"IMÁGENES. Un acercamiento al itinerario contemplativo." (2020)
18. El capullo
El sol está alto y derrama su luz sobre la tierra y los
seres que la habitan. Mas el gusano que ayer deambulaba lentamente entre las
ramas de un joven árbol hoy no la recibe. Durante la noche se ha tejido un
capullo y en su interior se ha introducido. Allí todo es oscuridad densa y
frío. Sin embargo, con el correr de los días, algo de sol parece colarse entre
las paredes del capullo. Su luz potente ha sido capaz de atravesar las rústicas
murallas. Y dentro del capullo el gusano
se retuerce y cambia. Es un proceso doloroso y lento. Un proceso maravilloso e
increíble de transformación. El gusano experimenta que si la luz tímidamente no
lo visitara, sucumbiría. Es esa luz misteriosa, pues al traspasar las paredes
del capullo se vuelve oscura, la que le trae la noticia de un mañana
esplendoroso. Es esa luz anochecida la que le trae promesa de llegar a
mariposa. Es esa luz en este oscuro capullo la que lo mueve a aceptar la
sorprendente mutación que lo mata y lo revive...
Esta
imagen (que claramente está en la simbología de Santa Teresa de Jesús) es la
comparación más cercana y más lejana con la cual me parece puede ser dicha la
escalada de la noche. Porque aquella noche que permitía experimentar a Dios por
detrás de los sentidos en lo profundo del alma se ha tornado más densa. Ya
había sido comunicado su incremento por aquella pequeña llama que tras
persecuciones y efluvios de fuego y de agua había tornado la contemplación más
escondida y delicada. Este momento del itinerario es comparable también a lo
que vive la doncella al traspasar las murallas de la ciudad y bien internada
campo adentro no ve ni caminos ni huellas ni movimientos de su Amado porque es
noche sin estrellas, noche cerrada. ¿Desesperación? Si en algún momento la
siente rápidamente se diluye en la fe crecida en el Amado que no abandona.
¿Desconcierto? Ciertamente lo experimenta pero sin atisbo de miedo. No es el
desconcierto que produce un suceso que se presagia peligroso y dañino. Es el
desconcierto de un episodio que resulta maravilloso e incomprensible. Es un
desconcierto con paz: el Amado ha previsto semejante circunstancia, es parte de
su pedagogía y de su obrar.
Ahora bien, contrariamente al gusano que desarrolla
con naturalidad su ciclo biológico, el contemplador no ha hecho nada por
sí. Un buen día, sin saber con certeza
si el cambio fue progresivo o abrupto, se encontró distinto. Aquella sequedad
de la oración de meditación o de devociones que lo llevó a lanzarse a la
noticia general de un amor enlazante, aquella noche del sentido en la que Dios
se daba por detrás de lo habitual desde una profundidad novedosa, aquella
necesidad de soledad para estarse más en intimidad con Dios, aquella oscuridad
iluminada ha crecido: ya toda la existencia parece sumergida en una noche cerrada.
Una honda apatía casi por todo lo que antes se disfrutaba gana terreno. Parece
que de pronto el contemplador se ha quedado sin mundo (en sentido fenoménico).
Mi mundo, en el que yo me sentía yo y en el que me manejaba con gusto y
soltura, ya no me resulta mío. Cuando comencé yo mismo a tener esta experiencia
le ponía por rótulo: crisis de identidad. No aludía con ello a una
desestructuración psíquica sino a una auténtica crisis en cuanto cambio
radical. Toda crisis supone angustia y miedo en medio de la confusión. Pero la
confusión era apenas descubrir que Dios estaba haciendo en mí algo del todo
nuevo y decisivo. Por eso en la memoria aquellos primeros instantes de esta
noche han quedado grabados como preñados de paz y de alegría. Yo hubiera salido
a proclamar a los vientos que me hallaba en una tal crisis sino fuera porque
mis semejantes me hubieran creído loco o se hubieran preocupado erróneamente
por mí.
Y esta crisis del capullo es honda y dura. No hay
transformación que no implique un proceso: desembarazarse de lo viejo y acoger
lo nuevo. Si bien todo este momento del itinerario está sostenido por una
certeza inamovible e inconfundible de que es Dios quien obra, si no hay miedo o
desesperación pues no se prevén males sino bienes, permítanme decirlo, esta
noche es terrible. Terrible porque aquí el amor y el dolor parecen trocarse y a
veces ser uno solo. Terrible porque mientras la noche va creciendo la voluntad
debe ascender con ella hacia una meta no deseada: la muerte. Porque en este
capullo bien se comprende que lo nuevo surge tras la aniquilación de lo viejo,
sucumbir primero para resurgir luego... Y el contemplador, llevado por amor
creciente a las cumbres donde la entrega de sí coincide con el dolor de una
negación total, se siente participar del grito de Cristo: ¡Dios mío, Dios mío!,
¿por qué me has abandonado?
