Escritos espirituales y florecillas de oración personal. Contemplaciones teologales tanto bíblicas como sobre la actualidad eclesial.
DIALOGO VIVO CON SAN PABLO 17
LOS
HIJOS DE LA PROMESA (II)
Continuemos
querido San Pablo, Apóstol de Dios, contemplando cómo somos hijos de Dios según
su promesa.
“Como
dice también en Oseas: Llamaré pueblo mío al que no es mi pueblo: y amada mía a
la que no es mi amada. Y en el lugar mismo en que se les dijo: No son mi
pueblo, serán llamados: Hijos de Dios vivo.
Isaías también clama en favor de Israel: Aunque los hijos de Israel
fueran numerosos como las arenas del mar, sólo el resto será salvo. Porque
pronta y perfectamente cumplirá el Señor su palabra sobre la tierra. Y como
predijo Isaías: Si el Señor de los ejércitos no nos dejara una descendencia,
como Sodoma hubiéramos venido a ser, y semejantes a Gomorra.” Rom 9,25-29
Las
promesas de Dios dirigidas al pueblo de elección son promesas abiertas a la
universalidad. Justamente son los profetas quienes interpretarán el llamado, no
como una “exclusividad excluyente”, sino como una “consagración testimonial y
misionera” para que todas las naciones confluyan en el pueblo de la Alianza.
Por
lo pronto en esta etapa de la historia, tras la Encarnación en la plenitud de
los tiempos, se desarrolla un drama sorprendente: los gentiles son llamados y
respondiendo se incorporan a las promesas, mientras los israelitas rechazan al
Mesías enviado. El Apóstol se alegra por la sorpresa de una salvación que toca
los confines de lo humano, a la par que se conduele por la suerte de sus
hermanos de raza. Sin embargo a Israel se le había anunciado el misterio de la
purificación y del Resto fiel. Sin este germen santo que persevera en la
Alianza hubieran terminado en la devastación a causa del pecado.
Sin
duda lo que resalta en el fondo de la cuestión es la generosidad de Dios que
ama a los no amados y que permanece fiel a los que ama aunque no sea amado por
ellos.
“¿Qué
diremos, pues? Que los gentiles, que no buscaban la justicia, han hallado la
justicia - la justicia de la fe - mientras Israel, buscando una ley de
justicia, no llegó a cumplir la ley. ¿Por qué? Porque la buscaba no en la fe
sino en las obras. Tropezaron contra la piedra de tropiezo, como dice la
Escritura: He aquí que pongo en Sión piedra de tropiezo y roca de escándalo;
mas el que crea en él, no será confundido.” Rom 9,30-33
¿Por
qué?, se sigue interrogando el Apóstol, acerca de la situación inquietante de
su pueblo. Tropezaron porque no buscaban en la fe sino en sus obras. En típica
argumentación suya nos presenta el mundo de la gentilidad bajo el signo de la
gratuidad de Dios: ellos no buscaban pero Dios quiso hacerles gracia y esta
gracia encontró una fe agradecida por tal beneficio y alcanzaron justificación.
En tanto Israel concentrado en el cumplimiento de la ley para alcanzar justicia
no llegó a su objetivo. Casi como que la sugerencia implícita es la siguiente:
quienes ponen su confianza en Dios alcanzan justicia pero no quienes la ponen
es sí mismos. Diríamos anacrónicamente que pelagianismo siempre ha existido. Es
decir, no se desconoce la gracia pero se tiene una excesiva confianza en la
acción del hombre por sí mismo. El voluntarismo suele ser una clara expresión
de este desequilibrio. Y este camino se termina revelando insuficiente: nunca
sin el auxilio de la Gracia se puede. Claro que esta confianza en la primacía
de la Gracia no puede derivar en una “pura y sola fe” protestante donde ya no
hacen falta las obras o donde se crea que el hombre ya no puede hacer obras
buenas por sí. La historia del cristianismo ha sido atravesada por esta
tensión: quienes para afirmar la importancia de la responsabilidad humana han
terminado restringiendo la primacía de la acción divina o quienes por afirmar
la gratuidad de la gracia han disminuido la responsabilidad del hombre en su
respuesta al Amor ofrecido. No deja de ser esto una consecuencia de la
concepción cristológica, pues los hay absorcionistas de lo humano en lo divino
como adopcionistas de lo humano por lo divino. Se trata de un desequilibrio en
la profesión de fe acerca de una correcta y católica sinergia entre Dios el
hombre, quienes actuando siempre conjuntamente testimonian la primacía divina
de la Gracia como la plena cooperación de lo humano.
La
problemática se encuentra más que presente en la actualidad eclesial. ¿Acaso no
hemos diagnosticado ya hasta el hartazgo un excesivo activismo en detrimento de
la contemplación del Misterio? ¿O no hemos percibido un marcado pastoralismo
funcionalista, pragmático y de estudio de mercado que debilita la vida
sacramental y de oración como la confianza en la acción sorprendente e
inesperada de la Gracia? Por este camino seguro también tropezaremos.
“Hermanos,
el anhelo de mi corazón y mi oración a Dios en favor de ellos es que se salven.
