decir: «¡Jesús es Señor!» sino con el Espíritu Santo.” Quien
disminuya o niegue la Divinidad de Jesucristo, quien pretenda emparejarlo como
uno más entre otros o quien considere que no sea necesaria la fe en el Hijo Redentor
para la Salvación, simplemente no puede estar animado por el Espíritu Santo,
que básicamente es el Divino Testigo Trinitario de que el Hijo ha sido enviado
por el Padre. Diríamos en términos clásicos: “allí huele a mal espíritu”.
Porque el Adversario, que no solo es homicida desde el principio sino también maestro
de la división y promotor de mentira y engaño, es un espíritu de confusión y
ambigüedad, que extiende las tinieblas para que no permitan ver con claridad la
Luz de Dios. ¿Cómo el Espíritu del Amor y la Verdad va a desear que nos
quedemos lejos de las manos de Cristo,
en otras manos que no son divinas? No dudo que el Demonio en nuestro tiempo
está intentando incoar una suerte de anti-Pentecostés, seduciendo a la Iglesia
que camina a retrotraerse sobre sí misma, en vanas disquisiciones tan
autoreferenciales como estériles, para paralizar la Misión evangelizadora del
mundo entero.
Sin
embargo, cuando oigas que se proclama fuerte y caritativamente que “Jesucristo
es el Señor” y que “solo en Él, Cordero de Dios inmolado por nosotros, se
halla Salvación”, sabrás que el Espíritu Santo está obrando como ayer, hoy y
siempre en la Iglesia: dando testimonio del Señorío de Jesús.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 58
PARTICIPACIÓN
DIGNA EN LA CENA DEL SEÑOR
“Y al dar estas disposiciones, no los alabo,
porque sus reuniones son más para mal que para bien. Pues, ante todo, oigo que,
al reunirse en la asamblea, hay entre ustedes divisiones, y lo creo en parte. Desde
luego, tiene que haber entre ustedes también disensiones, para que se ponga de
manifiesto quiénes son de probada virtud entre ustedes. Cuando se reúnen, pues,
en común, eso ya no es comer la Cena del Señor; porque cada uno come primero su
propia cena, y mientras uno pasa hambre, otro se embriaga. ¿No tienen casas
para comer y beber? ¿O es que desprecian a la Iglesia de Dios y avergüenzan a
los que no tienen? ¿Qué voy a decirles? ¿Alabarlos? ¡En eso no los alabo!” 1
Cor 11,17-22
Como ya habíamos
anticipado, queridísimo Apóstol de Dios, esta sección de tu carta se dirige a
realizar correcciones y dar orientaciones para las asambleas litúrgicas.
Seguramente no pocos de nuestros lectores se sorprenderán, pues les impactará
que aquellas Eucaristías aparezcan como muy entremezcladas con verdaderas cenas
o banquetes fraternos. Pues entonces hagamos un alto para un primer
acercamiento.
Las
religiones de la antigüedad solían practicar verdaderas comidas sacrificiales
de comunión con la divinidad. Muchas veces vinculadas al ofrecimiento de
primicias de la cosecha o para invocar con sacrificios de animales protección y
fecundidad para el futuro. También las realizaban en otras circunstancias
presentes, ya sean festivas o trágicas. Y en el Antiguo Testamento vemos como
Israel ritualiza este tipo de acciones de comunión con Dios a través de comidas
sacrificiales o de ofrenda. La más famosa y central, sin duda, es la Pascua.
Cuando
en la Última Cena el Señor Jesús instituye la Eucaristía, el contexto es la
cena pascual judía. Era una verdadera cena, solo que con alimentos especialmente
preparados para ella y con una serie de oraciones, bendiciones y hasta diálogos
rituales, a los cuales se añadían algunos gestos significativos. Cristo toma
algunos gestos de ese formato (la fracción del pan y la circulación de la copa)
mientras celebraban el rito judío y los resignifica de un modo superador y
definitivo: ya ha pasado el antiguo sacrificio del cordero pascual que evoca la
salida de Egipto, ahora el Cordero Pascual es el Hijo de Dios que se ofrece en
la Cruz por nuestra redención y la Cena será el memorial de su Sacrificio por
nosotros.
