"IMÁGENES. Un acercamiento al itinerario contemplativo." (2020)
21. La bodega secreta
Terminada
la cena, el dueño de casa quiso ofrecer a su huésped un don de lo más especial
y único. Lo condujo entonces, tras abandonar el comedor, hacia las escaleras y
descendieron al sótano. El anfitrión abrió la puerta y encendió la luz. Una
veintena de toneles los recibieron en formación rigurosa. Mas no se detuvieron
en ninguno de ellos. Atravesando toda la sala el señor abrió otra puerta y, sin
prender la luz, sino sirviéndose de la que venía de la sala de los toneles, le
mostró su tesoro. Aquella bodega albergaba los mejores vinos del mundo. Serían
tal vez unas doscientas o trescientas botellas. El dueño fue explicando a su
invitado cómo había ordenado el recinto de acuerdo a la procedencia y año de
cosecha de aquellos delicados elixires. Mas sabía el anfitrión del paladar
educado y exquisito de su huésped quien seguramente habría degustado ya algunos
de aquellos vinos estacionados y vigorosos, ya en la cumbre de la madurez. Con
ademán elegante, entonces, lo invitó a descender tres escalones que, al final
de la sala, conducían hacia una puerta pequeña y baja. El señor de la casa sacó
de su bolsillo una dorada llave y doblegó con ella el candado rústico y pesado
que custodiaba la puerta como fiel centinela. Tuvieron que encorvarse un poco
pues la habitación también era pequeña y baja. El dueño casi cerró la puerta,
cuidando de dejar un espacio de unos quince centímetros entre ella y el marco
para que ingresara algo de luz desde la primera habitación. En esta sala había
una mesa, un par de copas y un trapo limpio. Sobre una de las paredes un
pequeño anaquel con unas seis o siete botellas. El anfitrión extrajo una. Con
el trapo repasó las copas de finísimo cristal removiendo de ellas el polvo
acumulado. Explicó luego a su huésped la procedencia de aquel vino dejándolo
del todo maravillado y deseoso de degustarlo. Con delicadeza y maestría le
descorchó, sirviéndolo con reverencia solemne como si se tratase de un objeto
sagrado. En la oscuridad casi total, sin que el elixir hubiera sufrido ningún
cambio de temperatura, su incomparable bouquet impregnó suavemente el ambiente.
Ambos hombres juguetearon con la copa en su mano observando el cuerpo del vino.
Con un destello indescriptible en sus ojos finalmente dejaron que sus labios y
su paladar tomaran contacto con aquel tesoro. Ambos supieron al saborearlo que
ese instante jamás volvería a repetirse. Era un vino único e inigualable. Un
vino secreto y extremadamente delicioso. Un vino que en verdad no podría haber
sido apreciado sino por pocos paladares en el mundo. Un vino que era,
simplemente, el vino por excelencia, el culmen de todo lo que llamamos vino.
No es
lo mismo hablar de la experiencia de Dios en uno que de uno en Dios. Cuando la
noche se va acercando a las primeras horas del alba se da un viraje. En verdad,
aunque hay un solo movimiento por el que Dios hacia sí nos atrae y nos hace
capaces de la unión con Él, percibimos dos tiempos. El primero es el del
descubrimiento de la llamada enlazante de amor que nos va poniendo como en fuga
desde lo más exterior hacia lo más interior de nuestro interior. Vamos entonces
comprendiendo en el amor la inmensidad del alma y al mismo tiempo el Rostro de
ese Dios en cuanto Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo o simplemente en
cuanto Él,
Cuando el alma comienza a experimentar fugazmente la vida trinitaria...
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