Era
Viernes. Un Viernes solemne como un repiqueteo cadencioso de campanas. Fray
Juan le vio salir de la casa por la noche, sigiloso, después de haberse
retirado los frailes a sus celdas. También le vio volver a la madrugada,
luchando contra el sueño, cual heroico vigía desgarrado en el amor. Y como
adivinaba la feliz razón de aquella fuga secreta y solitaria le dejó seguir
adelante. Él mismo le había sugerido al comenzar su noviciado que se lanzara a
aquella enfebrecida aventura. Y cual repiqueteo solemne de campanas, cual
caliente resonar de tamboras, cual aliento suspendido de fagotes... Viernes
tras Viernes se repitió el episodio durante casi dos meses como un adagio casi
imperceptible.
El
Viernes séptimo se decidió a seguirlo. Sentado tras su ventana, en la
habitación sin luz, le vio salir a medianoche. Y él también salió detrás, aún
más oscuro y sigiloso. En la casa el resto de los frailes dormía, o tal vez
sólo guardaba un respetuoso silencio.
El
novicio enderezó su andar hacia el cerro. Fray Juan a la distancia se extasiaba
viéndolo caminar tan sediento y arrastrado. Las estrellas en tanto titilaban
una silenciosa canción de resplandores. La brisa suave acariciaba los rostros
tiernamente. La luna menguante parecía esconderse para no violar sus
intimidades sagradas.
Y
al llegar al puente el novicio no se detuvo. Ya no había temores ni
inseguridades en él. Lo atravesó con paso firme y decidido. Ya andaba en lo
oscuro con otras luces. Fray Juan se alegró.
El
camino de ascenso lo transitaron ambos con paso continuo y acompasado. Al
llegar a la cumbre el novicio se sentó a los pies de la Cruz. Estuvo en
silencio orante un largo rato mientras Fray Juan lo miraba satisfecho. Ya había
aprendido mucho y no necesitaba casi de su guía. El maestro ya no lo era y
había ganado en el andar contemplativo un hermano que itineraba a su lado.
-¿Qué
haces?
El
novicio no se sorprendió pues contaba con que Fray Juan descubriera sus fugas
nocturnas, aunque hubiese preferido pasaran ante él inadvertidas. Y algo de ese
deseo frustrado se hizo visible en alguna mueca, en alguna leve torsión de su
rostro.
-Ya
sé que tu intención era hacer lo que haces a escondidas, sin ser visto más que
por el Padre. Pensé durante semanas que debía fingir un invencible
desconocimiento y respetar así tu intimidad. Sin embargo no podía desechar esta
gran oportunidad para constatar agradecido que el Buen Dios lleva a término tan
maravillosamente lo que él mismo ha comenzado. Una oportunidad para confirmar
que mi trabajo ha concluido y que ya puedes valerte por ti mismo en esta noche
tan iluminada. Ahora no hay maestro fuera del Señor. Apenas encontrarás algunos
caminantes que precediéndote pueden darte algunas pistas. El caminito oculto y
diminuto de la contemplación es único para cada amador.
El
novicio lo miró con un dejo de tristeza.
-Tienes
razón... pero tú siempre serás para mí uno de esos caminantes que van delante
abriendo senderos seguros y claros.
Fray
Juan se ruborizó y con un enérgico movimiento de su mano desechó humildemente
el halago. El novicio se sonrió. El maestro se sentó a su lado. Parecían dos
niños puros y cristalinos a la hora de las confidencias.
-¡Último
examen! Dime por favor para mí edificación... ¿qué haces?
El
novicio elevó sus ojos limpios hacia el Amador Crucificado.
-Aprendo
todo en esta escuela. Aquí leo el único texto que vale la pena: el libro de sus
llagas. Aprendo en la escuela de Cristo Desnudo lo que es el amor. Aprendo en
la escuela de Cristo Pobre y Crucificado lo que es el amor. Si no hay dolor
semejante a su dolor es porque no hay amor semejante a su amor. Recogido y
aquietado en la noche del dolor dejo que arda incesante el fuego del amor para
ser transformado y configurado a mi Amado Señor. La puerta del capullo es única
y estrecha: tiene por supuesto forma de Cruz.
-Excelente...
no te alejes nunca de esta ermita.
Y
sorpresivamente Fray Juan le abrazó derramando algunas incendiadas lágrimas.
Luego le dejó sin decir más. Al novicio le pareció una transitoria pero
acentuada despedida. Su maestro bajó del monte silencioso y terminó cobijándose
en una enramada cercana a la casa. Allí aguardó en silencio que irrumpiera la
claridad del día. Abrazó las horas previas con serena pasión y lo que esperaba
llegó. Como era su costumbre, costumbre siempre novedosa, se extasió
contemplando la irrupción esplendorosa de la sinfonía de la luz. Estaba
inmensamente contento. El novicio ya conocía la noche... ¡Ahora era capaz de
alcanzar el Alba! Se sumaba otro amador a la escondida y oculta travesía de la
contemplación. Esperaba Fray Juan un tiempo futuro donde poder con él
intercambiar la inefable experiencia de la unión. Amanecía.
Al
mismo tiempo el novicio descendió del cerro cantando una tonadilla compuesta en
la vibrante quemazón de una noche larga y fecunda.
Ven cual aurora
esplendente
que mi noche
anhela tu don,
ven por detrás de
mis sombras
Luz verdadera que
infundes calor;
pues me muero,
Señor, sin tu ardor
en un rudo frío:
mi desamor.
Ven, Amado Cristo
sol,
con tu fuego a tu
pobre amador
trocando el negro
episodio
de oscuridad en un
nuevo fulgor.
Ven, visítame.
Ven cual primavera
olorosa,
en mi capullo el
tiempo aguardo aún
cuando del gusano
florezca
la mariposilla
capaz de la unión
con un tan alto y
tan grande Señor
quedando el alma
hinchada de amor.
Ven, Amado
cauterio,
hierro vivo que
sellas en Cruz
a tu anochecido
amador
llevando a culmen
la transformación.
Ven, visítame.
Ven cual aguacero
copioso,
¡oh lluviecita de
blanda unción!
que mi tierra se
encuentra reseca,
agrietada,
sedienta de río;
abre cauces de
vasto caudal
recorridos por tu
dulce cantar.
Ven, Amado
manantial,
agua viva que das
claridad;
beberte quiere el
amador
y saborear desde
ya eternidad.
Ven, visítame.
Y
amanecía. Simplemente, amanecía. Maestro y novicio se encontraron en plena luz
y volvieron a la casa, henchidas las velas de sus barcas por un fuerte y cálido
viento de amor. Amanecía. Simplemente, amanecía.
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