Testifico en su favor que tienen celo de Dios, pero no conforme a un pleno
conocimiento. Pues desconociendo la justicia de Dios y empeñándose en
establecer la suya propia, no se sometieron a la justicia de Dios. Porque el
fin de la ley es Cristo, para justificación de todo creyente.” Rom 10,1-4
Permaneciendo
en la Caridad de Dios, el Apóstol, sigue esperando la salvación de su pueblo,
convencido que su actual situación es consecuencia de un proceso inconcluso de
maduración en la fe. Para que la promesa engendre hijos de Dios se requiere que
los hijos esperen en las promesas y esas promesas de salvación han encontrado
su cumplimiento en Cristo. Sin la acción redentora del Señor Jesús, por su
Encarnación y Pascua, el hombre no puede ser tocado para la justificación ni
podrá alcanzarla por sí mismo. Sin fe en Jesucristo y adhesión a su Persona lo
humano queda irredento o en el mejor de los casos, en un estado de
santificación insuficiente.
¿Acaso
la Iglesia no debe también siempre, en todo lugar y tiempo, anhelar el
encuentro de la humanidad con Cristo para su salvación? Me lo pregunto en esta
época en la cual, desde hace décadas, va creciendo la idea de que es posible
que todas las religiones por sí mismas alcancen a Dios, una suerte de
igualitarismo interreligioso en aras de una fraternidad universal pelagianista
y una futura religión global de corte sincretista, donde es posible el libre
diseño según la elección y mixturas que más le plazcan al consumidor. ¿Un tal
intento no culminará en un estrepitoso tropiezo también?
DIALOGOGO VIVO CON SAN PABLO 16
LOS
HIJOS DE LA PROMESA (I)
“Digo
la verdad en Cristo, no miento, - mi conciencia me lo atestigua en el Espíritu
Santo -, siento una gran tristeza y un dolor incesante en el corazón. Pues
desearía ser yo mismo anatema, separado de Cristo, por mis hermanos, los de mi
raza según la carne, - los israelitas -,
de los cuales es la adopción filial, la gloria, las alianzas, la legislación,
el culto, las promesas, y los patriarcas; de los cuales también procede Cristo
según la carne, el cual está por encima de todas las cosas, Dios bendito por
los siglos. Amén.” Rom 9,1-5
Estimado
Pablo, la caridad te urge y desearías entregarte a ti mismo en beneficio de tus
hermanos israelitas, padecer tú en lugar de ellos incluso la separación de
Cristo a quien tanto amas. Misterio doloroso sin duda, que el Pueblo de
elección, tras su larga peregrinación y preparación en la historia, no haya
podido aceptar en el Señor Jesús a Aquel Mesías anunciado, a quien con
vigilante celo aguardaba.
La
cerrazón de Israel –nadie perciba aquí antisemitismo alguno-, junto al Apóstol
debe ser para la Iglesia motivo de caritativa preocupación. ¿Cómo no desear que
aquel pueblo, primer depositario de la Revelación divina, alcance la plenitud
de la Verdad en Cristo? Por lo pronto San Pablo, abriéndonos su corazón
sufriente, ensaya la comprensión de esta situación difícil.
“No
es que haya fallado la palabra de Dios. Pues no todos los descendientes de
Israel son Israel. Ni por ser descendientes de Abraham, son todos hijos. Sino
que «por Isaac llevará tu nombre una descendencia»; es decir: no son hijos de
Dios los hijos según la carne, sino que los hijos de la promesa se cuentan como
descendencia.” Rom 9,6-8
Evidentemente
el punto de partida es afirmar que Dios no puede ser responsable del rechazo de
su Gracia por el pueblo. Su Palabra viva y eficaz, poderosa y fecunda, no ha
fallado. Es el corazón humano quien se ha endurecido hasta volverse casi
impenetrable. Digo “casi” porque el Amor de Dios no puede ser vencido y ponemos
nuestra confianza en su misericordioso rescate de nosotros.
Pero,
“no todos los descendientes de Israel son Israel”. ¡Cómo no saberlo! También
nosotros comprendemos que no todos los bautizados llevan vida cristiana. En
este sentido es Saulo de Tarso, criado en la más firme tradición de los padres,
quien llegando a ser Pablo de Cristo y Apóstol de los gentiles, expresa la
plenitud vocacional a la que es llamado todo israelita.
“No
son hijos de Dios los hijos según la carne, sino que los hijos de la promesa se
cuentan como descendencia.” Una vez
más nos encontramos con este paradigma de comprensión tan propiamente paulino:
la carne y el Espíritu, la letra de la Ley que mata y el Espíritu que da Vida.
¿Qué es ser hijo según la promesa pues? Ciertamente aquí se anuncia que la
verdadera filiación pasa por vivir en sintonía con el espíritu de la promesa,
es decir, con el plan de Salvación de Dios.
“Porque
éstas son las palabras de la promesa: «Por este tiempo volveré; y Sara tendrá
un hijo.» Y más aún; también Rebeca
concibió de un solo hombre, nuestro padre Isaac; ahora bien, antes de haber
nacido, y cuando no habían hecho ni bien ni mal - para que se mantuviese la
libertad de la elección divina, que depende no de las obras sino del que llama
- le fue dicho a Rebeca: El mayor servirá al menor, como dice la Escritura: Amé
a Jacob y odié a Esaú.” Rom 9,9-12
Ponderando
la primacía de la elección divina, que es anterior a nuestras obras, San Pablo
coloca la filiación bajo la entera voluntad del Padre que llama.
