Abba Agua 5

 



Abba Agua se encontraba serenamente parado bajo la intensa lluvia.

El discípulo se le acercó corriendo.

-¡Vamos Abba, ponte a reparo en la cueva!

-¿Tú sabes por qué llueve?, le preguntó.

Pero el joven se quedó estupefacto, desencajado.

El anciano Abba Agua sonriendo le dijo:

-Para que no olvidemos que el Agua es Don.

¿Qué sería de nosotros si no se regalara?


            La vida contemplativa es sorprendente y continua experiencia de gratuidad. Dios nos ama libre y gratuitamente; Él es el Amor. Dios nos ama simplemente porque nos ama, podríamos decir. Amarnos no incrementará su Gloria y que nosotros lo amemos a Él tampoco acrecerá su divinidad. De hecho en su eternidad Él ha ordenado a su creación hacia la Gloria, hacia la participación gozosa y la fruición desbordante en el misterio de una eterna comunión que llamamos bienaventuranza. Él, amándonos con eterno, gratuito y libérrimo designio en Jesucristo, nos ha predestinado al amor. El Padre, fuente de las eternas procesiones inmanentes del Hijo y del Espíritu, les ha dado su misión económica para que el hombre en la historia pueda descubrir su vocación divina. Nos ha amado para que pudiésemos participar de la Gloria del Amor.

¡Ay que difícil es para el hombre carnal, aún no purificado para la vida en el Espíritu, aceptar y gozar de la simplicidad del Amor, de la simplicidad de Dios!

Ciertamente no dejarse amar le pondrá en peligro. Por aquí entrará en las ruinosas desviaciones de todos los matices pelagianos. Queriendo afirmar al hombre en su libertad, voluntad e inteligencia, negará o degradará la primacía de la Gracia. ¡Debemos aceptar que Él nos ama primero, dejarnos amar primero! ¿Es tan simple no? Abrirnos a Él que siempre atrae y llama. Dejarnos amar por el Dios que es Amor. No nos hará daño que nos ame y aceptar que necesitamos su Amor. Porque el hombre que se aleja de su Amor se resiente y se encierra en sí y la tentación lo conduce a concluir que para autoafirmarse a sí mismo sobre la tierra debe matar al Dios del cielo. Y entonces ya no tendrá el Amor en su vida y todos sus amores sin su Fuente se deformarán monstruosos y nocivos. El hombre sin Dios arruinará su vida, pervertirá la tierra y perderá el cielo.

Pero esperar que nos ame sin que nosotros respondamos en amor por un amor nuestro, un real y operante amor nuestro sanado y elevado por su Amor, nos llevaría a las engañosas tierras del quietismo.

Los quietistas de todo tipo representan un misticismo extremo donde Dios –didácticamente expresado y con exageración- posee al alma de tal modo que anulando sus potencias de alguna forma las suplanta. Aquí por afirmar la primacía del Altísimo y solo Santo, se diluye o niega el papel del hombre creado justamente a su imagen y semejanza, capaz de Dios y ordenado ónticamente a la interacción con la Gracia. Desbalanceada la ecuación –ya por desconfianza de la naturaleza humana ya por admiración dada la inmensidad de la acción salvífica-, aquí se yergue la posibilidad de la despersonalización panteísta y el antiquísimo error de la fusión con el Uno.

            No se perderá el hombre si se abandona libremente en las manos de Dios, si sanamente declara su dependencia en amor de quien lo ha creado y destinado a la salvación. Ni al ejercer su acción redentora el Señor disminuirá a su criatura, sino que la elevará a la participación de la naturaleza divina. Pero esta sabiduría de Alianza sólo se engendra en la experiencia del Amor desproporcionado e inmerecido que se dona y que al alma eleva en vuelo de espíritu y arroba en éxtasis.

            Es causa de harta desconfianza y desaliento creo, que el lenguaje y la conceptualización humana nunca terminen de dar cuenta del Misterio. Pero es más simple de lo que esperamos. La “quietud o sueño” de las potencias no habla en modo alguno de anulación sino de maduración y elevación al lenguaje de la Gloria, de arras de la comunión bienaventurada y del diálogo ininterrumpido y eterno. Toda en Dios por el amor que se le ha acrecido, por la donación total de Él y por la respuesta de abandono total de ella, el alma lo vive todo en Gracia de Unión.

            La negación de sí –tan evangélica-, de largo proceso en la ascesis y en las purgaciones místicas, no culminan en una nada como aniquilación de la persona, derivando hacia una fusión y mezcla absorcionista con lo divino; sino en una noidad vincular relativa al Absoluto de Dios, debiendo ser entendida mas bien como plena disponibilidad a la Unión, como querida y operante receptividad del Amado, quien puede ya llenar la vida de la amada.

Insisto que la vida contemplativa es más simple, y se funda en la simplicidad de Dios. Santa Teresa de Jesús al enseñar sobre los cuatro grados de oración hablaba de regar el huerto: con agua de pozo, con noria, reconduciendo por canal un caudal de agua y finalmente cuando simplemente llueve. Tener vida contemplativa es saber que llueve. Que Dios es Amor y que eternamente ama. Que su amor está cerca y se derrama, haciendo habitación y morada en el alma y reconduciendo al alma a la Gloria esponsal definitiva y eterna.

Cuándo los espirituales en la cumbre de su maduración alumbran místicamente la experiencia gozosa de la inhabitación Trinitaria: ¿qué significa? Que descubren que simplemente llueve. El único eterno y absoluto es el Dios que es Amor y que se dona sin medida en propuesta de comunión eterna. La única sabiduría proporcional a este Amor que benevolente se abaja a acontecer es el humilde aprendizaje de una activa receptividad que elige permanecer en el Amor. Simplemente llueve. Dios es Amor y ama. Eso es lo que no cambia ni pasa ni se muda, lo único verdadero y firme. “La Cruz permanece en pie mientras el mundo gira”, reza la tradición cartujana asignada a San Bruno. Todo tiene su centro de gravedad aquí y descubrirlo es auténtica contemplación: Dios es Amor y ama. Simplemente nos hace Don de Sí. ¿Qué sería de nosotros si en Amor no se regalara?


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