"De amor, de noche y de luz. Ficción contemplativa." (2016)
Séptimo relato en el cual Fray Juan invita al novicio a poner sólidos cimientos en su vida contemplativa. Debe aprender a estabilizarse para poder subir más alto.
El
arroyo cantaba con voz de agua fresca mientras un suave perfume a azucenas
habitaba la brisa acariciante y tierna. El novicio atravesó la corriente sobre
el tronco inestable y un tanto travieso. Ya habían pasado algunos días desde la
última conversación con Fray Juan y se preguntaba qué habría sucedido con aquel
gusanillo al que le esperaba un futuro desproporcionado con su situación. Y
buscó el delgado árbol con la expectativa de encontrarlo allí, deambulando aún
entre las ramas. Aunque sabía que sería difícil hallarlo en el mismo lugar no
perdía la esperanza. Mas su inocencia delicada fue recompensada abundantemente:
un capullo tímido y rústico pendía del árbol hamacándose puerilmente y sin
apuro. ¡Ya había comenzado la transformación!
Se
quedó observándolo un largo rato, poniendo delante del Señor su propia vida. Se
preguntaba si sería capaz de dejarse trabajar, purificar y modelar por el Buen
Dios. Sabía que la fidelidad no era su mayor virtud, que una y otra vez se
replegaba sobre el vómito de la voluntad propia y abandonaba a Aquel que no le
dispensaba más que amor, que era un pobre pecador. Pero también reconocía que
el Amado siempre había estado cerca para levantarlo en las caídas, para
atraerlo de nuevo a su casa, para perdonarlo y ofrecerle un nuevo comienzo. Sin
embargo ahora, después de haber experimentado su Presencia tan cercana,
vibrando en ese deseo inextinguible que le había regalado de unirse a Él,
maravillado de la sobreabundancia de amor con que lo trataba, tenía miedo.
Miedo de no poder corresponderle. Miedo de que estando más en lo alto la caída
fuese más brusca y más trágica. Como si al haber traspasado aquel bendito
umbral caminara sobre una cuerda delgada, como si toda la vida de seguimiento
se le hubiera vuelto más exigente. Se hallaba como angustiado por el fuerte
tironeo de dos fuerzas contradictorias en él: el Don de Dios que le impulsaba a
más y más unión pasando por la puerta estrecha del desnudamiento y del
abajamiento constante, y su propia libertad todavía débil y flaca en el amor.
Era el drama del discípulo que quiere y no quiere, que sufre avergonzado su
incoherencia en la respuesta a Aquel que siempre le ofrece un sí.
Con
este clima interior regresó a la casa para buscar a Fray Juan. Lo encontró
trabajando la tierra acompasadamente. Apenas le vio el rostro el maestro supo
que tenía que acariciarlo con la mirada y alentarlo con alguna palabra. Se
sentó en tierra y lo invitó a hacer lo mismo. El joven hermano le contó su
preocupación mientras Fray Juan desbarataba terrones de tierra tranquilamente
entre sus manos. Sin interrumpir aquel gesto, casi exagerándolo, el maestro volvió a ejercer su oficio de
cuentista.
Había
una vez un padre y había una vez un hijo. El hijo había sido arrastrado de
pequeño bien lejos de la casa del padre pero ya de grande necesitó volver a sus
raíces. Buscando informes recabó algunos datos y se puso en marcha. El padre,
avisado que regresaba, lo encontró a medio camino y en casa de unos amigos
suyos le hizo una fiesta. El hijo estaba alegre pero poco conocía a su padre.
Quería estar cerca de él pero también necesitaba irse arrimando de a poco, como
un animal salvaje que necesita ser domesticado. El hijo tenía que crecer y
tanto él como el padre lo sabían. Se imponía entonces construir una casa para
el hijo no muy lejana a la del padre. El joven eligió un lugar cerca del mar
sobre la tibia arena de la playa. El padre se lo desaconsejó por lo complicado
de la empresa de cimentación, porque la salobre la dañaría tarde o temprano,
porque el clima no era propicio en el invierno y porque estaba demasiado
alejada a su entender. Sin embargo el hijo la deseaba allí, en ese paraje que
era toda una metáfora para él de la libertad. El padre lo amó y le regaló todos
los materiales y herramientas que necesitaba. Incluso más, le ayudó a construirla
a su gusto.
Durante
largos años el padre fue a visitarlo a diario, aunque pocas veces lo encontró,
y en esas ocasiones se fueron conociendo un poco más. Pero el hijo tenía los
ojos puestos más en la inmensidad del mar que le despertaba ansias de viajero,
que en la casa de su progenitor que aún no conocía salvo por vagas
indicaciones. Empero el padre tuvo razón y aquella salobre fue deteriorando la
vivienda y el húmedo frío de los inviernos fue desmejorando su salud. Entonces
el hijo, desencantado de sus fantasías marinas, reconoció la sabiduría de su
padre y vio la conveniencia de mudarse a otro lugar.