“¿Qué
diremos, pues? ¿Que hay injusticia en Dios? ¡De ningún modo!, dice él a Moisés:
Seré misericordioso con quien lo sea: me apiadaré de quien me apiade. Por
tanto, no se trata de querer o de correr, sino de que Dios tenga misericordia. Pues
dice la Escritura a Faraón: Te he suscitado precisamente para mostrar en ti mi
poder, y para que mi nombre sea conocido en toda la tierra. Así pues, usa de misericordia con quien quiere,
y endurece a quien quiere.” Rom 9,14-18
La
clara intención del Apóstol es confesar la prioridad del llamado misericordioso
de Dios, tanto como que toda la historia se encuentra entre sus manos y bajo su
plan providente. Obviamente surge el interrogante si tal afirmación es
entendida mecánicamente pues, ¿dónde quedaría la libertad humana?, y por tanto
¿qué responsabilidad se nos podría exigir? Así mismo lo prevé Pablo.
“Pero
me dirás: Entonces ¿de qué se enoja? Pues ¿quién puede resistir a su voluntad? ¡Oh
hombre! Pero ¿quién eres tú para pedir cuentas a Dios? ¿Acaso la pieza de barro
dirá a quien la modeló: "por qué me hiciste así"? O ¿es que el
alfarero no es dueño de hacer de una misma masa unas vasijas para usos nobles y
otras para usos despreciables?” Rom 9,19-21
Sin
duda el Apóstol, que se anticipa a la debilidad de su argumento teológico,
intenta dar una solución que sin embargo tampoco termina de romper con la
objeción. Pues si nos hizo así, ¿qué culpa tenemos, verdad? Pero sinceramente
creo que hay que rescatar el trasfondo implícito en la afirmación: Dios es
Misterio y el Misterio de Dios y de su voluntad van más allá de cualquier
comprensión humana. La fe bíblica muchas veces atestigua esta humilde y libre
sumisión al Señor de la Sabiduría y la Gloria. Justamente la filiación debe
apoyarse en esta confianza en el Padre que a veces parece superar con sus
designios insondables nuestra capacidad racional. No se trata de caer en el
fideísmo. Solo de aceptar que nos hallamos en la frontera del Misterio,
justamente allí donde su riqueza desborda nuestra capacidad y su excedencia nos
invita a ponernos de rodillas o postrarnos. Que la razonabilidad de Dios supere
a la nuestra no la vuelve irracional.
Entiendo
que San Pablo experimenta al mismo tiempo la tragedia misteriosa de su pueblo
como la santidad de Dios y se invita a sí mismo y a todos nosotros a una
actitud humilde de fe, tan conforme al vínculo de la filiación.
“Pues
bien, si Dios, queriendo manifestar su cólera y dar a conocer su poder, soportó
con gran paciencia objetos de cólera preparados para la perdición, a fin de dar
a conocer la riqueza de su gloria con los objetos de misericordia que de
antemano había preparado para gloria: con nosotros, que hemos sido llamados no
sólo de entre los judíos sino también de entre los gentiles...” Rom 9,22-24
Claro
que esta doctrina paulina sobre la predestinación es compleja de interpretar.
De hecho en la historia del cristianismo ha sido propuesta numerosas veces de
modo erróneo y herético. Como ya hemos comentado en otro artículo, debemos
considerar que la omnisciencia de Dios –que eternamente penetra todos los
tiempos y conoce absolutamente todo el universo creado de principio a fin- no
quita nada de movimiento a la libertad humana y no exonera de responsabilidad
personal a cada hombre que viene a este mundo. Que el Señor anticipe nuestra
autodeterminación no significa que no nos siga llamando a la Gloria ni
asistiendo con su oferta de Salvación. Uno podría preguntarse con tantos otros:
¿por qué Jesús eligió a Judas sabiendo que lo iba a traicionar? No lo indujo ni
le obligó a traicionarlo, solo conoció que lo haría. Y lo eligió porque lo
amaba. Justamente allí se manifiesta la exquisita fidelidad del amor divino y
su inviolable respeto por nosotros.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 15
¿QUIÉN
O QUÉ PODRÁ SEPARARNOS DEL AMOR DE DIOS?
Sin
duda, estimadísimo Pablo, santo Apóstol de nuestro Señor Jesús, contemplaremos
ahora uno de tus textos más hermosos e inspiradores, donde el Espíritu Santo te
ha hecho confesar apasionadamente que nada ni nadie podrán separarnos del Amor
de Dios que se ha manifestado plenamente en Cristo.
“Por
lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que
le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio. Pues a los que de
antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo,
para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó,
a ésos también los justificó; a los que justificó, a ésos también los
glorificó.” Rom 8,28-30
El
Dios que es Amor ama a todos pero no todos le aman. Comenzaría yo por aquí,
pues no estamos considerando ahora el derrotero de quienes rechazan la oferta
de Gracia sino de aquellos que la aceptan, llevando adelante una “vida nueva en
Cristo”.
Para
aquellos que le aman, Dios interviene en todo a favor de su Salvación. No
significa que no intervenga a favor de todos, sino que perciben y reciben
fecundamente su intervención quienes siendo amados le aman. ¡Nadie se
escandalice pues! Los que no le aman igual han sido amados por Dios pero
permaneciendo en la indiferencia y en una relación distante no pueden captar
tantos cuidados amorosos Suyos. Los que se han dejado amar y responden amándole
en cambio siempre terminan descubriendo la solicitud divina por ellos.
Y
anunciándonos la omnisciencia, que solo Dios detenta, nos planteas un camino
vocacional: reproducir la imagen del Hijo e ingresar junto con Él en la Gloria.
