DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 14

 


SALVACIÓN EN ESPERANZA

Y ESPERANZA DE SALVACIÓN

 

“Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros.”  Rom 8,18

 

Apóstol San Pablo, ¡cuántas veces a lo largo de mi vida me he detenido en esta expresión tuya! A veces atravesando circunstancias desafiantes y sufriendo, levantando la mirada hacia las promesas por delante, recuperando el vigor para llegar hasta la Cruz. Otras veces simplemente, contemplando agradecido y anhelante, el inestimable tesoro que nos ha destinado el Padre en Cristo como herencia.

¿Qué espero pues? La Unión definitiva y eterna con Dios en la Gloria. ¿Qué esperan otros? No lo sé.

No creo perciban el tesoro de Gracia por delante, lo deduzco ya que tan bajo precio pretenden pagar ni les va la vida entera en ello. Lo intuyo porque se hunden y pierden en el tiempo presente como  si no hubiese un horizonte más alto y atractivo. Viven entonces como raptados por la sensación envolvente, la pesada tierra y el hoy corto de la historia. No es posible ya establecer un punto de comparación entre lo provisorio y lo eterno y así se pierde todo contexto de real cotización. ¿Cuánto valen las cosas, mis cosas? ¿Estos penares tienen algún motivo y orden? ¿En función de cual referencia lo mido todo?

La esperanza de Gloria y Salvación es el vector teleológico propio de la fe cristiana. Felicidad y Salvación Eterna coinciden plenamente. Y esta esperanza en la Gloria que se ha de manifestar es conexa a la experiencia del Amor recibido, desbordante y gratuito. Quien verdaderamente se ha encontrado con Cristo queda lleno sin más de una viva esperanza de Salvación.

 

“Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios.” Rom 8,19-21

 

Nos sorprendes de pronto con una tal aseveración, que la expectación tiene, digamos, un grado “cósmico”. La creación entera ha sido reducida a vanidad a causa del pecado de Adán bajo la instigación del Demonio. Esa creación, salida enteramente buena de las manos de Dios, espera que se cumpla y manifieste la libertad de los hijos de Dios para verse libre de la corrupción junto a ellos. Pues los hijos en el Hijo Salvador, Jesucristo nuestra Pascua, seremos liberados de toda corrupción, ya la del pecado ya la de la muerte. Y toda la creación misteriosamente participará de esta obra de Salvación realizada en los hijos.

 

“Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo.” Rom 8,22-23

 

Es impresionante esta imagen de todo un universo que gime con dolores de parto. Y de algún modo este gemir parece vinculado al Espíritu, que con su presencia derrama y anticipa primicias de Salvación en nosotros. El Espíritu nos direcciona e impulsa pues hacia la consumación de ese parto que será nuestro nacimiento definitivo a la Eternidad y la Gloria en la participación de la comunión Trinitaria. Inadvertidamente para muchos, la creación también aguarda que los hombres seamos salvados para que ella misma pueda ser rescatada.

No puedo evitar el siguiente excursus sobre la desorientación profunda de la actual causa ecologista e incluso cierta insuficiencia en el planteo teológico cristiano del tema.

La desorientación del ecologismo se funda en su biocentrismo extremo, donde habitualmente se coloca al hombre como el enemigo amenazante de la vida o se lo quiere subsumir entre una multiplicidad de vivientes sin demasiada relevancia específica. Un cierto naturalismo nihilista parece a la base: todo estaría mejor si el hombre no existiese. El hombre es el causante de todos los males que aquejan a la vida del planeta. Y sin negar la responsabilidad humana, una tal presunción conduciría a la eliminación de la racionalidad del cosmos. De hecho si hubiese Dios ya no habría quien pudiese concebirlo como existente y por tanto sería indiferente su presencia una vez creado lo creado. El resultado sería una creación inconsciente que también pudo surgir del caos. Pues aunque haya surgido de una mente ordenadora tal conocimiento resulta irrelevante para quien no puede conocer. Por tanto el ecologismo termina resultando de suerte en un ateísmo práctico.

La insuficiencia del planteo teológico de algunos exponentes deriva de la estrechez en su óptica escatológica. A nivel pastoral no son pocos los cristianos que sintetizarían todo en este argumento de divulgación: porque Dios es el Creador y la creación su obra, el hombre debe respetarla y cuidarla, debe convertirse “ecológicamente” para dejar de dañar el mundo y así poder dejarle una casa a las generaciones futuras. Este planteo incompleto termina siendo puramente inmanente y secularizante. Todo se reduce a la historia y no hay otra trascendencia sino en la continuidad de la historia. Pero aquí se desconoce este dato Escriturístico novedoso e inquietante: la creación está “interesada” por la Salvación de los hombres que redunda en su propia liberación de la corrupción. La “expectación soteriológica de la creación” requiere que el hombre se haga cargo de su vocación de hijo de Dios y se encamine a la Unión en la Gloria. Por tanto no hay mayor caridad para con la creación –sin dejar de realizar cuanto históricamente sea evangélico- que nuestra santificación por la obra redentora de la Pascua de Cristo. El hombre orientado a la Bienaventuranza es la alegría de la creación que espera ser liberada.

