ENSAYO 1
PERMANECER EN LA VID:
UNA EXPERIENCIA FRATERNA
Y ALEGREMENTE MISIONERA
EL ANCLAJE EXEGÉTICO
J. Mateos - J. Barreto organizan su investigación delimitando en el texto total del evangelio
grandes unidades o secciones. Nuestra perícopa quedaría englobada según ellos
bajo la temática “La nueva comunidad en
medio del mundo”, comprendida en Jn 15,1-16,33.
Los
títulos construidos por estos autores tienden a ser sugerentes y poderosamente
comunicativos. La nueva comunidad en
medio del mundo… Si en el mundo pues ha hecho su aparición una comunidad
que es nueva me permito la ansiedad: ¿cómo se entablará esa relación?, ¿será
fácil o traumática?, ¿de colaboración o de enfrentamiento?, ¿de aceptación
mutua o de rechazo?, ¿querrá el mundo diluir la novedad de la comunidad para
integrarla a su habitualidad o querrá la comunidad irradiar su novedad
transformadora sobre el mundo? Con premura espiritual me inquieto y pido perdón
por adelantarme tanto: ¿seguirá siendo hoy la Iglesia de Jesucristo una
comunidad nueva en medio de un mundo viejo?
Pero
volviendo a los autores en cuestión nos percatamos que dividen el discurso sobre
la vid verdadera en dos grandes partes.
a)
Interpretan 15,1-6 (la imagen sobre la vid, el viñador y los sarmientos) bajo
la temática “La comunidad en expansión”.
“Empieza en esta perícopa la
instrucción de Jesús sobre la identidad y situación de su comunidad en el
mundo. Su identidad le viene del Espíritu, que recibe continuamente de Jesús
(la savia de la vid), lo mantiene unido a él y asegura su fecundidad.”
Con
este acento de lectura en el crecimiento o expansión de la vid, es decir en un
fecundo dar fruto, el segmento es dividido en 3:
15,1-2
“Actividad del Padre”;
15,3-4
“La comunidad: condición para el fruto”;
15,5-6
“El discípulo: fruto y esterilidad”.
Esta
división tripartita daría cuenta de la primacía del Padre-viñador que
solícitamente cuida la vid-Hijo deseando su crecimiento. Y de una comunión de
los discípulos con Jesús, condición absolutamente indispensable para intentar
dar fruto. Finalmente el discípulo, según su modo de estar en la vid, elegirá
esterilidad o fecundidad para sí mismo.
El
texto estaría mostrando una humanidad nueva que surge en medio del mundo. Una
humanidad que es “nueva” en cuanto depende radicalmente de su participación en
la vida de Jesús, en el dinamismo del Espíritu que Él le comunica. Cada miembro
está llamado a producir fruto, por lo tanto la comunidad no puede cerrarse en
sí, debe expandirse. Es un signo y una alternativa al mundo, la sociedad del
amor mutuo que Jesús desea que alcance a toda la humanidad.
“El fruto tiene un doble
aspecto inseparable: el crecimiento personal y comunitario, realizado por el
don de sí a los demás.”
El
Padre se preocupa por cada miembro de su Pueblo purificando y eliminando
progresivamente los factores de muerte, liberando la capacidad de amar que da
el Espíritu.
b)
Para 15,7-17 los intérpretes sugieren el bello motivo “Amor, amistad y fruto”.
“Jesús llama a los suyos a la
amistad con él y entre ellos; el modelo es él mismo, que da su vida por sus
amigos. La entrega a los demás según la voluntad de Jesús hará participar a los
discípulos de su alegría por el fruto que se produce.”
El
segmento es dividido en 2:
15,7-11
“La fidelidad, condición para la alegría”;
15,12-17
“Labor común en la amistad”.
Los
suyos participan de esta labor no como siervos sino como amigos, hombres libres
que por su adhesión a Jesús sienten la tarea como propia.
