Preludio: Noche y Luz. Noche y capullo. Ensayo sobre la oración







"Cantar de amadores. Sobre el inicio de la contemplación." (2019)

Breve tratado de oración. Sobre las purificaciones infusas y transformación interior.



Y retorna la noche

que envuelve y encierra,

que mete en un capullo

y ahonda lo escondido.

 

Tú trabajas sin avisar

en mi transformación.

Vuelves estéril gustos y aficiones

y me pones todo en tu amor.

Ya vibro en tu luz oscura.

 

            Noche y luz preparan la unión.

 

 

3. NOCHE Y CAPULLO

 

            Este segundo momento de la noche está profundamente marcado por la dinámica de la transformación. La noche parece hacerse más cerrada, más densa, más fuerte. La puerta de la casa ha quedado en la lejanía. Ya no hay destellos de huellas. El contemplador se detiene y se queda parado en medio de una terrible oscuridad que lo ha enceguecido, una oscuridad que lo envuelve como creando un recinto de honda penumbra. Pero no está sólo, el Señor está con él de forma nueva. Como si el Amado hubiese metido a su amador dentro de su vientre para parirlo de nuevo. Así como el gusano está en el capullo, así está el contemplador en la noche que Dios le prepara.

Y esta dinámica de transformación es nada menos que Cristiformarse, pero no por la primacía del hacer uno mismo, sino por esperar y cooperar en la iniciativa y la obra de Dios. Es experimentar que Dios trabaja y que su trabajo queda mucho más allá de la comprensión. Sin embargo se tiene le certeza de su cometido, de su finalidad: identificar más profundamente al contemplador con su Hijo, Cristo, el Señor. Si el momento anterior de la noche lo comparábamos con el noviazgo, éste es sin duda el momento del compromiso.

Es tiempo de excavaciones de amor, mejor no se yo decirlo. La segunda noche es llena de purificaciones infusas. Si antes la mano del Señor parecía caricia que abría herida por la desmedida de amor, agigantando el deseo y la persecución; ahora todo se ha vuelto hondamente quieto. Y en esa mayor quietud la mano del Señor parece más bien garra afilada que araña la profundidad del ser, que desde lo más interior a lo más exterior irrumpe cual cauterio que quema y cicatriza purificando heridas. ¿Cómo decir estos trabajos de Dios? Son tan intensos que si Él durante ellos no sostuviera al alma, simplemente la pobre sucumbiría.

Recuerdo como descubrí que me había alcanzado otro momento de la noche: comencé a experimentarme distinto, cambiado, en algún sentido irreconocible, me sentía confuso acerca de mí y a la vez con una gran certeza de que era a causa de Dios. Me miraba extrañado a mí mismo ya que actividades, proyectos, deseos, que antes vivenciaba apasionadamente ahora ya no me cautivaban con igual fuerza, es más, parecía que al simple contacto con ellos brotaba en mí una fuerte sensación de desgano y desinterés. ¿Por qué?  

Quizás porque antes el sólo-yo seguía primando sobre el nosotros-dos o sobre el sólo-Tú por encima de todo. Quiero decir que si bien al comenzar mi camino como cristiano había intentado poner todos los dones al servicio para mayor gloria de Dios mi persona estaba más atado a ellos que a Aquel que los había sembrado. Mi imagen de realización era la de desarrollar lo más posible mi personalidad y mis potencialidades para mejor servir al Señor. Sólo que en el fondo de este planteo no iba yo tras del Señor sino el Señor tras de mí.