De nuevo, aunque este llamado es universal, el Padre conoce de antemano en su
Eternidad a quienes rechazan o aceptan esta predestinación a ser salvos en
Cristo. Ya sé que muchos quisieran que Dios ejerciera un amor despótico y que
nos salve por la fuerza y contra nosotros, pero esa exigencia es pueril e
inmadura. ¿Cómo llamar amor a la falta de respeto por nuestra libertad? Mejor
entonces nos hubiera creado sin libertad. ¿Y cómo podríamos llamar amor a una
relación que no puede ser de otra manera porque está atada a una necesidad
inflexible? El amor tiene siempre este riesgo, no siempre se hace efectiva la
reciprocidad. Que Dios nos ame sin reservas no significa que nos aprovechemos
todos de tan inmejorable oferta.
¿Quién
o qué podrá separarnos del Amor de Dios? La respuesta es: nosotros. Libremente
cada quien puede optar por no dejarse amar por Dios, llevando una vida que
conduce a la muerte por no permanecer en el ámbito de Gracia de ese Amor. Pero
a quienes aceptan la oferta salvífica que no es otra que la comunión con Dios
manifestada en Jesucristo y visibilizada refulgente en su Pascua, el camino
está trazado y el Señor interviene para llevarlo a buen término: elección,
justificación y glorificación. Y este camino no es otro sino reproducir en
nosotros la imagen de su Hijo.
“Ante
esto ¿qué diremos? Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros? El que no perdonó
ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos
dará con él graciosamente todas las cosas?
¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica. ¿Quién
condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió; más aún el que resucitó, el que
está a la diestra de Dios, y que intercede por nosotros?” Rom 8,31-34
Los
que nos hemos dejado amar por Dios y permanecemos unidos a Él, sabemos por la
fe que Dios está de nuestro lado. ¿Y con Dios a favor nuestro a quién temeremos
que se ponga en contra nuestro? Si el Padre nos ha perdonado y reconciliado en
la Pascua de su Hijo, toda deuda está paga y la nota de crédito abierta. ¿Acaso
el Padre que ha enviado a Cristo a pagar el precio de nuestra salvación mañana
se arrepentirá? ¿Y el mismo Señor Jesús se desdecirá de su gesta redentora
algún día en el futuro? El Dios eterno actúa eternamente: es eterno su Amor.
Pero
nosotros, que aún caminamos en el tiempo, no debemos soltarnos de la mano de
este Amor a favor nuestro pues nos pondríamos en peligro. Si no perseveramos
fielmente en el Amor de Dios debilitamos los lazos del rescate y nos alejamos
de su intervención bondadosa por nosotros. Es comprensible entonces por qué la
apostasía constituye el más grave de los pecados para un bautizado: se trata ni
más ni menos del rechazo de la salvación. Y estos tiempos que corren parecen
ser jornadas de una creciente y silenciosa apostasía masiva.
¿Acaso
pueden ser tantos los que no han llegado a descubrir el Amor de Dios revelado
en Jesucristo? ¿Tendrá alguna responsabilidad la Iglesia peregrina en su
concreta configuración pastoral histórica? ¿Cómo es posible que multitud de
bautizados no maduren su vida de fe y no se apropien de la Gracia recibida
mediante una sólida y estable relación amorosa con Cristo? Esta realidad se
alza hoy como un grito desgarrador y una tragedia eclesial que sin embargo
pocos parecen ver. ¿Tan anestesiados nos hallamos? ¿Tanto han penetrado las
herejías y la confusión doctrinal? ¿Tanto hemos perdido el sentido sobrenatural?
¿Tanto se ha enfriado en nosotros la verdadera caridad?
“¿Quién
nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la
persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?, como
dice la Escritura: Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas
destinadas al matadero. Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel
que nos amó. Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni
los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni
la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro.” Rom 8,35-39
Al
mismo tiempo que confieso que nada ni nadie puede separarnos del Amor de
Cristo, debo advertir la profunda debilidad de nuestro vínculo con Él. Ya hemos
insertado el drama de tantos que no alcanzan a descubrir la envergadura de este
Amor y le desaprovechan, señalando que probablemente la comunidad eclesial no
se halle exenta de grave responsabilidad en tal asunto. Pero también es preocupante que los
cristianos que habitualmente siguen participando de la vida eclesial se
encuentren sometidos constantemente a los vaivenes de una fe personal inestable
y frágil. Al revés de lo esperable, casi parece que cualquier evento de menor
importancia podría rápidamente ponerlos en crisis de fe. ¿Dónde esa fe
victoriosa y serena que sabe en esperanza que nada podrá separarnos del Amor de
Cristo?
Como
suelo afirmar, el gran problema de fondo en la moderna configuración de la
Iglesia peregrina, es un déficit y vaciamiento de verdadera espiritualidad.
Porque la espiritualidad cristiana auténtica debe ayudarnos a plasmar una
concreta configuración con Cristo. San Pablo nos lo expresaba crudamente, dando
testimonio personal y en nombre de aquella generación de hermanos de la Iglesia
naciente: “Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas
destinadas al matadero. Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel
que nos amó.”
Es
muy fácil separar a los cristianos del Amor de Cristo cuando el cuerpo eclesial
deriva en un activismo desenfrenado –de estridente parentesco secular- y en un
extenso desprecio por la contemplación humilde y silenciosa del Misterio. Es
muy fácil la separación de Cristo cuando las pseudo-espiritualidades que se
ofrecen son meras búsquedas de goces narcisistas e intencionalmente se excluye de
ellas el sacrificio de la Cruz. Es muy fácil pues separar a los discípulos del
Amor de Cristo cuando se predican falsas inclusiones absolutas donde el
despreciado y cancelado, el Gran Excluido, termina siendo el Señor Crucificado
y Santo en aras de una fraudulenta misericordia que convalida el pecado
impenitente.
