"Apotegmas contemplativos" (2021)
Le dijo el discípulo:
-Abba Montaña, es tan largo e
intrincado
este camino de subida
que me parece se me irá en él
la vida;
no sé si me será posible un tal
ascenso.
Se le respondió tranquilamente:
-Solo no le quites la mirada a
la cima
que atrae con fuerza irresistible.
La vida contemplativa claramente es un camino de ascenso.
De hecho son numerosas las obras espirituales bajo el leimotiv del ascenso al
monte. Frente a cualquier macizo rocoso supongo, que la experiencia común humana,
es tanto la curiosidad y fascinación que provoca hacer cumbre como la
percepción de lo esforzada y peligrosa que será la subida. ¿Qué pesará más: el
deseo por la gloria o el desaliento por el sacrificio?
No sé si estamos acostumbrados a ascender. Dudo de que
vivamos en una cultura verdaderamente aspiracional. Al menos los ejemplos más
habituales de encumbramiento personal o comunitario suelen girar en torno a
valores materiales y la obtención de centralidad, fama y poder. Se trata de una
subida a la cúspide del narcisismo, la dinámica de un egocentrismo
profundamente avaro. Y esa subida al éxito mundano –que seguramente tendrá
también su precio a pagar- parece un sendero tan plagado de violencia, mentira
e injusticia. Paradójicamente quien termina en lo más alto, al mismo tiempo
desciende a las regiones inferiores perdiendo en aquella empresa gran parte de su
humanidad. Mas bien parece que sube a sus infiernos.
Por otro lado también vivimos una cultura del conformismo
y la comodidad. Los procesos de crecimiento y maduración parecen ralentizados y
con techos cada vez menos elevados. Se nivela o promedia para abajo y la gente
se acostumbra a esa zona de confort donde subsiste con bastante frivolidad sin
darse cuenta que esa forma de sobrevivencia pondrá en riesgo toda su
existencia. Vuelos cortos y al ras del suelo, nada de desplegar alas y alcanzar
las alturas. El espíritu de los hombres parece encadenado a un sinfín de
espejismos y esclavitudes de las cuales o no tiene conciencia o la tiene
anestesiada.
Justamente una de las clásicas distinciones sobre la
Gracia de Dios desde el punto de vista de su efecto salvífico y santificante,
nos enseñaba que la Gracia interna es sanante y elevante. Dios que nos ama, justamente
porque nos ama, no nos deja iguales. Repara la naturaleza humana debilitada por
el pecado pero también la eleva a la participación de la Vida Divina. Y sin
embargo cuán demorados parecen tantos cristianos en su proceso de maduración
discipular.
A veces decimos metafóricamente que siendo adultos aún
siguen viviendo la fe con su “traje o vestido de primera Comunión”. ¡Cuántos
adultos he encontrado rezando por ejemplo como niños: un Padre Nuestro, tres
Ave María y un Gloria por la noche antes de acostarse a dormir! Tal evidencia
de desnutrición espiritual me golpea y moviliza.
Las razones de una extensa chatura del cristianismo
contemporáneo son varias y no es el momento de tratarlas. Pero claramente el
demonio de la mediocridad –la más peligrosa de las tentaciones- nos ha
infestado masivamente. La más peligrosa porque nos convence que no estamos tan
bien pero tampoco tan mal y que en definitiva la mayoría está como nosotros.
Así engendra la auto-justificación y la complicidad solidaria en el
estancamiento. Nos detiene y ya no caminamos.
Y por supuesto
que habrá pecados eclesiales por purgar, sobre todo la insignificante prédica y
educación sobre la vocación a la santidad como la pérdida del horizonte
escatológico. Ha ganado espacio un buenismo pastoral de falsa y demoníaca
misericordia, que hace lo contrario a la obra de Dios: nos contiene y convalida
pero nos deja iguales, inmersos en el pus de nuestras heridas y enlodados hasta
el cuello en el pecado. Así también una falsa evangelización que a fuer de
diálogo con el mundo y de pretendida actualización eclesial para estar más adaptados
a los tiempos que corren, termina provocando no la apertura del mundo a Dios,
sino la cerrazón de la Iglesia a la Verdad revelada por Dios y una entrega
idolátrica al mundo. Una fe que no aspira a la Gloria del Cielo por la vía de
la santidad termina inmanentizada y mundanizada sin trascendencia ni identidad.
Asi a expensas del relativismo tarde o temprano será descimentada.
La vida
contemplativa es para la unión con Dios y esto supone un largo camino de
ascenso en el Espíritu. No se podrá hacer este trayecto sin la mirada puesta en
el Amor de Dios que convoca, seduce y atrae, que enlaza y cautiva en Amor. Pero
para ello es necesario dejar de mirarse a sí mismo y renunciar a las fatídicas
elevaciones que nos propone el mundo y que nos estrellarán en el abismo del
vacío. Para ello es necesario aceptar la noche de la purificación que nos sane
de raíz. Para ello debe amanecer la Cruz que pone incandescente la belleza de
la entrega de la propia vida.
¿Quién quiere
subir conmigo?
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