PERMANEZCAN EN MI AMOR (1) Ensayo contemplativo sobre la Iglesia de la Vid (Jn 15,1-17)

 



ENSAYO 1

PERMANECER EN LA VID:

UNA EXPERIENCIA FRATERNA Y ALEGREMENTE MISIONERA

 

 

EL ANCLAJE EXEGÉTICO

 

J. Mateos - J. Barreto organizan su investigación delimitando en el texto total del evangelio grandes unidades o secciones. Nuestra perícopa quedaría englobada según ellos bajo la temática “La nueva comunidad en medio del mundo”, comprendida en Jn 15,1-16,33.

Los títulos construidos por estos autores tienden a ser sugerentes y poderosamente comunicativos. La nueva comunidad en medio del mundo… Si en el mundo pues ha hecho su aparición una comunidad que es nueva me permito la ansiedad: ¿cómo se entablará esa relación?, ¿será fácil o traumática?, ¿de colaboración o de enfrentamiento?, ¿de aceptación mutua o de rechazo?, ¿querrá el mundo diluir la novedad de la comunidad para integrarla a su habitualidad o querrá la comunidad irradiar su novedad transformadora sobre el mundo? Con premura espiritual me inquieto y pido perdón por adelantarme tanto: ¿seguirá siendo hoy la Iglesia de Jesucristo una comunidad nueva en medio de un mundo viejo?

Pero volviendo a los autores en cuestión nos percatamos que dividen el discurso sobre la vid verdadera en dos grandes partes.

 

a) Interpretan 15,1-6 (la imagen sobre la vid, el viñador y los sarmientos) bajo la temática “La comunidad en expansión”.

 

“Empieza en esta perícopa la instrucción de Jesús sobre la identidad y situación de su comunidad en el mundo. Su identidad le viene del Espíritu, que recibe continuamente de Jesús (la savia de la vid), lo mantiene unido a él y asegura su fecundidad.”[1]

 

Con este acento de lectura en el crecimiento o expansión de la vid, es decir en un fecundo dar fruto, el segmento es dividido en 3:

15,1-2 “Actividad del Padre”;

15,3-4 “La comunidad: condición para el fruto”;

15,5-6 “El discípulo: fruto y esterilidad”.

Esta división tripartita daría cuenta de la primacía del Padre-viñador que solícitamente cuida la vid-Hijo deseando su crecimiento. Y de una comunión de los discípulos con Jesús, condición absolutamente indispensable para intentar dar fruto. Finalmente el discípulo, según su modo de estar en la vid, elegirá esterilidad o fecundidad para sí mismo.

El texto estaría mostrando una humanidad nueva que surge en medio del mundo. Una humanidad que es “nueva” en cuanto depende radicalmente de su participación en la vida de Jesús, en el dinamismo del Espíritu que Él le comunica. Cada miembro está llamado a producir fruto, por lo tanto la comunidad no puede cerrarse en sí, debe expandirse. Es un signo y una alternativa al mundo, la sociedad del amor mutuo que Jesús desea que alcance a toda la humanidad.

 

“El fruto tiene un doble aspecto inseparable: el crecimiento personal y comunitario, realizado por el don de sí a los demás.”[2]

 

El Padre se preocupa por cada miembro de su Pueblo purificando y eliminando progresivamente los factores de muerte, liberando la capacidad de amar que da el Espíritu.

 

b) Para 15,7-17 los intérpretes sugieren el bello motivo “Amor, amistad y fruto”.

 

“Jesús llama a los suyos a la amistad con él y entre ellos; el modelo es él mismo, que da su vida por sus amigos. La entrega a los demás según la voluntad de Jesús hará participar a los discípulos de su alegría por el fruto que se produce.”[3]

 

El segmento es dividido en 2:

15,7-11 “La fidelidad, condición para la alegría”;

15,12-17 “Labor común en la amistad”.

Los suyos participan de esta labor no como siervos sino como amigos, hombres libres que por su adhesión a Jesús sienten la tarea como propia.