 

“Porque nuestra salvación es en esperanza; y una esperanza que se ve, no es esperanza, pues ¿cómo es posible esperar una cosa que se ve?  Pero esperar lo que no vemos, es aguardar con paciencia. Y de igual manera, el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios.” Rom 8,24-27

 

Nuestra Salvación es en esperanza. Ya que cuanto esperamos está más allá de cuanto nos es esperable. Porque lo esperado es el encuentro con el Misterio mismo de Dios. Además tal expectativa supera nuestra capacidad y no puede ser sino donación Suya. Tenemos pues esperanza de ser salvados por Dios o por decirlo paulinamente, que se consume “la revelación de los hijos de Dios”, cuando la Fe acceda a la visión, la Esperanza a la posesión y la Caridad a la unión gozosa.

Y quien espera con virtud cristiana, aguarda con paciencia. Espera entonces con confianza y se pone en las manos de Aquel que puede rescatarlo de la muerte. Como el Hijo en las manos del Padre, así la multitud de los hijos adoptivos. Y puesto subsiste nuestra flaqueza, en este estado de viadores, no nos falta el auxilio del Espíritu. Por entonces descubrimos que nuestros gemidos, de los cuales se hace eco la creación entera en dolores cósmicos de parto, no son sino una réplica del gemir del Espíritu en nosotros. Su oración es un gemido inefable pues es lengua divina que nos supera y porque Él sabe lo que pide cuando nosotros no podemos valorar aún la dimensión de cuanto estamos esperando. La plegaria intercesora que nos habita, el Espíritu Santo, escruta nuestros corazones y los eleva en aspiración de Gloria. Intercede según Dios y nos orienta a la consecución de la comunión salvífica. ¡Feliz aspiración la de nuestra esperanza en la Salvación de Dios!

 

PROVERBIOS DE ERMITAÑO 162


 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 13



 LA LUCHA INTERIOR

LEY Y PECADO

CARNE Y ESPÍRITU

(II)

 

“Por consiguiente, ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo Jesús. Porque la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte. Pues lo que era imposible a la ley, reducida a la impotencia por la carne, Dios, habiendo enviado a su propio Hijo en una carne semejante a la del pecado, y en orden al pecado, condenó el pecado en la carne, a fin de que la justicia de la ley se cumpliera en nosotros que seguimos una conducta, no según la carne, sino según el espíritu.” Rom 8,1-4

 

Estimadísimo San Pablo, cuánta alegría y esperanza nos traes con este anuncio: “ninguna condenación pesa ya sobre los que están en Cristo”. “Estar en Cristo” –lo veremos- es una de tus expresiones más habituales. Bastante cercana al “permanezcan en mí” del cuarto evangelio. La vida cristiana es para ti un “vivir en Cristo”. Por eso los que han recibido la Vida Nueva del Señor están exentos de condenación. Pues con simpleza y a la vez profundidad nos explicas que quienes por nuestra condición carnal –esta naturaleza humana provisoria y frágil en la historia, esta naturaleza herida e inclinada al mal y a su seducción-, nos hallábamos esclavizados por la ley del pecado que conduce a la muerte, fuimos liberados. El Padre ha enviado a su Hijo, quien por su Encarnación redentora “condenó al pecado en la carne”.

Ahora bien: ¿esta situación de estar exentos de la condenación ya es definitiva en nosotros? ¡Claro que no! En Cristo nos ha sido ganada y donada pero –podríamos decir- aún nos queda hacerla nuestra, “siguiendo una conducta no según la carne sino el espíritu”.

Todos sabemos y creemos que por el Bautismo hemos recibido la Salvación que mana portentosa de la Pascua de Cristo Jesús. Pero salvados “estamos en esperanza”. Ahora nos encontramos en camino, en la dinámica de reafirmar vitalmente nuestra adhesión y permanencia en esta Alianza que nos rescata del pecado y de la muerte. Por tanto cabe la pregunta: ¿estamos en Cristo?, ¿continuamos viviendo la Vida que el Señor nos ganó?

 

“Efectivamente, los que viven según la carne, desean lo carnal; mas los que viven según el espíritu, lo espiritual. Pues las tendencias de la carne son muerte; mas las del espíritu, vida y paz, ya que las tendencias de la carne llevan al odio a Dios: no se someten a la ley de Dios, ni siquiera pueden; así, los que están en la carne, no pueden agradar a Dios. Mas ustedes no están en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en ustedes. El que no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece.” Rom 8,5-9

 

Deduzco que tras la enseñanza del Apóstol nos estaremos interrogando: ¿yo vivo carnal o espiritualmente? También supongo que nos hallaremos en tensión: nos responderemos, “a veces carnalmente a veces espiritualmente”. Espero que hallemos más espíritu que carne en nosotros. Y si alguno no sabe distinguir carne de espíritu –ya San Pablo en otras ocasiones nos dará ejemplos muy evidentes de comportamientos tan diversos-, le baste por ahora esta simple regla: el que está en la carne no busca agradar a Dios ni vivir según su Voluntad. Pues quien tiene el Espíritu de Cristo vive como el Hijo para dar gloria al Padre. Quien se busca a sí mismo sigue atado al querer de su carne. Quien busca a Dios, se entrega a Él y desea agradarle, ha pasado de la carne al espíritu. Pues la carne lleva a separarnos de Dios, a romper con Él, lo cual conduce a la muerte. Permanecer en la Alianza es signo de buen espíritu con sus frutos de vida y paz. Como nos lo predicó claramente el Señor Jesús: “quien quiera guardar su vida la perderá”, pues está en la carne; “quien ofrezca su vida la ganará”, pues piensa y cree espiritualmente, según Dios que es Amor o sea donación de Sí mismo.