Sin
querer escandalizar a nadie, no es fácil reproducir con exactitud cómo era el
rito celebrativo de las primeras Eucaristías de la Iglesia primitiva. Además de
los aportes neotestamentarios, desde fines del siglo I tenemos otras fuentes y
testigos que transmiten datos acerca de oraciones y vestigios de antiquísimas plegarias
de consagración, tradiciones litúrgicas y normativas rituales, que van apareciendo
y evolucionando en una creciente dirección sacral. Hasta que claramente en el
siglo IV, al salir de la clandestinidad y finalizar el período de
persecuciones, la Cena del Señor se independiza de los banquetes y ágapes
fraternos, al ser celebrada habitualmente en contextos más sacralizados como las
basílicas y templos. Sin embargo se mantiene la “disciplina del arcano” que no
permite la participación a quienes no han sido aún bautizados e iniciados en
los Misterios.
Nos
damos cuenta pues, que aquellas asambleas litúrgicas en Corinto resultaban de
una continuidad con las comidas rituales de comunión conocidas en diversos cultos
y de una inmensa novedad: la Cena del Señor que se introducía en el contexto de
los banquetes fraternos. Muchas más precisiones no podemos hacer con certeza.
A
San Pablo han llegado noticias de diversas dificultades. Algunas tienen que ver
con excesos como las borracheras de algunos y la gula desenfrenada de otros.
Otras, con la injusticia y la falta de virtud: hay quienes comen lo propio sin
compartir con los hermanos, y su voracidad y egoísmo no les permite registrar que
los más pobres de la comunidad en esos banquetes pasan hambre. Incluso tal vez
se refiera a ciertas distinciones que se hacían, ya que en las casas los
señores o amos no comían en el mismo recinto que los servidores y esclavos.
¿Cómo pretender celebrar un banquete de comunión con el Señor a la vez que esa
comunión no se establece también con todos los hermanos?
“¿No tienen casas para
comer y beber? ¿O es que desprecian a la Iglesia de Dios?” Esta
expresión parece invitar a reconocer el carácter sagrado de las asambleas
litúrgicas. La Cena del Señor no es una comilona o fiesta mundana.
Una
advertencia que hace el Apóstol llega hasta nuestos días con lamentable
vigencia: cuando los cristianos se reúnen existen divisiones y disensiones
entre ellos. Y comenta que de ello deben comprender que no todos se acercan y
participan virtuosamente o con la misma maduración de fe y caridad.
Nuestras
Misas actuales, ya totalmente separadas del banquete fraterno, sin embargo
siguen expresando faltas de comunión. Que aquel no le da la paz ni saluda a este otro, que el de allá se pasa mirando y
criticando a todos los servidores que desempeñan algún ministerio en la celebración
y que los de más acá apenas salen de la Eucaristía se quedan parloteando en el
atrio sobre temas totalmente ajenos y distantes o simplemente murmurando contra
sus hermanos. Y ustedes podrán elencar seguramente incontables ejemplos.
Es
que a la Cena del Señor entramos todos con nuestros pecados pero con demasiada
frecuencia salimos permaneciendo en ellos. ¿Cómo entrar en comunión con Dios
sin purificarnos y convertirnos para vivir en la caridad fraterna?
“Porque
yo recibí del Señor lo que les he transmitido: que el Señor Jesús, la noche en
que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: «Este
es mi cuerpo que se da por ustedes; hagan esto en recuerdo mío.» Asimismo
también la copa después de cenar diciendo: «Esta copa es la Nueva Alianza en mi
sangre. Cuantas veces la beban, háganlo en recuerdo mío.» Pues cada vez que
comen este pan y beben esta copa, anuncian la muerte del Señor, hasta que
venga.” 1 Cor 11,23-26
San
Pablo junto a San Lucas, San Mateo y San Marcos es testigo apostólico de la
tradición central de nuestra fe católica: la Pascua del Señor, por la que somos
salvados entrando en Alianza con Dios, y es celebrada según su mandato por la
Iglesia en cada Cena del Señor. Así el mismo Jesucristo sigue presente entre los
suyos hasta su segunda venida en gloria en el sacramento del altar.