Los autores insisten en el eje temático en torno a la cuestión de la “fecundidad”. Eje vinculado ahora con la eficacia de la petición, la cual se hace necesaria con la partida de Jesús, que no los abandona sino que se solidariza sin límites en la misión; petición que expresa a su vez la continua adhesión de los suyos a su Persona. Reconocen así la sutil enseñanza: “de modo que todo lo que pidan al Padre en mi nombre se lo conceda”. La oración de petición del discípulo no esta centrada en sí mismo. El discípulo que permanece unido a Jesús por el amor reza al Padre-viñador para que la vid-Hijo sea fecunda en él. El discípulo-amigo eleva su petición en el contexto de la misión de dar fruto.

La condición indispensable de la fecundidad es pues “permanecer en Jesús”. Así, “comenzando a producir mucho fruto”, manifiestan la gloria del Padre. Y la comunión de vida y amor entre Padre e Hijo -quien sabe “permanecer” en la obra de su Padre que lo envió-, se prolonga a sus discípulos y a toda la comunidad si saben “permanecer” en los mandatos  de Jesús. La cuestión es pues planteada en términos de “fidelidad” y de “respuesta” en el amor al amor recibido. Un amor activo que se pone en obras. Un amor concretado en la entrega a los demás que se constituye en criterio objetivo para discernir la autenticidad de la experiencia espiritual, de la adhesión a Jesús. Un amor que produce alegría al constatar su fecundidad.

Toda la misión de la comunidad es entendida como una labor común en la amistad. Una amistad que surge de la elección de Jesús y de su don de sí a ellos. Una amistad que brota de la comunión con el Padre y el Hijo, que se funda en la amistad con Dios, la cual les asegura su compañía en la tarea. Porque Jesús pone a disposición de los suyos, bien encaminados y resueltos a realizar las obras de Dios, “la fuerza del Padre”. Aparece entonces en este contexto una hermosa formulación del amor mutuo expresado como mandato nuevo, prototipo y origen de todos los demás mandamientos y exigencias del discipulado.

 

RESONANCIAS Y ECOS CONTEMPLATIVOS

 

Pienso que esta mirada exegética nos habla bellamente de vínculos y de tarea común, de una misión fundada en una persistente fidelidad a Jesús de cada discípulo y de un ambiente de amistad entre ellos. Y todo esto en el contexto de un mundo[4] que se configura en este caso como un colectivo rechazo al Señor y odio a sus discípulos. La proyección pues nos ubica en un escenario de oposición, de polémica y de peligrosa fricción.

Retomo pues aquella inquietud apresurada: ¿seguirá siendo hoy la Iglesia de Jesucristo una comunidad nueva en medio de un mundo viejo?

La novedad de esta comunidad está en sus vínculos, en la vivencia del amor.

En primera instancia el amor da cuenta de una ligazón fidelísima a “Jesús la Vid” que es el fundamento de toda la vida en común y de su prospectiva. Sabemos que en la eclesiología joánica la relación personal de cada discípulo con el Señor es comprendida como crucial y de significativa repercusión. Por eso la simbólica del “discípulo amado” funciona en el cuarto evangelio como un ideal modélico. Todos los discípulos tenemos que transitar un proceso de maduración por una creciente adhesión a Jesús; todos estamos llamados a ser “ése discípulo amado”.

Sólo el discípulo que mantiene fuerte este lazo con el Señor construye la comunidad del amor mutuo y la acrecienta; mas el discípulo que decae en el vínculo desgasta y debilita a toda la comunidad. Pues los discípulos –por así decirlo- no se tocan directamente unos a otros sino que se conectan a través del contacto con Jesús, por la mediación de la Vid. La Persona de Jesús es el hábitat troncal en el cual se posibilita el vínculo comunitario.

A veces lo imagino como la rueda de una bicicleta. Jesús está en el centro como eje. Cada rayo expresa una ligazón o vínculo entre un punto del radio de la rueda (discípulo) y el eje (Jesús). De la ligazón personal de cada discípulo con el Señor surge el radio de la rueda, es decir, la comunión entre ellos. Cuando los rayos se rompen y se interrumpe o debilita la comunicación con el eje, es inevitable que la rueda al andar se deforme.

Y justo en este punto la Iglesia parece hallarse actualmente en un grave problema.