Los
autores insisten en el eje temático en torno a la cuestión de la “fecundidad”. Eje
vinculado ahora con la eficacia de la petición, la cual se hace necesaria con
la partida de Jesús, que no los abandona sino que se solidariza sin límites en
la misión; petición que expresa a su vez la continua adhesión de los suyos a su
Persona. Reconocen así la sutil enseñanza: “de
modo que todo lo que pidan al Padre en mi nombre se lo conceda”. La oración
de petición del discípulo no esta centrada en sí mismo. El discípulo que
permanece unido a Jesús por el amor reza al Padre-viñador para que la vid-Hijo
sea fecunda en él. El discípulo-amigo eleva su petición en el contexto de la
misión de dar fruto.
La
condición indispensable de la fecundidad es pues “permanecer en Jesús”. Así,
“comenzando a producir mucho fruto”, manifiestan la gloria del Padre. Y la
comunión de vida y amor entre Padre e Hijo -quien sabe “permanecer” en la obra
de su Padre que lo envió-, se prolonga a sus discípulos y a toda la comunidad
si saben “permanecer” en los mandatos de
Jesús. La cuestión es pues planteada en términos de “fidelidad” y de
“respuesta” en el amor al amor recibido. Un amor activo que se pone en obras.
Un amor concretado en la entrega a los demás que se constituye en criterio
objetivo para discernir la autenticidad de la experiencia espiritual, de la
adhesión a Jesús. Un amor que produce alegría al constatar su fecundidad.
Toda
la misión de la comunidad es entendida como una labor común en la amistad. Una
amistad que surge de la elección de Jesús y de su don de sí a ellos. Una
amistad que brota de la comunión con el Padre y el Hijo, que se funda en la
amistad con Dios, la cual les asegura su compañía en la tarea. Porque Jesús
pone a disposición de los suyos, bien encaminados y resueltos a realizar las
obras de Dios, “la fuerza del Padre”. Aparece entonces en este contexto una
hermosa formulación del amor mutuo expresado como mandato nuevo, prototipo y
origen de todos los demás mandamientos y exigencias del discipulado.
RESONANCIAS Y ECOS CONTEMPLATIVOS
Pienso
que esta mirada exegética nos habla bellamente de vínculos y de tarea común, de
una misión fundada en una persistente fidelidad a Jesús de cada discípulo y de
un ambiente de amistad entre ellos. Y todo esto en el contexto de un mundo que se configura en este caso como un colectivo rechazo al Señor y
odio a sus discípulos. La proyección pues nos ubica en un escenario de
oposición, de polémica y de peligrosa fricción.
Retomo
pues aquella inquietud apresurada: ¿seguirá siendo hoy la Iglesia de Jesucristo una
comunidad nueva en medio de un mundo viejo?
La
novedad de esta comunidad está en sus vínculos, en la vivencia del amor.
En
primera instancia el amor da cuenta de una ligazón fidelísima a “Jesús la Vid” que es el fundamento de
toda la vida en común y de su prospectiva. Sabemos que en la eclesiología
joánica la relación personal de cada discípulo con el Señor es comprendida como
crucial y de significativa repercusión. Por eso la simbólica del “discípulo
amado” funciona en el cuarto evangelio como un ideal modélico. Todos los
discípulos tenemos que transitar un proceso de maduración por una creciente
adhesión a Jesús; todos estamos llamados a ser “ése discípulo amado”.
Sólo
el discípulo que mantiene fuerte este lazo con el Señor construye la comunidad
del amor mutuo y la acrecienta; mas el discípulo que decae en el vínculo
desgasta y debilita a toda la comunidad. Pues los discípulos –por así decirlo- no
se tocan directamente unos a otros sino que se conectan a través del contacto
con Jesús, por la mediación de la
Vid. La Persona de Jesús es el hábitat troncal en el cual se
posibilita el vínculo comunitario.
A
veces lo imagino como la rueda de una bicicleta. Jesús está en el centro como
eje. Cada rayo expresa una ligazón o vínculo entre un punto del radio de la
rueda (discípulo) y el eje (Jesús). De la ligazón personal de cada discípulo
con el Señor surge el radio de la rueda, es decir, la comunión entre ellos.
Cuando los rayos se rompen y se interrumpe o debilita la comunicación con el
eje, es inevitable que la rueda al andar se deforme.
Y
justo en este punto la Iglesia
parece hallarse actualmente en un grave problema.
