"IMÁGENES. Un acercamiento al itinerario contemplativo." (2020)
16. Su mirada
Nuestra vida es una galería de miradas. Las hay de todo
tipo y en toda circunstancia. Porque algunas son maravillosas, miremos la
mirada...
La mirada de ella, a
escondidas y enamorada, sobre él. La mirada de él, a escondidas y enamorada,
sobre ella. La mirada de ambos al encontrarse y desocultar su amor. Una mirada
larga, suspendida, elevante. Cuando dos enamorados se miran el mundo queda
entre paréntesis. Luego, cuando vuelven su mirada al mundo, lo recrean...
La mirada del amigo que
penetra nuestra intimidad y la acaricia. Porque al amigo no hay que explicarle
nada, ya lo sabe de antes y nos lo dice en su mirada. Porque una mirada suya
nos trae la gratuidad, la experiencia de ser queridos tal como somos. La mirada
del amigo despierta confianza y confidencia, abre caminos y desbarata las
adversidades. La mirada del amigo nos levanta de la caída, nos pone nuevamente
en nuestro centro y nos envía a caminar con esperanza.
La mirada de papá y de mamá
que dejaron su amor cuidadoso grabado tiernamente en nuestro inconsciente de
bebés. Esa mirada que nos atrajo para dar los primeros pasos, que nos sanó tras
el tropezón y el golpe, que nos fue enseñando a mirar el mundo. La mirada de
papá y de mamá sobre nosotros raramente se equivoca, nos conoce como nadie más
y nos corrige a la vez que nos contempla como a hijos, hechura de su carne y
milagro de su amor.
La mirada... ¿No serán
estas miradas maravillosas reflejos y presencias de una mirada salvadora?
El
contemplador no es tanto aquel que mira sino aquel que se deja mirar. El adagio
tan repetido –Dios lo ve todo- ya va dejando de ser para él fuente de temor y
de espanto, de vergüenza y angustia. Porque no hay que ser tan ingenuos y
pensar que aquellos sentimientos surgieron solamente por la influencia de una
Iglesia que predicaba una imagen de Dios controlador, censurador, pronto para
castigar, etc. Sin negar las falsas imágenes de Dios que todos nos fabricamos y
distribuimos constantemente yo te pregunto: ¿no causa en ti al menos un poco de
sana vergüenza la convicción de que Dios te conozca a fondo, que ninguna de tus
intenciones pase inadvertida para él, que nada de ti le quede oculto y
escondido, que tus más íntimos secretos sean transparentes para Él? En cuanto
somos pecadores, y en cuanto la desmedida y la desproporción son experiencia
inevitable en nuestra relación con Dios, resulta natural que su mirada nos
produzca incomodidad. No basta una buena catequesis y una correctísima
formación teológica para que repetidas veces el Adán que llevamos dentro no
corra con prontitud a esconderse ante el paso de Dios pues se siente
avergonzado de estar desnudo.
Pero por la experiencia del amor que se da en la
contemplación el amador va trocando su mirada. Cada vez se disipan más las
imágenes falsas de Dios que le acompañaban. El Adán interior recupera la
confianza plena en un Dios que le quiere bien. Se da cuenta que toda su mirada
estaba puesta sobre sí mismo, su indignidad y su pecado. Su mirada soberbia,
deseosa de perfección, endiosada, resultaba en un juicio severo y
auto-destructivo que, simplemente, no era de Dios. La mirada de Dios en el
enlazamiento amoroso es inefable: no la agotan ni tocan de lejos la mirada de
mi enamorada, de mi amigo y de mis padres. A todas ellas las supera ampliamente
en el amor. Ante su mirada, en la experiencia de la intimidad y de la unión, el
contemplador no puede querer más que dejarse desnudar. Estar desnudo ante Dios
se transforma en un inexplicable gozo.
¡Oh mirada que sanas, purificas, acaricias, levantas!
¡Oh mirada potente en la ternura, arrasadora en el amor, conocedora de todo y
más llena de esperanza en nosotros que nosotros mismos! ¡Oh mirada del Padre
que nos sostiene y no deja de contemplarnos como hechura de su amor! ¡Oh mirada
del Hijo que conoce experiencialmente nuestra humanidad, que la ha asumido
plenamente en la Encarnación (excepto en el pecado) y que en la Cruz nos dice
un sí irrevocable y nos arrastra en amor reconciliante! ¡Oh mirada del Espíritu
que nos ves como leño seco y bien dispuesto desesperándote como chiquillo
deseoso por encendernos y herirnos más y más! ¡Oh mirada Trinitaria que
envuelves y penetras y lo haces todo nuevo por la participación del amor que en
ti circula sin límite y sin obstáculo!
El contemplador ante una mirada así no puede menos que
levantar su mirada. Cuando la mirada del Amado lo invita a mirarlo de frente la
contemplación ha comenzado. Cuando esa mirada se torna mutua pero pasajera, un
diálogo con idas y venidas, se camina hacia la unión. Cuando la mirada
recíproca se sostiene y ya no se pierde se ha sido desposado en el amor y se
tienen primicias de aquella visión cara a cara que será eterno gozo y
alabanza...
¡Mírame, Señor, hasta que mi mirada te devuelva en
amor el amor tuyo recibido y se termine perdiendo en tu mirada para mirar por
ella y mirando la eficacia escondida de tu amor prorrumpa en júbilo
verdaderamente inextinguible!
Su mirada amorosa y misericordiosa, que no juzga ni reclama que sólo ama.
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