 

«Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16). Estas palabras de la Primera carta de Juan expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino. Además, en este mismo versículo, Juan nos ofrece, por así decir, una formulación sintética de la existencia cristiana: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él».

Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.”[5]

 

            Debería sorprendernos y quizás hasta escandalizarnos que sea necesario explicitar este principio “ad intra”. Sin embargo ha sido recibido con aclamación. Se trata pues de una triste constatación pastoral: entre los “¿fieles?” tal vez no pocos carecen de la experiencia de este encuentro fundante y vivo, algunos ignoran y relativizan su centralidad estructurante en la vida de la fe o más trágico aún han dejado de cultivar esta relación personal con el Señor que es Amor. ¿Cómo hemos llegado a esta situación?

Quizás hemos caído a veces como Iglesia en la tentación de mal traducir reductivamente el Evangelio a unos programas de acción y pautas de conducta colectiva e individual que, sin embargo, no alcanzan a ser un “obrar en Cristo”, unidos a Él y bajo el influjo de su gracia.

 

1. ¿Un cristianismo de acción en clave mundana?

 

Me explico. Tal vez centrados en la tarea de “evangelizar la cultura” o incluso desde el ángulo de “defender la fe amenazada de nuestros pueblos”, advierto que se acentúa un obrar eclesial donde solemos reaccionar a la “mentalidad mundana”, que para unos impera peligrosamente avasallante y a otros los seduce en su novedoso progresismo. ¿Hemos dejado pues de caminar mirando primero a Cristo y sucumbido al engaño de intentar caminar mirando preponderantemente al mundo y sus circunstancias a veces tempestuosas, a veces tentadoras? Recuerdo oportunamente que cuando Pedro quiere caminar sobre el agua al encuentro de Jesús, mientras le sostiene la mirada al Señor da pasos, pero cuando su atención se dirige a la violencia de las olas y el viento en derredor comienza a hundirse.[6]

Nuestro discurso público parece relevar pues las posiciones a tomar y los bastiones por defender, visualizando los principios innegociables, los terrenos de intercambio, las estrategias comunicativas y las conductas correctas a implantar. Todo esto en una inestable relación con la cultura que oscila entre la “polémica apologética” o la “cordial y fraterna cercanía”. Por lo general se trata de una relación confusa de la Iglesia con el mundo. A veces toma una exagerada distancia purista que tiende a vivir exorcizando el mal que ha tomado al orbe entero. Y otras se inclina en una exagerada cercanía que diluye la propia identidad, tendiendo a bautizarlo todo bajo un optimismo ingenuo e irreal. Incluso no pocas veces se trata de una mixtura coetánea -incoherente e inconexa- de ambas posiciones. Lo cual se explica bastante por la humana pluralidad eclesial. Mas otro tanto porque el contexto relativista ejerce su influjo y las personas a veces se permiten sostener lo contrario, y aún peor lo contradictorio.

Entonces, con el objetivo de “evangelizar la cultura”, también la Iglesia en el concierto del mundo parece ingresar al escenario de las “negociaciones del poder”, y se la ve más habitualmente gastar sus energías en pulsear y batallar, intentando por ejemplo, sostener leyes en los parlamentos o impedir que otras sean sancionadas. Y allí se percata que pese a sus esfuerzos de traducir en sabiduría humana sus “opciones de vida”, no es comprendida ni valorada ni goza de amplio consenso –dolorosamente- a veces ni entre sus propias filas.

¿Acaso no es la Persona de Jesús el fundamento de su vida y obrar? ¿Cómo podrían salir de la oscuridad velada estas opciones de vida que fervorosa proclama sin la luz de la fe? ¿No estaremos solo monologando frente a una racionalidad incrédula que no comprende nuestro lenguaje, pues carece de la experiencia del encuentro fundante que transforma el sentido y la orientación de la vida?[7]