“«Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en
él» (1 Jn 4, 16). Estas
palabras de la Primera carta de Juan expresan con claridad
meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también
la consiguiente imagen del hombre y de su camino. Además, en este mismo
versículo, Juan nos ofrece, por así decir, una formulación sintética de la
existencia cristiana: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y
hemos creído en él».
Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental
de su vida. No se comienza a ser
cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un
acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con
ello, una orientación decisiva.”
Debería sorprendernos y
quizás hasta escandalizarnos que sea necesario explicitar este principio “ad
intra”. Sin embargo ha sido recibido con aclamación. Se trata pues de una
triste constatación pastoral: entre los “¿fieles?” tal vez no pocos carecen de
la experiencia de este encuentro fundante y vivo, algunos ignoran y relativizan
su centralidad estructurante en la vida de la fe o más trágico aún han dejado
de cultivar esta relación personal con el Señor que es Amor. ¿Cómo hemos
llegado a esta situación?
Quizás hemos caído a veces como Iglesia en la
tentación de mal traducir reductivamente el Evangelio a unos programas de
acción y pautas de conducta colectiva e individual que, sin embargo, no alcanzan
a ser un “obrar en Cristo”, unidos a Él y bajo el influjo de su gracia.
1. ¿Un cristianismo de acción en
clave mundana?
Me explico. Tal vez centrados en la tarea de
“evangelizar la cultura” o incluso desde el ángulo de “defender la fe amenazada
de nuestros pueblos”, advierto que se acentúa un obrar eclesial donde solemos reaccionar
a la “mentalidad mundana”, que para unos impera peligrosamente avasallante y a
otros los seduce en su novedoso progresismo. ¿Hemos dejado pues de caminar
mirando primero a Cristo y sucumbido al engaño de intentar caminar mirando
preponderantemente al mundo y sus circunstancias a veces tempestuosas, a veces tentadoras?
Recuerdo oportunamente que cuando Pedro quiere caminar sobre el agua al
encuentro de Jesús, mientras le sostiene la mirada al Señor da pasos, pero
cuando su atención se dirige a la violencia de las olas y el viento en derredor
comienza a hundirse.
Nuestro discurso público parece relevar pues las
posiciones a tomar y los bastiones por defender, visualizando los principios
innegociables, los terrenos de intercambio, las estrategias comunicativas y las
conductas correctas a implantar. Todo esto en una inestable relación con la
cultura que oscila entre la “polémica apologética” o la “cordial y fraterna
cercanía”. Por lo general se trata de una relación confusa de la Iglesia con el
mundo. A veces toma una exagerada distancia purista que tiende a vivir
exorcizando el mal que ha tomado al orbe entero. Y otras se inclina en una
exagerada cercanía que diluye la propia identidad, tendiendo a bautizarlo todo
bajo un optimismo ingenuo e irreal. Incluso no pocas veces se trata de una
mixtura coetánea -incoherente e inconexa- de ambas posiciones. Lo cual se
explica bastante por la humana pluralidad eclesial. Mas otro tanto porque el
contexto relativista ejerce su influjo y las personas a veces se permiten
sostener lo contrario, y aún peor lo contradictorio.
Entonces, con el objetivo de “evangelizar la
cultura”, también la Iglesia
en el concierto del mundo parece ingresar al escenario de las “negociaciones
del poder”, y se la ve más habitualmente gastar sus energías en pulsear y
batallar, intentando por ejemplo, sostener leyes en los parlamentos o impedir
que otras sean sancionadas. Y allí se percata que pese a sus esfuerzos de
traducir en sabiduría humana sus “opciones de vida”, no es comprendida ni
valorada ni goza de amplio consenso –dolorosamente- a veces ni entre sus
propias filas.
¿Acaso no es la Persona de Jesús el
fundamento de su vida y obrar? ¿Cómo podrían salir de la oscuridad velada estas
opciones de vida que fervorosa proclama sin la luz de la fe? ¿No estaremos solo
monologando frente a una racionalidad incrédula que no comprende nuestro
lenguaje, pues carece de la experiencia del encuentro fundante que transforma
el sentido y la orientación de la vida?
