Aprendo todo en esta escuela. Relato

 



"De amor, de noche y de luz. Ficción contemplativa." (2016)


Octavo y último relato donde Fray Juan contempla gozoso el crecimiento del novicio que ya tiene la madurez para caminar por sí mismo en la vida contemplativa.

 


            Era Viernes. Un Viernes solemne como un repiqueteo cadencioso de campanas. Fray Juan le vio salir de la casa por la noche, sigiloso, después de haberse retirado los frailes a sus celdas. También le vio volver a la madrugada, luchando contra el sueño, cual heroico vigía desgarrado en el amor. Y como adivinaba la feliz razón de aquella fuga secreta y solitaria le dejó seguir adelante. Él mismo le había sugerido al comenzar su noviciado que se lanzara a aquella enfebrecida aventura. Y cual repiqueteo solemne de campanas, cual caliente resonar de tamboras, cual aliento suspendido de fagotes... Viernes tras Viernes se repitió el episodio durante casi dos meses como un adagio casi imperceptible.

            El Viernes séptimo se decidió a seguirlo. Sentado tras su ventana, en la habitación sin luz, le vio salir a medianoche. Y él también salió detrás, aún más oscuro y sigiloso. En la casa el resto de los frailes dormía, o tal vez sólo guardaba un respetuoso silencio.

            El novicio enderezó su andar hacia el cerro. Fray Juan a la distancia se extasiaba viéndolo caminar tan sediento y arrastrado. Las estrellas en tanto titilaban una silenciosa canción de resplandores. La brisa suave acariciaba los rostros tiernamente. La luna menguante parecía esconderse para no violar sus intimidades sagradas.

            Y al llegar al puente el novicio no se detuvo. Ya no había temores ni inseguridades en él. Lo atravesó con paso firme y decidido. Ya andaba en lo oscuro con otras luces. Fray Juan se alegró.

            El camino de ascenso lo transitaron ambos con paso continuo y acompasado. Al llegar a la cumbre el novicio se sentó a los pies de la Cruz. Estuvo en silencio orante un largo rato mientras Fray Juan lo miraba satisfecho. Ya había aprendido mucho y no necesitaba casi de su guía. El maestro ya no lo era y había ganado en el andar contemplativo un hermano que itineraba a su lado.

            -¿Qué haces?

            El novicio no se sorprendió pues contaba con que Fray Juan descubriera sus fugas nocturnas, aunque hubiese preferido pasaran ante él inadvertidas. Y algo de ese deseo frustrado se hizo visible en alguna mueca, en alguna leve torsión de su rostro.

            -Ya sé que tu intención era hacer lo que haces a escondidas, sin ser visto más que por el Padre. Pensé durante semanas que debía fingir un invencible desconocimiento y respetar así tu intimidad. Sin embargo no podía desechar esta gran oportunidad para constatar agradecido que el Buen Dios lleva a término tan maravillosamente lo que él mismo ha comenzado. Una oportunidad para confirmar que mi trabajo ha concluido y que ya puedes valerte por ti mismo en esta noche tan iluminada. Ahora no hay maestro fuera del Señor. Apenas encontrarás algunos caminantes que precediéndote pueden darte algunas pistas. El caminito oculto y diminuto de la contemplación es único para cada amador.

            El novicio lo miró con un dejo de tristeza.

            -Tienes razón... pero tú siempre serás para mí uno de esos caminantes que van delante abriendo senderos seguros y claros.

            Fray Juan se ruborizó y con un enérgico movimiento de su mano desechó humildemente el halago. El novicio se sonrió. El maestro se sentó a su lado. Parecían dos niños puros y cristalinos a la hora de las confidencias.

            -¡Último examen! Dime por favor para mí edificación... ¿qué haces?

            El novicio elevó sus ojos limpios hacia el Amador Crucificado.

            -Aprendo todo en esta escuela. Aquí leo el único texto que vale la pena: el libro de sus llagas. Aprendo en la escuela de Cristo Desnudo lo que es el amor. Aprendo en la escuela de Cristo Pobre y Crucificado lo que es el amor. Si no hay dolor semejante a su dolor es porque no hay amor semejante a su amor. Recogido y aquietado en la noche del dolor dejo que arda incesante el fuego del amor para ser transformado y configurado a mi Amado Señor. La puerta del capullo es única y estrecha: tiene por supuesto forma de Cruz.

            -Excelente... no te alejes nunca de esta ermita.

            Y sorpresivamente Fray Juan le abrazó derramando algunas incendiadas lágrimas. Luego le dejó sin decir más. Al novicio le pareció una transitoria pero acentuada despedida. Su maestro bajó del monte silencioso y terminó cobijándose en una enramada cercana a la casa. Allí aguardó en silencio que irrumpiera la claridad del día. Abrazó las horas previas con serena pasión y lo que esperaba llegó. Como era su costumbre, costumbre siempre novedosa, se extasió contemplando la irrupción esplendorosa de la sinfonía de la luz. Estaba inmensamente contento. El novicio ya conocía la noche... ¡Ahora era capaz de alcanzar el Alba! Se sumaba otro amador a la escondida y oculta travesía de la contemplación. Esperaba Fray Juan un tiempo futuro donde poder con él intercambiar la inefable experiencia de la unión. Amanecía.

            Al mismo tiempo el novicio descendió del cerro cantando una tonadilla compuesta en la vibrante quemazón de una noche larga y fecunda.

 

Ven cual aurora esplendente

que mi noche anhela tu don,

ven por detrás de mis sombras

Luz verdadera que infundes calor;

pues me muero, Señor, sin tu ardor

en un rudo frío: mi desamor.

 

Ven, Amado Cristo sol,

con tu fuego a tu pobre amador

trocando el negro episodio

de oscuridad en un nuevo fulgor.

 

Ven, visítame.

 

Ven cual primavera olorosa,

en mi capullo el tiempo aguardo aún

cuando del gusano florezca

la mariposilla capaz de la unión

con un tan alto y tan grande Señor

quedando el alma hinchada de amor.

 

Ven, Amado cauterio,

hierro vivo que sellas en Cruz

a tu anochecido amador

llevando a culmen la transformación.

 

Ven, visítame.

 

Ven cual aguacero copioso,

¡oh lluviecita de blanda unción!

que mi tierra se encuentra reseca,

agrietada, sedienta de río;

abre cauces de vasto caudal

recorridos por tu dulce cantar.

 

Ven, Amado manantial,

agua viva que das claridad;

beberte quiere el amador

y saborear desde ya eternidad.

 

Ven, visítame.

 

            Y amanecía. Simplemente, amanecía. Maestro y novicio se encontraron en plena luz y volvieron a la casa, henchidas las velas de sus barcas por un fuerte y cálido viento de amor. Amanecía. Simplemente, amanecía.

 

 

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