En tu argumento San Pablo nos cuelas algo acerca de la fe en la resurrección –victoria definitiva que abre paso a la eternidad- y no quiero dejar pasar tu valioso testimonio:

 

“Mas si Cristo está en ustedes, aunque el cuerpo haya muerto ya a causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la justicia. Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en  ustedes, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a sus cuerpos mortales por su Espíritu que habita en ustedes.” Rom 8,10-11

 

Continuando con nuestra temática, seguramente tendremos lucha interior mientras caminemos en esta vida transitoria. La ley del pecado y de la Gracia, de la carne y del Espíritu, nos pondrá en tensión. Esperemos con el auxilio divino y con nuestra fidelidad poder resolverla favorablemente. Pero debemos recordarnos siempre que la victoria nos ha sido ganada por Cristo.

 

“Así que, hermanos míos, no somos deudores de la carne para vivir según la carne, pues, si viven según la carne, morirán. Pero si con el Espíritu hacen morir las obras del cuerpo, vivirán. En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibieron un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibieron un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados.” Rom 8,12-17

 

Roguemos entonces atravesar nuestra Pascua y pasar de vivir carnalmente a vivir espiritualmente. Que el Espíritu de Dios nos guíe para “vivir en Cristo Jesús” una vida nueva como hijos del Padre. Ayudémonos en la Iglesia a dejar atrás la carne de pecado que conduce a la muerte para vivir según el Espíritu de Cristo Resucitado que es un Espíritu de Vida y de Paz.

 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 12

 



LA LUCHA INTERIOR

LEY Y PECADO

CARNE Y ESPÍRITU

(I)

 

Sabio y sincero hermano nuestro, San Pablo, te comportas como padre dándonos testimonio acerca de la misteriosa lucha interior que vivimos todos.

 

“Porque, cuando estábamos en la carne, las pasiones pecaminosas, excitadas por la ley, obraban en nuestros miembros, a fin de que produjéramos frutos de muerte. Mas, al presente, hemos quedado emancipados de la ley, muertos a aquello que nos tenía aprisionados, de modo que sirvamos con un espíritu nuevo y no con la letra vieja.”  Rom 7,5-6

 

Sería incapaz en breves líneas de introducir todo tu complejo pensamiento sobre el tema. Valgan estas coordenadas simples: antes de Cristo y su obra redentora, nuestra humanidad conocía la Ley que marcaba el camino de lo bueno y agradable a Dios; mas en nuestro natural otra ley pujaba, la del pecado que conduce a la muerte. Así la explicitación de la Ley de santidad provocaba la reacción de las pasiones desordenadas y el conflicto. Nos anticipas empero que hemos sido liberados de esta situación por la Gracia de Cristo para vivir en un Espíritu nuevo.

Pero veamos mejor tu descripción de esta tensión entre la Ley y el pecado.

 

“Porque el pecado, tomando ocasión por medio del precepto, me sedujo, y por él, me mató. Así que, la ley es santa, y santo el precepto, y justo y bueno. Luego ¿se habrá convertido lo bueno en muerte para mí? ¡De ningún modo! Sino que el pecado, para aparecer como tal, se sirvió de una cosa buena, para procurarme la muerte, a fin de que el pecado ejerciera todo su poder de pecado por medio del precepto.” Rom 7,11-13

 

¿O no hemos escuchado y experimentado alguna vez que “lo que es prohibido seduce más”? Si apenas nos intiman “por aquí no debes andar”, la tentación encuentra su oportunidad bajo pretexto de curiosidad o sembrando desconfianza acerca de la bondad ya del Legislador ya de la Ley. Esto sucedió a nuestros primeros padres que en el Paraíso tenían el árbol de la Vida y todos los árboles del jardín a su entera disposición; pero el árbol de la Ciencia del Bien y del Mal estaba reservado para Dios, no debían intentar comer su fruto. El Adversario los sedujo y le vieron apetecible e introdujo la mentira: “Tu Dios es un egoísta que sabe que si lo comen serán ustedes también como dioses”. Comieron y con el pecado sobrevino la muerte.

 

“Sabemos, en efecto, que la ley es espiritual, mas yo soy de carne, vendido al poder del pecado. Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con la Ley en que es buena; en realidad, ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí. Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí.” Rom 7,14-20

 

“La ley es espiritual, mas yo soy de carne, vendido al poder del pecado.” Tremenda confesión del Apóstol, en quienes todos los que aspiramos a llevar una vida santa nos vemos reflejados. Pues tampoco nosotros a veces comprendemos nuestro proceder y nos dolemos de no poner en obra cuanto queremos y deseamos en Dios, sino que nos deslizamos hacia el abismo de lo que aborrecemos. Experimentamos amargamente la fuerza oscura del pecado que habita en nosotros. Lo hacemos a tal punto que podríamos junto al Apóstol clamar desesperados: “¡Es que nada bueno habita en mí!”.

En este sentido el hombre es “carne” y debe reconocerlo para poder ser redimido. La Ley de Dios le pone todo cuanto es bueno y santo a su alcance, mas no puede realizarlo sin la Gracia. El hombre no se salva a sí mismo, todo lo contrario, cuanto más suficiente se cree más y más se desliza hacia abajo en el tobogán de su caída.