Aquí la pedagógica dualidad de las comunidades
joánicas nos sale al encuentro. La adhesión y permanencia en el Hijo divide
aguas entre Vida y muerte, Luz y tiniebla, Fe y pecado. Solo quien cree tiene
Vida en Él. O si suena más amable en lenguaje paulino: sólo quienes “están en Cristo”
tienen la “mentalidad de Cristo”. ¿Hasta dónde podemos pretender que un puro
lenguaje de sabiduría humana explicite la misteriosa mentalidad de Cristo que
solo se da a luz cuando el discípulo es alcanzado por la “locura de la Cruz”?
Pero volviendo a esta Iglesia empeñada en los
programas de acción, no sé si percibimos que cuanto decimos efectuar por Él a
veces absurdamente lo actuamos sin Él. Porque si “ad extra” la carencia de
vínculo con el Señor torna opaco el mensaje, convengamos que “ad intra” el
descuido y el olvido de una “vida espiritual madura y seria” desarraiga nuestro
actuar de su Persona. Se constituye tal vez una suerte de “secularismo pastoral” que podría llevarnos a convertir a la comunidad
de la fe en una organización de acción político-social, una más entre otras; una
colectividad en la cual se adoctrina a los miembros sobre principios y
conductas, planes y metodologías, pero se pierde de vista el fundamento
original de cuanto se persigue. Sin cultivar primariamente la relación con el
Señor, descuidando ejercitar con carácter de urgencia permanente éste vínculo
de amor, vamos renunciando al misterio de ser la continuación sacramentada de
Sus manos, de Su mirada y de Su escucha.
2. ¿Un cristianismo implícito y
sin Rostro?
Repito: ¿cómo hemos llegado a esta situación?
Quizás hemos caído a veces en la tentación de
mal traducir reductivamente el Evangelio a unos sistemas de valores, principios
e ideas “cristianos pero anónimos”, una especie de cristianismo sin Rostro;
hemos nombrado los valores del Evangelio evitando explicitar el nombre de
Jesús, hemos dejado de pronunciar su nombre bajo pretexto de respeto al
diferente y para dialogar mejor con la cultura, le hemos ocultado como si Él
fuese el problema o la causa misma de la falta de empatía con la Iglesia.
No sé si se trata de una retirada vergonzante o de una
disimulada apostasía. Lo más probable es que se trate de otra forma de emerger
la misma realidad: no es profundo y sostenido nuestro trato con Él ni
priorizamos este vínculo como “pastoral fundamental”.
A Cristo le desconocemos bastante más de lo que
deseamos admitir, personalmente somos bastante pobres en experiencia de su
Persona Viva, cotidianamente no saboreamos gustosos su Misterio que nos excede
sino en ocasiones separadas por intermitentes o vacuos intervalos. En fin, nuestro
corazón se ha enfriado en el vínculo de Alianza, ya no nos cautiva ni enamora como
al principio el Señor Jesús, se nos ha adormilado “el amor primero” y ya somos menos
suyos.
3. ¿Un cristianismo de
soteriología intra-mundana?
¿Acaso no percibimos que las crisis de tantos
cristianos -especialmente de jóvenes que tras algunos pasos iniciales abandonan
el Camino- tiene como origen un cristianismo transmitido y asumido cual
conjunto de ideas y de acciones recortadamente intra-mundanas; una programación
inmanente y solipsista, propia de un humanismo encerrado en sí mismo, que
carece de fundamento divino y trascendente? ¿Nuestra religiosidad no sigue a
veces inconversa bajo el signo del viejo Adán-Narciso encorvado sobre sí en la “degustación
de su ombligo”? ¿Nuestra búsqueda de Dios no se ha vuelto “unilateralmente
interesada”, no se orienta mayoritariamente a que Él resulte funcional a
nuestras necesidades y emprendimientos, a que nos ayude a resolver nuestra
existencia histórica? ¿Cuándo se aspira en nuestra plegaria al cielo y a una
realidad definitiva y gloriosa más allá de esta “escena que pasa”? ¿Con qué frecuencia nuestra oración toca honduras
contemplativas y, descentrados de nosotros mismos, gustamos de ir a Él por Él
mismo, gratuitamente en el amor? ¿Cómo podrá sostenerse viva una fe que no
brota una y otra vez rejuvenecida por el encuentro con el Señor Resucitado y
con su Espíritu?