¿Cuánto
vale el Amor de Dios entonces para nosotros hoy? El gran tesoro de la ascética
y la mística de dos milenios, lastimosamente yace arrumbado en un costado de la
casa eclesial, pues fue arrojado por la ventana y sustituido por sospechosas
novedades. ¡Hermanos todos, nada ni nadie podrán separarnos del Amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús! Claro, ningún miedo le tengo a Dios. Y sin embargo
temo tanto por nosotros.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 14
SALVACIÓN EN ESPERANZA
Y ESPERANZA DE SALVACIÓN
“Porque
estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la
gloria que se ha de manifestar en nosotros.”
Rom 8,18
Apóstol
San Pablo, ¡cuántas veces a lo largo de mi vida me he detenido en esta
expresión tuya! A veces atravesando circunstancias desafiantes y sufriendo, levantando
la mirada hacia las promesas por delante, recuperando el vigor para llegar hasta
la Cruz. Otras veces simplemente, contemplando agradecido y anhelante, el
inestimable tesoro que nos ha destinado el Padre en Cristo como herencia.
¿Qué
espero pues? La Unión definitiva y eterna con Dios en la Gloria. ¿Qué esperan
otros? No lo sé.
No
creo perciban el tesoro de Gracia por delante, lo deduzco ya que tan bajo
precio pretenden pagar ni les va la vida entera en ello. Lo intuyo porque se
hunden y pierden en el tiempo presente como si no hubiese un horizonte más alto y atractivo.
Viven entonces como raptados por la sensación envolvente, la pesada tierra y el
hoy corto de la historia. No es posible ya establecer un punto de comparación
entre lo provisorio y lo eterno y así se pierde todo contexto de real
cotización. ¿Cuánto valen las cosas, mis cosas? ¿Estos penares tienen algún
motivo y orden? ¿En función de cual referencia lo mido todo?
La
esperanza de Gloria y Salvación es el vector teleológico propio de la fe
cristiana. Felicidad y Salvación Eterna coinciden plenamente. Y esta esperanza
en la Gloria que se ha de manifestar es conexa a la experiencia del Amor
recibido, desbordante y gratuito. Quien verdaderamente se ha encontrado con Cristo
queda lleno sin más de una viva esperanza de Salvación.
“Pues
la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de
Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente,
sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la
servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los
hijos de Dios.” Rom 8,19-21
Nos
sorprendes de pronto con una tal aseveración, que la expectación tiene, digamos,
un grado “cósmico”. La creación entera ha sido reducida a vanidad a causa del
pecado de Adán bajo la instigación del Demonio. Esa creación, salida enteramente
buena de las manos de Dios, espera que se cumpla y manifieste la libertad de
los hijos de Dios para verse libre de la corrupción junto a ellos. Pues los
hijos en el Hijo Salvador, Jesucristo nuestra Pascua, seremos liberados de toda
corrupción, ya la del pecado ya la de la muerte. Y toda la creación
misteriosamente participará de esta obra de Salvación realizada en los hijos.
“Pues
sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto.
Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu,
nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro
cuerpo.” Rom 8,22-23
Es
impresionante esta imagen de todo un universo que gime con dolores de parto. Y
de algún modo este gemir parece vinculado al Espíritu, que con su presencia
derrama y anticipa primicias de Salvación en nosotros. El Espíritu nos
direcciona e impulsa pues hacia la consumación de ese parto que será nuestro
nacimiento definitivo a la Eternidad y la Gloria en la participación de la comunión
Trinitaria. Inadvertidamente para muchos, la creación también aguarda que los
hombres seamos salvados para que ella misma pueda ser rescatada.
No
puedo evitar el siguiente excursus sobre la desorientación profunda de la
actual causa ecologista e incluso cierta insuficiencia en el planteo teológico cristiano
del tema.
La
desorientación del ecologismo se funda en su biocentrismo extremo, donde
habitualmente se coloca al hombre como el enemigo amenazante de la vida o se lo
quiere subsumir entre una multiplicidad de vivientes sin demasiada relevancia
específica. Un cierto naturalismo nihilista parece a la base: todo estaría
mejor si el hombre no existiese. El hombre es el causante de todos los males
que aquejan a la vida del planeta. Y sin negar la responsabilidad humana, una
tal presunción conduciría a la eliminación de la racionalidad del cosmos. De
hecho si hubiese Dios ya no habría quien pudiese concebirlo como existente y
por tanto sería indiferente su presencia una vez creado lo creado. El resultado
sería una creación inconsciente que también pudo surgir del caos. Pues aunque
haya surgido de una mente ordenadora tal conocimiento resulta irrelevante para
quien no puede conocer. Por tanto el ecologismo termina resultando de suerte en
un ateísmo práctico.