Aquí la pedagógica dualidad de las comunidades joánicas nos sale al encuentro. La adhesión y permanencia en el Hijo divide aguas entre Vida y muerte, Luz y tiniebla, Fe y pecado. Solo quien cree tiene Vida en Él. O si suena más amable en lenguaje paulino: sólo quienes “están en Cristo” tienen la “mentalidad de Cristo”. ¿Hasta dónde podemos pretender que un puro lenguaje de sabiduría humana explicite la misteriosa mentalidad de Cristo que solo se da a luz cuando el discípulo es alcanzado por la “locura de la Cruz”?[8]

Pero volviendo a esta Iglesia empeñada en los programas de acción, no sé si percibimos que cuanto decimos efectuar por Él a veces absurdamente lo actuamos sin Él. Porque si “ad extra” la carencia de vínculo con el Señor torna opaco el mensaje, convengamos que “ad intra” el descuido y el olvido de una “vida espiritual madura y seria” desarraiga nuestro actuar de su Persona. Se constituye tal vez una suerte de “secularismo pastoral”[9] que podría llevarnos a convertir a la comunidad de la fe en una organización de acción político-social, una más entre otras; una colectividad en la cual se adoctrina a los miembros sobre principios y conductas, planes y metodologías, pero se pierde de vista el fundamento original de cuanto se persigue. Sin cultivar primariamente la relación con el Señor, descuidando ejercitar con carácter de urgencia permanente éste vínculo de amor, vamos renunciando al misterio de ser la continuación sacramentada de Sus manos, de Su mirada y de Su escucha.

 

2. ¿Un cristianismo implícito y sin Rostro?

 

Repito: ¿cómo hemos llegado a esta situación?

Quizás hemos caído a veces en la tentación de mal traducir reductivamente el Evangelio a unos sistemas de valores, principios e ideas “cristianos pero anónimos”, una especie de cristianismo sin Rostro; hemos nombrado los valores del Evangelio evitando explicitar el nombre de Jesús, hemos dejado de pronunciar su nombre bajo pretexto de respeto al diferente y para dialogar mejor con la cultura, le hemos ocultado como si Él fuese el problema o la causa misma de la falta de empatía con la Iglesia.[10] No sé si se trata de una retirada vergonzante o de una disimulada apostasía. Lo más probable es que se trate de otra forma de emerger la misma realidad: no es profundo y sostenido nuestro trato con Él ni priorizamos este vínculo como “pastoral fundamental”.

A Cristo le desconocemos bastante más de lo que deseamos admitir, personalmente somos bastante pobres en experiencia de su Persona Viva, cotidianamente no saboreamos gustosos su Misterio que nos excede sino en ocasiones separadas por intermitentes o vacuos intervalos. En fin, nuestro corazón se ha enfriado en el vínculo de Alianza, ya no nos cautiva ni enamora como al principio el Señor Jesús, se nos ha adormilado “el amor primero” y ya somos menos suyos.[11]

 

3. ¿Un cristianismo de soteriología intra-mundana?

 

¿Acaso no percibimos que las crisis de tantos cristianos -especialmente de jóvenes que tras algunos pasos iniciales abandonan el Camino- tiene como origen un cristianismo transmitido y asumido cual conjunto de ideas y de acciones recortadamente intra-mundanas; una programación inmanente y solipsista, propia de un humanismo encerrado en sí mismo, que carece de fundamento divino y trascendente? ¿Nuestra religiosidad no sigue a veces inconversa bajo el signo del viejo Adán-Narciso encorvado sobre sí en la “degustación de su ombligo”? ¿Nuestra búsqueda de Dios no se ha vuelto “unilateralmente interesada”, no se orienta mayoritariamente a que Él resulte funcional a nuestras necesidades y emprendimientos, a que nos ayude a resolver nuestra existencia histórica? ¿Cuándo se aspira en nuestra plegaria al cielo y a una realidad definitiva y gloriosa más allá de esta “escena que pasa”?[12] ¿Con qué frecuencia nuestra oración toca honduras contemplativas y, descentrados de nosotros mismos, gustamos de ir a Él por Él mismo, gratuitamente en el amor? ¿Cómo podrá sostenerse viva una fe que no brota una y otra vez rejuvenecida por el encuentro con el Señor Resucitado y con su Espíritu?