Nos pide permiso aquella frase repetida
incansablemente –cuya autoría no es fácil de establecer- que rezaba: “El
cristiano del siglo XXI será un místico o no será”. Evidentemente una
restauración de la mística cristiana parece urgente. ¡Qué paradoja: a veces
intuimos que nuestro tiempo busca espiritualidad y la comunidad de la fe a su
vez se encuentra en crisis por descuidar abonarla! ¿Encontrarán fácilmente los
nómades de hoy en la Iglesia,
caminantes expertos en guiarlos hasta la Fuente, o serán atrapados por espejismos paralizantes
hasta sucumbir por sed?
4. Un nuevo Pentecostés para dar
fruto
“¡Necesitamos
un nuevo Pentecostés! ¡Necesitamos salir al encuentro de las personas, las
familias, las comunidades y los pueblos para comunicarles y compartir el don del encuentro con Cristo, que ha
llenado nuestras vidas de “sentido”, de verdad y amor, de alegría y de
esperanza! No podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en nuestros
templos, sino urge acudir en todas las direcciones para proclamar que el mal y
la muerte no tienen la última palabra, que el amor es más fuerte, que hemos
sido liberados y salvados por la victoria pascual del Señor de la historia, que
Él nos convoca en Iglesia, y que quiere multiplicar el número de sus discípulos
y misioneros en la construcción de su Reino en nuestro Continente.”
La Iglesia presentada por los
Obispos de Latinoamérica y del Caribe podría describirse sintéticamente como
“una alegre comunidad de discípulos misioneros”. El Pentecostés nuevo que se
desea, no es más que anhelar que otros también gocen lo que goza cada hermano
de la comunidad: un encuentro con Jesucristo victorioso y lleno de gloria, la
experiencia de un “amor vivo que llena la vida”.
Es ésta experiencia del amor, es
éste conocimiento del amor que Dios nos tiene, la base detonante y expansiva de
Pentecostés -o para decirlo más precisamente en términos joánicos- del “dar
fruto”. Una comunidad que se reconoce como los “amados de Dios”, donde todos están
en pie de igualdad, ya que Él ha amado a cada quien con novedad y con desborde.
Una comunidad que desea expandir con alegría ese amor. La citada semblanza
eclesial que trae Aparecida pues está muy cerca de la eclesiología joanea de la
Vid fecunda. La savia del Espíritu recorre la Vid y comunica a los discípulos
que permanecen unidos a ella un amor de comunión con Dios y entre los hermanos.
Comunica un amor que da su fruto.
¿Qué se seguirá pues de esta
contemplación del amor de Dios sobre la comunidad de la fe? “Porque el amor de Dios ha sido derramado en
nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5,5)
¿Tendrá el amor otra vocación que no sea amar? El Señor lo explicita.
Jn 13, 34-35 “Les doy un
mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Que, como yo los he amado,
así se amen también ustedes los unos a los otros. En esto conocerán todos que son discípulos
míos: si se tienen amor los unos a los otros”
La
primera formulación del “mandamiento nuevo del amor mutuo” indica
contundentemente que éste será el signo de la credibilidad de la Iglesia, que en éste amor
que nos profesemos en Cristo reconocerán que somos discípulos suyos. El amor
mutuo parece surgir pues como consecuencia inevitable del encuentro en amor con
el Hijo que lo revela. Sabemos bien que en la mentalidad joánica es inadmisible
separar el amor a Dios del amor al hermano. Así el implorado nuevo Pentecostés no será más que una consecuencia de
una experiencia de amor: amarnos como Dios nos ha amado.
Y
otra vez nuestra Iglesia contemporánea –la que camina en la historia- está en
problemas. Cuán lejos de nuestra realidad se halla a veces la Palabra del Señor. Veo sin
duda por doquier personas reuniéndose en nuestras comunidades para realizar
alguna actividad pastoral. Pero apenas la convocatoria es simplemente para “pasar
juntos un tiempo”, “para hacer del encuentro una fiesta”, “para fraternizar y
gozar de ser hermanos” se dirige al pastor la pregunta quejosa y frustrante: “¿Pero
para qué nos juntamos padre?” Un tiempo gratuito de intercambio vital y
espiritual con los hermanos de fe suele ser percibido como un desperdicio. Raramente
surge el deseo de “estar con los hermanos” porque estar con ellos es un gozo y
nada más. La “falta de tiempo” para tales menesteres da cuenta y es signo de
esa nociva “mundanidad” que nos enferma y debilita.