La
insuficiencia del planteo teológico de algunos exponentes deriva de la estrechez
en su óptica escatológica. A nivel pastoral no son pocos los cristianos que sintetizarían
todo en este argumento de divulgación: porque Dios es el Creador y la creación
su obra, el hombre debe respetarla y cuidarla, debe convertirse “ecológicamente”
para dejar de dañar el mundo y así poder dejarle una casa a las generaciones
futuras. Este planteo incompleto termina siendo puramente inmanente y
secularizante. Todo se reduce a la historia y no hay otra trascendencia sino en
la continuidad de la historia. Pero aquí se desconoce este dato Escriturístico
novedoso e inquietante: la creación está “interesada” por la Salvación de los
hombres que redunda en su propia liberación de la corrupción. La “expectación
soteriológica de la creación” requiere que el hombre se haga cargo de su vocación
de hijo de Dios y se encamine a la Unión en la Gloria. Por tanto no hay mayor
caridad para con la creación –sin dejar de realizar cuanto históricamente sea evangélico-
que nuestra santificación por la obra redentora de la Pascua de Cristo. El
hombre orientado a la Bienaventuranza es la alegría de la creación que espera
ser liberada.
“Porque
nuestra salvación es en esperanza; y una esperanza que se ve, no es esperanza,
pues ¿cómo es posible esperar una cosa que se ve? Pero esperar lo que no vemos, es aguardar con
paciencia. Y de igual manera, el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza.
Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu
mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los
corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a
favor de los santos es según Dios.” Rom 8,24-27
Nuestra
Salvación es en esperanza. Ya que cuanto esperamos está más allá de cuanto nos es
esperable. Porque lo esperado es el encuentro con el Misterio mismo de Dios.
Además tal expectativa supera nuestra capacidad y no puede ser sino donación
Suya. Tenemos pues esperanza de ser salvados por Dios o por decirlo
paulinamente, que se consume “la revelación de los hijos de Dios”, cuando la Fe
acceda a la visión, la Esperanza a la posesión y la Caridad a la unión gozosa.
Y
quien espera con virtud cristiana, aguarda con paciencia. Espera entonces con
confianza y se pone en las manos de Aquel que puede rescatarlo de la muerte.
Como el Hijo en las manos del Padre, así la multitud de los hijos adoptivos. Y
puesto subsiste nuestra flaqueza, en este estado de viadores, no nos falta el
auxilio del Espíritu. Por entonces descubrimos que nuestros gemidos, de los
cuales se hace eco la creación entera en dolores cósmicos de parto, no son sino
una réplica del gemir del Espíritu en nosotros. Su oración es un gemido
inefable pues es lengua divina que nos supera y porque Él sabe lo que pide
cuando nosotros no podemos valorar aún la dimensión de cuanto estamos esperando.
La plegaria intercesora que nos habita, el Espíritu Santo, escruta nuestros
corazones y los eleva en aspiración de Gloria. Intercede según Dios y nos
orienta a la consecución de la comunión salvífica. ¡Feliz aspiración la de
nuestra esperanza en la Salvación de Dios!
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 13
LA LUCHA INTERIOR
LEY Y PECADO
CARNE Y ESPÍRITU
(II)
“Por
consiguiente, ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo Jesús. Porque
la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del
pecado y de la muerte. Pues lo que era imposible a la ley, reducida a la
impotencia por la carne, Dios, habiendo enviado a su propio Hijo en una carne
semejante a la del pecado, y en orden al pecado, condenó el pecado en la carne,
a fin de que la justicia de la ley se cumpliera en nosotros que seguimos una
conducta, no según la carne, sino según el espíritu.” Rom 8,1-4
Estimadísimo
San Pablo, cuánta alegría y esperanza nos traes con este anuncio: “ninguna
condenación pesa ya sobre los que están en Cristo”. “Estar en Cristo” –lo veremos-
es una de tus expresiones más habituales. Bastante cercana al “permanezcan en
mí” del cuarto evangelio. La vida cristiana es para ti un “vivir en Cristo”.
Por eso los que han recibido la Vida Nueva del Señor están exentos de
condenación. Pues con simpleza y a la vez profundidad nos explicas que quienes por
nuestra condición carnal –esta naturaleza humana provisoria y frágil en la
historia, esta naturaleza herida e inclinada al mal y a su seducción-, nos hallábamos
esclavizados por la ley del pecado que conduce a la muerte, fuimos liberados.
El Padre ha enviado a su Hijo, quien por su Encarnación redentora “condenó al
pecado en la carne”.
Ahora
bien: ¿esta situación de estar exentos de la condenación ya es definitiva en
nosotros? ¡Claro que no! En Cristo nos ha sido ganada y donada pero –podríamos decir-
aún nos queda hacerla nuestra, “siguiendo una conducta no según la carne sino
el espíritu”.
Todos
sabemos y creemos que por el Bautismo hemos recibido la Salvación que mana portentosa
de la Pascua de Cristo Jesús. Pero salvados “estamos en esperanza”. Ahora nos
encontramos en camino, en la dinámica de reafirmar vitalmente nuestra adhesión
y permanencia en esta Alianza que nos rescata del pecado y de la muerte. Por
tanto cabe la pregunta: ¿estamos en Cristo?, ¿continuamos viviendo la Vida que
el Señor nos ganó?
“Efectivamente,
los que viven según la carne, desean lo carnal; mas los que viven según el
espíritu, lo espiritual. Pues las tendencias de la carne son muerte; mas las
del espíritu, vida y paz, ya que las tendencias de la carne llevan al odio a
Dios: no se someten a la ley de Dios, ni siquiera pueden; así, los que están en
la carne, no pueden agradar a Dios. Mas ustedes no están en la carne, sino en
el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en ustedes. El que no tiene el
Espíritu de Cristo, no le pertenece.” Rom 8,5-9
Deduzco
que tras la enseñanza del Apóstol nos estaremos interrogando: ¿yo vivo carnal o
espiritualmente? También supongo que nos hallaremos en tensión: nos
responderemos, “a veces carnalmente a veces espiritualmente”. Espero que
hallemos más espíritu que carne en nosotros. Y si alguno no sabe distinguir
carne de espíritu –ya San Pablo en otras ocasiones nos dará ejemplos muy
evidentes de comportamientos tan diversos-, le baste por ahora esta simple
regla: el que está en la carne no busca agradar a Dios ni vivir según su
Voluntad. Pues quien tiene el Espíritu de Cristo vive como el Hijo para dar
gloria al Padre. Quien se busca a sí mismo sigue atado al querer de su carne.