Pero el don de la contemplación propone una nueva conversión, un cambio de las valoraciones donde surge claramente que lo primordial, lo único esencial, lo más vital y fuente de verdadera realización es la unión con Dios. Ya no importa desarrollar la propia personalidad (la que uno cree que le es propia) sino sepultarla en Cristo para que renazca unida a Él; acercarse más y más a Dios hasta entrar en comunión con Él. Y desde esta intención primariamente amantiva, unitiva, todo lo mío entró en crisis y en estado de prescindibilidad. Sólo Dios tenía sabor y el resto de mi universo existencial me resultaba crecientemente desabrido. Como si de pronto toda la pasión se me hubiera recogido y concentrado en Dios. Una gran apatía y desinterés por mi mundo y sus cosas en general, junto con una necesidad imperiosa de soledad y de encuentro con el Señor, brotaban en mí con insistencia irresistible. Sabía de dónde venía y quien había sido y deseado ser pero ya no sabía nada hacia adelante ni me importaba. Sólo deseaba entrañablemente una vida escondida en el Amado, un estar con Él y en Él más permanente y definitivo.

Profunda y extensa es esta noche. Aquel lejano desierto, que se había instalado del otro lado del umbral preparando la serena y postrada adoración, le preanunciaba. Ahora traspasado el umbral, tras el enamoramiento con sus primeros ardores en elevaciones cautivantes y fugas de amor, se instala el Gran Desierto. ¿A qué ha venido aquí el alma? Permítaseme en términos espirituales ponerlo así: ha venido para su aniquilamiento. Ahora es la Noche en su plenitud y el alma se ha adentrado en ella para perder todas las cosas.

Comparo este momento de la noche con un capullo.  Y este estado es un tiempo integrador en Dios, de re-valoración y re-identificación; se trata de una instancia decisiva. Por lo tanto es un momento crucial de crisis humana, de doloroso vaciamiento existencial, una auténtica Pascua. Pero todo con un trasfondo que asegura su procedencia de Dios: con mucha paz interior, con mucha claridad y certeza de que se debe a que Dios está obrando en uno; con mucha esperanza de que el Amado hará de uno un hombre nuevo, más parecido a Él, más capaz de vivir unido a Él.

Sin embargo el capullo está marcado significativamente por la soledad. Remito a Jesús que anuncia por tres veces la Pasión y se dirige decididamente a Jerusalén. Lo dejan solo pues es duro su lenguaje, ¿quién podrá seguirlo? Así también el contemplador ha ido alumbrando un vivir hacia lo escondido que parece dejarlo a contracorriente y al reverso de todo lo esperable. Y esto aún eclesialmente, pues la óptica de vida de quien emerge desde la contemplación resulta desajustada con la habitual actividad.

Soledad del capullo que remite a la Gran Soledad de Getsemaní. Está solo el Señor pues los demás se han quedado dormidos por la tristeza. Pero no esta sólo sino junto a su Padre y lo que decide es por ellos, por amor a los suyos y a todos los que el Padre le ha dado, a los que llame en su Nombre. Así también el contemplador se entrega a muerte de amor no solo buscando unión con Dios sino coordinando con su Caridad Redentora. Ha entrado en el capullo por Dios y por sus hermanos que aún no conocen este sendero escondido de Amor.

El capullo insisto es un hondo y arduo Desierto –del otro lado del umbral- donde se experimenta con enorme fuerza la exigencia de la conversión, la conciencia del propio pecado y el llamado a la santidad. Es entonces un estado de honda penitencia que se torna ardido, sobre todo porque no se sabe cuándo terminará y cada día parece tornarse más profundo desafío. Desafío e invitación de Dios que aunque hiere enamora, y aunque corrige llena el paladar de espiritual dulzura. Pues ir tras de Él es tomar la Cruz.

Este estado de capullo me parece a la vez un tiempo de mucha gracia para el discernimiento de estados interiores y del modo de obrar de Dios. En esta oscuridad bendita de la Noche todo se ve tan claro. El sentido interior se afina aún más y ya no se ve –metafóricamente hablando- una silueta sino una contextura, un cuerpo y hasta se oye un timbre de voz. Quiero decir con esto que se está frente al Señor de forma todavía más cercana, aunque claro, perdido y enceguecido en una noche total. También el propio corazón y los corazones de los hombres, bajo la gracia de la Noche, se vuelven más traslúcidos.

