Y retorna la noche
que envuelve y encierra,
que mete en un capullo
y ahonda lo escondido.
Tú trabajas sin avisar
en mi transformación.
Vuelves estéril gustos y
aficiones
y me pones todo en tu amor.
Ya vibro en tu luz oscura.
Noche y luz preparan la unión.
3. NOCHE Y CAPULLO
Este segundo momento de la noche
está profundamente marcado por la dinámica de la transformación. La noche
parece hacerse más cerrada, más densa, más fuerte. La puerta de la casa ha
quedado en la lejanía. Ya no hay destellos de huellas. El contemplador se
detiene y se queda parado en medio de una terrible oscuridad que lo ha
enceguecido, una oscuridad que lo envuelve como creando un recinto de honda
penumbra. Pero no está sólo, el Señor está con él de forma nueva. Como si el
Amado hubiese metido a su amador dentro de su vientre para parirlo de nuevo.
Así como el gusano está en el capullo, así está el contemplador en la noche que
Dios le prepara.
Y
esta dinámica de transformación es nada menos que Cristiformarse, pero no por
la primacía del hacer uno mismo, sino por esperar y cooperar en la iniciativa y
la obra de Dios. Es experimentar que Dios trabaja y que su trabajo queda mucho
más allá de la comprensión. Sin embargo se tiene le certeza de su cometido, de
su finalidad: identificar más profundamente al contemplador con su Hijo,
Cristo, el Señor. Si el momento anterior de la noche lo comparábamos con el
noviazgo, éste es sin duda el momento del compromiso.
Es
tiempo de excavaciones de amor, mejor no se yo decirlo. La segunda noche es
llena de purificaciones infusas. Si antes la mano del Señor parecía caricia que
abría herida por la desmedida de amor, agigantando el deseo y la persecución;
ahora todo se ha vuelto hondamente quieto. Y en esa mayor quietud la mano del
Señor parece más bien garra afilada que araña la profundidad del ser, que desde
lo más interior a lo más exterior irrumpe cual cauterio que quema y cicatriza
purificando heridas. ¿Cómo decir estos trabajos de Dios? Son tan intensos que
si Él durante ellos no sostuviera al alma, simplemente la pobre sucumbiría.
Recuerdo
como descubrí que me había alcanzado otro momento de la noche: comencé a
experimentarme distinto, cambiado, en algún sentido irreconocible, me sentía
confuso acerca de mí y a la vez con una gran certeza de que era a causa de
Dios. Me miraba extrañado a mí mismo ya que actividades, proyectos, deseos, que
antes vivenciaba apasionadamente ahora ya no me cautivaban con igual fuerza, es
más, parecía que al simple contacto con ellos brotaba en mí una fuerte
sensación de desgano y desinterés. ¿Por qué?
Quizás
porque antes el sólo-yo seguía primando sobre el nosotros-dos o sobre el
sólo-Tú por encima de todo. Quiero decir que si bien al comenzar mi camino como
cristiano había intentado poner todos los dones al servicio para mayor gloria
de Dios mi persona estaba más atado a ellos que a Aquel que los había sembrado.
Mi imagen de realización era la de desarrollar lo más posible mi personalidad y
mis potencialidades para mejor servir al Señor. Sólo que en el fondo de este
planteo no iba yo tras del Señor sino el Señor tras de mí.
Pero
el don de la contemplación propone una nueva conversión, un cambio de las
valoraciones donde surge claramente que lo primordial, lo único esencial, lo
más vital y fuente de verdadera realización es la unión con Dios. Ya no importa
desarrollar la propia personalidad (la que uno cree que le es propia) sino
sepultarla en Cristo para que renazca unida a Él; acercarse más y más a Dios
hasta entrar en comunión con Él. Y desde esta intención primariamente amantiva,
unitiva, todo lo mío entró en crisis y en estado de prescindibilidad. Sólo Dios
tenía sabor y el resto de mi universo existencial me resultaba crecientemente desabrido.
Como si de pronto toda la pasión se me hubiera recogido y concentrado en Dios.
Una gran apatía y desinterés por mi mundo y sus cosas en general, junto con una
necesidad imperiosa de soledad y de encuentro con el Señor, brotaban en mí con
insistencia irresistible. Sabía de dónde venía y quien había sido y deseado ser
pero ya no sabía nada hacia adelante ni me importaba. Sólo deseaba
entrañablemente una vida escondida en el Amado, un estar con Él y en Él más
permanente y definitivo.
Profunda
y extensa es esta noche. Aquel lejano desierto, que se había instalado del otro
lado del umbral preparando la serena y postrada adoración, le preanunciaba.
Ahora traspasado el umbral, tras el enamoramiento con sus primeros ardores en
elevaciones cautivantes y fugas de amor, se instala el Gran Desierto. ¿A qué ha
venido aquí el alma? Permítaseme en términos espirituales ponerlo así: ha venido para su aniquilamiento. Ahora
es
Comparo
este momento de la noche con un capullo.