Quien busca a Dios, se entrega a Él y desea agradarle, ha pasado de la carne al
espíritu. Pues la carne lleva a separarnos de Dios, a romper con Él, lo cual
conduce a la muerte. Permanecer en la Alianza es signo de buen espíritu con sus
frutos de vida y paz. Como nos lo predicó claramente el Señor Jesús: “quien
quiera guardar su vida la perderá”, pues está en la carne; “quien ofrezca su
vida la ganará”, pues piensa y cree espiritualmente, según Dios que es Amor o
sea donación de Sí mismo.
En
tu argumento San Pablo nos cuelas algo acerca de la fe en la resurrección –victoria
definitiva que abre paso a la eternidad- y no quiero dejar pasar tu valioso
testimonio:
“Mas
si Cristo está en ustedes, aunque el cuerpo haya muerto ya a causa del pecado,
el espíritu es vida a causa de la justicia. Y si el Espíritu de Aquel que
resucitó a Jesús de entre los muertos habita en
ustedes, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también
la vida a sus cuerpos mortales por su Espíritu que habita en ustedes.” Rom 8,10-11
Continuando
con nuestra temática, seguramente tendremos lucha interior mientras caminemos
en esta vida transitoria. La ley del pecado y de la Gracia, de la carne y del
Espíritu, nos pondrá en tensión. Esperemos con el auxilio divino y con nuestra
fidelidad poder resolverla favorablemente. Pero debemos recordarnos siempre que
la victoria nos ha sido ganada por Cristo.
“Así
que, hermanos míos, no somos deudores de la carne para vivir según la carne, pues,
si viven según la carne, morirán. Pero si con el Espíritu hacen morir las obras
del cuerpo, vivirán. En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de
Dios son hijos de Dios. Pues no recibieron un espíritu de esclavos para recaer
en el temor; antes bien, recibieron un espíritu de hijos adoptivos que nos hace
exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar
testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos:
herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser
también con él glorificados.” Rom 8,12-17
Roguemos
entonces atravesar nuestra Pascua y pasar de vivir carnalmente a vivir
espiritualmente. Que el Espíritu de Dios nos guíe para “vivir en Cristo Jesús”
una vida nueva como hijos del Padre. Ayudémonos en la Iglesia a dejar atrás la
carne de pecado que conduce a la muerte para vivir según el Espíritu de Cristo
Resucitado que es un Espíritu de Vida y de Paz.
DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 12
LA LUCHA INTERIOR
LEY Y PECADO
CARNE Y ESPÍRITU
(I)
Sabio
y sincero hermano nuestro, San Pablo, te comportas como padre dándonos
testimonio acerca de la misteriosa lucha interior que vivimos todos.
“Porque,
cuando estábamos en la carne, las pasiones pecaminosas, excitadas por la ley,
obraban en nuestros miembros, a fin de que produjéramos frutos de muerte. Mas,
al presente, hemos quedado emancipados de la ley, muertos a aquello que nos
tenía aprisionados, de modo que sirvamos con un espíritu nuevo y no con la
letra vieja.” Rom 7,5-6
Sería
incapaz en breves líneas de introducir todo tu complejo pensamiento sobre el
tema. Valgan estas coordenadas simples: antes de Cristo y su obra redentora,
nuestra humanidad conocía la Ley que marcaba el camino de lo bueno y agradable
a Dios; mas en nuestro natural otra ley pujaba, la del pecado que conduce a la
muerte. Así la explicitación de la Ley de santidad provocaba la reacción de las
pasiones desordenadas y el conflicto. Nos anticipas empero que hemos sido
liberados de esta situación por la Gracia de Cristo para vivir en un Espíritu
nuevo.
Pero
veamos mejor tu descripción de esta tensión entre la Ley y el pecado.
“Porque
el pecado, tomando ocasión por medio del precepto, me sedujo, y por él, me
mató. Así que, la ley es santa, y santo el precepto, y justo y bueno. Luego ¿se
habrá convertido lo bueno en muerte para mí? ¡De ningún modo! Sino que el
pecado, para aparecer como tal, se sirvió de una cosa buena, para procurarme la
muerte, a fin de que el pecado ejerciera todo su poder de pecado por medio del
precepto.” Rom 7,11-13
¿O
no hemos escuchado y experimentado alguna vez que “lo que es prohibido seduce
más”? Si apenas nos intiman “por aquí no debes andar”, la tentación encuentra
su oportunidad bajo pretexto de curiosidad o sembrando desconfianza acerca de
la bondad ya del Legislador ya de la Ley. Esto sucedió a nuestros primeros
padres que en el Paraíso tenían el árbol de la Vida y todos los árboles del
jardín a su entera disposición; pero el árbol de la Ciencia del Bien y del Mal
estaba reservado para Dios, no debían intentar comer su fruto. El Adversario
los sedujo y le vieron apetecible e introdujo la mentira: “Tu Dios es un
egoísta que sabe que si lo comen serán ustedes también como dioses”. Comieron y
con el pecado sobrevino la muerte.