Pero
llegado el momento recrudeció en él la cerrazón en sí y sin preguntar al que
hace poco tiempo había reconocido como poseedor de una sabiduría mayor que la
suya, se le antojó construirla en un bosque. Algo sin embargo había aprendido
pues el paraje se hallaba ahora más cerca de la casa paterna. Su progenitor
nuevamente le desaconsejó el sitio porque en él las fieras nocturnas hacían su
festín. ¡Pobre hijo no acostumbrado a ellas... cómo haría para enfrentar su
miedo! Además siempre podía llegar una tormenta y derribar algún árbol sobre la
vivienda ocasionando su destrucción y tal vez su muerte. Pero el hijo otra vez
no lo escuchó. Y el padre volvió a mirarlo y amándolo le proveyó lo necesario y
le ayudó a levantar la morada. Así disfrutó el hijo su primer día entre los
trinos alegres de los pájaros y el danzar de las hierbas y los árboles. Fue una
jornada esplendorosa. Mas al llegar la noche comprendió que el padre tenía
razón: afuera reinaban los aullidos, los ruidos salvajes y un huidizo aroma a
sangre caliente; era la muerte rondando. No podía dormir. Entonces escuchó unos
golpes a la puerta y la voz ya familiar. Era su padre que venía delicadamente a
hacerle compañía. Pensó ocultar su temor para no pasar vergüenza pero lo
invadió al dejarle pasar una cálida sensación de protección y no pudo hacerlo.
Mas cuando quiso comenzar a confesarse el padre lo palmeó en la espalda
tranquilamente y lo interrumpió: no quiso escuchar más, era tan grande su amor
que no quería arriesgarse a esparcir sobre el orgullo herido del hijo cualquier
sombra de reclamo o de superioridad. No necesitaba el padre que le diera la
razón, solo deseaba que recibiera su amor. Y se pusieron a charlar mientras
tomaban un vaso de leche tibia. De a poco el sueño vino a él y el padre lo
dejó. Tras su visita logró dormir serena y plácidamente a la sombra de la
presencia amparadora del padre que aún habiéndose marchado parecía permanecer allí.
Y la
mañana siguiente se encontraron. El hijo, ya pasado el mal momento, le expresó
el deseo de permanecer en esa casa riesgosa pues le parecía que era un lugar
apto para crecer y madurar a la vez que un desafío. El padre no estaba de
acuerdo pero le prometió su visita cada vez que lo necesitara. (Aunque en
realidad vino a él gratuitamente incontables veces).
Pasaron varias semanas en las que
el hijo se fue acostumbrando al lugar y a sobrepasar sus miedos. Sin embargo
estaba secretamente decepcionado a causa de una pequeña huerta que le exigía
mucho trabajo y le respondía con poco fruto: al principio se la destrozaban los
animales nocturnos y tuvo que protegerla, luego el terreno duro y nunca
removido se negaba a dar sus mejores nutrientes, más tarde los pájaros se
comían lo poco que brotaba... ¡era un verdadero fracaso! Lo único bueno de la
experiencia fue descubrir la generosidad inmensa de su padre que lo ayudaba,
sin reclamos ni reproches, cada vez que venía a visitarlo. Poco a poco el hijo
se iba dejando conquistar por la paciencia larga y suave de su amor.
De
hecho estaba ya pensando en salir de allí y preguntarle al padre dónde podía
establecerse cuando una noche le sorprendió una terrible tormenta. Todo el
bosque parecía hamacarse descontrolado en el viento. El miedo volvió a él más
fuerte y paralizante. Pero otra vez sintió los golpes en la puerta. El padre
había venido a buscarlo y salió con él presuroso. No tardó el temporal en
derribar los árboles en derredor a su casa dejándola destruida. El padre no se
equivocaba.
Pero
esta sabiduría no le resultaba amarga como una derrota, sino la alegre victoria
de reconocer que aquellos intentos suyos, obstinados y egocéntricos, ni
siquiera hubieran sido posibles sin su padre. Siempre los cimientos más sólidos
de su casa habían sido las actitudes de aquel que, derrochando amor, lo había
sostenido sin dejarlo caer, más aún, lo había rescatado de la ruina. Entonces,
con amor sincero y crecido, se puso en sus manos.
El
padre lo llevó hacia la montaña y ascendieron por un camino tosco y
serpenteante. En la cima se hallaba su casa que apenas podía divisarse en parte
cuando las nubes bajas se dispersaban a instancias del vigoroso sol del
mediodía. Y en un paraje solitario, una inmensa grieta en el macizo, el padre
le aconsejó levantar su morada. Allí estaría protegido del viento frío, de las
fieras, del fragor de la tormenta. A su vez podría levantar siempre la mirada y
sentirse acompañado. Sin embargo al hijo se le ocurrió preguntarle por qué no
irse directamente a la casa paterna. Su progenitor fue claro y contundente en
la respuesta: mejor sería para ambos que ese traslado lo hiciera cuando ya
estuviese totalmente seguro de no volver a marcharse. De nuevo el padre tenía
razón.