Nos pide permiso aquella frase repetida incansablemente –cuya autoría no es fácil de establecer- que rezaba: “El cristiano del siglo XXI será un místico o no será”. Evidentemente una restauración de la mística cristiana parece urgente. ¡Qué paradoja: a veces intuimos que nuestro tiempo busca espiritualidad y la comunidad de la fe a su vez se encuentra en crisis por descuidar abonarla! ¿Encontrarán fácilmente los nómades de hoy en la Iglesia, caminantes expertos en guiarlos hasta la Fuente, o serán atrapados por espejismos paralizantes hasta sucumbir por sed?

 

4. Un nuevo Pentecostés para dar fruto

 

            “¡Necesitamos un nuevo Pentecostés! ¡Necesitamos salir al encuentro de las personas, las familias, las comunidades y los pueblos para comunicarles y compartir el don del encuentro con Cristo, que ha llenado nuestras vidas de “sentido”, de verdad y amor, de alegría y de esperanza! No podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en nuestros templos, sino urge acudir en todas las direcciones para proclamar que el mal y la muerte no tienen la última palabra, que el amor es más fuerte, que hemos sido liberados y salvados por la victoria pascual del Señor de la historia, que Él nos convoca en Iglesia, y que quiere multiplicar el número de sus discípulos y misioneros en la construcción de su Reino en nuestro Continente.”[13]

 

            La Iglesia presentada por los Obispos de Latinoamérica y del Caribe podría describirse sintéticamente como “una alegre comunidad de discípulos misioneros”. El Pentecostés nuevo que se desea, no es más que anhelar que otros también gocen lo que goza cada hermano de la comunidad: un encuentro con Jesucristo victorioso y lleno de gloria, la experiencia de un “amor vivo que llena la vida”.[14]

            Es ésta experiencia del amor, es éste conocimiento del amor que Dios nos tiene, la base detonante y expansiva de Pentecostés -o para decirlo más precisamente en términos joánicos- del “dar fruto”. Una comunidad que se reconoce como los “amados de Dios”, donde todos están en pie de igualdad, ya que Él ha amado a cada quien con novedad y con desborde. Una comunidad que desea expandir con alegría ese amor. La citada semblanza eclesial que trae Aparecida pues está muy cerca de la eclesiología joanea de la Vid fecunda. La savia del Espíritu recorre la Vid y comunica a los discípulos que permanecen unidos a ella un amor de comunión con Dios y entre los hermanos. Comunica un amor que da su fruto.

            ¿Qué se seguirá pues de esta contemplación del amor de Dios sobre la comunidad de la fe? “Porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5,5) ¿Tendrá el amor otra vocación que no sea amar? El Señor lo explicita.

 

Jn 13, 34-35 “Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Que, como yo los he amado, así se amen también ustedes los unos a los otros.  En esto conocerán todos que son discípulos míos: si se tienen amor los unos a los otros”

 

La primera formulación del “mandamiento nuevo del amor mutuo” indica contundentemente que éste será el signo de la credibilidad de la Iglesia, que en éste amor que nos profesemos en Cristo reconocerán que somos discípulos suyos. El amor mutuo parece surgir pues como consecuencia inevitable del encuentro en amor con el Hijo que lo revela. Sabemos bien que en la mentalidad joánica es inadmisible separar el amor a Dios del amor al hermano.[15] Así el implorado nuevo Pentecostés no será más que una consecuencia de una experiencia de amor: amarnos como Dios nos ha amado.

Y otra vez nuestra Iglesia contemporánea –la que camina en la historia- está en problemas. Cuán lejos de nuestra realidad se halla a veces la Palabra del Señor. Veo sin duda por doquier personas reuniéndose en nuestras comunidades para realizar alguna actividad pastoral. Pero apenas la convocatoria es simplemente para “pasar juntos un tiempo”, “para hacer del encuentro una fiesta”, “para fraternizar y gozar de ser hermanos” se dirige al pastor la pregunta quejosa y frustrante: “¿Pero para qué nos juntamos padre?” Un tiempo gratuito de intercambio vital y espiritual con los hermanos de fe suele ser percibido como un desperdicio. Raramente surge el deseo de “estar con los hermanos” porque estar con ellos es un gozo y nada más. La “falta de tiempo” para tales menesteres da cuenta y es signo de esa nociva “mundanidad” que nos enferma y debilita.

