Abba Agua se encontraba
serenamente parado bajo la intensa lluvia.
El discípulo se le acercó corriendo.
-¡Vamos Abba, ponte a reparo en
la cueva!
-¿Tú sabes por qué llueve?, le
preguntó.
Pero el joven se quedó estupefacto,
desencajado.
El anciano Abba Agua sonriendo
le dijo:
-Para que no olvidemos que el
Agua es Don.
¿Qué sería de nosotros si no se regalara?
La vida contemplativa es sorprendente y continua experiencia
de gratuidad. Dios nos ama libre y gratuitamente; Él es el Amor. Dios nos ama
simplemente porque nos ama, podríamos decir. Amarnos no incrementará su Gloria
y que nosotros lo amemos a Él tampoco acrecerá su divinidad. De hecho en su
eternidad Él ha ordenado a su creación hacia la Gloria, hacia la participación
gozosa y la fruición desbordante en el misterio de una eterna comunión que
llamamos bienaventuranza. Él, amándonos con eterno, gratuito y libérrimo
designio en Jesucristo, nos ha predestinado al amor. El Padre, fuente de las
eternas procesiones inmanentes del Hijo y del Espíritu, les ha dado su misión
económica para que el hombre en la historia pueda descubrir su vocación divina.
Nos ha amado para que pudiésemos participar de la Gloria del Amor.
¡Ay que
difícil es para el hombre carnal, aún no purificado para la vida en el
Espíritu, aceptar y gozar de la simplicidad del Amor, de la simplicidad de Dios!
Ciertamente no
dejarse amar le pondrá en peligro. Por aquí entrará en las ruinosas
desviaciones de todos los matices pelagianos. Queriendo afirmar al hombre en su
libertad, voluntad e inteligencia, negará o degradará la primacía de la Gracia.
¡Debemos aceptar que Él nos ama primero, dejarnos amar primero! ¿Es tan simple
no? Abrirnos a Él que siempre atrae y llama. Dejarnos amar por el Dios que es
Amor. No nos hará daño que nos ame y aceptar que necesitamos su Amor. Porque el
hombre que se aleja de su Amor se resiente y se encierra en sí y la tentación
lo conduce a concluir que para autoafirmarse a sí mismo sobre la tierra debe
matar al Dios del cielo. Y entonces ya no tendrá el Amor en su vida y todos sus
amores sin su Fuente se deformarán monstruosos y nocivos. El hombre sin Dios
arruinará su vida, pervertirá la tierra y perderá el cielo.
Pero esperar
que nos ame sin que nosotros respondamos en amor por un amor nuestro, un real y
operante amor nuestro sanado y elevado por su Amor, nos llevaría a las
engañosas tierras del quietismo.
Los quietistas de todo tipo
representan un misticismo extremo donde Dios –didácticamente expresado y con
exageración- posee al alma de tal modo que anulando sus potencias de alguna
forma las suplanta. Aquí por afirmar la primacía del Altísimo y solo Santo, se diluye
o niega el papel del hombre creado justamente a su imagen y semejanza, capaz de
Dios y ordenado ónticamente a la interacción con la Gracia. Desbalanceada la
ecuación –ya por desconfianza de la naturaleza humana ya por admiración dada la
inmensidad de la acción salvífica-, aquí se yergue la posibilidad de la
despersonalización panteísta y el antiquísimo error de la fusión con el Uno.
No se perderá el hombre si se abandona libremente en las
manos de Dios, si sanamente declara su dependencia en amor de quien lo ha
creado y destinado a la salvación. Ni al ejercer su acción redentora el Señor
disminuirá a su criatura, sino que la elevará a la participación de la
naturaleza divina. Pero esta sabiduría de Alianza sólo se engendra en la
experiencia del Amor desproporcionado e inmerecido que se dona y que al alma
eleva en vuelo de espíritu y arroba en éxtasis.
Es causa de harta desconfianza y desaliento creo, que el
lenguaje y la conceptualización humana nunca terminen de dar cuenta del
Misterio. Pero es más simple de lo que esperamos. La “quietud o sueño” de las
potencias no habla en modo alguno de anulación sino de maduración y elevación
al lenguaje de la Gloria, de arras de la comunión bienaventurada y del diálogo
ininterrumpido y eterno. Toda en Dios por el amor que se le ha acrecido, por la
donación total de Él y por la respuesta de abandono total de ella, el alma lo
vive todo en Gracia de Unión.
La negación de sí –tan evangélica-, de largo proceso en
la ascesis y en las purgaciones místicas, no culminan en una nada como
aniquilación de la persona, derivando hacia una fusión y mezcla absorcionista
con lo divino; sino en una noidad vincular relativa al Absoluto de Dios,
debiendo ser entendida mas bien como plena disponibilidad a la Unión, como
querida y operante receptividad del Amado, quien puede ya llenar la vida de la
amada.
Insisto que la
vida contemplativa es más simple, y se funda en la simplicidad de Dios. Santa
Teresa de Jesús al enseñar sobre los cuatro grados de oración hablaba de regar
el huerto: con agua de pozo, con noria, reconduciendo por canal un caudal de
agua y finalmente cuando simplemente llueve. Tener vida contemplativa es saber
que llueve. Que Dios es Amor y que eternamente ama. Que su amor está cerca y se
derrama, haciendo habitación y morada en el alma y reconduciendo al alma a la
Gloria esponsal definitiva y eterna.
Cuándo los espirituales
en la cumbre de su maduración alumbran místicamente la experiencia gozosa de la
inhabitación Trinitaria: ¿qué significa? Que descubren que simplemente llueve.
El único eterno y absoluto es el Dios que es Amor y que se dona sin medida en
propuesta de comunión eterna. La única sabiduría proporcional a este Amor que
benevolente se abaja a acontecer es el humilde aprendizaje de una activa
receptividad que elige permanecer en el Amor. Simplemente llueve. Dios es Amor
y ama. Eso es lo que no cambia ni pasa ni se muda, lo único verdadero y firme.
“La Cruz permanece en pie mientras el mundo gira”, reza la tradición cartujana
asignada a San Bruno. Todo tiene su centro de gravedad aquí y descubrirlo es
auténtica contemplación: Dios es Amor y ama. Simplemente nos hace Don de Sí.
¿Qué sería de nosotros si en Amor no se regalara?
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