 

“Descubro, pues, esta ley: aun queriendo hacer el bien, es el mal el que se me presenta.  Pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor! Así pues, soy yo mismo quien con la razón sirve a la ley de Dios, mas con la carne, a la ley del pecado.” Rom 7,21-24

 

San Pablo nos enuncia aquí esta división o fragmentación que la persona experimenta entre el “hombre interior o espiritual” que aspira a vivir según la Ley de la Gracia y el “hombre carnal” que se inclina a la ley del pecado. Pero ya anticipa la alabanza a Jesucristo quien podrá liberarnos de semejante confrontación asegurándonos la victoria.

Quizás sería prudente aquí recordarnos la fe de la Iglesia acerca de la concupiscencia de la carne:

 

“Nadie, ni aun después de haber sido renovado por la  gracia del bautismo, es capaz de superar las asechanzas del diablo  y vencer las concupiscencias de la carne, si no recibiere la perseverancia en la buena conducta por la diaria ayuda de Dios. Lo  cual está confirmado por la doctrina del mismo obispo en las mismas páginas, cuando dice: Porque si bien él redimió al hombre de los pecados pasados; sabiendo, sin embargo, que podía nuevamente pecar, muchas cosas se reservó para repararle, de modo  que aun después de estos pecados pudiera corregirle, dándole diariamente remedios, sin cuya ayuda y apoyo, no podremos en modo  alguno vencer los humanos errores. Forzoso es, en efecto, que, si  con su auxilio vencemos, si él no nos ayuda, seamos derrotados.” SAN CELESTINO I Indículos sobre la gracia de Dios o “Autoridades de los obispos anteriores de la Sede Apostólica”, añadidas por los colectores a la Carta 21 Apostolici verba praecepti, a los obispos de las Galias, del 15 de mayo de 431

 

“Ahora bien, que la concupiscencia permanezca en los bautizados, este santo Concilio lo confiesa y siente; la cual, como haya sido dejada para el combate, no puede dañar a los que no la consienten y virilmente la resisten por la gracia de Jesucristo. Antes bien, el que legítimamente luchare, será coronado (2 Tim. 2, 5). Esta concupiscencia que alguna vez el Apóstol llama pecado (Rom. 6, 12 ss), declara el santo Concilio que la Iglesia Católica nunca entendió que se llame pecado porque sea verdaderamente pecado en los renacidos, sino porque procede del pecado y al pecado inclina. Y si alguno sintiere lo contrario, sea anatema.” PAULO III, 1534-1549 CONCILIO DE TRENTO, 1545-1563 XIX ecuménico (contra los innovadores del siglo XVI) SESIÓN V (17 de junio de 1546) Decreto sobre el pecado original

 

CATECISMO Nº 405  “Aunque propio de cada uno, el pecado original no tiene, en ningún descendiente de Adán, un carácter de falta personal. Es la privación de la santidad y de la justicia originales, pero la naturaleza humana no está totalmente corrompida: está herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al imperio de la muerte e inclinada al pecado (esta inclinación al mal es llamada "concupiscencia"). El Bautismo, dando la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado original y devuelve el hombre a Dios, pero las consecuencias para la naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual.”

 

El cristiano, cuya vida tras el bautismo es un “estar y permanecer en Cristo”, no deja de experimentar la debilidad de su naturaleza y la inclinación al pecado llamada “concupiscencia”. Esta es la “ley de pecado que nos habita” y que aflige al Apóstol, esta inclinación que nos invita al mal y a romper con Dios y su Ley de Gracia. Todos la experimentamos ciertamente y algunos vamos aceptando que el combate espiritual es continuo en la vida discipular. El enemigo aún permanece adentro y la vida cristiana en la historia es penitencial, duro combate de purificación. Como ya nos ha dicho San Pablo, se trata de “crucificar las pasiones”. ¡Buen combate! Nada te será posible sin el auxilio de la Gracia.

 


 

PROVERBIOS DE ERMITAÑO 161


 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 11




VIVIR UNA VIDA NUEVA

ROMPER CON EL PECADO

(II)

 

“Pues el que está muerto, queda librado del pecado. Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la muerte no tiene ya señorío sobre él. Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios. Así también ustedes, considérense como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús.”  Rom 6,7-11

 

“Viviremos con Él.” Santo Apóstol de Jesucristo, con cuánta sencillez nos expones el fundamento de nuestro discipulado. Nos sigues recordando que estamos muertos al pecado, liberados de sus cadenas. ¿Hemos sido nosotros quienes lo hemos hecho? ¡Pues claro que no! Es obra del Señor Jesús. Pero ya nos has anunciado que por el Bautismo, hemos sido sumergidos y unidos a su Pascua, por tanto con Él morimos y con Él vivimos. “Vivir con Cristo”, toda una novedad por receptar. Veo tantísimos cristianos que viven solos –por cuenta propia- como si la vida les perteneciera de forma absoluta, como si no la hubiesen recibido. ¿Cómo han caído en este desatino?

Cuando percibo lo inhabitual que resulta plantear al “pueblo fiel” que nuestra vida es para hacer la voluntad de Dios, que nuestra felicidad y plenitud es ser santos, que no nos pertenecemos sino que somos Suyos; no dejo de preguntarme por qué resulta sorprendente este dato básico de nuestra fe cristiana. ¿Será que estamos tan atrapados por la cosmovisión mundana? ¿Será que no nos han predicado el Evangelio con fidelidad y para la conversión del corazón? O aún más inquietante: ¿será que desconocemos el Amor de Dios y al Dios que es Amor? Pues quien le conoce inmediatamente descubre que su vida no le pertenece y que el Señor es la Vida, que no hay Vida sin Él.