Y este estado es un tiempo integrador en Dios, de re-valoración y
re-identificación; se trata de una instancia decisiva. Por lo tanto es un
momento crucial de crisis humana, de doloroso vaciamiento existencial, una
auténtica Pascua. Pero todo con un trasfondo que asegura su procedencia de
Dios: con mucha paz interior, con mucha claridad y certeza de que se debe a que
Dios está obrando en uno; con mucha esperanza de que el Amado hará de uno un
hombre nuevo, más parecido a Él, más capaz de vivir unido a Él.
Sin
embargo el capullo está marcado significativamente por la soledad. Remito a
Jesús que anuncia por tres veces
Soledad
del capullo que remite a
El
capullo insisto es un hondo y arduo Desierto –del otro lado del umbral- donde
se experimenta con enorme fuerza la exigencia de la conversión, la conciencia
del propio pecado y el llamado a la santidad. Es entonces un estado de honda
penitencia que se torna ardido, sobre todo porque no se sabe cuándo terminará y
cada día parece tornarse más profundo desafío. Desafío e invitación de Dios que
aunque hiere enamora, y aunque corrige llena el paladar de espiritual dulzura.
Pues ir tras de Él es tomar
Este
estado de capullo me parece a la vez un tiempo de mucha gracia para el
discernimiento de estados interiores y del modo de obrar de Dios. En esta oscuridad
bendita de
Así
el deseo agigantado del momento de la fuga se halla aquietado pues ya el Amado
no se escapa y ese deseo de ponerse en fuga tras de Él se transforma en deseo
de conversión definitiva. Ahora se agiganta el deseo de poner en obra la gracia
que se le regala. Ahora el deseo se vuelca hacia la vida cotidiana para amasar
la gracia y hacerla realidad vivida plenamente. Ahora el deseo ya no se
contenta con experiencias de encuentro sino que quiere que esa experiencia sea
toda una vida: ser cristiano de verdad, a fondo; ser santo; ser despuntar del
rostro de Cristo y espejo de su amor. El
deseo vuelca con grande y suave exigencia al contemplador a devolver el amor
que el Señor le regala y a devolverlo amando a cada una de sus criaturas. Por
eso este momento es un tiempo de compromiso: sellar con seriedad el noviazgo
para encaminarlo decididamente hacia el matrimonio.
Y
declaraba yo que el Señor trabaja en mí
sin avisar. Debo aclarar que de ninguna forma viola mi libertad que se
encuentra más liberada que antes. Fui yo quien desde mi libertad le pedía ser
capaz de unión con Él y me abandonaba a su acción santa en mí. Y esta falta de
aviso se debe a que yo no conozco el camino, ni cómo trabajarme para tal fin.
Por eso contando con mi aceptación previa Él trabaja en mí y es tan sabio su
trabajo que experimento que trabaja pero no descubro qué hace hasta observar
los frutos. Y este trabajo a veces siento que me pone al borde del desmayo, de
experimentar que ya no es posible ensanchar más el corazón y la vida para
contenerlo a Él. Pero paciente y delicado me sostiene a la par que trabaja y
paso a paso hace en mí su obra y con amorosa constancia me modela, me vuelve a
parir, me hace renacer.
Si tuviera que sintetizar la
experiencia de este estado y de la comprensión de su derrotero diría casi
plásticamente:
Una mañana fui tomado por
sorpresa, de golpe, y como si me hubiera tapado una marejada de dolor y de amor
me encontré en un espacio cerrado y densamente oscuro; se me hizo de noche. No
tuve miedo pues se derramaba a mi alrededor como un alimento amargo en la boca y dulce en el
alma. Brotaba un aroma acariciante y cálido que daba cobijo. Una fragancia cual
exhalación de entrega de vida y amor.
Por dentro no había camino ni
abertura alguna. Se trataba de un capullo con forma de cruz. Pregunté cómo
salir. Entonces vi como el ojo de una cerradura suspendido en la oscuridad del
capullo y en el centro del ojo una llama de fuego. Se me dijo que la cerradura
es el amor y la llama de fuego es la
llave. Entendí que se trataba de crecer en el amor adhiriendo más y más a la
obra santificante de su Espíritu.
Y porque el Capullo o Gran Desierto
o Noche del Espíritu es
Cuando llegue al matrimonio
espiritual en unión transformante cantará el contemplador junto a su Esposo las
primicias del Himno Eterno al Amor Glorioso.
Celebrará en arras las bodas del Cordero degollado, la victoria del Amor
crucificado que resurge Vivo para siempre. Y tal será el concierto entre ambos
en esta vida que todo lo del Amado será del contemplador y todo lo del
contemplador el Esposo lo hará suyo.
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