La casa
la construyeron ahora según la sabiduría del mayor y quedó apta para ser
habitada aunque austera y no demasiado confortable para que fuera tan sólo un
lugar de tránsito y no un hogar permanente. Y los días fueron pasando... El
hijo experimentaba cada vez más crecido el deseo de irse a vivir con su padre,
pero dado que el lugar era solitario y sus visitas incomprensiblemente más
fugaces y aisladas no pocas veces volteaba la vista hacia el mar. Aún no era
tan fuerte su amor como para comprometerse definitivamente a una mudanza sin
retorno. El padre lo sabía pues siempre le observaba desde la altura atento a
sus necesidades. No lo abandonaba a su suerte sino que en cada visita le amaba
intensamente. Y el hijo cada vez se sentía más traspasado y sediento de ese
amor. Un amor que cuando partía parecía dejarle abandonado aunque no lo
hiciera, tal su calidad y hondura, su presencia plenificante. Sin embargo aún
luchaba consigo mismo y sentía pena de sí por no poder dar el paso final. A
veces el padre se quedaba a mitad de camino invitándolo, atrayéndolo. Él subía
entonces, liviano y ágil en el deseo, a su encuentro. No sabía cuando sería
capaz del encuentro definitivo pero fue aprendiendo que cada vez que ponía la
mirada sólo en sí mismo, arrastrado por la pena y la decepción, se tentaba de volver
atrás, lo cual sería su ruina; mas cuando la mirada la ponía en el padre que
paciente esperaba y no le reprochaba sus tiempos le conquistaba el corazón un
viento de esperanza fuerte y persistente, no exento empero del dolor de negarse
a sí para darse por entero al padre en el cual se recuperaba ya nuevo y
realizado. Se dio entonces tiempo para madurar no poniendo tanta atención en su
incoherencia sino en la coherencia del padre, sólido cimiento de su opción. Y
en ese sólido cimiento su libertad fue creciendo y ganando altura. La casa del
padre estaba ya más cercana.
El
novicio suspiró. El relato de Fray Juan le había resultado como siempre
transparente e iluminador. Se quedó por un instante en silencio esperando que
su maestro agregara alguna aclaración, alguna moraleja, alguna referencia al
caminar contemplativo. Sin embargo Fray Juan siguió callado. Él lo miró
entonces interrogante.
-¿Que
estás esperando? No hay nada más... El resto es tuyo.
Y
se levantó serenamente para continuar con su trabajo. El joven hermano
comprendió que el maestro ya lo consideraba capaz de sacar sus propias
conclusiones. También él se levantó y se puso a caminar errante. Mas sin darse
cuenta terminó nuevamente frente al árbol donde el capullo seguía hamacándose
en el viento. Lo miró largamente sin hacer ningún movimiento. Parecía que
estuviera escuchando de él una secreta confesión. Luego, acercándose todo lo
posible, el novicio le susurró mentalmente al gusanillo encerrado en el capullo
una dulce exhortación:
-Ya
sé hermano que es dolorosa esta gran transformación. Ya sé que es duro quedarse
a oscuras y como encerrado en este capullo sin querer volver atrás ni poder ir
aún hacia delante. Ya sé que es exigente este transitorio abandono a la tensión
de una libertad aún no sanada. Si a veces parece que Dios nos ha dejado a
nuestra suerte y que librados a nosotros no queda más porvenir que el fracaso y
la condenación. Pero otras veces su Presencia como los rayos poderosos del sol
parece atravesar las paredes del capullo e iluminarlo todo. Y aunque fugaz su
paso deja una luz oscura en el recinto, una herida de amor en nuestro ser y una
certeza de que trabaja donde no vemos, sino con el tiempo, transformándonos. Y
no está lejos sino más cercano que antes; sólo que quizás a veces, en esos
momentos terriblemente oscuros de la noche y salvando las enormes distancias,
está cercano el Padre al modo en que lo estuvo del Hijo en Getsemaní, en el
camino al Calvario, en
Y
el viento cesó por un instante quedando el capullo quieto como si quisiera de
ese modo asentir a lo expresado. El novicio lo acarició con una mirada tierna y
transparente; luego se marchó. Sabía que el camino que tenía por delante era
largo, exigente y árido, sin embargo ahora se hallaba más dispuesto a
transitarlo con mirada de fe abierta a un amor que inflama la esperanza. Ya
había comenzado a cimentar su transitar sólo en Dios, roca fuerte, sólido
cimiento. Ya se iba decidiendo a
ponerse, por un amor no exento del dolor, definitivamente en sus manos.
Dentro
del capullo, entre estertores agónicos y gemidos silenciosos, el gusano estaba
cambiando.
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