“Por
tanto, quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del
Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan
y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe
su propio castigo. Por eso hay entre ustedes muchos enfermos y muchos débiles,
y mueren no pocos.” 1 Cor 11,27-30
Frente
a la inmensidad del Misterio celebrado y de la Gracia comunicada resuena la
advertencia: sean concientes de lo que viven y realizan en cada Eucaristía. Sin
duda es referencia inmediata a las divisiones, excesos y conductas poco
virtuosas que rompen la caridad fraterna de las que hemos hablado. Pero se
extiende la cuestión más allá: ¿qué significa comer el Cuerpo del Señor
indignamente?, ¿qué disposiciones son necesarias? Hay que examinarse y
discernir para no comer y beber el propio castigo.
“Si
nos juzgásemos a nosotros mismos, no seríamos castigados. Mas, al ser
castigados, somos corregidos por el Señor, para que no seamos condenados con el
mundo. Así pues, hermanos míos, cuando se reunan para la Cena, espérense los
unos a los otros. Si alguno tiene hambre, que coma en su casa, a fin de que no se
reúnan para castigo suyo. Lo demás lo dispondré cuando vaya.” 1 Cor 11,31-34
A
lo largo de los siglos, la Iglesia ha discernido las disposiciones necesarias y
ha establecido una disciplina de los sacramentos, tanto de su celebración como
de su recepción. Penosamente en nuestros días no solo las Misas se van vaciando
de participantes, sino que también se han ido banalizando y no faltan quienes
incumplen o violentan la disciplina eclesial o simplemente la desautorizan.
¿Estamos hoy comiendo el Cuerpo y bebiendo la Sangre del Señor con superficial
conciencia y escaso discernimiento?
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 57
NORMAS
PARA VARONES Y MUJERES
QUE PARTICIPAN DE LAS ASAMBLEAS
LITÚRGICAS
Queridísimo
San Pablo, confieso que al comenzar este “Diálogo vivo” contigo, solo pretendía
comentar en clima de oración, algunos pasajes de tus escritos que me habían resultado
significativos durante toda mi vida. Se trataba pues de un empeño totalmente
subjetivo que seleccionaría solo algunos
textos entre tantos. Sin embargo, pronto me topé con la necesidad interior de
un ejercicio de diálogo más profundo, abriéndome enteramente a ti, incluso
redescubriendo diversas enseñanzas tuyas que quizás había pasado un poco por
alto. Y realmente no dejo de sorprenderme al comprender la lógica de tu
razonamiento y la delicadeza con la cuál entretejes tantas temáticas, que fuera
de parecerme ya secciones o apartados distintos, las veo inmersas en un
dinamismo más abarcador.
Ahora
propondré un comentario a uno de esos pasajes que cualquiera –incluso yo- de
primera mano quisiera evitar por su dificultad aparente. Pero en mis días,
querido Apóstol, debo advertirte que estás siendo enjuiciado. No faltan quienes
desean desautorizar algunas de tus enseñanzas –sobre todo de carácter moral- ya
que les parecen incompatibles con la sensibilidad de nuestra época. Los
consejos que darás sobre la participación litúrgica de varones y mujeres se
encontrará hoy en colición directa con los diversos planteos de género y será
acusada de discriminación y machismo con certeza. Por fidelidad fraterna y
amistad, me veo obligado a presentar tu enseñanza con toda inteligencia y
corazón por mi parte. Vayamos sin más demora al texto en cuestión, el cual se
encuentra subsumido en una sección más amplia dedicada a correcciones a excesos
en las asambleas litúrgicas en Corinto.
“Sin
embargo, quiero que sepan que la cabeza de todo hombre es Cristo; y la cabeza
de la mujer es el hombre; y la cabeza de Cristo es Dios. Todo hombre que ora o
profetiza con la cabeza cubierta, afrenta a su cabeza. Y toda mujer que ora o
profetiza con la cabeza descubierta, afrenta a su cabeza; es como si estuviera
rapada. Por tanto, si una mujer no se cubre la cabeza, que se corte el pelo. Y
si es afrentoso para una mujer cortarse el pelo o raparse, ¡que se cubra! El
hombre no debe cubrirse la cabeza, pues es imagen y reflejo de Dios; pero la
mujer es reflejo del hombre.
