20. En la interior morada. ITINERARIO CONTEMPLATIVO.

 




"IMÁGENES. Un acercamiento al itinerario contemplativo." (2020)


20. En la interior morada

 

            De tanto en tanto él se siente fuertemente atraído por las alturas inexploradas de la montaña. Entonces, sin equipaje alguno, sale de la celda citadina del convento y se encamina hacia el macizo. Cuanto más asciende más se apagan los ruidos, la preocupación, el mundo. No está huyendo de nada ni de nadie pero aquello que lo atrae ocupa ampliamente el espacio interior, reclama el sitio de un todo. Al llegar cerca de la cumbre se instala en una pequeña cueva, enciende el fuego y disfruta de su calor y su luz. A veces sale y contempla el paisaje extenso (pues más puede verse desde aquella altura que desde la celda del convento o desde las calles citadinas). Mas lo mira y no se fascina pues le mira desde la fascinación que le causa el fuego que aún danza frente a los ojos de su corazón. Y retorna a la cueva donde están él y el fuego, el fuego y él. No hay nada más y nada más parece necesario. El fuego y él, él y el fuego.

 

            Ya lo hemos dicho, toda contemplación se torna aquí más sutil y escondida. La doncella del alma ya no sale de su casa enfebrecida y corre alocada tras un toque hiriente y violento en el amor porque el amor ya la acaricia distinto y ella ha aprendido su lenguaje. El Amado no necesita más que una unción profundísima, una caricia cual roce etéreo y casi imperceptible para llamarla. Y ella lo escucha y con tal suavidad se deja enlazar y atraer que parece no haber movimiento alguno cuando en realidad en un abrir y cerrar de ojos ya no está donde estaba sino en la otra orilla, perdida en el centro de la noche y del capullo. Allí danza el fuego. Pero no el fuego primero, desbordante y apasionado, que incitaba y repercutía inevitablemente en las emociones y en los sentimientos. Este fuego las asume pero ya las purifica y las supera, las adormece y aniquila y hace nuevas. Este fuego segundo es aquella pequeña llama, discreta y escondida, que danza debajo del capullo y asciende sorpresiva. Llama que con paciencia larga le transmite al gusano que muta su calor y su luz, debilitando ya las paredes que lo cercan. Llama viva de amor que lo prepara para que algún día se rompa la tela y cayendo el contemplador en su centro arda en ella y con ella, siendo dos y uno solo; amando dos en un amor único, el de la Llama. Pues no tiene el contemplador otra vocación que la de ser en la Llama y con ella llamear. Pues no tiene el hombre otra vocación que la divina, otra patria que la Trinidad, otra morada que ese amor que circula y sobreabunda por el salir de sí y el ofrecerse.

Mas de lo que aquí directamente queríamos decir algo es de aquellos tiempos en los que el contemplador se encuentra especialmente ensimismado en Él y cobijado.

El yo ensimismado, todo vuelto hacia el núcleo de sí, todo él recogido en lo esencial de sí, está ensimismado en Él, es decir, el movimiento de recogerse en sí se continúa con un total volcarse en Él y esto por su libre adhesión a la gracia que lo atrae y verdaderamente mueve.

El contemplador se experimenta como retirado a las profundidades últimas, como lazado por Llama de amor que enlazado le sostiene aún durante la actividad más exigente y agobiante. La gracia consiste, justamente, en estar el alma en su morada, sin querer salir de ella y sin abandonarla, aún saliendo a la distancia. Esta gracia es experiencia de unión, aún provisoria y no esencial, pero propedéuticamente significativa. Porque lo que al contemplador se le da saborear es el estar en Dios de un modo continuo que supera los espacios de oración. Aquella experiencia del rayo, que más bien hería al entendimiento y por él a la voluntad, mostrando como nada de lo que existe queda fuera de la relación con Él; ahora, de modo similar pero acotado, se le da a gustar a la voluntad. Ella, por el amor de la Llama que danza en el interior más hondo, en el centro del alma, experimenta que todo su querer ha quedado absorto y recogido en quererlo a Él que la quiere y enlaza y de quien no desea en modo alguno retirarse, y de quien no puede retirarse pues Él la sostiene en su estar toda hacia Él.

El contemplador vive en estos tiempos (horas, días o semanas, según Dios quiera) como retirado. Y aunque hace todo lo que habitualmente hace, lo hace como sin estar en ello pues está en Él. Y él sólo lo sabe y lo advierte: tan escondido y delicado es el don. Don que prepara la unión definitiva en la cual la voluntad del contemplador quedará enlazada sin retorno a la voluntad del Amado; unión estable que gustará como primicia de la unión eterna en esta mística unión esponsal.

Generalmente percibe el alma este retiro enlazante frente a los gustos y disgustos: los primeros no le aportan casi ningún sabor, los segundos casi ninguna incomodidad. Mas bien se siente guarecida y cobijada de las tormentas de falsa gloria y de peligrosa fascinación, de las ráfagas de las afrentas y de su hija la queja. Parece que nada de extraordinario pasara fuera de Él que se le da y de ella que lo recibe. Paz y seguridad: toda circunstancia pasará pero esta unión está preñada de eternidad.

Este es el amor que vence al yo, a la tentación y al mundo: tener la mirada fija en el Amado y no poder mirar sino por Él.

 

 

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