No quisiera creer que esa incapacidad de disfrutar el vínculo fraterno sea la expresión objetiva de una falta de amor. Pero necesitamos visualizar mejor que “funcionar juntos” no es lo mismo que ser una comunidad. El “funcionalismo mundano” es una tentación organizativa que acecha al Cuerpo de Cristo hoy con manifiesta intensidad. Lamentablemente hemos caído en sus garras en exceso. ¡Por eso nos debemos recordar con insistencia que la primera tarea pastoral de la comunidad cristiana es vivir el mandato del amor mutuo! Solo amándose en el Señor y por el Señor los cristianos se tornan atractivos por la sanidad de sus vínculos fraternos. Pues en medio del mundo reina una aceleración vacua y desgastante que lo envejece, una red de relaciones frías, predominantemente pragmáticas, de conveniencias insustanciales y utilitarismos efímeros; un proceso de creciente fragmentación e individuación; una red de conectividades rápidas que paradójicamente extiende un pesado aislamiento existencial.

Claro que en medio de este panorama alarmante la gracia de Dios sigue conduciendo victoriosa  a la Iglesia, en la medida que se reconoce con vocación de ser “la sociedad nueva del amor mutuo”. En mi experiencia como discípulo y pastor he gozado de profundas y luminosas vivencias comunitarias en medio de cierta masiva mediocridad. Cuando he invitado a las ovejas con simpleza a “ponerse juntas delante de Jesús y dejar que Él  haga su obra”, y ellas han aceptado el llamado, el Señor ha hecho maravillas. Centrados en Él por la oración y la escucha de la Palabra en común, reunidos en su Nombre en Eucaristías vivas, han experimentado el amor que Dios dispensa. Entonces los discípulos también se han reconocido hermanos y abierto su corazón. Al compartir generosamente sus vidas y hacerse cargo unos de otros, Cristo ha podido inspirar en la fraternidad cálidas y sabias acciones pastorales llenas de la novedad de su Caridad divina.

La Iglesia de hoy está en problemas pero la solución está cerca. Volver a Jesús, la Vid verdadera, hábitat troncal donde los discípulos son amados por el Señor y al devolverle  su amor son llamados a amar a sus hermanos también. He aquí el quicio de la Misión. Una labor común en la amistad de Cristo. El anuncio simple y poderoso de esa amistad. Una irresistible fuerza de comunión que se expande. Una alegría en el amor que llena la vida y la hace fecunda.

Como el “Resto Fiel” de la profecía de Isaías, el Espíritu va sembrando por aquí y por allá en los corazones abiertos un nuevo despertar comunitario. Pequeñas fraternidades que tiernamente y sin reproches se sacuden el polvo de un cristianismo “convencional” -diría “costumbrista”- que se presenta difuso en ideas y acciones desarraigadas del vínculo con el Señor, expresiones funcionales pero poco medulosas. Pequeñas comunidades donde los discípulos anuncian al conjunto de la Iglesia y al mundo que han descubierto un tesoro: hacer experiencia juntos del Amor de Dios.

Me guía al fin una convicción firme: si cada discípulo retoma una intensa y profunda relación con Él, la comunidad será recreada y la fraternidad del amor mutuo brillará una y otra vez novedosa y fresca en medio del mundo. La misión primera de amarnos unos a otros invitará con poder  y seducción a entrar en la fiesta de la Vid. Permaneciendo en Cristo y por la savia del Amor divino corriendo entre nosotros, seremos la fecunda Vid del Padre que da mucho fruto. Solo entonces la alegría será colmada.

¿Seguirá siendo hoy la Iglesia de Jesucristo una comunidad nueva en medio de un mundo viejo? El mashal de la vid parece invitarnos con simpleza a permanecer en ese amor que llena la vida y da fruto; en ese amor en el cual podemos reconocernos como hermanos amados por Dios y elegidos para la amistad. Entonces la fraternidad entroncada en Jesús será misión. La misión de la Iglesia será dar testimonio de una fraternidad alegre porque permaneciendo en el Señor se recibe y se comunica la Vida. Ese puede ser el nuevo  y mismo Pentecostés que tenemos por delante.