En
efecto, no procede el hombre de la mujer, sino la mujer del hombre. Ni fue
creado el hombre por razón de la mujer, sino la mujer por razón del hombre. He
ahí por qué debe llevar la mujer sobre la cabeza una señal de sujeción por
razón de los ángeles. Por lo demás, ni la mujer sin el hombre, ni el hombre sin
la mujer, en el Señor. Porque si la mujer procede del hombre, el hombre, a su
vez, nace mediante la mujer. Y todo proviene de Dios. Juzguen por ustedes
mismos. ¿Está bien que la mujer ore a Dios con la cabeza descubierta? ¿No se
enseña la misma naturaleza que es una afrenta para el hombre la cabellera, mientras
es una gloria para la mujer la cabellera? En efecto, la cabellera le ha sido
dada a modo de velo. De todos modos, si alguien quiere discutir, no es ésa
nuestra costumbre ni la de las Iglesias de Dios.” 1 Cor 11,3-16
Supongo
que ya se pudo haber levantado polvareda. Desgranemos algunas líneas maestras.
“Sin embargo, quiero
que sepan que la cabeza de todo hombre es Cristo; y la cabeza de la mujer es el
hombre; y la cabeza de Cristo es Dios.” Aquí debemos detenernos
serenamente. ¿Qué significa esto de la cabeza? Pues de este principio se
derivarán luego los consejos prácticos. Uno podría mal entender el concepto
pues en nuestros días el “ser cabeza” o “encabezar” suele asimilarse a una cuestión
de mando o poder, la forma de designar al jefe y sugerir una cadena de
subordinación. Sin embargo el concepto semítico de “cabeza” remite más bien a
la idea de fuente, origen y procedencia. Sin duda quien es cabeza precede pero
esta precedencia no tiene por qué significar desigualdad y superioridad sino
fuente y origen de identidad.
Se
aclara al considerar la expresión acerca de que “Dios, el Padre, es la cabeza
de Cristo”. Por supuesto que San Pablo está comenzando a delinear una teología
trinitaria. No es el momento ahora de abordar este tema que supondría una
ponderación global de toda su obra y específicamente de las formulas
trinitarias que utiliza. Pero sabemos que en el desarrollo doctrinal, la
Iglesia ha afirmado y confesado solemnemente al mismo tiempo la fontalidad del
Padre de quien el Hijo procede eternamente y su cosubstancialidad. Que el Padre
preceda eternamente –no en sentido temporal sino ontológico- no supone que el
Hijo sea menor o inferior al Padre.
“La
cabeza de la mujer es el hombre” no tiene por qué leerse obligadamente en clave
de desigualdad. En el estilo propio de la lectura rabínica de aquel tiempo y
como con sentido común se desprende de una lectura literal no afectada del
relato de la creación, se podría descriptivamente decir que “la mujer procede
del hombre”. Esta precedencia o fuente de origen no implica desigualdad y nos
guste o no, así está relatado y así Dios proveyó que se consignara. Ciertamente
una lectura más ajustada del pasaje descubrirá que solo al ser dos –uno frente
al otro- se esclarece que son él y ella, varón y mujer.
“Por lo demás, ni la
mujer sin el hombre, ni el hombre sin la mujer, en el Señor. Porque si la mujer
procede del hombre, el hombre, a su vez, nace mediante la mujer. Y todo
proviene de Dios.” Esta otra aseveración deja en claro que
San Pablo no está enseñando una desigualdad en dignidad entre varón y mujer. Lo
que afirma con la fórmula ”en el Señor” y que se corresponde con el “todo
proviene de Dios” es que hay un orden que nos precede, el de la mente o razón
creadora de Dios. Este orden supone una “jerarquización por precedencia”. De
nuevo tendemos a pensar “jerarquía” en términos de poder, desde el binomio
superior-inferior o señor-súbdito, es decir en una cadena donde uno manda y el
otro obedece. Pero también se puede
entender “jerarquía” como una lógica de procedencia que intenta narrar cómo del
origen y fuente todo proviene y depende en su identidad.
Esta
dinámica de procedencia, San Pablo intenta mostrarla con el concepto “reflejo”.
Nuestra sensibilidad contemporánea se siente más cómoda afirmando que ambos,
varón y mujer en su complementariedad, son “reflejo e imagen” de Dios.