“Vivir con Cristo, vivir los dos juntos.” ¡Qué bueno sería tener esta conciencia en lo cotidiano! Cuando vivo mi vida no estoy solo, Jesús y yo vamos viviendo juntos. “Jesús y yo”, siempre todo lo encaramos juntos –mientras ando los senderos de su Gracia-. El Señor es fiel y no abandona, se queda conmigo. Yo en cambio necesito perseverar en esta unión, cultivarla, dejar que crezca y que me tome todo el corazón, la mente, la vida entera. “Vivir viviendo la Vida que Él me comunica.”

En el fondo es como vivir de continuo celebrando la Pascua. Cristo Hijo con su Muerte mató al pecado, y su Vida es un vivir para Dios su Padre. Nosotros, unidos a Él por la Gracia, también debemos morir al pecado y vivir para Dios.

 

“No reine, pues, el pecado en su cuerpo mortal de modo que obedezcan a sus apetencias. Ni hagan ya de sus miembros armas de injusticia al servicio del pecado; sino más bien ofrézcanse ustedes mismos a Dios como muertos retornados a la vida; y sus miembros, como armas de justicia al servicio de Dios. Pues el pecado no dominará ya sobre ustedes, ya que no están bajo la ley sino bajo la gracia.” Rom 6,12-14

 

Poco que agregar: vivamos una Vida Nueva. Crucifiquemos las apetencias y las pasiones desordenadas. El camino del discipulado es camino de purgación. Dejar definitivamente atrás la ley de muerte que es el pecado. Vida penitencial es la vida cristiana aquí en la historia, un continuo anhelo de conversión aspirando a la santidad. Un quedarnos fielmente bajo la Gracia y establecernos firmemente en ella, es nuestra vocación de discípulos.

 

“Pues ¿qué? ¿Pecaremos porque no estamos bajo la ley sino bajo la gracia? ¡De ningún modo!” Rom 6,15 

 

Lamentablemente desde los comienzos, el anuncio gozoso de la Gracia en Cristo, de la Vida Nueva que nos comunica por su Pascua, ha dado lugar a interpretaciones exageradas, falsos misticismos gnósticos, que atribuían cierta impecabilidad a los “espirituales” y daban licencia al libertinaje moral. Esto es desde todo punto de vista inadmisible y sin embargo, una herejía tristemente recurrente a través de los siglos. Se trata solo de una perversa utilización de la religiosidad para justificar comportamientos inmorales. Casi siempre ligada a secretas revelaciones, a inspiraciones carismáticas y fenómenos extraordinarios. Son caldo de cultivo personas poco formadas en su fe, que tienden a un pietismo desencarnado, con una conciencia pueril y fácil de manipular. Entre los pretendidos líderes religiosos que han alcanzado un estado superior de “iluminación” y sus seguidores se establece una relación de sujeción indebida y enfermiza. Este peligro siempre vigente puede estar a la vuelta de la esquina en cualquier culto cristiano, incluso en la Iglesia Católica también. Pero el pecado nunca es de Dios y el Dios Santísimo nada tiene que ver con el pecado, excepto con su aniquilación y el rescate misericordioso de los caídos que acepten conversión.

 

“¿No saben que al ofrecerse a alguno como esclavos para obedecerle, se hacen esclavos de aquel a quien obedecen: bien del pecado, para la muerte, bien de obediencia, para la justicia? Pero gracias a Dios, ustedes, que eran esclavos del pecado, han obedecido de corazón a aquel modelo de doctrina al que fueron entregados, y liberados del pecado, se han hecho esclavos de la justicia.” Rom 6,16-18

 

San Pablo nos plantea la conversión en el sentido de una ligazón, de un vínculo de obediencia, de un entregarse en manos de otro. Y exactamente de un cambio radical en la orientación de esa ligazón. Así insinúa hábilmente que el libertinaje los había hecho esclavos por el pecado que conduce a la muerte, pero ahora la obediencia al Evangelio les ha traído a una nueva realidad: esclavos de Cristo y liberados para vivir en su Gracia, justificados por Él.

 

“- Hablo en términos humanos, en atención a su flaqueza natural -. Pues si en otros tiempos ofrecieron sus miembros como esclavos a la impureza y al desorden hasta desordenarse, ofrézcanlos igualmente ahora a la justicia para la santidad. Pues cuando eran esclavos del pecado, eran libres respecto de la justicia. ¿Qué frutos cosecharon entonces de aquellas cosas que al presente les avergüenzan? Pues su fin es la muerte.  Pero al presente, libres del pecado y esclavos de Dios, fructifiquen para la santidad; y el fin, la vida eterna. Pues el salario del pecado es la muerte; pero el don gratuito de Dios, la vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro.” Rom 6,19-23

 

Tu exhortación final, querido Apóstol, nos invita con fuerza a permanecer en la Vida Nueva de Cristo. Creo que toda época –la nuestra de un modo impresionante-, nos impulsa a vivir en el exceso de los placeres, en la adicción por los gustos sensuales, en la vorágine de una mundanidad desatada y voraz. En un sentido amplio –no solo sexual- en una celebración orgiástica del consumo, en un bacanal del desenfrenado narcisismo, en una fiesta irreverente del ego prepotente, en un aquelarre del caos y la oscuridad. Y no es de extrañar porque este mundo tiene su Príncipe, que ya sido vencido por el Hijo de Dios en la Cruz, y que desesperado se hunde en la condenación eterna queriendo arrastrar consigo al mayor número posible.