Este estado de capullo, esta noche de la existencia
hunde sus raíces en el drama decisivo de Cristo Amado: el proceso pascual. Aquí
la existencia del contemplador se hunde por misteriosa participación en aquel
Getsemaní que se actualiza en su persona y en su historia; en aquel doloroso
juicio vivido desde el silencio más radical de búsqueda y aceptación de la
voluntad del Padre; en aquella vía hacia la Cruz cargada de dolores,
injusticias, debilidades y soledad; en la agonía de la muerte atroz y en el
estar escondido en el sepulcro. En esta noche del capullo vive el contemplador
su propia pascua y experimenta en toda su plenitud la gracia del bautismo: ser
sumergido en la muerte de Cristo para renacer con Él a una Vida Nueva.
Si algo no falta en esta noche es el amor, mas un amor
también anochecido. Un amor más allá de emociones y de sentimientos,
especulaciones y deberes, frutos y éxitos. Es el amor de Cristo el que,
comunicado, debe ser recibido y engendrado: un amor puro por pequeño,
escondido, abajado y abandonado filialmente al Padre. ¡Oh, hasta qué alturas de
amor y de dolor debe ascender el contemplador para alcanzar una tal
identificación! Porque esta noche del capullo es, metafóricamente hablando, un
ser introducido en el vientre de Dios para ser parido de nuevo; un adentrarse
en la tumba de Cristo en espera del resurgimiento.
Y en este capullo Dios trabaja para que el
contemplador quede cristiformado. Ese trabajo es experimentado como excavación,
cauterio, flechazo, fuego purificador. Y aunque el trabajo sea amoroso y
delicado a veces parece violento y doloroso. Lo que hace sufrir en este amor
que se recibe es la propia resistencia, el propio pecado arraigado hondamente y
difícil de extirpar. No es cosa fácil ni rápida la identificación entre la
voluntad de Dios y la del hombre. En general nos lleva toda la vida y aún así
nunca parece obra acabada. Y así es, pues de no ser alcanzado por la unión
esponsal (cumbre del caminar contemplativo y primicia excelente de la
Bienaventurada Vida en Él tras el umbral de la muerte) necesita aún el hombre
de una mayor purificación. Ser todo de Él y para Él en Él y por Él. Esa es la
meta de esta noche.
Este estado de capullo, como la noche previa del sentido,
dura lo que dura la obra que Dios esculpe. Sabe Dios y sólo Él qué vasija hará
de nosotros. ¿Acaso puede penetrar nuestra inteligencia el abismo insondable de
su Sabiduría? ¿Acaso puede el hombre prever de lejos el alcance del plan que en
su Misericordia entrañable ha dispuesto en Cristo desde toda la eternidad para
cada uno de nosotros?
Y como el gusano se retuerce al interior del capullo
también el contemplador se retuerce. Este retorcerse a veces es fruto de ese
trabajo de Dios que pasivamente (activo en el amor) recibe, y otras veces es
consecuencia de su propio pecado en el cual se sigue empeñando y que a estas
alturas del amor resulta más doloroso, esclavizante, opresivo y frustrante.
Ciertamente si el contemplador pusiera la mirada en sí mismo la decepción sería
terrible: los vicios y pecados aún no extirpados parecen tan
inconmensurablemente grandes a la luz del inmenso amor que ha saboreado que no
puede menos que esperar y darse a sí mismo una sentencia condenatoria. Por eso
en el capullo Dios le gana por su Misericordia y levantando el contemplador la
mirada hacia aquel Padre que lo trata como hijo se decide a no bajar los brazos
y a tenerse paciencia y a trabajar duramente para dejar que el único trabajo
fecundo (el de Dios por su Espíritu) llegue a buen término.
¡Ay, pobre de aquel que quiera venir a contemplación y
que no esté dispuesto a luchar contra sus propios demonios en un desierto
agobiante durante una noche cerrada! Porque no es la contemplación una linda y
extraordinaria experiencia angélica y romanticona para ser puesta poéticamente
en libros. Es la contemplación el más radical camino de conversión y todos
sabemos sus hitos: abajamiento, desnudez, abandono, puerta estrecha, cruz,
muerte y sepulcro.
Dicho así resulta pavoroso. Pero no menos pavoroso que
el final histórico de la existencia de Jesús. Él mató la muerte y el pecado
muriendo por amor, un amor fiel que no volvió ni un paso atrás en su sí filial
al Padre y en su sí fraternal a sus hermanos. El hombre, tras de sus huellas,
sólo totalmente entregado por amor puede renacer a la Vida Nueva que su amor
nos trajo.
¡Oh bendita agonía con promesa de una Vida que ya no
sucumbe! ¡Oh bendito capullo en el que se opera la transformación más radical y
decisiva! ¡Oh bendita noche en la que muere el yo que pretende falazmente
autosustentarse sin Dios y que permite que nazca Cristo Hijo en el corazón! ¡Oh
bendita oscuridad en la que disminuye y desaparece aquel yo para que crezca y
despunte en mí el yo que se une al Lucero del Alba, Amado y Esposo que en amor
atrae y enlaza!
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