"IMÁGENES. Un acercamiento al itinerario contemplativo." (2020)
19. La noche y el rayo
La noche cerrada, sin luna ni estrellas,
todo lo tiñe de una oscuridad densa e impenetrable. De pronto atraviesa el
cielo, fugaz y contundente, un silencioso rayo. Por un breve instante los
alrededores quedan sutilmente iluminados. Entonces se dejan ver las siluetas de
los árboles a lo lejos, el camino angosto, la soledad del campo y una casa casi
fundida con el horizonte. Sólo es posible avanzar rayo tras rayo... Sólo, rayo
tras rayo...
Cuando
la contemplación se torna más honda y oscura, también llega a ser más sutil y
esclarecida. Porque en aquellos primeros toques, persecuciones, raptos y
efluvios, todo era aún más a nuestra medida: grandilocuente y visible. Mas con
la profundización de la noche todo se pone más a la medida de Dios: humilde y
escondido. Es ahora, cuanto menos se ve cuanto más se vislumbra. Porque esta
oscuridad impenetrable no es más que la ceguera que produce la cercanía a una
luz poderosa. Y de tanto andar en esta oscuridad los ojos del alma se
acostumbran y a veces son hechos capaces, fugazmente, de aquella. Esto es el
rayo, poder ver lo que en realidad hay: no oscuridad sino luz.
Es propio de este rayo oscuro de contemplación amorosa
el dejar a la inteligencia recogida y absorta en su inefable luz. No es sólo la
voluntad la enlazada sino que repentinamente cierta luz oscura, como refocilo
de rayo, parece ganar el espacio del intelecto y dejarlo comprendiendo en el
amor el misterio de Dios y de su acercamiento. La memoria y la imaginación
quedan aniquiladas, ausentes, y en un presente denso la inteligencia comprende
hondamente aunque no sabe decir diferenciadamente aquello que comprende. Se
trata de una comprensión general y oscura que resuena más o menos así: Todo está en Él; Todo depende de Él; Todo
está llamado a ir hacia Él; Todo, secretamente, se dirige hacia Él; Todo habla
de Él.
Si accediéramos a estas afirmaciones por un análisis
lógico-metafísico-teológico serían, en comparación a ésta comprensión oscura,
afirmaciones del todo desabridas, vacías y fútiles. Lo que aquí hay no es raciocinio argumentativo sino una
experiencia de fe que brotando del amor que se le regala ilumina todo el
espacio de la inteligencia y mueve la esperanza hacia la unión del alma con
Dios.
Es como si el gran secreto del universo fuese
susurrado en parte de pronto; como si se desvelara el borde luminoso del más
grande tesoro escondido en las sombras; como si se entreabriera sorpresivamente
la única puerta que conduce a lo absolutamente novedoso que palpita afuera de
todo este ámbito de límites reconocidos; como si lo que sostiene escondiéndose
dejase ver su sostener.
Esta experiencia del rayo está marcando una fuerte
preparación para la unión esponsal. Pues en aquella, sin confusión ni
absorción, se da tal compenetración entre Amado y contemplador, que lo que aquí
se comprende fugazmente allá será bien frecuente. Tanto, que verdaderamente
pueda decir el amador, que de continuo vive hundido en el vientre del misterio
de su Amado.
Por ahora, en una súbita luz oscura, parece entender
en el amor algo del todo esencial: que en Él vivimos, nos movemos y existimos;
que Él es fuente y sostén, meta y morada; que Él es, que simplemente Él es. En
la fe, oscuramente iluminada, el contemplador ve vestigios, huellas de su
Presencia en todo lo creado; le parece estar rodeado y envuelto por todos lados
por Él; no puede concebir nada más real que la realidad de su Presencia. Él es
y eso no sólo basta sino que sobreabunda y extasía.
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