En cambio nosotros, mis queridos hermanos, ya rescatados en Gracia, quizás avergonzados de nuestra vida pasada, discípulos esforzados y humildes penitentes, herederos de la Salvación Eterna, perseveremos en Cristo dando frutos de santidad. La consigna es simple y clara: romper con el pecado y vivir una Vida Nueva.

 

 

PROVERBIOS DE ERMITAÑO 160


 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 10

 



VIVIR UNA VIDA NUEVA

ROMPER CON EL PECADO

(I)

 

“¿Qué diremos, pues? ¿Que debemos permanecer en el pecado para que la gracia se multiplique? ¡De ningún modo!”  Rom 6,1

 

Estimadísimo San Pablo, con tu gran inteligencia te adelantas. No sea que de aquella expresión tuya, “donde abundó el pecado, sobreabundó la Gracia”, alguien infiera esta conclusión errónea: “pequemos para que haya más Gracia”. ¡De ningún modo!

 

“Los que hemos muerto al pecado ¿cómo seguir viviendo en él?” Rom 6,2  

 

Porque la Gracia vence al pecado y lo deja atrás en el pasado. Vivir en Gracia es romper con el pecado. Habría que perseverar en un estado de vida en santidad una vez que hemos sido rescatados del pecado. Claro que esta es una realidad dinámica, y mientras vivimos aquí en la historia permanecemos viadores penitentes, en continua tensión de conversión. Pero debemos considerarnos muertos al pecado. Dilo a ti mismo frente a las tentaciones que te acechen y dilo tras caer de nuevo en el pecado e intentar levantarte arrepentido: “Los que hemos muerto al pecado ¿cómo seguir viviendo en él?” Y tras recibir la absolución, por el sacramento de la Reconciliación, retoma la vida con alegría y esperanza, sabiéndote tan amado y di a ti mismo: “Los que hemos muerto al pecado ¿cómo seguir viviendo en él?”.

 

“¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva.” Rom 6,3-4

 

Esta muerte al pecado ocurre en nuestro bautismo. Hoy en día se nos hace más evidente en el bautismo de un adulto, por el cual no solo se le confiere ser librado del pecado original, sino que se le perdonan todos los pecados personales cometidos con anterioridad a este renacimiento desde Dios. Es muy fuerte esta imagen de ser sepultados con Cristo. Participamos de su Muerte y de su Resurrección. Con su Muerte mató la muerte. En su Muerte venció su Amor entregado y fueron perdonados nuestros pecados. Por el bautismo fuimos sumergidos en las profundidades de la Muerte de Cristo para resurgir victoriosos con Él. ¿Qué debemos hacer pues de ahora en más? ¡Vivir una Vida Nueva!

Por eso la Iglesia enseña que la vida cristiana no es mas que el desarrollo de la vocación bautismal. Vivir adheridos a la Gracia, eligiendo fielmente la voluntad del Señor, superando tentaciones y rompiendo con todo pecado. Es nuestra vocación a la santidad la que se inicia en el bautismo. “Ser hijos en el Hijo”, reza la consabida formula teológica. Por Cristo, con Él y en Él dar culto de adoración con nuestra vida al Padre, animados por el Espíritu Santo. Vivir constantemente unidos al influjo de la Mente y el Corazón de Jesucristo.

Esto se expresa claramente en los ritos de ilustración: la unción con el Santo Crisma, rogando que el Espíritu derramado en nosotros nos mantenga unidos a Cristo que es Sacerdote, Profeta y Rey, y en Él tengamos Vida Eterna; la imposición de la vestidura blanca que es signo de nuestra vocación a la santidad y la entrega del cirio encendido, para permanecer iluminados y ser portadores de la Luz de Cristo; el effetá con el cual somos abiertos para permanecer receptivos a la Palabra de Dios, oyéndola y proclamándola con fe.

Te invito pues a dos acciones prácticas en tu vida cristiana. Recuerda y celebra el día de tu bautismo, es el día de tu nacimiento a la Gracia, a la Eternidad, a la participación en la Vida Divina. Quizás haya que retomar la costumbre de priorizar este día al del cumpleaños. Porque uno marca el inicio de nuestra vida terrena que tendrá fin con nuestra muerte. Pero el otro marca nuestra vocación de Cielo. ¿Cuál te parece más importante? Festejar el cumpleaños y omitir el aniversario bautismal parece más una conducta pagana de quien se ha mundanizado y olvidado su fe.

También te propongo realizar alguna peregrinación a la pila bautismal donde has renacido a la Vida de Dios. Allí puedes rezar por tus padres y padrinos como por el ministro ordenado, quienes colaboraron para que fueses sumergido en la Pascua del Señor. Simplemente podrías orar allí desde lo profundo de tu alma: “Aquí fui con Él sepultado por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también yo viva una vida nueva.”