“Sabemos,
en efecto, que la ley es espiritual, mas yo soy de carne, vendido al poder del
pecado. Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero,
sino que hago lo que aborrezco. Y, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con
la Ley en que es buena; en realidad, ya no soy yo quien obra, sino el pecado
que habita en mí. Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi
carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto
que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y, si hago
lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí.”
Rom 7,14-20
“La
ley es espiritual, mas yo soy de carne, vendido al poder del pecado.” Tremenda
confesión del Apóstol, en quienes todos los que aspiramos a llevar una vida
santa nos vemos reflejados. Pues tampoco nosotros a veces comprendemos nuestro
proceder y nos dolemos de no poner en obra cuanto queremos y deseamos en Dios,
sino que nos deslizamos hacia el abismo de lo que aborrecemos. Experimentamos
amargamente la fuerza oscura del pecado que habita en nosotros. Lo hacemos a
tal punto que podríamos junto al Apóstol clamar desesperados: “¡Es que nada
bueno habita en mí!”.
En
este sentido el hombre es “carne” y debe reconocerlo para poder ser redimido.
La Ley de Dios le pone todo cuanto es bueno y santo a su alcance, mas no puede
realizarlo sin la Gracia. El hombre no se salva a sí mismo, todo lo contrario,
cuanto más suficiente se cree más y más se desliza hacia abajo en el tobogán de
su caída.
“Descubro,
pues, esta ley: aun queriendo hacer el bien, es el mal el que se me
presenta. Pues me complazco en la ley de
Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha
contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis
miembros. ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?
¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor! Así pues, soy yo mismo
quien con la razón sirve a la ley de Dios, mas con la carne, a la ley del
pecado.” Rom 7,21-24
San
Pablo nos enuncia aquí esta división o fragmentación que la persona experimenta
entre el “hombre interior o espiritual” que aspira a vivir según la Ley de la
Gracia y el “hombre carnal” que se inclina a la ley del pecado. Pero ya
anticipa la alabanza a Jesucristo quien podrá liberarnos de semejante confrontación
asegurándonos la victoria.
Quizás
sería prudente aquí recordarnos la fe de la Iglesia acerca de la concupiscencia
de la carne:
“Nadie, ni aun después
de haber sido renovado por la gracia del
bautismo, es capaz de superar las asechanzas del diablo y vencer las concupiscencias de la carne, si
no recibiere la perseverancia en la buena conducta por la diaria ayuda de Dios.
Lo cual está confirmado por la doctrina
del mismo obispo en las mismas páginas, cuando dice: Porque si bien él redimió
al hombre de los pecados pasados; sabiendo, sin embargo, que podía nuevamente
pecar, muchas cosas se reservó para repararle, de modo que aun después de estos pecados pudiera
corregirle, dándole diariamente remedios, sin cuya ayuda y apoyo, no podremos
en modo alguno vencer los humanos
errores. Forzoso es, en efecto, que, si
con su auxilio vencemos, si él no nos ayuda, seamos derrotados.” SAN
CELESTINO I Indículos sobre la gracia de Dios o “Autoridades de los obispos
anteriores de la Sede Apostólica”, añadidas por los colectores a la Carta 21
Apostolici verba praecepti, a los obispos de las Galias, del 15 de mayo de 431
“Ahora bien, que la
concupiscencia permanezca en los bautizados, este santo Concilio lo confiesa y
siente; la cual, como haya sido dejada para el combate, no puede dañar a los
que no la consienten y virilmente la resisten por la gracia de Jesucristo.
Antes bien, el que legítimamente luchare, será coronado (2 Tim. 2, 5). Esta
concupiscencia que alguna vez el Apóstol llama pecado (Rom. 6, 12 ss), declara
el santo Concilio que la Iglesia Católica nunca entendió que se llame pecado
porque sea verdaderamente pecado en los renacidos, sino porque procede del
pecado y al pecado inclina. Y si alguno sintiere lo contrario, sea anatema.” PAULO
III, 1534-1549 CONCILIO DE TRENTO, 1545-1563 XIX ecuménico (contra los
innovadores del siglo XVI) SESIÓN V (17 de junio de 1546) Decreto sobre el
pecado original
CATECISMO
Nº 405 “Aunque propio de cada uno, el pecado original no tiene, en ningún
descendiente de Adán, un carácter de falta personal. Es la privación de la
santidad y de la justicia originales, pero la naturaleza humana no está
totalmente corrompida: está herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a
la ignorancia, al sufrimiento y al imperio de la muerte e inclinada al pecado
(esta inclinación al mal es llamada "concupiscencia"). El Bautismo,
dando la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado original y devuelve el
hombre a Dios, pero las consecuencias para la naturaleza, debilitada e
inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual.”
El
cristiano, cuya vida tras el bautismo es un “estar y permanecer en Cristo”, no
deja de experimentar la debilidad de su naturaleza y la inclinación al pecado
llamada “concupiscencia”. Esta es la “ley de pecado que nos habita” y que
aflige al Apóstol, esta inclinación que nos invita al mal y a romper con Dios y
su Ley de Gracia. Todos la experimentamos ciertamente y algunos vamos aceptando
que el combate espiritual es continuo en la vida discipular. El enemigo aún
permanece adentro y la vida cristiana en la historia es penitencial, duro
combate de purificación. Como ya nos ha dicho San Pablo, se trata de
“crucificar las pasiones”. ¡Buen combate! Nada te será posible sin el auxilio
de la Gracia.
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