No
quisiera creer que esa incapacidad de disfrutar el vínculo fraterno sea la
expresión objetiva de una falta de amor. Pero necesitamos visualizar mejor que “funcionar
juntos” no es lo mismo que ser una comunidad. El “funcionalismo mundano” es una
tentación organizativa que acecha al Cuerpo de Cristo hoy con manifiesta intensidad.
Lamentablemente hemos caído en sus garras en exceso. ¡Por eso nos debemos
recordar con insistencia que la primera tarea pastoral de la comunidad
cristiana es vivir el mandato del amor mutuo! Solo amándose en el Señor y por
el Señor los cristianos se tornan atractivos por la sanidad de sus vínculos
fraternos. Pues en medio del mundo reina una aceleración vacua y desgastante
que lo envejece, una red de relaciones frías, predominantemente pragmáticas, de
conveniencias insustanciales y utilitarismos efímeros; un proceso de creciente
fragmentación e individuación; una red de conectividades rápidas que
paradójicamente extiende un pesado aislamiento existencial.
Claro
que en medio de este panorama alarmante la gracia de Dios sigue conduciendo
victoriosa a la Iglesia, en la medida que
se reconoce con vocación de ser “la sociedad nueva del amor mutuo”. En mi
experiencia como discípulo y pastor he gozado de profundas y luminosas
vivencias comunitarias en medio de cierta masiva mediocridad. Cuando he
invitado a las ovejas con simpleza a “ponerse juntas delante de Jesús y dejar
que Él haga su obra”, y ellas han
aceptado el llamado, el Señor ha hecho maravillas. Centrados en Él por la
oración y la escucha de la
Palabra en común, reunidos en su Nombre en Eucaristías vivas,
han experimentado el amor que Dios dispensa. Entonces los discípulos también se
han reconocido hermanos y abierto su corazón. Al compartir generosamente sus
vidas y hacerse cargo unos de otros, Cristo ha podido inspirar en la
fraternidad cálidas y sabias acciones pastorales llenas de la novedad de su
Caridad divina.
La Iglesia de hoy está en problemas pero la solución está cerca. Volver a Jesús, la Vid verdadera, hábitat troncal
donde los discípulos son amados por el Señor y al devolverle su amor son llamados a amar a sus hermanos
también. He aquí el quicio de la Misión. Una labor común en la amistad de
Cristo. El anuncio simple y poderoso de esa amistad. Una irresistible fuerza de
comunión que se expande. Una alegría en el amor que llena la vida y la hace
fecunda.
Como
el “Resto Fiel” de la profecía de Isaías, el Espíritu va sembrando por aquí y
por allá en los corazones abiertos un nuevo despertar comunitario. Pequeñas fraternidades
que tiernamente y sin reproches se sacuden el polvo de un cristianismo
“convencional” -diría “costumbrista”- que se presenta difuso en ideas y
acciones desarraigadas del vínculo con el Señor, expresiones funcionales pero
poco medulosas. Pequeñas comunidades donde los discípulos anuncian al conjunto
de la Iglesia
y al mundo que han descubierto un tesoro: hacer experiencia juntos del Amor de
Dios.
Me
guía al fin una convicción firme: si cada discípulo retoma una intensa y
profunda relación con Él, la comunidad será recreada y la fraternidad del amor
mutuo brillará una y otra vez novedosa y fresca en medio del mundo. La misión
primera de amarnos unos a otros invitará con poder y seducción a entrar en la fiesta de la Vid. Permaneciendo en Cristo y
por la savia del Amor divino corriendo entre nosotros, seremos la fecunda Vid del
Padre que da mucho fruto. Solo entonces la alegría será colmada.