 

“Porque si nos hemos hecho una misma cosa con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante; sabiendo que nuestro hombre viejo fue crucificado con él, a fin de que fuera destruido este cuerpo de pecado y cesáramos de ser esclavos del pecado.” Rom 6,5-6

 

¿Y sabemos que nuestro hombre viejo fue crucificado con Él? Esta sabiduría debemos adquirir: muertos al pecado para vivir Vida de Dios. Por el Bautismo, nuestra Pascua, fue crucificado en nosotros el hombre viejo Adán y hemos resurgido según el Hombre Nuevo Cristo. “En Gracia hemos sido salvados”, nos dirá el Apóstol en otra ocasión. Pero ¿así vivimos? ¿Permanece crucificado y muerto en nosotros el hombre viejo o de tanto en tanto reaparece trayendo turbación y división a nuestro corazón? ¿Aún hay lucha en nuestro interior: vida vieja versus Vida Nueva? ¡Claro que permanecemos viadores penitentes, combatiendo duramente a diario para no volver atrás, intentando asegurar la santidad de nuestra vida en Él! El hombre viejo ha sido crucificado y tiene que seguir siendo crucificado todos nuestros días en esta tierra. La Gracia del Bautismo se va reconfirmando en un camino ascendente de fidelidad hacia la Gloria. ¡Por eso predico tanto la Cruz! Debemos permanecer crucificados con Cristo y muertos al pecado, para ya no ser sus esclavos sino libres para la Gracia, para vivir una Vida Nueva. ¡Amén!


 

PROVERBIOS DE ERMITAÑO 159


 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 9

 




DONDE ABUNDO EL PECADO

SOBREABUNDÓ LA GRACIA

 

Una mirada sapiencial sobre la historia de la humanidad, urge y se nos impone, y tú queridísimo San Pablo nos la proporcionas.

 

“Por tanto, como por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron; -porque, hasta la ley, había pecado en el mundo, pero el pecado no se imputa no habiendo ley-;  con todo, reinó la muerte desde Adán hasta Moisés aun sobre aquellos que no pecaron con una transgresión semejante a la de Adán, el cual es figura del que había de venir...  Pero con el don no sucede como con el delito. Si por el delito de uno solo murieron todos ¡cuánto más la gracia de Dios y el don otorgado por la gracia de un solo hombre Jesucristo, se han desbordado sobre todos!  Y no sucede con el don como con las consecuencias del pecado de uno solo; porque la sentencia, partiendo de uno solo, lleva a la condenación, mas la obra de la gracia, partiendo de muchos delitos, se resuelve en justificación.” Rom 5,12-16

 

Nos encontramos en el centro de lo que será la doctrina y el dogma del pecado original. El pecado entró por el hombre en el mundo. El pecado es obra nuestra. San Francisco de Asís enseñaba que lo único que verdaderamente nos pertenece son nuestros vicios y pecados. Lo demás, todo lo bueno, hay que referirlo a Dios, que gratuitamente lo da y a quien en gratuidad hay que restituirlo. Pero sin duda la única propiedad que poseemos y que no viene de Dios es nuestro pecado. Nuestro es el pecado, no de Dios. Porque creemos el testimonio de la Sagrada Escritura: todo ha salido bueno de las manos creadoras.

Así Adán representa al hombre que por desobedecer el mandato de Dios introduce el pecado. Y del pecado sobrevino la muerte y se propagó a toda la humanidad. No puedo entrar aquí en cuestiones exegéticas ni en consideraciones teológicas acerca de la formación e interpretación de la doctrina del pecado original. Bástenos comprender que una lectura católica de este pasaje de la Escritura percibe el misterio de la propagación del pecado y de la muerte sobre el género humano. Pues en Adán la humanidad es solidaria en el pecado que conduce a la muerte. Adán ha caído, es ahora un pecador. La humanidad caída es una humanidad que conoce y produce el pecado.

“Por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron.” Ustedes comprenderán que este texto paulino es de difícil interpretación. De él ha surgido bajo la mirada de San Agustín la doctrina del pecado original, no exenta del contexto de la disputa pelagiana. También de él ha surgido la reinterpretación de Lutero, obviamente en el contexto del movimiento de la Reforma. Hubo en la historia y los hay modernamente, teólogos que niegan la existencia del pecado original. El Concilio de Trento, afirmando solemnemente esta verdad revelada, y recogiendo toda la tradición católica atestiguada en el magisterio precedente, ha fijado dogmáticamente la lectura de este texto citándolo como fundamento según el canon de la fe: “Si alguno afirma que la prevaricación de Adán le dañó a él solo y no a su descendencia; que la santidad y justicia recibida de Dios, que él perdió, la perdió para sí solo y no también para nosotros; o que, manchado él por el pecado de desobediencia, sólo transmitió a todo el género humano la muerte y las penas del cuerpo, pero no el pecado que es muerte del alma:  sea anatema, pues contradice al Apóstol que dice:  Por un solo hombre entró el Pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así a todos los hombres pasó la muerte, por cuanto todos habían pecado (Rom. 5, 12).” PAULO III, 1534-1549 CONCILIO DE TRENTO, 1545-1563 XIX ecuménico (contra los innovadores del siglo XVI) SESIÓN V (17 de junio de 1546) Decreto sobre el pecado original.

El Apóstol continúa su argumentación introduciendo una idea cultivada en los ambientes rabínicos: la división de la historia en dos tiempos, sin y con Ley. Desde Adán hasta Moisés reinó la muerte pues todos pecaron –aunque no hayan transgredido de forma semejante al primer hombre-. Ese tiempo es una era de pecado y de muerte. Sutilmente el Apóstol marca la diferencia con la siguiente etapa de la historia sobre la temática de la imputación del pecado.  Pecado había, pero solo cuando la Ley se promulga, cuando Dios explicita sus mandamientos, queda imputado. El pecado se recorta nítidamente sobre el marco de la Ley y la imputación es tanto la acusación de Dios al hombre como su caída en la cuenta del mal que ha elegido. Ya escucharemos a San Pablo referirse a que la letra de la Ley mata pues en todo caso funciona como sentencia de una realidad ya acaecida pero aún no ha aplicada a un responsable. Con la Ley, Dios imputa al hombre todo su pecado con sus consecuencias. Por tanto la propagación de la Ley mediante el Pueblo de la Alianza también es propagación de la imputación a todas las naciones.