[1] Mateos-J. Barreto, “El evangelio de Juan”, Cristiandad, Madrid, 1979, 653.

[2] op. cit., 657.

[3] op. cit., 659.

[4] En el cuarto evangelio el término mundo tiene dos acepciones:

a)    Positiva o neutra: se trata del universo, la creación o tal vez la humanidad.

b)    Negativa: se trata de aquellos que rechazan a Jesús.

En Juan hay dos conjuntos que se oponen a Jesús y que lo rechazan: el mundo y los judíos. No habría delineado un dualismo metafísico (bien-mal) sino más bien un dualismo ético (aceptar o rechazar a Jesús).

[5] BENEDICTO XVI, “Deus caritas est”, n. 1

[6] Cf. Mt 14,23-33

[7] Evidentemente despunta el célebre binomio “fe y razón”. La armonía sigue siendo tarea ardua según creo aún en el ámbito de la opinión teológica. Una vieja y reciclada disputa de escuelas. Históricamente hay quienes tienen mayor confianza en el poder de la razón para acceder a ciertos aspectos de la verdad sin los datos de la fe o en cierta complementación con ellos -adjudicando a la filosofía un importante rol-, y quienes dando preponderancia a la Revelación divina la creen indispensable para que la razón natural pueda degustar la plenitud de la verdad -inclinándose a dar centralidad a las formulaciones escriturísticas e intentado mantenerse prevalentemente en ese ámbito-. Parece haber un supuesto de base no del todo valorado en el discernimiento en cuanto a la relación entre ciencia teológica y ciencia filosófica, razón natural y razón creyente, conocimiento humano y Revelación divina. No se trata solamente de medir el alcance de la razón humana poniendo justamente al hombre en el centro de la cuestión. Más acá de todo no se debe obviar la relación teologal con el Señor. ¿Significa algo nuclear o tangencial para el hombre y su inteligencia haberse encontrado o desencontrado con Cristo? El concepto agustino de “iluminación” se anclaba primariamente en un trato, en una relación teologal, en una experiencia vincular del creyente, en un intercambio con el Maestro. “Iluminación” intuyo es un concepto –que más allá del contexto filosófico original y ordinario- despunta mejor en el ámbito de la mística que de la gnoseología, dando cuenta del influjo de la gracia sobre la inteligencia, hasta la posibilidad de la ciencia infusa. ¿Da lo mismo una razón humana agraciada o desgraciada? “Pensar sin Cristo”, o “pensar por separado” y ver que puede consensuarse luego o “pensar en-desde-con Cristo” son realidades muy disímiles. La unión con Cristo que da la fe nos permite el acceso en la gracia a su Sabiduría desde la cual miramos releyendo la realidad y nos comprendemos en el Misterio de Dios y de su plan. El encuentro con Cristo pone a los discípulos bajo la luz pascual.

[8] Nótese el contraste entre el discurso de Pablo en el Areópago ateniense narrado en Hch 17,22ss con la exhortación sobre la “palabra de la Cruz” contenida en 1 Cor 1,18ss. En el primer texto el Apóstol desea entablar la predicación partiendo de la cultura helénica, tomando hábilmente cuenta de esa religiosidad pluralista que dejaba espacio incluso “al dios desconocido”; engarza entonces su discurso con el Dios Creador (el prototipo lo ensaya en Listra según Hch 14,15ss) y la crítica a los ídolos; mas su predicación parece encontrar límite en el tema de la resurrección de los muertos, pues desde el horizonte que supone el bagaje filosófico de sus interlocutores tal aserto resulta absurdo. Y si bien en el Areópago algunos pocos lo siguen, en la cita de 1 Corintios el Apóstol ha mudado hacia una predicación kerygmática, desnuda y directa del misterio de la Cruz en oposición a la sabiduría de este mundo.

La ejemplaridad que a veces encontramos en el discurso del Areópago depende seguramente del trazo posterior de Lucas. Estaríamos frente a un horizonte evangelizador diverso y a una Iglesia que ya tiene en su haber algunas décadas de misión permanente en medio de la cultura pagana.