¿Seguirá
siendo hoy la Iglesia de Jesucristo una comunidad nueva en medio de un mundo
viejo? El mashal de la vid parece invitarnos con simpleza a permanecer en ese
amor que llena la vida y da fruto; en ese amor en el cual podemos reconocernos
como hermanos amados por Dios y elegidos para la amistad. Entonces la
fraternidad entroncada en Jesús será misión. La misión de la Iglesia será dar
testimonio de una fraternidad alegre porque permaneciendo en el Señor se recibe
y se comunica la Vida. Ese puede ser el nuevo
y mismo Pentecostés que tenemos por delante.
En el cuarto evangelio el término mundo tiene dos acepciones:
a)
Positiva o neutra: se trata del universo, la
creación o tal vez la humanidad.
b)
Negativa: se trata de aquellos que rechazan a Jesús.
Evidentemente despunta el célebre binomio “fe y razón”.
La armonía sigue siendo tarea ardua según creo aún en el ámbito de la opinión
teológica. Una vieja y reciclada disputa de escuelas. Históricamente hay
quienes tienen mayor confianza en el poder de la razón para acceder a ciertos
aspectos de la verdad sin los datos de la fe o en cierta complementación con
ellos -adjudicando a la filosofía un importante rol-, y quienes dando
preponderancia a la Revelación
divina la creen indispensable para que la razón natural pueda degustar la
plenitud de la verdad -inclinándose a dar centralidad a las formulaciones
escriturísticas e intentado mantenerse prevalentemente en ese ámbito-. Parece
haber un supuesto de base no del todo valorado en el discernimiento en cuanto a
la relación entre ciencia teológica y ciencia filosófica, razón natural y razón
creyente, conocimiento humano y Revelación divina. No se trata solamente de
medir el alcance de la razón humana poniendo justamente al hombre en el centro
de la cuestión. Más acá de todo no se debe obviar la relación teologal con el
Señor. ¿Significa algo nuclear o tangencial para el hombre y su inteligencia
haberse encontrado o desencontrado con Cristo? El concepto agustino de
“iluminación” se anclaba primariamente en un trato, en una relación teologal,
en una experiencia vincular del creyente, en un intercambio con el Maestro.
“Iluminación” intuyo es un concepto –que más allá del contexto filosófico
original y ordinario- despunta mejor en el ámbito de la mística que de la
gnoseología, dando cuenta del influjo de la gracia sobre la inteligencia, hasta
la posibilidad de la ciencia infusa. ¿Da lo mismo una razón humana agraciada o
desgraciada? “Pensar sin Cristo”, o “pensar por separado” y ver que puede
consensuarse luego o “pensar en-desde-con Cristo” son realidades muy disímiles.
La unión con Cristo que da la fe nos permite el acceso en la gracia a su
Sabiduría desde la cual miramos releyendo la realidad y nos comprendemos en el
Misterio de Dios y de su plan. El encuentro con Cristo pone a los discípulos
bajo la luz pascual.
Aún recuerdo el profundo impacto que provocó
el documento de Aparecida. Pero el fervor inicial, en la medida en que no se
traduce en concreciones, puede dar lugar a una progresiva desaceleración y
desencanto. ¿Qué sucedió con la proclamada “misión continental”? ¿Por qué sigue
como empantanada la mentada “nueva evangelización”? Recibimos importantes
impulsos pero no siempre perseveramos en la corriente de la gracia, o mejor
dicho, no poco depende de nuestra responsabilidad personal y nuestro efectivo
cultivo de la relación con Cristo. La “conversión pastoral” y la llamada a una
“Iglesia en clave misionera” parecen aún semilla que en gran medida cae al
costado del camino, entre rocas o espinos. Escasea quizás la tierra fértil: que
nuestras comunidades mayoritariamente sean habitadas por discípulos verdaderamente
entregados al Señor, libres para dejarlo actuar sin condicionamientos y abandonados
en la fe al viento del Espíritu. Tal vez como “el joven rico” nos entusiasmamos
fácil pero no queremos “pagar el precio”. ¿Podremos seguir autoengañándonos o
debemos aceptar que no es tan claro que en nuestras comunidades los fieles
tengan la experiencia de que Jesús “les ha llenado la vida”? Mientras tanto las
olas de Dios mueren en nosotros en espuma que se lleva el viento.