Así el deseo agigantado del momento de la fuga se halla aquietado pues ya el Amado no se escapa y ese deseo de ponerse en fuga tras de Él se transforma en deseo de conversión definitiva. Ahora se agiganta el deseo de poner en obra la gracia que se le regala. Ahora el deseo se vuelca hacia la vida cotidiana para amasar la gracia y hacerla realidad vivida plenamente. Ahora el deseo ya no se contenta con experiencias de encuentro sino que quiere que esa experiencia sea toda una vida: ser cristiano de verdad, a fondo; ser santo; ser despuntar del rostro de Cristo y espejo de su amor.  El deseo vuelca con grande y suave exigencia al contemplador a devolver el amor que el Señor le regala y a devolverlo amando a cada una de sus criaturas. Por eso este momento es un tiempo de compromiso: sellar con seriedad el noviazgo para encaminarlo decididamente hacia el matrimonio.

Y declaraba yo que el Señor trabaja en mí sin avisar. Debo aclarar que de ninguna forma viola mi libertad que se encuentra más liberada que antes. Fui yo quien desde mi libertad le pedía ser capaz de unión con Él y me abandonaba a su acción santa en mí. Y esta falta de aviso se debe a que yo no conozco el camino, ni cómo trabajarme para tal fin. Por eso contando con mi aceptación previa Él trabaja en mí y es tan sabio su trabajo que experimento que trabaja pero no descubro qué hace hasta observar los frutos. Y este trabajo a veces siento que me pone al borde del desmayo, de experimentar que ya no es posible ensanchar más el corazón y la vida para contenerlo a Él. Pero paciente y delicado me sostiene a la par que trabaja y paso a paso hace en mí su obra y con amorosa constancia me modela, me vuelve a parir, me hace renacer.

            Si tuviera que sintetizar la experiencia de este estado y de la comprensión de su derrotero diría casi plásticamente:

Una mañana fui tomado por sorpresa, de golpe, y como si me hubiera tapado una marejada de dolor y de amor me encontré en un espacio cerrado y densamente oscuro; se me hizo de noche. No tuve miedo pues se derramaba a mi alrededor como  un alimento amargo en la boca y dulce en el alma. Brotaba un aroma acariciante y cálido que daba cobijo. Una fragancia cual exhalación de entrega de vida y amor.

Por dentro no había camino ni abertura alguna. Se trataba de un capullo con forma de cruz. Pregunté cómo salir. Entonces vi como el ojo de una cerradura suspendido en la oscuridad del capullo y en el centro del ojo una llama de fuego. Se me dijo que la cerradura es el amor y  la llama de fuego es la llave. Entendí que se trataba de crecer en el amor adhiriendo más y más a la obra santificante de su Espíritu.

            Y porque el Capullo o Gran Desierto o Noche del Espíritu es la Pascua, se trata de ser introducido y participar espiritualmente -por obra del Señor- en los sufrimientos de la Pasión de Cristo y en su propia muerte, un adentrarse místicamente con Él en el sepulcro. Y así, negándose a ser en algo para uno y decidiéndose a ser ya todo para Dios y sus hermanos, quede el contemplador íntimamente unido a Aquel que lo ama y le dio en Cruz la salvación. Sumergirse en la muerte de Cristo para vivir resucitadamente: vivir ya de Él y en Él por y para el Amor. Pues no puede ser la contemplación sino un auténtico desarrollo de nuestra vocación bautismal preñada de Vida Eterna.

            Cuando llegue al matrimonio espiritual en unión transformante cantará el contemplador junto a su Esposo las primicias del Himno Eterno al Amor Glorioso.  Celebrará en arras las bodas del Cordero degollado, la victoria del Amor crucificado que resurge Vivo para siempre. Y tal será el concierto entre ambos en esta vida que todo lo del Amado será del contemplador y todo lo del contemplador el Esposo lo hará suyo.


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