La cruda experiencia paulina probablemente ha sido distinta. En su segundo viaje misionero primero pasa por Atenas y luego va a Corinto; pero en el tercer viaje visita la segunda ciudad y no se hace mención de estancia significativa en la primera. ¿Cómo resuena en la memoria misionera de Pablo la encrucijada ateniense? Es verosímil suponer que al momento de escribir 1 Cor el Apostol evaluara negativamente el intento del Areópago y se decidiese a preferir una metodología centrada en el anuncio kerygmático del Misterio Pascual.

[9] Cuando digo “secularismo pastoral” remito a cierta tendencia a dar prioridad al uso de diversas herramientas exportadas de la praxis docente, empresarial, sociológica, psicológica, publicitaria, política, etc. No cuestiono su uso y valor, pues bien integradas dan seriedad científica y operatividad técnica a la acción pastoral, enriqueciéndola notablemente. Sino que constato que al tomar mayor centralidad -y conjuntamente al debilitamiento del vínculo con el Señor- más bien insinúan alumbrar un obrar eclesial “nuestro según las prácticas del mundo” y no tanto “un obrar nuestro según la mente de Cristo”, según la mística de estar unidos a Él y bajo su influjo. La lógica de la eficacia humana seduce y tienta al viejo Adán terreno que aún vive en nosotros y corremos el riesgo de dejar que lenta e imperceptiblemente se hunda en el sueño del olvido aquella misteriosa –quizás ilógica- eficacia de la gracia. Habrá que discernir cómo se integran las “nuevas prácticas” a la pastoral sin que pierda su primacía la acción divina. ¿Renunciaremos a la incertidumbre de la fe, donde florecen alegres la sorpresa y la desproporción, al contemplar asombrados la acción de Dios? ¿La cambiaremos por las más seguras certezas de las encuestas y las estadísticas, el estudio del mercado y las estrategias de venta? A esa opción denomino “secularismo pastoral”.

[10] Lamentablemente mi experiencia pastoral me ha permitido constatar esta tendencia en algunos de nuestros “colegios católicos”. La expansión de la matrícula y, con ello el ingreso de un plantel docente más heterogéneo e incluso no confesional, ha ido con el tiempo en detrimento de la explicitación de la fe que se presenta como una mera coordenada de valores que humanamente pueden ser abordados prescindiendo aún del Misterio Pascual. Una ética entre racional y de consensos sin recurso a la gracia, de inclinación pues voluntarista y pelagiana.

[11] Cf. Ap 2,1-6a

[12] Cf. 1Cor 7,29-31

[13] V CONFERENCIA DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO Y DEL CARIBE, Aparecida; Nª 548

[14] Aún recuerdo el profundo impacto que provocó el documento de Aparecida. Pero el fervor inicial, en la medida en que no se traduce en concreciones,  puede dar  lugar a una progresiva desaceleración y desencanto. ¿Qué sucedió con la proclamada “misión continental”? ¿Por qué sigue como empantanada la mentada “nueva evangelización”? Recibimos importantes impulsos pero no siempre perseveramos en la corriente de la gracia, o mejor dicho, no poco depende de nuestra responsabilidad personal y nuestro efectivo cultivo de la relación con Cristo. La “conversión pastoral” y la llamada a una “Iglesia en clave misionera” parecen aún semilla que en gran medida cae al costado del camino, entre rocas o espinos. Escasea quizás la tierra fértil: que nuestras comunidades mayoritariamente sean habitadas por discípulos verdaderamente entregados al Señor, libres para dejarlo actuar sin condicionamientos y abandonados en la fe al viento del Espíritu. Tal vez como “el joven rico” nos entusiasmamos fácil pero no queremos “pagar el precio”. ¿Podremos seguir autoengañándonos o debemos aceptar que no es tan claro que en nuestras comunidades los fieles tengan la experiencia de que Jesús “les ha llenado la vida”? Mientras tanto las olas de Dios mueren en nosotros en espuma que se lleva el viento.

[15] Cf 1 Jn 2,7-11; 3,10-11.16.18; 4,20-21

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