Pero debemos prestar atención a esa breve alusión a Adán como figura del que había de venir. También ya contemplaremos al Apóstol contraponiendo al Adán celeste –Jesucristo- con el Adán terreno. Aquí su comentario sirve para introducir esta idea central: “Si por el delito de uno solo murieron todos ¡cuánto más la gracia de Dios y el don otorgado por la gracia de un solo hombre Jesucristo, se han desbordado sobre todos!” Tras lo cual formulará su convicción de que son incomparables la dinámica del pecado y de la Gracia. La realidad desordenada por el pecado, una suerte de anti-creación, será desbordada ampliamente por la Gracia en un estado incluso superior al original, una nueva creación. La antítesis se describe en lenguaje cuantitativo: por un solo hombre –Adán-, el pecado llegó a todos los hombres con su sentencia condenatoria; sin embargo ahora no hay un solo hombre sino multitud de hombres con innumerables delitos, pues cuánta más poderosa debe ser la Gracia de uno solo, Jesucristo que resuelve en justificación los incontables pecados de la humanidad entera.

Tiempo atrás un reconocido teólogo de mi tierra, que participaba como miembro de la Comisión Teológica Internacional, tras volver de una sesión de estudio que luego publicó un documento sobre un tema específico, comentó socarronamente en clase a sus alumnos: “Todavía estamos discutiendo quién es más fuerte, Adán o Cristo, el pecado o la Gracia”.

Justamente San Pablo, con esta comparación entre Cristo y Adán, entre la dinámica del pecado y de la Gracia, quiere marcar la superioridad del poder y de la obra de Dios sobre todas las obras de los hombres. Dios vence al pecado con su Gracia, rescata y redime. El concepto de Justificación no se trata de una envoltura exterior con la cual se recubre al hombre pecador que permanece con su naturaleza gravemente dañada pero oculta bajo aquel manto, un recubrimiento con la Justicia de Cristo que se le imputa en lugar del pecado, como enseñaba el naciente cisma protestante. La justificación es una re-creación, la Gracia sana la naturaleza y la eleva a la participación en la Vida Nueva de la Pascua del Señor Jesús.

 

“En efecto, si por el delito de uno solo reinó la muerte por un solo hombre ¡con cuánta más razón los que reciben en abundancia la gracia y el don de la justicia, reinarán en la vida por uno solo, por Jesucristo! Así pues, como el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia de uno solo procura toda la justificación que da la vida. En efecto, así como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos. La ley, en verdad, intervino para que abundara el delito; pero donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia; así, la mismo que el pecado reinó en la muerte, así también reinaría la gracia en virtud de la justicia para vida eterna por Jesucristo nuestro Señor.” Rom 5,17-21

 

Creo que ahora, con cuanto hemos intentado explicar, este otro párrafo resuena con toda su belleza y contundencia.

“Donde abundó el pecado, sobreabundó la Gracia.” Ahora entonces, podemos salirnos de un lenguaje teológico y catequístico necesario para comprender un texto paulino tan denso, y realizar una aplicación espiritual. Con simpleza te diría que te alegres y que alabes a Dios con todas las fuerzas de tu corazón. Contempla el inmenso poder de Cristo para rescatarte, para vencer el pecado y para realizar en ti la obra de la redención y restauración. Porque con el Amor manifestado en su Pascua por su entrega a la muerte en la Cruz y por su gloriosa Resurrección, te recrea. Convéncete: ya eres una nueva creatura, ya no estás bajo el signo y la dinámica del Adán caído, sino bajo el influjo victorioso del Adán Celeste.

Alcanzar y perseverar en esta convicción de fe, permaneciendo serenamente alegre en la esperanza, será tan crucial en el camino. Porque te advierto que el Adversario intentará que mires solamente tu pecado, ya sea el del pasado que aún cargas, el del presente que te hiere o el del futuro que se te presenta en la seducción de las diversas tentaciones. El objetivo del Diablo será desmoralizarte, descorazonarte. No dejará de recordarte tus caídas, no para que te conviertas, sino para que pienses que ya no hay salida, que no tienes oportunidad alguna, que ya no podrás levantarte, que has sido vencido y estás inexorablemente condenado a la perdición. Pero tú levanta la mirada hacia Jesucristo, tu Señor y Salvador. Cree en el poder victorioso de su Gracia. Recuérdate que ya no eres Adán sino una nueva creatura. Y Quien te ha recreado también ha derrotado a tu Enemigo. Cuando el pecado te abrume y dejes de tener expectativas por tu posible santificación, cuando estés a punto de abandonar el camino de la conversión, afirma con fuerza invocando el auxilio del Espíritu Santo: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la Gracia.” San Pablo interceda por todos nosotros.



PROVERBIOS DE ERMITAÑO 158


 

DIÁLOGO VIVO CON SAN PABLO 26

    QUE CADA UNO TRATE DE AGRADAR A SU PRÓJIMO PARA EL BIEN, BUSCANDO SU EDIFICACIÓN (II)   Continuemos, ilustre San Pablo, tu enseñ...