Lo
que me lleva –antes de continuar con las sentencias más polémicas-, a traer la
cuestión del “anacronismo”. Se trata de un grave error de la ciencia histórica
y consiste en introducir descontextualizados elementos de una época en otra, o
lo que es más frecuente, juzgar un período histórico con categorías del presente.
Por ejemplo, para juzgar que San Pablo puede ser “machista”, primero deberíamos
asegurarnos que un concepto como “machismo” es concebido en su época.
Evidentemente la dignidad de la mujer a la par con el varón –en su
diferenciación complementaria- es un principio supratemporal, atestiguado por
la Revelación o en otros términos un “absoluto moral”. Pero cómo cada época lo
interpretó y plasmó en la relación varón-mujer en su propio contexto cultural
puede variar. Hoy algunas feministas llamarían machismo o pretensión de
superioridad a lo que en otro tiempo se consideraba galantería o
caballerosidad. Lo que hoy en día se considera un gesto de humildad y
acompañamiento del varón en las tareas domésticas en otro tiempo se consideraba
falta de autoridad o virilidad.
Dicho
esto, acometamos la aclaración en cuanto sea posible sobre la costumbre de
participar el varón en las asambleas litúrgicas con la cabeza descubierta y la mujer
al contrario. Algunas precisiones:
·
En la asamblea litúrgica, ambos varón y
mujer, pueden orar y profetizar. Por cuestión de su género uno debe cubrirse la
cabeza y otro no. No hay desigualdad en la participación sino en el modo.
·
La mentalidad paulina sugiere que el
varón en la asamblea representa al Señor, el Esposo y la mujer a la esposa, la
Iglesia. Solo de ese modo dialógico podría entenderse la idea de “sujeción” –descartada
una disparidad en dignidad-, expresando que a uno como “reflejo del Señor” le
toca preceder fontalmente y al otro recibir y responder configurando lo mutuo.
·
En cuanto a por qué la cabellera puede
ser afrenta para uno y no para otro género o la introducción de la “sujeción por
razón de los ángeles”, el sentido permanece incierto. Se han propuesto variadas
hipótesis, desde cánones estéticos acerca de la cabellera recogida en peinado
de la mujer como signo cultural de honestidad y belleza hasta la cabellera
suelta de la mujer como signo de desenfreno en los cultos paganos. Y también
sobre la participación de los ángeles en la liturgia guardando en el culto el
orden jerárquico de precedencia hasta la intromisión de los demonios. Por lo
pronto no parece relevante la incertidumbre acerca del sentido de estos
términos para afectar substancialmente a la interpretación.
·
Ciertamente destaca el deseo de San
Pablo de poner orden en las asambleas litúrgicas. Por un lado, debido a la
introducción de costumbres o excesos que desvirtúan el sentido del culto; por
otro, dada la necesidad de distinguirse la asamblea cristiana y no ser
confundida con las prácticas religiosas paganas y finalmente quizás, para
guardar una cierta conducta externa que no escandalice o provoque malas
interpretaciones, generando el rechazo.
·
Por último diría que es importante
delimitar el nivel que el Apóstol adjudica a su intervención. No se trata de “un
mandato recibido del Señor”, ni de un consejo Apostólico en virtud “de la
asistencia del Espíritu Santo”, sino de costumbres comunitarias que se han ido
asentando en la Iglesia primitiva.
Quisiera
terminar esta lectura invitándonos a todos a encontrarnos siempre serena y
respetuosamente con la Palabra de Dios, sin prejuicios que sesguen nuestra
mirada, implorando a Dios que nos auxilie con esa sabiduría que permite discernir
lo que es esencial y profundo de lo que es más superficial y periférico,
pudiendo reconocer a qué debemos adherir indefectiblemente pues viene del Señor
y en todo caso ubicar en su justo nivel las costumbres y experiencias
personales y comunitarias en las cuales la fe se contiene y expresa pero que
tal vez no deban permanecer inmutables. Ya lo hemos hablado al distinguir entre
Tradición y tradiciones. Sobre todo que nos de una inteligencia humilde y un
corazón simple, que no busque revolver lo que parece oscuro de modo imprudente
y que sepa acoger con sencillez cuanto nos es dado recibir del Espíritu.
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